jueves, 31 de enero de 2013

ROBERTO I


Entró en la casa desde el garaje como siempre, como un vendaval fresco y estimulante, y riendo a carcajadas. Estaba lleno de vida, una vida que a sus dieciocho años le salía a borbotones por cada poro de su piel. Le escuché llegar desde mi despacho en la planta alta y le llamé contento de que hubiese llegado ya. Venía de Cabo San Vicente de practicar surf con sus amigos y esa combinación de coche potente, edad y alegría de vivir provocaba, yo ya lo había sufrido antes, una sensación de inmortalidad muy peligrosa para la salud.
- ¡Roberto!
Subió a zancadas la escalera de inverosímiles peldaños volados hasta mi despacho y me estampó dos besos rápidos.
- Me voy papá, me están esperando en El Palmar.
- Roberto acabas de llegar de hartarte de tabla y seguro que si te exploro te voy a encontrar mas de un moratón por los revolcones de ese Atlántico furioso y traicionero; ¿no vas ni a comer conmigo?
- Va, tío, quedamos a cenar esta noche en Los Caños. Y moratones, algunos, pero…, esta noche hablamos, ahora hay prisa, me esperan abajo, Quique y Raúl.
- No me llames tío, joder, que soy tu padre – protesté más de forma retórica, aunque en el fondo encantado de ser tratado de esa manera.
- Vale papá – el me conocía a la perfección y sabía como halagarme llamándome tío, como a un colega - en Los Caños a eso de las nueve, donde siempre. Llevaré mi par de amigos, si te parece, tío – y remató con una carcajada sincera que dejó al descubierto la perfecta hilera de guardias de marfil blanquísimo que enmarcaban sus labios rojos y jóvenes.
- Vale – claro que me parecía, aunque fuese con sus amigos, quería estar un rato con él, y lo de tío es que ya me desarmaba impidiéndome mantener la autoridad paterna. No se podía querer más a un hijo y solo hacerme consciente de ello hacía que se me saltasen las lágrimas.

Desde que Roberto cumplió los trece años que nos vinimos a vivir a Cádiz a la casa de la playa, cuando me separé final y legalmente de mi mujer, no había tenido demasiadas oportunidades de disfrutar de mi hijo. El internado en Inglaterra, por acuerdo de las capitulaciones del divorcio y los veranos, con su madre, menos quince días conmigo y navidades y semana santa. Aunque la mayoría de los veranos eran conmigo, por dejación de su madre, consensuada, eso si, que siempre tenía algún pleito en alguna parte del mundo.
Cristina, profesora de Derecho Mercantil primero en la Central y luego Jefa de Departamento en una Universidad privada no tuvo suficiente, sino que aceptó ser asociada a un famoso bufete de abogados belga para hacerse cargo de los litigios mercantiles internacionales. Sí, mucho dinero, tanto, que fue ella la que tuvo que pasarme pensión a mí, pero sin tiempo para su hijo. En realidad nunca lo tuvo. Tuve que emplearme a fondo para que llevara el embarazo a término; la preñez no era más que un enojoso obstáculo en su carrera profesional, siempre de la ceca a la meca, cuando no en un Foro en un aula impartiendo doctrina, más que saberes. Pero Roberto nació. Y tal como nació se lo entregó a una nany alemana, Brunilda, a la que seleccionó, por supuesto en Lovaina, cuidadosamente, antes de tener al niño.
