Al cabo,
se echó hacia un lado y pude respirar. Los tres en
el suelo
entremezclados,
jadeantes y extenuados nos recuperábamos
del fragor del combate cuando Domingo dirigiéndose a mí al tiempo que se ponía de pie y nos apartaba con el zapato me dijo que unos
días más tarde en casa de un buen amigo había una fiestecita que podría representar para mí el culmen de mis
anhelos de realización en el
sexo. Le tendió la mano a Pilar mientras Natacha se
enfundaba en su ajustado traje de cuero y ya cerca de la puerta se volvió para decirme que Juanita parecía alumna
aventajada, que la
pusiese al día del jaez de este tipo de fiestas de mis amistades por si quería
acompañarme, porque lo que no quería es que una novata estropease el circo.
Cuando
se marcharon nos levantamos con alguna dificultad, pero satisfechos de la
sesión. Yo
permanecía en evidente erección y Juanita se ofreció a hacerme una felación
para aliviarme. Me negué le dije que prefería que me observase mientras yo me
masturbaba mediante
la técnica del mínimo roce, que según le tuve que explicar consistía en
alcanzar el orgasmo mediante un leve y continuado roce sobre el frenillo. El tener publico que me observase añadiría un
plus de placer. Le tuve que advertir de que ella solo debía mirar.
Subí al piso negro por el aceite de almendras y nos
sentamos uno a cada lado del sofá bien separados para no rozarnos siquiera. Yo me recosté sobre uno de los brazos de tal forma
que el pene muy
tenso y brillante por la excitación reposaba
sobre mi barriga. Vertí
unas gotas de aceite de almendras sobre el frenillo y con la yema del dedo
índice comencé a masajear arriba y abajo y en círculos sobre el frenillo, prácticamente sin
tocarme. Con los ojos cerrados y dando el masaje de leve
roce le explicaba a Juanita el placer tan suave y distinto a nada que era
aquella especie de martirio porque lo que constantemente te reclamaba tu cuerpo
era sacudirte el miembro para obtener el premio del orgasmo de forma rápida. Ella no se creía que a veces había estado
horas haciéndolo sin alcanzar el orgasmo quedándome dormido en el intento y habiendo luego
eyaculado mientras dormía soñando con unas imágenes eróticas simplemente,
aunque como ahora estaba ella de espectadora
alcanzaría el orgasmo en menos tiempo.
La
sensación esplendorosa, como un calambre suave y lubrico al roce del dedo
con el aceite sobre el frenillo me hacía, como
siempre que
repetía la operación, temblar
de emoción y me erizaba los vellos. Deseaba con todas mis fuerzas alcanzar en
el roce el capullo unos
milímetros más arriba, para en
un par de vaivenes llegar a la meta de mi
obstinación pero la voluntad ejercida en años de querer soportar vejaciones,
castigos y dolores me servía de disciplina para contenerme y seguir degustando
a pequeños lametones la cucharada de dulce miel que era la mejor analogía que encontraba para aquella ternura. Cuando al cabo
de la hora larga comenzó
a recorrerme todo el fuste de la verga un calambre un punto doloroso supe que
llegaba el orgasmo. No
aceleré por eso el ritmo, me demoré aún
más en las frotaciones para prolongar la agonía del querer desesperadamente
alcanzar el clímax. Sentí
entonces, a
pesar de la progresiva lentitud de estimulación, ascender el semen por la uretra y derramarse como la
lava de un volcán hawaiano y acompañarse de un escalofrío que abarcaba cada músculo de mi cuerpo
estallándome en la cabeza y haciéndome zumbar los oídos. Cuando me detuve, extasiado aún por el orgasmo, Juanita se acercó despacio y me lamió el semen que se
desbordaba haciéndome sentir con tal intensidad que me arquee como si fuese un infectado de tétanos. Después
me relajé y me quedé
dormido. A media
noche me despertó la
sequedad de la boca y me sorprendió primero estar en la cama y después tener a
alguien al lado que de inmediato identifiqué como Juanita. Fui al frigorífico a beber algo frío para calmar el
fuego de la boca y volví a la
cama. Busqué el sexo de Juanita hasta dar con el
anillo en la
perforación del clítoris, estuve jugueteando un rato con él,
sintiendo, cómo dormida y todo, gozaba
de la caricia hasta que me quedé
profundamente dormido como la noche anterior.
