De un salto se echó abajo de la cama. Si se lo pensase dos veces no se
levantaría. Casi a tientas se fue a la ducha y sin esperar a que saliese el
agua caliente se metió bajo el chorro. Araceli se despejó al momento con un
súbito corte de respiración y los regatos de agua que iban besando su piel
canela terminaron por inundarle en su caída libre el sexo. Un escalofrío muy
placentero le hizo frotarse muslo contra muslo; hacía tiempo que no sentía algo
tan estimulante. Quiso demorarse en tan gozoso placer pero el reloj no
perdonaba y el trabajo era el trabajo. Si se abandonaba a la molicie del placer
sobrevenido perdería el 70 del cruce de López de Hoyos, que la dejaba en García
Noblejas para llegar a tiempo a trabajar.
Secándose a toda prisa, maldijo el trabajo, cuando al pasar la toalla
por los pezones los sintió duros y eléctricos, tan pétreos que le sorprendió la
brusca erección del clítoris al demorarse en su masajeo, pero la obligación
primaba, a pesar de las maldiciones murmuradas, por no poder dedicar un tiempo
a la propia satisfacción contemplando alguna película BDSM que tanto la
estimulaba. Decidió entonces que si no podía dedicarse a ella misma durante
media hora de lenta masturbación, no poniéndose bragas sentiría al menos el
placer de saber que no las llevaba y que alguien podría deleitarse en un
descuido con su contemplación. Como complemento, un faldita corta, a medio
muslo, que hiciese posible la provocación llegado el momento, y un amplio yérsey
de su novio que le permitiese olvidarse del sujetador y de paso darle el morbo
propio de la posible infidelidad, llevando esa prenda con su olor.
A la carrera llegó a la parada sintiendo a cada zancada el estimulo de
sus ninfas frotándose entre si; renegó una vez más de tener que ir a trabajar,
sin tener espacio para una lenta y gratificante paja.
Llegando a la marquesina, el autobús hacia lo propio y Araceli se
montaba de un salto. Introdujo su bonobús en el aparato de cobro y casi sin
ruido, la ranura escupió la tarjeta perforada. Al tiempo que la recogía observó
un asiento vacío justo al lado de un hombre maduro y gris. Mayor.
Al tomar asiento sintió la frialdad de la fibra de la banca en las
nalgas, recordó que no llevaba bragas y la excitó sobremanera. Experimentó con
deleite como empezaba a destilar flujo y resbalar entre sí los labios: “Oh,
Dios, cuanto placer, debería haberme puesto las bolas chinas” pensó y una
sensación como de humo de incienso demorándose por su estomago la mareó de
gusto.
Con los ojos semicerrados por ese orgasmo de bajo perfil que solo las
mujeres son capaces de gozar, no se dio cuenta que delante de ella, justo en el
asiento de enfrente un personaje, flaco y pálido hasta el extremo, de ojos
pintados de sombra igualmente negra, vestido de riguroso negro también y
perforado de manera excesiva, en labios, orejas en toda su circunferencia con
abridores en ambos lóbulos, colas de las cejas y ala izquierda de la nariz, la
tenía clavada con su mirada turbia, lubrica y malévola. La marcaba de manera
alternativa, de los ojos, clavándolos en los suyos como saetas afiladas de
lujuria, a su regazo. De forma instintiva Araceli quiso estirar la tela de la
faldita para cubrirse más pero no pudo, la cortedad de la prenda daba para lo
que daba y el triangulo de oscuridad que se dibujaba entre los muslos era
objeto de interés de la ferretería ambulante que tenía sentado enfrente.
Araceli finalmente se dejó llevar, se refociló en dejarse llevar y aceptó que
el hecho de no querer ponerse bragas era buscando precisamente lo que estaba
sucediéndole con el punky aquel de enfrente. Le sostuvo al fin la mirada, y
entre la quincalla metálica, se esbozó una sonrisa seguida de una sacada de
lengua para enseñar los dos clavos que le perforaban la lengua y que anunciaban
que su roce contra un clítoris turgente podría ser el colmo de las felicidades
celestiales.
