viernes, 15 de febrero de 2013

SUMISO Y FIEL Final



Al llegar a la puerta y sin llegar a tocarla, ante mi asombro, se abrió y apareció en la puerta un personaje, mayordomo sin duda, de librea, que sin dejarme pasar me colocó un collar de grueso cuero en el cuello, sobre el que yo ya llevaba al que se enganchaba una cadena, mi cadena de perro. Le hice ver que ya tenía un collar y por toda respuesta dio un tirón de la cadena y me abofeteó. Me estremecí de placer: acababa de empezar mí transito de placer de la mejor forma, sin preámbulos ni aspavientos. Quise aún hacer una prueba más de la seriedad de lo que allí se jugaba, que resulto perfecta: hice intención de querer zafarme del collar y la cadena y sin más recibí otra bofetada tan brutal como sincera, sin odio, solo con animo de corregirme, que dio con mi cuerpo en el suelo, luego con una especie de palmeta que llevaba en la mano me golpeó las nalgas con fuerza, mientras me aconsejaba que no volviese a resistirme so pena de pasar por aquella casa con pena y sin gloria. Efectivamente, pensé, todo iba perfecto.
Me obligó entonces a ponerme a cuatro patas y me condujo a la perrera, “que era mi sitio” dijo. Al avanzar por el camino de piedrecillas las rodillas se herían y a la primera queja recibí dos palmetazos más en el culo. No volví a quejarme aunque las rodillas me sangraban, pero me daba igual, eso tenía que ser así, ya era su perro. Al llegar detrás de la casa había una jaula de grandes proporciones, débilmente iluminada solo por los faroles de ambiente del jardín. La abrió y de una patada en el trasero que me removió de gozo me metió dentro, luego pegó un tirón de la cadena para que sacase la cabeza y poder desenganchar el mosquetón por el que se unía al collar. Se cerró la puerta de la jaula, el mayordomo se alejó y me quedé solo. Intenté ponerme en  pie pero no daba la altura de la jaula, de manera que me quedé sentado junto a la puerta que se acababa de cerrar. El fondo de la jaula se perdía en la oscuridad que lo espesaba todo y cuando se acallaron los pasos del sirviente por el camino me pareció escuchar algún jadeo, pero era tan sutil que lo achaqué a mi misma excitación. Solo me quedaba esperar a que viniesen por mí para servirles a los amos en los que les pareciese mejor. La jaula era antigua de barrotes de forja aplanados como pletinas y remachados entre ellos haciendo un emparrillado. Por lo que pude comprobar era de una pieza y únicamente la puerta por donde me metió el mayordomo podía abrir una escotilla al exterior. Me quedé mirando hacia la casa y no reparé en que una sombra se acercaba hacia mí. Me encontraba de rodillas con las piernas algo abiertas de manera que las bolsas me colgaban porque el pene miraba hacia arriba por efecto de la cadena que lo convertía en vértice de un triangulo de carne. Fue muy suave y placentero y cuando quise darme cuenta ya tenía mis testículos metidos en su boca haciéndome gozar de ellos. Era Natacha. Ella, vestida de látex como yo, también se encontraba en la jaula y al parecer se felicitaba de mi presencia haciendo esa carantoña. Se lo agradecí infinito y nos abrazamos en señal de cariño. Al cabo de un rato, ella se soltó volvió la cabeza hacia el fondo de la jaula y chistó. Muy despacio aparecieron dos figuras que cuando se acercaron a la luz pude comprobar que eran de jóvenes, un hombre y una mujer muy jóvenes, casi adolescentes, que cogidos de la mano se acercaban de rodillas, porque de pie nadie podía ponerse. Ninguno alcanzaría los veinte años, por lo que pude calcular, él, moreno de labios carnosos escarlatas y de pelo largo y algo ensortijado, negro brillante, ella castaña de tez muy pálida y aspecto enfermizo y lánguido, con el cabello muy lacio y largo así mismo. Iban vestidos de látex como nosotros, pero transparente con un único orificio en las nalgas a la