Cuando
desperté olía a
café recién hecho . Se me había adelantado en esta ocasión y ya venía
con una taza humeante hacia la cama. Me incorporé y le dediqué mi mejor sonrisa, le di las
gracias, le recogí la taza y comencé a sorber el líquido caliente. Estaba tan desnuda como yo y se movía con la
desenvoltura que lo haría en pijama, había conseguido dejar de lado falsos
pudores y disfrutaba de su desnudez. Mientras yo bebía ella jugaba con mi capullo
observándole el orificio e introduciendo con cuidado el dedo hasta sacarlo por el otro lado; me aclaró enseguida que no quería juegos en ese
momento solo que le llamaba la atención desde el día anterior que pudiese atravesarse así un trozo del cuerpo tan delicado como ese. Le
contesté con un gesto de banalidad y ella me dejó el miembro que ya comenzaba a
crecer. Luego
le señalé su clítoris y le dije que si ponía de su parte y se cultivaba su
perforación
podría
llegar a ponerse un adorno del calibre de un bolígrafo. Ella entornó los ojos
en signo de deseo y
se frotó suave y tierno el anillo que llevaba puesto. Cuando terminé mi café le dije que se vistiera,
porque tendríamos que salir para comprar la ropa y los adornos que llevaría a la fiesta. Me quedé mirándola en gesto
interrogativo para ver si ella se descolgaba con un deseo de asistir conmigo,
pero el lugar de eso me rogó que nos fuésemos los dos lejos, donde nadie nos
conociera y pudiéramos comenzar una vida nueva y distinta, los dos juntos como si fuésemos unos amantes
adolescentes que no paran de hacer el amor a todas horas.
No quería hacerla daño ni despreciarla, por eso me
limité a sonreír y a mover la cabeza de lado a lado haciéndole con los brazos abiertos el gesto de la evidencia de mi negativa. No estaba dispuesta sin embargo a dejarse convencer tan fácilmente, no
sin llevarse una herida que le recordase que había consentido enamorarse de quien no debía. Pero
calló en ese momento y convino en acompañarme. Cuando me dirigí a un sex-shop del centro donde
habitualmente me surtía yo de parafernalia, pareció que acababa de mentar a su madre. Tuve que
tranquilizarla y convencerla de que no pasaba nada por entrar a ese comercio y
que además ella comprobaría que me conocían bien. Entramos,
ella bastante abrumada y tuve
que recordarle los episodios de los días anteriores que no le habían dado tanto
apuro, porque al fin y al cabo solo íbamos a hacer
unas compras. Los
dependientes de la tienda me saludaron efusivamente y a ella con más
distancia. Yo quería un body de látex negro con
mascara incluida con orificio en la boca y el trasero descubierto, así como los pezones y el contenedor del sexo con una
portezuela por donde buscase la libertad el pene
en caso de necesitar sacarlo. Elegí
además dos anillos para los pezones enlazados por una cadena que se podía enganchar al anillo que
llevaba el Príncipe Alberto que
escogí, mediante un mosquetón. Luego
elegí un collar de perro con su cadena para ser conducido por Domingo y Pilar
al llegar a la fiesta en señal de sumisión y
pertenencia absoluta. Pasé a
probármelo todo rogándole a Juanita que tirase de la cadena de los pezones y del
anillo del pene para sentir la sensación llevando puesto el látex únicamente. Quedé
satisfecho y Juanita horrorizada. Me lo
envolvieron, lo pagué y camino de vuelta a casa ella volvió a la carga con el
tema de que huyésemos, que el asunto ese de la esclavitud no era más que
una tontería, que
nadie es esclavo de nadie y que
lejos, ¿quién
podría ir a buscarles sin que le tachasen de loco cuando adujese un vinculo de pertenencia, de esclavitud?
