jueves, 28 de febrero de 2013

LA LINEA 70



De un salto se echó abajo de la cama. Si se lo pensase dos veces no se levantaría. Casi a tientas se fue a la ducha y sin esperar a que saliese el agua caliente se metió bajo el chorro. Araceli se despejó al momento con un súbito corte de respiración y los regatos de agua que iban besando su piel canela terminaron por inundarle en su caída libre el sexo. Un escalofrío muy placentero le hizo frotarse muslo contra muslo; hacía tiempo que no sentía algo tan estimulante. Quiso demorarse en tan gozoso placer pero el reloj no perdonaba y el trabajo era el trabajo. Si se abandonaba a la molicie del placer sobrevenido perdería el 70 del cruce de López de Hoyos, que la dejaba en García Noblejas para llegar a tiempo a trabajar.
Secándose a toda prisa, maldijo el trabajo, cuando al pasar la toalla por los pezones los sintió duros y eléctricos, tan pétreos que le sorprendió la brusca erección del clítoris al demorarse en su masajeo, pero la obligación primaba, a pesar de las maldiciones murmuradas, por no poder dedicar un tiempo a la propia satisfacción contemplando alguna película BDSM que tanto la estimulaba. Decidió entonces que si no podía dedicarse a ella misma durante media hora de lenta masturbación, no poniéndose bragas sentiría al menos el placer de saber que no las llevaba y que alguien podría deleitarse en un descuido con su contemplación. Como complemento, un faldita corta, a medio muslo, que hiciese posible la provocación llegado el momento, y un amplio yérsey de su novio que le permitiese olvidarse del sujetador y de paso darle el morbo propio de la posible infidelidad, llevando esa prenda con su olor.
A la carrera llegó a la parada sintiendo a cada zancada el estimulo de sus ninfas frotándose entre si; renegó una vez más de tener que ir a trabajar, sin tener espacio para una lenta y gratificante paja.
Llegando a la marquesina, el autobús hacia lo propio y Araceli se montaba de un salto. Introdujo su bonobús en el aparato de cobro y casi sin ruido, la ranura escupió la tarjeta perforada. Al tiempo que la recogía observó un asiento vacío justo al lado de un hombre maduro y gris. Mayor.
Al tomar asiento sintió la frialdad de la fibra de la banca en las nalgas, recordó que no llevaba bragas y la excitó sobremanera. Experimentó con deleite como empezaba a destilar flujo y resbalar entre sí los labios: “Oh, Dios, cuanto placer, debería haberme puesto las bolas chinas” pensó y una sensación como de humo de incienso demorándose por su estomago la mareó de gusto.
Con los ojos semicerrados por ese orgasmo de bajo perfil que solo las mujeres son capaces de gozar, no se dio cuenta que delante de ella, justo en el asiento de enfrente un personaje, flaco y pálido hasta el extremo, de ojos pintados de sombra igualmente negra, vestido de riguroso negro también y perforado de manera excesiva, en labios, orejas en toda su circunferencia con abridores en ambos lóbulos, colas de las cejas y ala izquierda de la nariz, la tenía clavada con su mirada turbia, lubrica y malévola. La marcaba de manera alternativa, de los ojos, clavándolos en los suyos como saetas afiladas de lujuria, a su regazo. De forma instintiva Araceli quiso estirar la tela de la faldita para cubrirse más pero no pudo, la cortedad de la prenda daba para lo que daba y el triangulo de oscuridad que se dibujaba entre los muslos era objeto de interés de la ferretería ambulante que tenía sentado enfrente. Araceli finalmente se dejó llevar, se refociló en dejarse llevar y aceptó que el hecho de no querer ponerse bragas era buscando precisamente lo que estaba sucediéndole con el punky aquel de enfrente. Le sostuvo al fin la mirada, y entre la quincalla metálica, se esbozó una sonrisa seguida de una sacada de lengua para enseñar los dos clavos que le perforaban la lengua y que anunciaban que su roce contra un clítoris turgente podría ser el colmo de las felicidades celestiales.