altura del ano y otro en forma de triangulo que dejaba al aire la boca y la nariz. El pene del muchacho estaba atrapado así como el sexo de la chica. Les pregunté del porqué sus sexos presos y me dijeron que su ano era su gozo y gozaban escuchándose  sodomizar por otros pues la capucha les impedía abrir los ojos para verse. Lamiéndose sus anos después de ser repetidamente sodomizados, alcanzaban sus orgasmos como a ellos mas les gustaba. Según me dijo Natacha era un número que a los dueños de la casa les entusiasmaba y a sus invitados también y siempre había apuestas a ver quien era el que se sodomizaba mas si el muchacho o la muchacha, que además eran hermanos. Había un empresario muy conocido amantísimo marido de su santa esposa y respetable padre de familia, de proporciones genitales bíblicas que gustaba de hacérselo a los dos y con los dos eyaculaba; según contaba él después cumplía con su debito porque era su obligación de marido respetable. Natacha reparó en mi triangulación y les dijo a la pareja que tocasen el embeleco para que pudieran comprobar con quien se encontraban en la jaula. Los dos muchachos se acercaron y comenzaron a palpar, pene, cadena y pezones y tironearon aquí y allá, yo me sentí en la obligación de acercarles mis manos a sus sexos, pero ellos se retiraron de inmediato. El muchacho me dijo que sus sexos eran cosa de ellos nada más y que cuando todo acababa se sumergían el uno en el otro, se rozaban sus sexos jóvenes y así eran felices. Les podía, si quería, poseerlos por el ano a los dos o a uno o a ninguno, pero sus sexos eran intocables. El chico se interesó por mi candado y me preguntó si me daba placer o dolor; le contesté que el mismo placer o dolor que debía sentir él o su pareja cuando una verga de proporciones más que regulares se empeñaba en perforarles su ano, contestó con un “comprendo” y ya no volvió a manifestarse más. Natacha me lamió de la forma que ella sabía mis bolsas y mi ano excitándome más aún y cuando estaba sopesando la posibilidad de sodomizar a la chica castaña de cara morbosa se hizo de día. Se encendieron, debían de ser cientos de focos, que sumieron a la jaula en la luz más blanca e intensa. Pude comprobar que aún en el fondo de la jaula había una anciana ajada y desgreñada encadenada a la jaula de manera que no podía ni circular por ella.
La puerta se abrió y la voz que me conminó a ponerme de rodillas nos ordenó que fuésemos saliendo todos. Salimos Natacha y yo y después la parejita de chicos abrazados el uno al otro, después el criado entró en la jaula y sacó a la anciana que estaba desnuda, delgada hasta el extremo y con los ojos grandes como pelotas de tenis que se le salían de la cara. Los focos estaban dirigidos a nosotros y nada veíamos pero se escuchaban murmullos de gente que se agolpaba al borde del haz de luz. Estuvimos un rato fuera de la jaula hasta que la luz se apagó, volviéndonos a sumir en las sombras. El mayordomo enganchó una correa o cadena a cada uno de nosotros y como si de una reata se tratara comenzó a conducirnos hacia la casa. Nos bajaron al sótano donde en una sala muy bien acondicionada e inmensa estaban los invitados a aquella fiesta, unos treinta calculé. Todos estaban ya desnudos dándose placer de la mejor manera que deseaban o podían. Pilar y Domingo, así mismo estaban desnudos y bebían y reían animadamente con otras parejas. En cuanto llegamos Natacha fue a los pies de Pilar a lamerle sus botas de montar y a rendirse a sus designios, yo intenté ir en busca de Domingo como había hecho Natacha con Pilar,  pero a una indicación suya el mayordomo me ató a una argolla que había en la pared desde donde  si bien podía divisar toda la estancia solo podría hacer eso, mirar y salvo que alguien se me acercase no podría participar en nada. Pensé que me reservaban para plato fuerte final y me tranquilicé.