Callé, me daba pereza explicarle las cosas. Era palmario, Juanita se
había enamorado de mí y solo deseaba estar a mi lado, sentirme, olerme, poseerme
que al final es de lo que trata siempre una mujer pero sin contar con la
voluntad de esclavitud de uno. No podía explicarle que su anhelo no era muy
diferente del de Pilar y Domingo y que incluso el suyo era más depravado,
porque lo que quería era la posesión de mi alma que en el caso de Domingo y
Pilar era solo mía como mío era el cuerpo y lo entregaba libremente a otros
para que lo usasen, esa era la diferencia, yo quería, deseaba, me excitaba ser
usado, no tenido, la tenencia se me hacía insufrible, la utilización
placentera, porque representaba para mí un acto supremo de dominio de mí mismo
que me daba libremente a otros; el máximo placer consistía en saberme tan dueño
de mí que era capaz de tener todo el dominio, hasta de la vida. Entregarla como
acto supremo de afirmación de libertad absoluta por medio de la entrega total
del cuerpo. El acto supremo del ejercicio de la libertad es el renunciar a
ella. La remuneración del dolor obtenido se medía en forma de placer que se
saltaba la sexualidad, aún utilizándola como hilo conductor para configurarse
como un placer total ejemplarizado en forma de erección, eyaculación y
diferentes formas de succión de otros tantos orificios y estructuras
palpitantes de carne a temperatura de entrega. Queriendo que perdiese de todo y
de todos con ella, pretendía, aun sin saberlo, quitarme la libertad de hacer de
mi vida lo que quisiera, lo que se le ocurriera para entregársela a ella, que
pudiese llevarla y traerla a su antojo y a todo eso ella le llamaría amor y yo
había comprendido hacia tiempo que no era sino la mas asquerosa de las
esclavitudes pues produce todo dolor y el placer solo aparece cuando el amo,
ella, quiere; en mi formula de esclavitud, el placer era dejarme ser esclavo de
quien yo escogía, el dolor solo aparecía cuando me apeteciese más placer aún y
el amo disfrutaba viendo como yo disfrutaba con el castigo.
Cómo llevábamos mucho trecho caminando con el paquete con los atuendos
bajo el brazo sin mediar palabra meditando yo en lo que no tenía ninguna gana
de explicarle fue ella la que me urgió a que le respondiese a su plan: huir
como dos adolescentes de la férula de los padres que se oponen a que se amen
por los siglos. Le contesté con un lacónico no, seco y terminal, pero no son
las mujeres campo abonado para las siembras de certezas, ellas caminan por
otros senderos y lo que a mi me parecía suficiente para zanjar el asunto a ella
le pareció que no era más que una forma de no saber decir que si, que de
acuerdo, pero sin poner en almoneda mi orgullo de hombre, por lo que insistió
en lo magnifico que podría ser el acabar nuestros días en algún lugar calido en
el que los dos desnudos nos entregásemos a todo tipo de desviaciones por muy
extravagantes que fuesen. Y ahí fue donde me detuve en seco, me volví hasta
encararla y le permití decidir en ese momento si me iba a acompañar a la fiesta
con la que ya me relamía de gusto en cuyo caso le pondría en antecedentes o si
por el contrario quería regresar a su vida de siempre, la que ella sabía
manejar y estaba acostumbrada, en la que se arrastraba por la inmundicia de la
rutina y se alimentaba de la inquina de todos los demás zombis que como ella,
transitaban por la existencia sin saber muy bien para que coño transitaban si
no era con la intención de arrancar si podían algún jirón del alma del vecino
con el que poder alimentar un ego sucio y pútrido que les permitiese seguir
viviéndose. Volvió a llorar otra vez y
el hartazgo del recurso a las lágrimas por poco no me hace vomitar. Le puse
cara de asco y le di la espalda echando a andar otra vez. Me alcanzó corriendo
y secándose los ojos con la manga del traje me rogó que la contase de qué iba a
tratar aquella fiesta porque estaba casi convencida de acompañarme. Cambié el
gesto de mi cara a radiante lo que provocó que se me echase al cuello
embadurnándome la cara de lágrimas mientras me cubría de besos húmedos y
largos. Sonreí y le comuniqué que cuando llegásemos a casa le explicaría en
detalle.