No puso ningún impedimento a que le pusiera el nombre de mi suegro, Roberto, aunque ella no le soportase, nunca supe porqué, pero era un arquitecto de renombre que quizá por las mismas razones que ella esgrimía ahora, nunca le pudo dedicar el tiempo que ella necesitaba. Sin embargo a mi me caía muy bien y fue el artífice junto a un buen amigo suyo, brasileño, arquitecto de mas renombre aún que él, los que una noche con los carbones fríos de la chimenea diseñaron con cuatro trazos sobre la pared de mi casa lo que habría de ser la casa a la que ahora llegaba Roberto y que yo le regalé a Cristina, porque adoraba la costa de Cádiz. Compré aquella parcela imposible en una ladera escarpada que caía directamente al mar cerca del Cabo de Trafalgar y en la que para un lego como yo sería imposible construir algo más que un palomar, pero Roberto, mi suegro y Oscar, su amigo brasileño veían las cosas de otro modo; cuando vieron el lugar y la inclinación del terreno se entusiasmaron. La casa fue objeto de portada de revistas especializadas y visitada por estudiantes de arquitectura como Meca del saber en ese arte que consiste en capturar espacios y crear volúmenes. Cuando el divorcio, Cristina consideró que la casa estaba mal comunicada y lejos de cualquier aeropuerto decente, razón por la que me la dejó a mí. Para ella fue lo demás, el apartamento de Bruselas, lógico, ella trabajaba allí muchos días al año y el chalet de Madrid en La Florida. A mí, aún siendo de Madrid, no me gustaba la vida allí y en realidad mi profesión ya no la ejercía, trabajo para varias publicaciones especializadas y consultor a ratos de la OMS y con la conexión a Internet tengo suficiente, por lo que la casa de Cádiz era ideal para mí y para mi hijo, que adoraba las olas y el surf.
Pero hay que volver al principio. Vivíamos en Madrid cuando nació Roberto y Cristina acababa de aceptar la propuesta del bufete belga como asociada. Brunilda era una esbelta alemana, reclutada en Bélgica como quedó dicho, con el pelo rubio recogido en un moño discreto sobre la nuca y unos ojos de un intenso color turquesa. Fue su verdadera madre.
Entre su Departamento de la Universidad y el bufete por las tardes Cristina no tenía muchas oportunidades de ver a su hijo; a veces llegué a dudar de si le quería. Siempre llamaba antes de llegar a casa por la tarde-noche para saber si el niño estaba acostado, ella venía cansadísima de trabajar y que el niño estuviese despierto la soliviantaría demasiado, se limitaba a asomar la gaita por la puerta de su cuarto y comprobar que respiraba, nada de besos o caricias, eso eran pérdidas de tiempo y colisionaría con la educación estricta que esperaba que Brunilda le diese.
Naturalmente teníamos habitaciones separadas y los días de sexo estaban perfectamente tasados como si de una compleja operación mercantil se tratara. No podía volver a ocurrir que ella se quedase embarazada. Como es natural la cosa se fue enfriando hasta que llegó un punto en que si ella no estaba cansada el que lo estaba era yo, por joder, valga el sinsentido, mas que nada. Nos convertimos en compañeros de piso y poco a poco nos distanciamos. Había días que ni nos veíamos, pero la inercia hacía que a los actos sociales, que por nuestra posición no eran pocos, fuésemos como la pareja perfecta que los demás pensaban que éramos.
No fue en modo alguno premeditado. La relación con Brunilda siempre fue seria, incluso rozando la sequedad, porque ella no se prestaba tampoco a demasiadas alegrías pero Roberto tenía ya cinco años y la adoraba. La casa, era grande y no necesariamente había que cruzarse con ella, que habitualmente cuando no estaba con el niño, se ubicaba en el área de servicio.
Pero aquella noche Roberto tenía una epistaxis que después de los remedios usados por Brunilda no cesaba en su manar y como era lógico la nany fue en mi busca. A mis treinta y cinco años yo era un volcán cuando las hormonas se me revolucionaban, aliviándome en la ducha yo solo; me aterraba que una mercenaria pudiera pegarme alguna de las enfermedades sobre las que yo alertaba desde mi puesto de consultor de la OMS.
Por lo que se ve, la teutona llamaría a la puerta de mi despacho, pero yo enfrascado en las imágenes del ordenador que alimentaban mi libido no fui capaz de escuchar. El caso es que cuando Brunilda abrió la puerta yo estaba con los pantalones caídos y la mano ocupada en ciertos menesteres. Me quedé helado, pero no por eso decayó mi ímpetu, estaba a punto de terminar mi alivio. La nany lejos de escandalizarse por lo que acababa de ver mantuvo su gesto hierático de severa institutriz que condena con su mirada, lo que provocó en mí una excitación supina que no conocía hasta ese momento. Como la que lo ha hecho siempre y con la decisión y naturalidad con la que lo hacia todo, la alemana se dirigió hacia donde yo estaba, ridículo dentro de mí pero totalmente enhiesto y sujetándome con toda la mano aquel mástil. Llegó hasta mí, se agachó y con una maestría digna de una profesional me hizo la felación de mi vida. Como estaba a punto yo ya, a base de las imágenes del ordenador no tardé ni cinco segundos en eyacular en la boca de la institutriz. No cayó a la alfombra ni una gota de semen, todo fue cuidadosamente consumido por ella que si mediar más palabra cuando consideró que yo había terminado se levantó y con total desapasionamiento me anunció que Roberto sangraba por la nariz y ella era incapaz de frenar la hemorragia.