La parejita de jóvenes fueron llevados al centro de la sala donde había dos potros como los que yo tenía en mi casa. Tumbaron a los dos uno enfrente al otro para que pudieran verse y comenzó la ronda de sodomizaciones a los dos, aunque no fue mucha la gente que se decidía. La anciana revoloteaba de pareja en pareja o de grupo en grupo dejándose hacer cualquier cosa que ella recibía con la  cara de angustia del que se queda siempre sin la ración suficiente para sus expectativas. La azotaban, palmeaban, escupían y algunos que se compadecían de ella le daban directamente a su boca las heces que ella saboreaba ante el escándalo de la mayoría de los demás. Cuando conseguía por fin  una escatología de estas era castigada duramente, lo que ella iba buscando según me parecía, violándola con las patas de las sillas, tanto por la vagina como por el ano, con los candelabros de un brazo, las velas, encendidas o no o directamente con las manos. Las caras de dolor consentido y alentado para obtener cada vez más daban escalofríos. Cuando se cansaron de ella, el anfitrión pidió atención y dirigiéndosele le anunció el castigo que ella esperaba por haber sido la mas guarra y divertida. Sobre una percha a unos dos metros de altura que acababa en una horquilla con dos dildos largos y de enormes proporciones se la levantó entre dos fámulos y se la dejó caer de manera que cada uno de los dildos penetraba por un agujero de su cuerpo. Quedó así la vieja empalada para su placer y el regocijo de los presentes. Una de las invitadas se acercó a mí, comprobó, dando pequeños tirones,  la tensión que ejercía la cadena sobre mis pezones y mi pene y mirándome con curiosidad solo me dijo “Muy ingenioso”, nada más, como si fuese una cómoda más estilo imperio de las que sobraban en la estancia.  La vieja perfectamente acomodada en su potro de tortura o de placer, tenía que hacer equilibrios para no caer y  con ese vaivén de sostenimiento empezó a gemir y a sufrir orgasmos, uno detrás del otro, debiéndose controlar pues si se abandonaba se caía y acababa la fiesta para ella y por eso cada orgasmo no era finalizado al clímax sino que encadenaba al siguiente de forma que la vieja abandonaba su conciencia y entraba en una especie de éxtasis de placer que galvanizaba a todos los presentes que comenzaron a acelerar sus manejos y a fornicar cada vez mas sin reparar ya en si su pareja era la suya e incluso si el sexo de su pareja era el que correspondía. Entonces fue cuando comenzaron a prestar atención a los dos jóvenes de los potros que enfrentados, deseándose cogiéndose las manos y acariciándoselas, empezaron a sodomizándolos una y otra vez para solaz de ellos mismos que sabiéndose cerca el uno al otro se les notaba como gozaban comprobando por sus quejidos y gemidos de placer como eran penetrados una y otra vez.
Cuando parecía que aquello empezaba a decaer el anfitrión volvió a reclamar atención, aunque la vieja empalada continuó en su mundo de orgasmo permanente. Iba a entrar en liza un nuevo invitado. Supe que era yo y el pene se me puso duro como el pedernal, deseaba ser azotado, palmeado, abofeteado y torturado por los allí presentes. Deseaba saborear todos los sexos de mujer que allí estaban y de hecho ya me había hecho una idea de hacia quien debería dirigirme para recibir de ella sus vejaciones y castigos. Esperaba que el mayordomo de un momento a otro viniese a liberarme y clocarme en el centro de la sala al lado de los muchachos que aún permanecían en posición por si a alguien se le antojaba usar de sus cuerpos mientras se manoseaban como dos enamorados.
Pero el mayordomo no se vino para mí. Salió de la sala y regresó al poco con un asno pequeño. Casi me mareé. Era para mí. Yo lo había comentado con Domingo y ahora iba a hacer realidad mi fantasía. Todo mi ser se concentró en el ano que me iba a perforar aquel animal. El ano que me iba a destrozar entre espasmos de dolor y placer, deseaba que me sacase el pene por la boca en mi delirio de padecimiento y a la vista regocijante del público.