Estaba realmente ansiosa, no dejó de suspirar y de coger aire con
fuerza en todo el camino hasta mi casa. Intentaba tranquilizarla. Pensé que no
sería muy justo que quisiera acompañarme haciéndose un traje del mismo color
del que yo quería hacerme. No estaba bien que corriera el mismo destino que yo
porque lo iba a hacer de forma insensata, sin el convencimiento de que lo que
iba a hacer era lo mejor para ella. Tenía un hijo y de alguna manera quizá
algún día un nieto o varios lo que la convertía en sujeto de proyecto, es decir
alguien que tiene expectativas para el día de mañana. Yo lo tenía todo hecho.
No es que estuviese desengañado de la vida es que por mucho que rebuscase la
vida ya no tenía mas que ofrecerme que una última dosis de placer aquella que
se consume en si misma y pone punto final a cualquier otra forma de sentir gusto.
En mi quería que se fundiese al perder definitivamente la conciencia de ser lo
vivido y lo existido en una especie de cataclismo de desaparición que lleva en
si mismo el germen de otras vidas, no ya la mía que dejaría de ser para no volver a ser más. Quería más incluso, que con
la sustancia carnal, en aquella orgía de
muerte y vida que se preparaba, se perdiese hasta la memoria misma en
los demás de mi existencia. Deseaba fervientemente no haber sido pero quería
hacerlo experimentando todo el placer que conlleva el saber que hay un nacimiento de algo nuevo al morir. El viático
para someterme a tan excelsa liturgia de la muerte era el placer puramente
carnal; todo mi cuerpo convertido en carne de placer tanto para mí como para
los demás.
Juanita no llegaría a comprenderlo por el proyecto que seguramente ni
ella sabía que tenía, de manera que no me quedaría más remedio que insultarla
de tal manera que le repugnase tanto la experiencia que en la balanza de sus
interés el estar cerca de mí pesase menos que su propia vida. La mejor forma de
hacerlo sería amenazarle con su extinción tras la muerte de la forma más
repulsiva.