Si Araceli empezó a destilar flujo lubricante al contacto de sus nalgas desnudas con el asiento del autobús, ahora, al comprobar como su compañero de viaje la deseaba de una manera tan impúdica, aquel destilado se trasformó en fuente, tanta y tan gozosa que sin darse cuenta se quiso resbalar sobre el asiento para enseñar algo más de las profundidades de sus muslos a su interlocutor tácito. Este a su vez hizo lo propio para tener mejor ángulo de visión a lo que Araceli respondió con algo más de apertura de piernas para dejarle entrar con su inquisitiva mirada hasta lo más profundo. Mientras él se abismaba en la noche de los muslos de Araceli, ella se extasiaba viendo crecer el ajustado pantalón negro del punky hasta provocar un autentico pan de azúcar que él sin ningún pudor empezó a acariciarse con la palma de su mano izquierda tomándose entre sus dedos el cilindro insinuado para dar a entender cuales eran las reales dimensiones de su dotación de placer.
Ella ni se percató, pero su respirar entrecortado por el deseo desatado, y la apertura de piernas con la que daba señales de lascivia al muchacho multiperforado no fue ajeno a la percepción del hombre maduro, al lado de quien sin darse cuenta, por no ser para ella más que un bulto ocupante de lugar, se sentó nada más llegar. El maduro observó la entrepierna hinchada del chico de negro y metal e interceptó la mirada clavada en la profundidad de Araceli y de manera instintiva, se rebulló en su asiento ante la incomodidad de su erección instantánea, sabiéndose al lado de una muchacha salida como una perra, colocándose de forma rápida su  anatomía para mejor tolerar el crecimiento provisional. Pero sin que pudiese intervenir su voluntad y ante lo que se desarrollaba ante sus ojos su pierna izquierda fue como por resorte, a colisionar contra la derecha de Araceli de una manera tan desproporcionada que ésta no tuvo más remedio que volver la mirada para comprobar que estaba sucediendo. Observó la cara del maduro, hierática, sudorosa, temerosa de la protesta que podría seguir. Por la cabeza del pobre hombre le pasaron las caras de sus hijos, de sus nietos y la vergüenza de tener que explicarles como había podido suceder aquel episodio, en que perdidos los papeles había querido tener un roce de marcado contenido lujurioso con una chica que podría haber sido hija suya. Pero Araceli estaba ya fuera de sí imaginando la lengua decorada del punky entre sus muslos y el contacto de la pierna del maduro contribuyó a excitarla más. Pensó que si ahora rozaba con su mano el muslo del vecino de asiento, el punky de enfrente se enardecería y le incitaría a hazañas aún más arriesgadas. Deseaba con sátira ceguera, sentir las bolas de las perforaciones de la lengua del compañero de autobús aplastarle el clítoris hasta hacerla desgañitarse de placer. Como por descuido quiso ella, pero fue con el mayor descaro como depositó su mano en la raíz del muslo del maduro, tan cerca de su miembro que le rozó. En esas circunstancias fue suficiente. El hombre lanzó un suspiro tan profundo cuando sintió que eyaculaba a consecuencia del pequeño roce que el punky se puso de pie de un salto sin pensárselo dos veces, le estaban arrebatando la pieza. De pie, la montaña del ajustado pantalón era ya el espigón del puerto y dada la estrechez del autobús se puso a la altura de la cara de Araceli que quedó sin respiración al llegar a oler incluso el esmegma destilado por el joven y que ya empapaba la tela negra de la pernera. Al tiempo, el pantalón claro del maduro empezó a teñirse de oscuro al calarse del líquido seminal lo que hizo que se levantase con la misma premura que el punky y aprovechándose de la parada a la altura de la calle Belisana se lanzase a la calle para no caer en el escándalo público de lo que acaba de ocurrir. Tal como el maduro bajaba del autobús, el punky ocupaba el asiento al lado de Araceli y pegaba su pierna con toda la fuerza de la que era capaz a la de la chica y pasaba su brazo izquierdo por la espalda metiendo la mano bajo el ancho yérsey del novio para, llegando al otro costado con su largo brazo, estrecharla contra su cuerpo. Araceli comenzó a jadear sin poder evitarlo y el punky a babear con la boca entreabierta enceguecido de lujuria. Con los ojos cerrados por el placer Araceli perdió la noción del tiempo; pudieron pasar dos minutos o dos horas pero de repente el autobús se detuvo y sintió como una mano empuñaba fuertemente la suya y la arrastraba fuera, a la calle. No sabía donde se encontraba, pero el punky la aferraba sin darle opción a soltarse y se encontraba encantada de sentirse conducida, saberse llevada de esa manera le multiplicaba el placer que sentía y le aceleraba el jadeo.