Debía estar adiestrado, porque se comportaba como si aquello fuese su tarea de diario. Pilar le dio una patada a Natacha para que se fuese hacía el asno lo que hizo obediente, escuchando los aplausos y vítores de los presentes, se agachó debajo de él y comenzó a lamerle su verga. El noble animal alcanzó una erección tremenda, giraba la cabeza a mirar quien o qué era el causante de tanta excitación y Natacha no dejaba de lamer y lamer metiéndose finalmente en la boca, el capullo del asno que al sentir el calor en su punta comenzó a ponerse nervioso. Entonces el mayordomo trajo un banquillo alargado que colocó debajo del burro e invitó al chico a colocarse boca abajo encima de él ante la sorpresa y la excitación general. Luego la chica se retiro la capucha para poder ver bien y con mucha delicadeza hizo las funciones de manporrera de su amante y dirigió la verga del animal a su ano. El pobre animal no tuvo mas que sentir el orificio que se le ofrecía para arremeter sin tino hasta ensartar al muchacho que gritaba de dolor como un cerdo al que están degollando; su pareja con languidez y delectación, disfrutando de lo que le sucedía a su querido amante le besaba por donde podía, mientras él berreaba de dolor. En medio del regocijo general  yo me tocaba mi pene deseando ser el dueño del ano que estaba siendo dilatado de esa manera tan inmisericorde y me estiraba de la cadena para al menos provocarme algo de dolor, pidiendo a gritos por favor que me lo hiciesen a mí, pero nadie me echaba en cuenta, si acaso alguna mirada de hastío y de refilón de alguno de los asistentes reclamando mi silencio para que no empañase el momento de clímax que estaban viviendo.  Era transparente para todos menos para la que le pareció ingenioso el uso que hacia de la cadena formando el triangulo que yo llamaba del dolor y al parecer a los demás parecía de risa. Empecé a sentir ridículo y eso me provocó una sensación de terror pánico que consiguió que el pene se me empezase a encoger como si el sonido de la melodiosa siringa del dios Pan le hipnotizase y le dejase dormido. Intenté irme pero la llave que sujetaba mi cadena a la argolla de la pared lo impedía. La sensación de desnudez se me hizo insoportable; noté ruborizarme de vergüenza.
El asno bombeó su trozo de carne dura dentro del cuerpo del chico unas cuantas veces hasta que con un rebuzno de placer eyaculó dentro de él, luego se retiró sin más dejando ver su verga larga y sin vida reposar sobre los muslos del chico. El muchacho quedó desvanecido sobre el banco y el asno fue llevado de la sala, la chica con toda la delicadeza comenzó a lamer el ano de su amante hasta hacerlo despertar y al sentir que su amada era la que le lamía y sanaba solo tuvo tiempo de exclamar que se corría sin remedio. Después la anciana fue retirada de su percha totalmente demenciada e insultando porque no la dejaban morir de placer, se la llevaron a la jaula donde la dijeron que moriría de frío al invierno siguiente.  Se sirvieron más copas y el anfitrión anunció que si les parecía bien hasta la próxima fiesta porque aquella noche se había terminado.  El mayordomo se me acercó me quitó el collar y la correa y me dijo en un tono desabrido que fuese a vestirme que ya no era necesario en aquella casa. Quise hablar con Pilar y Domingo pero desde lejos me hicieron señas despectivas de que marchase, me irrité con su desprecio y solo conseguí que me echaran a patadas de la casa. El criado me dijo que me fuese cuanto antes, que en diez minutos soltaban los perros guardianes y esos no iban a respetar mis canas. Al enfilar el sendero que me conducía a la cancela de la casa, medio desnudo como iba alcancé a escuchar un comentario sobre la estupidez humana que estando en descomposición todavía se ve aprovechable cuando seguramente ni los perros la querrían.
Como el que acaba de descubrir que el día sucede a la noche así me sentía yo, perplejo y vacío. Me deshice del candado, de los anillos de los pezones y de la cadenita y los tiré. Al llegar a la verja, grande como una catedral, allí estaba todavía mi ropa tirada a un lado. Me quité el látex y me vestí y al momento como si estuviesen mirándome desde detrás de cualquier ciprés la puerta se abrió para dejarme salir, luego se volvió a cerrar. No habían pasado ni cinco minutos cuando un taxi se detuvo a mi lado, bajó el cristal de la ventanilla, me preguntó como me llamaba y me invitó a subir; alguien le había llamado con la indicación de que me recogiese y me llevase a determinada dirección, que coincidía con mi casa. Cuando llegamos le dije que esperase, que no tenía dinero y me contestó que ya había cobrado por adelantado. Yo pensé que el que había cobrado, y en efectivo, era yo. De aquel soberano desprecio no iba a recuperarme tan fácilmente.