Al llegar a casa me exigió el pago de la deuda. Debía contarle la
consistencia de la juerguecita que se había montado. Me excusé como pude porque
relatarle lo que le haría desistir de ir conmigo me provocaba aspereza de alma
por como se iba a sentir ella. La engatusé una vez más con sexo. Le propuse
hacer el amor, en lugar de hacer sexo, a la manera antigua y dolorosamente
rutinaria, un misionero lento y dulce. Aceptó de inmediato, pero ella no
contaba con el virus del desenfreno inoculado en las sesiones de días
anteriores. Le desenganché su anillo de
clítoris y comenzamos de una forma lenta y amorosa. Le costó arrancar, notaba
que no se mojaba como en ocasiones anteriores; se le advertía que deseaba
hacerlo pero su cuerpo le respondía desencontrándose con ella. Poco a poco, con
mucha paciencia y dedicación fue elevando su nivel de excitación y la
penetración se fue haciendo mas fluida y lubrica hasta que llegó un grado en
que me pidió a gritos el anillo del clítoris, necesitaba sentir el dolor de la
perforación para continuar elevando la temperatura de su excitación. Así lo
hice, le volví a colocar el anillo y comenzó a mover las caderas sintiendo mas
en la dirección de lo que yo le tenía conocido de días anteriores, hasta que
llegó un instante en que sin poder alcanzar el orgasmo me pidió a gritos la
sodomización. Le dije que si quería disfrutar experimentando el sabor
enloquecedor y agridulce del dolor, olvidando aquello del placer sereno y
burgués del bienpensante se lo iba a conceder. Me fijé entonces las bolsas de
los testículos con una abrazadera de cuero que llevaba cosida una argolla. La
puse a ella a cuatro patas y le pasé un cordoncillo por su anillo de clítoris,
luego la penetré por el ano lo más profundamente que pude y ella gozó, pero le
avisé que ese solo era el principio. Con el pene profundamente insertado pasé
el condoncillo por la argolla de la abrazadera de las bolsas y lo amarré
bastante tirante de manera que cuando sacaba el pene para el bombeo del acto,
el clítoris sufriese una tracción hacia atrás que le doliese como nunca. Esperé
a que ella me rogase que continuase con mis embestidas y le avisé que le iba a
doler, ella berreó de deseo irracional gritándome que la destrozase el culo. Me
retiré con un golpe seco de caderas lo que estiró su clítoris de forma
inmisericorde. Se intentó de forma instintiva retirarse pero estaba atada a mí
y solo consiguió provocarse más dolor. Con otro golpe violento de caderas le
penetré otra vez y la tensión de su clítoris cesó. Jadeaba sudorosa de
excitación y me pidió que siguiese bombeando dolor. Ahora ya de forma lenta
pero firme continué bombeando y ella comenzó a gemir de gozo pidiéndome que
fuera más brusco en los embates, le obedecí y fui brusco hasta el extremo
provocarme yo el dolor en las bolsas. Cuando comencé a ver que goteaba de su
sexo sangre decorando la cama con múltiples pétalos de rosa estalló dentro de
mi cabeza una bomba de luz cegadora lo que se tradujo en sentir un orgasmo
intenso y casi doloroso; cuando ella por
su parte se vio sangrar, con un grito horrísono me exigió que la matase en ese
momento pero que no dejase de arremeter, instantes después experimentó una súbita
relajación, dejó de gritar y cayó desmayada sobre el sofá. Desaté el
cordoncillo que nos unía por los sexos, le saqué mi pene y acabé de correrme
sobre su espalda, después me deje caer a su lado y solo sentí el acompasado
latir de nuestros dos corazones.
Desperté y ella aún se encontraba desvanecida, o muerta, pensé…, pero
el corazón latía tranquilo. Dormía, deduje y con cuidado la puse boca arriba
para verle el destrozo ocasionado por la locura del sexo sin vallado. Tenía
efectivamente un desgarro no muy grande en el capuchón del clítoris, el anillo
estaba cubierto de sangre seca de color casi negro y los vellos del pubis
también estaban apelotonados con la sangre a modo de pegamento; ya no sangraba.
Fui por compresas y agua caliente y comencé a lavarla con suavidad. Despertó
casi sobresaltada y al poco cuando se hizo con la situación relajó los muslos y
se dejó hacer. Me preguntó con temor por las heridas y la tranquilicé pero le
avisé de que si se quitaba el anillo ahora posiblemente se cerraría el agujero.