Cuando reaccioné y comprendí lo sucedido, Brunilda ya se había ido del despacho y allí estaba yo, con mi sexo detumescido, los pantalones en los tobillos y una sensación de estupidez total. Me sacó de mi estupor la voz de Cristina que al tiempo que decía que ya estaba en casa, entraba en el despacho cogiéndome en actitud tan poco favorecedora. Me miró de arriba, abajo, me despreció olímpicamente y escuetamente soltó:
- Es asqueroso, ya estoy harta, voy a pedir el divorcio.
Supuse que lo sabía todo pero estaba equivocado porque de haber sido así habría despedido a la rubia y contratado un orangután por lo menos, pero se limitó a irse esa misma noche a casa de su padre, divorciado también hacia muchos años.
Todo fue muy civilizado y aséptico. Nuestros abogados se las entendieron y se capituló que hasta que el niño fuese al internado británico a los ocho años, siguiese en la casa de La Florida, por su bien, al cuidado de Brunilda. Los veranos los pasaría con ella si es que sus obligaciones profesionales no se lo impedían, entonces se quedaría conmigo en la casa de Cádiz que era la que se reservaba para mí. Cristina me pasaría además para manutención del niño tres mil euros todos los meses. Hasta que Roberto cumplió este verano los dieciocho le ingresé esos euros en una cuenta a su nombre de manera que cuando pudo acceder a ella contaba con una pequeña fortuna para su uso discrecional de medio millón de euros. Él se compró con su dinero su Hummer y se fue con unos amigos a Portugal a surfear para celebrar su mayoría de edad.
Aquellos tres años que Brunilda permaneció en casa, de los cinco a los ocho de Roberto nuestras relaciones menudearon. No era nada estatuido. Era solo un juego. Yo sabía que a las ocho de las tarde cuando el niño estaba ya en la cama y dormido ella llamaba a la puerta de mi despacho con tres toques secos de nudillos. Era la señal. Yo me bajaba los pantalones y empezaba a masturbarme, ella entraba y severa me recriminaba con la mirada, luego llegaba delante de mí, se agachaba y me hacía una felación primorosa que acababa inexcusablemente con mi semen en su boca. Luego se levantaba como ocurrió la primera vez y sin un mal o buen gesto se daba la vuelta y se marchaba sin volver la vista atrás.
Al cabo de los seis meses de estar haciendo esto al menos tres veces en semana y yo deseando ya alguna fantasía más, sin haber cruzado mas que las palabras propias de la educación del niño, una noche de invierno en la que los truenos de la tormenta impedían casi el entenderse sin gritar, resonaron los tres golpes en la puerta pero dados con más urgencia. Me dispuse como siempre con los pantalones en los tobillos a mi faena y Brunilda abrió la puerta. Me quedé helado. Llevaba puesto un corsé de seda negra ribeteado de rojo con un liguero así mismo rojo que sujetaba unas medias de red negras también. El sexo lo llevaba tapado pero el trasero al descubierto. En la mano una fusta. Llevaba puestas además unas botas con tacón de aguja. Total. Al verla tuve que soltarme la verga de la mano porque cualquier roce por mínimo que hubiera sido me habría provocado la eyaculación. Habló por primera vez de algo que no fuese la educación de Roberto, fue una orden dada sin que yo me plantease siquiera desobedecerla.
- Eres un degenerado y necesitas que alguien te castigue. ¡Ponte de rodillas!