Llegué a casa violetando el horizonte, anunciando la luz y sumergiendo en brumas mis pensamientos. Era curioso, tenía ganas de morir pero de otra manera. Hacia pocas horas habría firmado mi muerte en medio de lascivia y dolor terrorífico a la vista de todos para su solaz y ahora quería morir sin hacer ruido y sin que nadie se enterase. Deseaba haber no existido jamás y que no se guardase memoria de mí ni para bien ni para mal. Estaba seco por dentro sin ganas ni de lamentarme, ni de ser consolado. Estaba defraudado a tal punto que hasta el respirar me parecía un engaño al que se me sometía con tal de burlarse de que mi existencia continuase. Estuve medio tumbado en el sofá hasta que los dolores de las articulaciones me avisaron que mis setenta años no eran cosa de imaginación. Me incorporé con dificultad y fui en busca de un analgésico. Rebuscando lo encontré al lado de un ansiolítico. Me los tomé los dos a la vez y volví a echarme al sofá. Ya una vez acomodado me pregunté porque no me había tomado todas las pastillas de los blister de medicamentos y no supe responderme. Estaba tan aburrido de vivir que ni quitarme la vida me apetecía, solo quería que acabase y punto.
Debí quedarme dormido. Me despertó un brazo que en mala posición se había quedado dormido y al desperezarme fui consciente de lo sucedido la noche anterior. Me di lastima a mi mismo y me volví a dejar caer. Sonó el teléfono pero no tenía ganas de levantarme por él. Cesó la llamada y pasados unos minutos, quizá horas, no lo sé, yo dormitaba, volvió a sonar y esta vez me levanté medio zombi y alcancé el auricular.
Solo escuché un sollozar que no articulaba palabra. Repetí la pregunta de quien era sin excesiva convicción, me importaba poco quien pudiera ser, y a la segunda que solo recibí como respuesta un jipío entrecortado de desconsolado llanto colgué. Al poco volvió a sonar una y  otra vez pero ya no descolgaría el teléfono más. Tenía nauseas que me resultaba molestas; eran nauseas fruto del vértigo que produce lo desconocido, la frustración del objetivo no alcanzado por no bien elegido. Era como si cayese por una pendiente cuyo final no terminase nunca de apreciarse por más que la caída de acelerase a cada minuto, mas y mas. Necesitaba hablar con alguien pero solo quería encontrarme a solas conmigo y mi soledad. No me explicaba que causaba ese abandono, al fin y al cabo me habían utilizado, como a mis compañeros de jaula, pero la utilización había sido con la intencionalidad de humillarme no en mi cuerpo, que era lo que yo perseguía, quería ser descarnadamente destrozado a la vista de todos y a la vista de todos lo que me vi fue despreciado como un ser que solo valía para se desechado, un comparativo de lo que sería tedioso y pelma en comparación con los actuantes que sí que despertaban en el publico excitación y le empujaban a disfrutar de ellos entre sí. La frase “Muy ingenioso” resumía el desprecio y la humillación sufridas. Ese estar encadenado en triangulo pezones y pene, debería haber suscitado en algún presente la excitación necesaria para acercarse a mi con la intención de provocarme, en su provecho de placer, más dolor del que yo me provocaba ya y me debería haber catapultado al centro de la atención para ser violentado y consumido por la lujuria de los presentes, pero ya no era deseable salvo como curiosidad mostrada para sorpresa de cuatro incautos. En resumen no era nada.
Dormitando, sumido en una profunda melancolía, la luz de día dejó de entrar por las ventanas. Me encontraba en penumbra cuando abrí los ojos y aún no había muerto, era la desesperanza encarnada en arrugas y piel sin brillo, así me quedé, sin ganas de encender algo de luz, de haber estado encerrado en un ataúd lo habría agradecido, pero no, vivía, al parecer por castigo. Me enlazaba a la vida el sexo mas bizarro en  cualquiera de sus extravagantes variantes y de un solo gesto me acababan de derribar de mi otero desde el que divisaba la vida de forma placentera, debería morir ya pero nunca tendría la presencia de ánimo para dar el paso definitivo.
El teléfono volvió a sonar insistentemente. A la tercera vez hice un poder y alcancé el auricular.