Si Araceli empezó a destilar flujo lubricante al contacto de sus nalgas
desnudas con el asiento del autobús, ahora, al comprobar como su compañero de
viaje la deseaba de una manera tan impúdica, aquel destilado se trasformó en
fuente, tanta y tan gozosa que sin darse cuenta se quiso resbalar sobre el
asiento para enseñar algo más de las profundidades de sus muslos a su
interlocutor tácito. Este a su vez hizo lo propio para tener mejor ángulo de
visión a lo que Araceli respondió con algo más de apertura de piernas para
dejarle entrar con su inquisitiva mirada hasta lo más profundo. Mientras él se
abismaba en la noche de los muslos de Araceli, ella se extasiaba viendo crecer
el ajustado pantalón negro del punky hasta provocar un autentico pan de azúcar
que él sin ningún pudor empezó a acariciarse con la palma de su mano izquierda
tomándose entre sus dedos el cilindro insinuado para dar a entender cuales eran
las reales dimensiones de su dotación de placer.
Ella ni se percató, pero su respirar entrecortado por el deseo desatado,
y la apertura de piernas con la que daba señales de lascivia al muchacho
multiperforado no fue ajeno a la percepción del hombre maduro, al lado de quien
sin darse cuenta, por no ser para ella más que un bulto ocupante de lugar, se
sentó nada más llegar. El maduro observó la entrepierna hinchada del chico de
negro y metal e interceptó la mirada clavada en la profundidad de Araceli y de
manera instintiva, se rebulló en su asiento ante la incomodidad de su erección
instantánea, sabiéndose al lado de una muchacha salida como una perra, colocándose
de forma rápida su anatomía para mejor
tolerar el crecimiento provisional. Pero sin que pudiese intervenir su voluntad
y ante lo que se desarrollaba ante sus ojos su pierna izquierda fue como por
resorte, a colisionar contra la derecha de Araceli de una manera tan
desproporcionada que ésta no tuvo más remedio que volver la mirada para
comprobar que estaba sucediendo. Observó la cara del maduro, hierática,
sudorosa, temerosa de la protesta que podría seguir. Por la cabeza del pobre
hombre le pasaron las caras de sus hijos, de sus nietos y la vergüenza de tener
que explicarles como había podido suceder aquel episodio, en que perdidos los
papeles había querido tener un roce de marcado contenido lujurioso con una
chica que podría haber sido hija suya. Pero Araceli estaba ya fuera de sí imaginando
la lengua decorada del punky entre sus muslos y el contacto de la pierna del
maduro contribuyó a excitarla más. Pensó que si ahora rozaba con su mano el
muslo del vecino de asiento, el punky de enfrente se enardecería y le incitaría
a hazañas aún más arriesgadas. Deseaba con sátira ceguera, sentir las bolas de
las perforaciones de la lengua del compañero de autobús aplastarle el clítoris
hasta hacerla desgañitarse de placer. Como por descuido quiso ella, pero fue
con el mayor descaro como depositó su mano en la raíz del muslo del maduro, tan
cerca de su miembro que le rozó. En esas circunstancias fue suficiente. El hombre
lanzó un suspiro tan profundo cuando sintió que eyaculaba a consecuencia del
pequeño roce que el punky se puso de pie de un salto sin pensárselo dos veces,
le estaban arrebatando la pieza. De pie, la montaña del ajustado pantalón era
ya el espigón del puerto y dada la estrechez del autobús se puso a la altura de
la cara de Araceli que quedó sin respiración al llegar a oler incluso el
esmegma destilado por el joven y que ya empapaba la tela negra de la pernera.
Al tiempo, el pantalón claro del maduro empezó a teñirse de oscuro al calarse
del líquido seminal lo que hizo que se levantase con la misma premura que el
punky y aprovechándose de la parada a la altura de la calle Belisana se lanzase
a la calle para no caer en el escándalo público de lo que acaba de ocurrir. Tal
como el maduro bajaba del autobús, el punky ocupaba el asiento al lado de
Araceli y pegaba su pierna con toda la fuerza de la que era capaz a la de la
chica y pasaba su brazo izquierdo por la espalda metiendo la mano bajo el ancho
yérsey del novio para, llegando al otro costado con su largo brazo, estrecharla
contra su cuerpo. Araceli comenzó a jadear sin poder evitarlo y el punky a
babear con la boca entreabierta enceguecido de lujuria. Con los ojos cerrados
por el placer Araceli perdió la noción del tiempo; pudieron pasar dos minutos o
dos horas pero de repente el autobús se detuvo y sintió como una mano empuñaba
fuertemente la suya y la arrastraba fuera, a la calle. No sabía donde se
encontraba, pero el punky la aferraba sin darle opción a soltarse y se
encontraba encantada de sentirse conducida, saberse llevada de esa manera le
multiplicaba el placer que sentía y le aceleraba el jadeo.