Ella entornó los parpados, giró la cabeza a un lado y sin poderme mirar a la
cara me rogó que le quitara todas las anillaciones hechas. Lo había meditado
bien y aquella no era vida para ella, porqué le conduciría a la muerte y
sospechaba que pronto, había deseado morir en el orgasmo anterior, había
deseado su aniquilación en medio de estertores de placer, y al fin había
comprendido mi manera de pensar y sentir. Pensaba en su hijo y no quería
hacerle pasar por el trago, por el mal tragó tan pronto y de aquella forma tan
chocante. Se disculpó conmigo y quiso despedirse. Era tarde ya, anochecido y
con pena en la cara me expresó su deseo de irse a su casa a pasar ya aquella
noche. No se fiaba de si misma y temía dejarse llevar de aquella locura que
tanto dolor y tanto placer le había proporcionado. Tenía la impresión, me dijo
con voz entrecortada, que las heridas, se las había hecho en el alma y sentía
en todo su cuerpo el frío del desamparo. No sabía de qué forma, pero cada átomo
de su cuerpo le gritaba que corriese lejos de mí, aunque su corazón maltrecho
le suplicaba que se fundiese conmigo hasta la extinción total.
Me ofrecí a acompañarla, me dijo que no y le insistí. Le dije que
tenía que saber lo que iba a ocurrir en la fiesta que se preparaba, aunque más
bien se tendría que hablar de rito sacrificial en el que el carnero iba a ser
yo. Se quedó petrificada y completamente demudada, me rogó que no siguiese y
que no la acompañase. Solo me pidió por favor que le diese la dirección donde
se iba a desarrollar mi inmolación en el altar del sexo por si en esos días,
lejos de todo el escenario en el que se habían desarrollado los
acontecimientos, se lo pensaba mejor y decidía ella añadir un cuerpo más, el
suyo, para ofrendarse conmigo en la ceremonia que ella suponía sangrienta y
aberrante de la muerte como acto supremo de depravación y ofrecimiento al dios
del placer.
Le di la dirección, una casa de campo dentro de una urbanización tan
discreta como solo saben serlo los muy ricos, a las afueras, muy discreta le reiteré,
a la que yo asistí al principio de los principios con Pilar y Domingo a alguna
fiesta que si bien no llegó a la rotundidad de la que se preparaba, si provocó
en mi, no solo curiosidad, sino deseó de participar en ella como protagonista
alguna vez. De todas formas le desanimé haciendo hincapié en la existencia de
su hijo que era joven aún para soportar ciertas noticias sobre su madre y sobre
determinados aspectos de su vida intima. Sobre mi familia le dije lo que ella
ya sabía, por haberlo visto en el hospital, no quería saber nada de mí. Por
otra parte yo estaba en el umbral de los setenta y por nada del mundo iba a
consentir verme amarrado a sondas y cables entrando y saliendo de mi cuerpo
para prolongarme con dolor y sin ningún placer la vida con el único objeto de
dar la satisfacción a todos de sentirse muy humanos porque alargaban “sine die”
mi existencia, torpemente sumido en la menesterosidad. Iba a dejar este mundo
en medio de vendavales de placer y torrentes
de adrenalina en la seguridad de que me iba porque quería y de la manera que yo
elegía, y para colmo, haciendo feliz a una legión de personas que como yo, solo
perseguían gozar tanto como pudieran sin que nadie les dijera donde era
menester poner el limite ni comprendiendo la razón de la existencia de limites
como no fueran el deseo y la voluntad de gozar de todo y de todos.
Lloraba como siempre y solamente me dejó acompañarla a la cancela del
jardín. Me quedé mirándola perderse y reaparecer a medida que pasaba y luego se
alejaba de las farolas que iluminaban el camino empequeñeciéndose a medida que
se fundía con los haces de luz anaranjada hasta que dejé de distinguirla. Con
cierta nostalgia, me metí en la casa para de inmediato alegrarme de que ya
faltaban pocos días para dar cumplimiento y plenitud a mi hasta hacía pocos
años decepcionante existencia.
Lo peor de la existencia es la certeza, el prejuicio, la perdida de la
sorpresa, los apriorismos que diría un cursi. Es lo que prostituye de verdad la
mente, tenerla estructurada de tal manera que todo se encaje en esa estructura,
creer que nada existe o puede ser si no es fuera de ese esquema.