Cuando empezó a bajar unas escaleras pudo observar como un luminoso sobre su cabeza indicaba “Ciudad Lineal”. Estaba bajando a las profundidades del Metro y eso la hizo flaquear las piernas. No supo como llegó al andén ni como se encontró embutida en un vagón atestado de gente, viajaba en una nube, mareada de exaltación y apasionamiento, pero notaba como una realidad contundente un cilindro duro contra sus nalgas. Tenía al punky detrás de ella empujándola, intentando taladrarla. Echó su mano derecha atrás y palpó carne caliente saliendo de entre tela y a su extremo un anillo frío y grueso que emergía de la parte superior de la fina piel caliente como de seda que le rodeaba. Su deseo fue recibirlo en la boca pero ni aún queriendo y obviando a toda la gente que les rodeaba habría podido hacerlo, pero la idea del muchacho de las perforaciones excesivas era otra. La faldita de Araceli se levantó hasta la cintura y contra su ano sintió la frialdad del Príncipe Alberto. Supo lo que iba a suceder y porque fue sujeta por el chico de negro, sino habría dado con  sus huesos en el suelo del vagón. Nunca la habían sodomizado, siempre se había negado, pero en esa situación era lo que más deseaba. Los expertos dedos del punky se introdujeron en la vagina de Araceli arrastrando hasta el ano el flujo lubricante; la chica creyó morir en ese instante, deseaba que la gente de alrededor supiese lo que iba a suceder, estaba orgullosa de ir a ser violentada por la puerta de atrás de aquella bizarra manera. Miraba a la gente de cerca y en su cara se pintaba el desgarro de lo más morboso y parafilico que se hubiera podido imaginar, para que se diesen cuenta, pero el resto de personas del vagón, solo esperaban que llegase la estación de Pueblo Nuevo para bajarse o esperar que se apretujasen aún más con nuevos pasajeros. De repente un dolor agudo e insoportable le hizo cambiar la expresión de la cara a terror y luego a dolor que le hizo saltar las lagrimas y luego a desmayo de placer al sentir la vagina llena pero desde el recto. El punky había apuntado su glande a la trasera y de un único golpe de cadera había irrumpido sin compasión en el cuerpo desfallecido de cielo de Araceli, que en ese instante y en sabia mezcla de dolor y placer sublime, se desmadejó del todo. El muchacho de la ferralla inició también los espasmos del orgasmo y los dos se hundieron entre la gente lo suficiente como para que los de al lado se interesasen y les ayudasen a mantener la vertical con el apretujamiento de los cuerpos. El convoy comenzó a detenerse en la estación de Pueblo Nuevo, el chico se salió de Araceli que continuaba con su orgasmo y se perdió en el andén camino de una de los vomitorios de salida. Nuevos viajeros entraron al vagón y Araceli pudo mirar hacia atrás y comprobar que el punky se había trasformado en una señora de mediana edad, gorda de concurso y que la miraba con cara de asco. Al llegar a la estación de Quintana, Araceli se recompuso y salió a la calle. El aire fresco de la mañana la devolvió a la realidad y miró la hora; faltaban cinco minutos para la entrada al trabajo. Paró un taxi y le dio la dirección. Al sentarse sintió el dolor del ano y húmedos los muslos, se tocó con las manos y el semen depositado en su dervirgamiento le resbalaba por las piernas, se secó como pudo y cambió el destino del viaje informando al taxista. Se volvía a casa. Hoy estaría enferma. De hecho estaba enferma de pasión, sentía el ano dolorido y dilatado, quería más y lo conseguiría, como fuese, pero lo haría. Al llegar a casa se masturbó varias veces soñando con volver a repetir, sintiendo el desgarro anal de la sodomización, la presencia de gente, la exposición al escándalo, el descaro. Lo intentó varias veces, misma hora, mismo autobús de la línea 70, el punky no volvió a cruzarse en su camino. ¡Lástima!

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