Por el auricular salieron ortigas y pinchos de rosa que me laceraron el orgullo. Ya no había nada divertido en todo ello. Domingo en tono festivo me pedía razón del disfrute de la sesión de la noche. Me contó que gozó mucho viéndome desdeñado y apartado de todo lo que ocurría: “eras la humillación misma transustanciada en la vejez”. Al parecer se habían divertido mucho con mi ocurrencia del triangulo del dolor, la gente se comentaba entre ella que el detalle retro del viejo de látex con su cadenita y todo era incluso el detalle tierno de la noche. Era cierto, en alguna  ocasión pude coger al vuelo alguna mirada de reojo de Pilar hacia donde yo estaba atado a la pared y pude distinguir una sonrisa de condescendencia como la que se tiene con el pobre gato ya viejo, incapaz de cazar ratones y al que hay que alimentar por caridad mientras se plantea uno seriamente sacrificarlo de una forma misericordiosa con una inyección. Yo estaba tan impresionado con la aparición del borriquillo que ni me di cuenta que era el punto de atención de los anfitriones y casi el resto de invitados. Según me contó Domingo disfrutaron de lo lindo viendo como se me trasformaba la cara de deseo al fin cumplido a frustración completa al ver que colocaban en el banquillo al muchacho. “No me negarás que era mucho más excitante ver como sodomizaban al chico mientras su hermana le consolaba”. Nunca, me confesó, se había sentido más estimulado que viendo a los dos hermanos amantes consolarse ante la adversidad que por otra parte admitían y a la que se prestaban gustosos. Cínicamente me preguntó si no me había sentido satisfecho siendo humillado de aquella forma, era la vejación de la humillación, el desprecio más deshonroso, hacerte contemplar todo para lo que estabas preparado sin dejarte participar. El llanto de rabia y despecho al oír a Domingo no pudo ser evitado de forma eficaz y él lo escuchó. Después de un silencio en que yo era incapaz de colgar el auricular esperando escuchar una palabra de aliento me concedió ir a su cabaña a verle donde “quizá pueda, en memoria de otros tiempos reeditar alguno de los pasajes más gloriosos de nuestra relación”. Con voz entrecortada y sintiendo como me temblaba la barbilla le pregunté que cuando y me contestó que la tarde misma del día siguiente estaría bien. Me puse tan nervioso que rompí a llorar abiertamente deshaciéndome en  parabienes hacia mi benefactor. Inmediatamente mi cuerpo respondió con una erección brutal. Había tirado mi candado y la cadena, pero corrí al cuarto oscuro para buscar otra argolla que pudiera colocarme en el capullo. La más gruesa fue la que me coloqué y no me pude resistir a masturbarme pensando en las vejaciones del día siguiente. Me quedé profundamente dormido hasta que los rayos de la amanecida me sacaron de mi ensoñación.
Llegué a la cabaña a primera hora de la tarde. Me estaban esperando. Esperaba ver a Pilar y a Natacha pero en su lugar estaban los dos hermanos del episodio del asno. Estaban abrazados desnudos del todo y Domingo vestido con una túnica. En un rincón Screw dormitaba ajeno al parecer a todo. Me invitó a pasar y me ordenó que lamiese los pies a los presentes empezando por él mismo. Intenté desnudarme, pero me lo impidió alegando que mi desnudez avejentada solo injuriaría la  perfección de los cuerpos de la pareja de hermanos. Estos continuaron lamiéndose y besándose mientras yo lamía los pies de todos. El pene en la bragueta me pugnaba por salir y penaba de no poder demostrarse en su esplendor. Cuando estaba dedicado a los pies de la chica y poco a poco ascendía por sus piernas buscando la humedad oscura de su entrepierna sentí el primer golpe en las nalgas. Domingo había comenzado a azotarme tal y como yo había supuesto que sucedería en la fiesta de hacía dos noches. Gocé de este primer latigazo y me apliqué con más ímpetu a la chica hasta dar con su sexo. Ella no me rechazó sino que abrió las piernas para recibir el placer. Domingo siguió azotando hasta que me pidió que sin dejar de lamerle a la chica levantase las nalgas porque iba a penetrarme. Sentí como me rasgaba el pantalón lo suficiente para sodomizarme. Esperé el envite y el pene de Domingo me taladró las entrañas. Sentí mi propio pene borbotear dentro de los pantalones expulsando esmegma y me reconcilió con mis pesares. Deseaba con  toda mi alma alcanzar el sexo de la muchacha con mi pene pero la orden de no desnudarme era tajante, así que con el pene de Domingo bombeándome el trasero me aplicaba con la boca al sexo de la hermana. En un momento ella con suma delicadeza me empujó la cabeza hacía la ingle de su hermano y me encontré con el pene de él en la boca. Intentaba eludirlo