Pasaron unos días en los que nadie apareció por mi casa. Yo tampoco
tenía deseo de ver a nadie, ni salir. Juanita no llamó ni apareció en la puerta
de lo que me felicité y trascurrieron las horas dedicándome a mis fantasías y
lujurias sin alcanzar ni un orgasmo preparándome para lo que tuviera que
llegar. Finalmente recibí una mañana la llamada de Pilar en la que me
comunicaba que esa noche en la dirección acordada se daría la fista.
Me vestí para la ocasión, sin un detalle que faltase. Me puse debajo
de la ropa mi traje de látex, y confieso que la excitación de sentir la goma
apretarse contra mi piel hizo que la erección me doliese, pero me resistí al deseo
de mi cuerpo que suplicaba sentir un
orgasmo. La capucha la llevaba en una bolsa. Me engarce todas las anillas que
pude incluido el candado del Príncipe Alberto.
A cada anilla que me insertaba la respiración se me agitaba y comprobar
como mi carne fláccida de viejo no se resistía a ser atravesada por los
agujeros practicados me estimulaba y me hacía desear verme encadenado y objeto
de toda sevicia. Me filmé vistiéndome y desnudándome, anillándome y
desanidándome. Delante de la cámara de video con el gran candado colgado del
glande dolorido y las piernas entreabiertas hacía oscilar por el peso del
candado el pene que golpeaba el pubis y la zona del ano provocando un dolor
dulce y agradable para mí. Luego, viéndolo en medio de la ceremonia más grande
de narcisismo, disfrutaba esperando la orgía de la noche y en esas me quedé
dormido con el traje de látex y el candado colgando del pene. Cuando desperté
eran las siete de la tarde, la molicie me embargaba y me apetecía una sesión de
disciplina. Tal como estaba, sudoso dentro del traje ajustado, puse en marcha
la cámara de video y comencé a azotarme las nalgas con la disciplina delante
del objetivo. A medida que aumentaba la cadencia de los golpes y la piel
respondía ofreciéndome la sensación
urente del mordisco de las colas del látigo con más ahínco golpeaba,
hasta el punto al que siempre llegaba en que anestesiado de los golpes por esa
parte del cuerpo y necesitando mas dolor empecé a aplicarme sobre la delicada
piel del escroto donde la sensación entre dolorosa y quemante se convertía en
insoportable y me ofrecía la posibilidad de domeñarme la voluntad con la
promesa del placer inmenso. Con la piernas bien abiertas y el escroto
pendulante me golpeaba hacia atrás pero teniendo como diana el espacio entre las
piernas donde me colgaba el sexo. Todo
el encantamiento creado, en que la fusión perfecta de dolor excelso y
placer extremo se maridaban, terminó
cuando sonó el teléfono. Caminado hacia donde se encontraba el teléfono, me
rozaban las bolsas inflamadas por el castigo contra las piernas y me ofrecía un
plus de placer mas por el escozor sentido. Todo ya en mi universo era placer,
el dolor había sido desterrado a fuer de provocármelo, en placer.
Al otro lado de la línea estaba Domingo, que me aprestaba para que no
se me fuese a olvidar asistir a nuestra fiesta, “Serás imprescindible” me
susurró con mucha intención. Luego Pilar se puso y me advirtió de lo que me
esperaba si no aparecía, porque “Sin ti la fiesta no se podría llevar a cabo”.
Luego volvió a ponerse Domingo para decirme que fuese en un taxi porque ellos
no podrían pasar a recogerme y “además es mejor que vayas tu solo hasta allí y
cuando nos veamos olvídate que nos conocemos, vas a la fiesta a lo que vas y de
buen grado, después no vayas a echarte atrás”.