Cuando empezó a bajar unas escaleras pudo observar como un luminoso
sobre su cabeza indicaba “Ciudad Lineal”. Estaba bajando a las profundidades
del Metro y eso la hizo flaquear las piernas. No supo como llegó al andén ni
como se encontró embutida en un vagón atestado de gente, viajaba en una nube,
mareada de exaltación y apasionamiento, pero notaba como una realidad
contundente un cilindro duro contra sus nalgas. Tenía al punky detrás de ella
empujándola, intentando taladrarla. Echó su mano derecha atrás y palpó carne
caliente saliendo de entre tela y a su extremo un anillo frío y grueso que
emergía de la parte superior de la fina piel caliente como de seda que le
rodeaba. Su deseo fue recibirlo en la boca pero ni aún queriendo y obviando a
toda la gente que les rodeaba habría podido hacerlo, pero la idea del muchacho
de las perforaciones excesivas era otra. La faldita de Araceli se levantó hasta
la cintura y contra su ano sintió la frialdad del Príncipe Alberto. Supo lo que
iba a suceder y porque fue sujeta por el chico de negro, sino habría dado
con sus huesos en el suelo del vagón.
Nunca la habían sodomizado, siempre se había negado, pero en esa situación era
lo que más deseaba. Los expertos dedos del punky se introdujeron en la vagina
de Araceli arrastrando hasta el ano el flujo lubricante; la chica creyó morir
en ese instante, deseaba que la gente de alrededor supiese lo que iba a
suceder, estaba orgullosa de ir a ser violentada por la puerta de atrás de
aquella bizarra manera. Miraba a la gente de cerca y en su cara se pintaba el
desgarro de lo más morboso y parafilico que se hubiera podido imaginar, para
que se diesen cuenta, pero el resto de personas del vagón, solo esperaban que
llegase la estación de Pueblo Nuevo para bajarse o esperar que se apretujasen
aún más con nuevos pasajeros. De repente un dolor agudo e insoportable le hizo
cambiar la expresión de la cara a terror y luego a dolor que le hizo saltar las
lagrimas y luego a desmayo de placer al sentir la vagina llena pero desde el
recto. El punky había apuntado su glande a la trasera y de un único golpe de
cadera había irrumpido sin compasión en el cuerpo desfallecido de cielo de
Araceli, que en ese instante y en sabia mezcla de dolor y placer sublime, se
desmadejó del todo. El muchacho de la ferralla inició también los espasmos del
orgasmo y los dos se hundieron entre la gente lo suficiente como para que los
de al lado se interesasen y les ayudasen a mantener la vertical con el
apretujamiento de los cuerpos. El convoy comenzó a detenerse en la estación de
Pueblo Nuevo, el chico se salió de Araceli que continuaba con su orgasmo y se
perdió en el andén camino de una de los vomitorios de salida. Nuevos viajeros
entraron al vagón y Araceli pudo mirar hacia atrás y comprobar que el punky se
había trasformado en una señora de mediana edad, gorda de concurso y que la
miraba con cara de asco. Al llegar a la estación de Quintana, Araceli se
recompuso y salió a la calle. El aire fresco de la mañana la devolvió a la
realidad y miró la hora; faltaban cinco minutos para la entrada al trabajo.
Paró un taxi y le dio la dirección. Al sentarse sintió el dolor del ano y
húmedos los muslos, se tocó con las manos y el semen depositado en su
dervirgamiento le resbalaba por las piernas, se secó como pudo y cambió el
destino del viaje informando al taxista. Se volvía a casa. Hoy estaría enferma.
De hecho estaba enferma de pasión, sentía el ano dolorido y dilatado, quería
más y lo conseguiría, como fuese, pero lo haría. Al llegar a casa se masturbó
varias veces soñando con volver a repetir, sintiendo el desgarro anal de la
sodomización, la presencia de gente, la exposición al escándalo, el descaro. Lo
intentó varias veces, misma hora, mismo autobús de la línea 70, el punky no
volvió a cruzarse en su camino. ¡Lástima!
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