para acariciar como yo sabía hacerlo las ninfas y el clítoris de ella pero ella de forma suave pero firme me mantenía en el sexo de su hermano, finalmente me susurró mientras Domingo no cesaba de entrar y salir que su hermano deseaba derramarse en mi boca para que después con su semen yo le lubricase a ella el sexo. Así lo hicimos. El muchacho efusionó dentro de mi boca e inmediatamente me coloqué en el sexo de la hermana aplicándome con dedicación a lubricar sus partes mas intimas con el semen del hermano extendido con mi lengua. En eso que Domingo se retiró de mí obligándome a dejar a los chicos. Me hizo sentar en el suelo a su lado acariciándome la cabeza mientras se disculpaba por la humillación de la noche parada en casa de los amigos. La chica después del trabajo hecho con mi lengua estaba tan excitada que necesitaba algo más y de reojo vi como el hermano había tomado mi lugar y completaba el trabajo comenzado por mí. Domingo al verlo me dijo de forma condescendiente que no me quedase a medias y que fuese ha hacerle una felación a Screw que me lo agradecería. Al escucharlo los chicos dejaron sus manejos y se quedaron mirándome intrigados. Me sentí de nuevo el rey. Sin levantarme, a cuatro patas me acerqué al perro y tumbándome a su lado comencé a husmearle la entrepierna con mucha delicadeza. El perro sin apenas desperezarse levantó una de las patas dejando expuesto el sexo. Empecé a lamer el pelo que cubría su pene y al poco emergió la cabeza escarlata y goteante de su funda peluda. Me la metí en la boca en medio de los gritos de regocijo de los hermanos que palmoteaban encantados del espectáculo. Cuando al fin el perro me lleno la boca de su glande conseguí sacármelo de la boca y entonces el pobre animal gimiendo empezó a eyacular. Me dio tanta pena escuchar como se quejaba de que la parte final del orgasmo no se redondeaba que volví a meterme su capullo en la boca para que gozase hasta el final. Cuando hubo terminado del todo y yo relamido hasta la última gota de la secreción del pene del perro Domingo me dijo que me merecía una recompensa. Me ordenó que permaneciera tumbado al lado de Screw que era mi sitio y que el volvería enseguida. Acurrucado junto al perro me dediqué a olisquearle y a lamerle como se hacen los perros cuando se encuentran, él hacía lo mismo conmigo. Los hermanos estaban como hipnotizados. Les pregunté y me dijeron que nunca habían visto a un hombre hacerle eso a un perro y que estaban encantados. Me sentí como un pavo real con toda su cola abierta bello y deseable y al tiempo inasible; me apliqué con más ahínco a lamerle las bolsas de Screw que se abría de patas para mejor recibir la gracia.
El sonido de la puerta nos hizo a todos volver la cara. Entraba Domingo con un burro que en principio pensé que era el mismo que el de la noche infausta para mí, pero pude observar que una de las orejas estaba hendida y cicatrizada hacía tiempo; era otro animal.
Domingo me presentó a mi premio. Me dijo que se había dado cuenta de mi ansiedad cuando vi entrar al asno en la fiesta y la decepción pintada en mi boca cuando comprendí que no era para mí. Ahora me resarciría. Me ordenó que me acercase al asno y que comenzase a estimularle. Les indicó a los hermanos que me acompañasen en la labor. Nos dedicamos los tres a la excitación del burro que cuando finalizó su erección demostró tener los atributos aún más hermosos que los de la otra acémila. Era un pene nervioso que se golpeaba una y otra vez contra su barriga y que comenzaba a babear secreción los chicos acariciaban el miembro para que el animal no decayese en su esfuerzo y Domingo acercó la especie de banco de madera alargado para que cupiese debajo del animal con las patas de la parte de atrás más altas que las de delante. Me ordenó tumbarme boca arriba para que pudiese contemplar como la verga enorme del burro me iba a rajar el culo y casi comencé a eyacular del gusto que me entró al escuchar a Domingo. Con las piernas abiertas a ambos lados de la barriga del asno y un cojín debajo de los riñones para más exponer el ano al bicho entre los dos hermanos acercaron la enorme barra de carne dura y cabeza bicolor a mi ano. Primero acariciaron el ano con la punta y después empujaron un poco con el glande colocado en posición de manera que sentí como si una columna del Partenón se apuntase a mi ano. El bicho entró en mi mas despacio de lo que yo imaginaba y me derrame al instante en medio de un orgasmo que me hizo marear pero aún no había terminado, el animal debió sentir su orgasmo venir también y arremetió. Sentí que me partía en dos, que el placer se hacía mermelada de fresa salada y me inundaba la boca, después, silencio.