No me dejó decirle que nunca, en todos los años que nos conocíamos, me
había echado para atrás fuese lo que fuese lo que quisieran hacerme, como
cuando me tuvieron toda una noche atado con el pene expuesto a un chivito que
no dejaba de succionar y succionar buscando su alimento haciendo correrme no se
cuantas veces y provocándome unos calambres que luego me duraron una semana
cada vez que orinaba o cuando…, que más daba ya, les importaba solo el momento
en que disfrutaban torturándome con la esperanza de que yo no pudiese extraer
placer del castigo y además ya había colgado.
Pero con todo, la reiteración, la amenaza y la forma en que se me
recordaba todo, solo podían hacerme imaginar que se acercaba la tortura total.,
solo esperaba que no diesen a comer mis genitales a un cerdo mientras me
violaba un asno; solo pensarlo me mareaba y me asustaba del deseo que provocaba
en mí.
Había pasado el día desde la llamada de Pilar a base de agua, para
sentir hambre que me aguzaba los sentidos y me empujaba a seguir sufriendo
privación de lo que fuese. Volví a introducirme dildos de diferentes tamaños
por el ano por si en la fiesta había algún invitado de cuatro patas y pelo suave; solo planteármelo me hacia
tiritar de excitación. Pude comprobar que mi ano era distensible sin ningún
género de problemas para esa eventualidad. A eso de las nueve de la noche, me
vestí, pedí un taxi, dejé mi documentación sobre la mesa y sin ningún tipo de
papel que pudiera identificarme, solo el dinero del taxi, esperé hasta que llegase.
Para entrar en la finca era preciso identificarse en el control de
entrada de la urbanización, di mi nombre al guarda de la puerta “Usted solo diga ‘sumiso y fiel’ ellos ya
sabrán”. Me franquearon la entrada al momento. El taxi me dejó después de callejear
un poco por unas avenidas umbrosas y románticamente iluminadas por farolas
modernistas, en la puerta de forja, alta como una catedral, de una mansión que
se divisaba muy al fondo y a la que se llegaría por un camino de piedras
pequeñas y blancas como nácar. Pagué al
taxista que me preguntó si tendría que esperar y pulse el timbre que se
escondía entre unas yedras que cubrían la mocheta de uno de los lados. Al
sentir que descolgaban murmuré mi titulo “Sumiso y fiel” y la enorme puerta
pivotó sola sobre sus goznes dejándome pasar para volver a cerrarse detrás de
mí. El taxista no estaba muy convencido y volvió a preguntar desde su
ventanilla si estaba seguro de lo que hacía porque aquello, todo, daba muy mala
espina. Volví la cara, le sonreí, me desnudé quedándome en mi látex, me calcé
la capucha y me acerqué a la verja. Cuando me vio bien soltó un “acabáramos,
son solo unos degenerados, con razón me daba mala espina”, y dando un acelerón
se quitó de en medio.
Dejé mi ropa al un lado de la entrada al quitármela, de todas maneras
ya no me haría más falta y me fui aproximando a la puerta de la mansión. Estaba
descalzo y sentía el crujir de las piedrecillas bajo mis plantas lo que provocaba
un masaje rudo que me agradaba. La brisa de la noche me acariciaba las nalgas y
el sexo que llevaba al aire y esa caricia suave me excitaba. Sin poderlo
remediar tuve que ser excesivo una vez más,
me agarre la cadenilla que de anilla a anilla de los pezones formaba una
profunda concavidad y empecé a estirar con fuerza, al estimulo el pene se me
encabritó; me solté entonces la cadenilla de uno de los pezones la pasé por la
anilla del candado y volví a enganchármelo al pezón provocándome una tensión
dolorosa y muy placentera tanto en pezones como en pene que quedó en pie por
efecto de la cadena. Se formaba así un triangulo de dolor que interesaba mis
tres zonas mas erógenas. Caminaba por aquel sendero anchuroso flanqueado de
cipreses altos y esbeltos como lanceros del rey y me regocijaba de mi suerte,
poder acabar de la manera elegida y reventado de placer, esteba deseando que
comenzase el espectáculo.
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