Cuando abrí los ojos estaba boca arriba pero encima de mi no había asno alguno, solo un techo muy blanco y una luz de atardecer que entraba por un ventanal. Alguien estaba sentado a mi cabecera y se me acercó, quiso decirme algo que yo no escuché porque estaba ya otra vez en silencio. Me despertó una molestia en el brazo izquierdo, abrí los ojos y entre penumbra descubrí que me encontraba uncido a un gotero, una vez más. Me entró tedio al pensar que otra vez tendría que soportar los reproches de la bruja de mi ex y eso era más de lo que estaba dispuesto a resistir. Intenté echarme abajo de la cama pero no podía. No me respondían las piernas. Me entró un sopor difícilmente soportable y otra vez el silencio.
A la mañana siguiente hubo alboroto de gente en la habitación en la que estaba y comprendí que estaban limpiando, después entró un carro muy ruidoso lleno de materiales para curarme. La persona que quiso explicarme algo horas o días antes con una voz familiar me decía que me habían operado de unos desgarros  tan brutales en ano que habían tenido que extirpármelo porque cuando me abandonaron en la puerta de urgencias ya tenía zonas de necrosis y no se pudo recuperar, tenía hecha una ostomía. Pero eso no era lo peor y quien me lo contaba empezó a sollozar y entonces averigüé que quien me contaba todo aquello era Juanita que no se había separado de la cabecera de mi cama desde hacía diez días en los que estuve más en el otro lado que en este.
Se serenó como pudo al fin y continuó. Con el menor número de palabras consiguió decir que estaba parapléjico, por eso no sentía ningún dolor. La poca sangre que tuviera huyó de mis mejillas. Efectivamente intenté mover las piernas pero no había pierna que mover aunque los bultos de lo que deberían serlo estaban ahí debajo de la colcha de la cama. Continuó ante mi sorpresa por la noticia diciéndome que los destrozos internos, que nadie se explica como me dejaron sobrevivir, acabaron con las raíces nerviosas de la pelvis como si una cuchara brutal me hubiera rebañado las entrañas destrozándome los nervios de las piernas. Por un sarcasmo de la vida los nervios que daban vida a mi sexo permanecían incólumes.
Juanita estuvo acompañándome en mi restablecimiento en el hospital hasta que me dieron el alta, luego la despedí insultándola de tal manera que me aseguraba que no volviese a mi vida. No la quise a mi lado cuando estaba en condiciones, menos la iba a querer ahora convertido en un invalido.
Vendí la casa, y con el dinero y la hijuela que tenía a buen recaudo de la víbora de mi ex, me pago la residencia desde donde tenía la obligación de escribir esto, que aunque me ha costado rememorarlo y finalmente no se si acabará en las llamas o en la celda de la superiora para su solaz y el de sus queridas y queridos que a buen seguro tiene la muy zorra, si que necesitaba hacerlo.
- Es la hora del rosario, deje ya de escribir tonterías y vamos a la capilla a dar gracias al Señor.
La voz chillona de la Sor gorda y desagradable me hablaba desde detrás mientras empujaba la silla que me llevaba a la capilla donde rezaría el rosario como parte de la penitencia por no haber sabido morir cuando debería haberlo hecho en medio de una orgía en la que cuatro matronas severas me despellejaban a latigazos y un asno de fieras proporciones me ensartaba hasta partirme en dos. Me sonreí al sentir como el pene resucitaba con estos pensamientos, mientras el coro de monjas empezaba a desgranar los mantras cansinos y repetitivos de las oraciones.

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