Lo hice. Se acercó a mí y empezó a azotarme con la fusta. Nunca nadie me había hecho esto. Lo había visto en las películas que alimentaban mi libido y me había provocado excitación. Empezó despacio para ir poco a poco aumentando la fuerza del azote. Inexplicablemente me excitaba el dolor provocado en el trasero con  la fusta y ella mientras azotaba, me decía que era un desobediente y merecía castigo y eso me excitaba aún más. De repente dejó de azotarme y yo le pedí que continuara, pero se negó y en lugar de eso me ordenó que me sentase en el borde de una silla. Dolía la nalga del castigo pero al tiempo excitaba el dolor. Se sentó sobre mí a horcajadas y sin retirarse el corsé se introdujo mi pene por su ano. Fue instantáneo, me vacié en medio de espasmos placenteros como jamás hubiera soñado poder tenerlos. Terminado se salió de mí y tal como había entrado en el despacho se fue.
Hasta que Roberto cumplió los ocho años que se lo llevaron al internado en Gran Bretaña, seguimos casi a diario con este juego, pero por más que rogaba y rogaba no me dejaba hacer uso de su sexo, siempre era sodomización lo que se dejaba hacer. A veces cambiaba la fusta por un látigo de siete colas de badana o bien me enseñó el placer que puede sentirse con los pezones aprisionados por unas pinzas chinas.
Cuando se despidió por haber terminado su contrato de institutriz, al ingresar el niño en el internado británico, le rogué que siguiese de ama de llaves de la casa de Cádiz, ya que del chalet de La Florida tuve que irme. Aceptó de mil amores. De hecho cerca de donde teníamos la casa había viviendo otras familias en chales y eran de origen alemán.
Ya en Cádiz pudimos dar rienda suelta a más perversiones y fantasías. Le rogaba y rogaba que me dejase penetrarla como lo hace un hombre y una mujer, pero siempre sabía escabullirse inventándose una nueva variante de otra variante. Me enseñó el valor el ano como fuente de placer, algo que me sorprendió hasta límites incomprensibles. El primer anilinguis que hice con ella me llevó hasta la estratosfera, pero siempre con su corsé súper ajustado embutiéndole el cuerpo.
Cuando Roberto cumplió los doce años le hicimos una fiesta con todos sus amigos y al término de la fiesta, cuando nos quedamos solos y Roberto estaba dormido ya, Brunilda con dos copas de más, me anunció que me concedería su sexo con la condición de que yo me practicase un Príncipe Alberto. Sin saber a que se refería, acepté, yo tenía otras dos copas de más, y para cuando me enteré de lo que se trataba creí morir. Me negué en redondo y me enfadé seriamente. Ella se presentó a los diez minutos con su maleta hecha para despedirse de mí. Estaba tan enfadado por lo que yo consideraba una encerrona que le firmé un cheque por el valor de lo que se le debía y la dejé marchar.
Con el paso de los días y visitando paginas de Internet fui interesándome por el procedimiento e incluso llegué a visionar una grabación casera en la que el interfecto se practicaba el solo la intervención con una sencilla aguja y una especie de canuto de plástico. Llegó un punto en el que sentía excitación pensando en tener un anillo grueso  perforándome el glande.
Finalmente me decidí y busqué el sitio donde hiciesen perforaciones sexuales y que me diese garantías. En el local, me preguntaron por mis motivaciones, no querían que fuese una decisión tomada por impulso y yo, en medio de mi nerviosismo con más de cuarenta años me explayé. Entonces me aconsejaron que me hiciese las perforaciones en pezones también, así sorprendería gratamente a mi pareja y la tendría mas a mi entero arbitrio.
- Este tipo de tías son muy viciosas y va a flipar en cuanto vea a su nota to perforao – se atrevió a aconsejarme el perforador. Me estremecí de angustia escuchándole esa especie de jerga idiomática pensando que ese espécimen era el que me iba a taladrar mi cuerpo pero no supe como darme la vuelta y salir a escape de allí.
Me dolieron más las perforaciones de los pezones que la del glande. Pasaron dos meses hasta que aquello curó y cada vez que me miraba al espejo no podía por menos que acordarme de Brunilda y no tener tiempo ya de espera para poseerla como ha de ser. Además tenía curiosidad por saber que se sentía con ese anillo en la punta entrando y saliendo, ¿dolería?, ¿aumentaría el placer?, ¿retrasaría el orgasmo, lo adelantaría?
La estuve llamando dos semanas seguidas y cada vez que ella rechazaba mi llamada yo me masturbaba sintiendo el anillo del pene agitarse arriba y abajo añadiendo un plus de excitación al acto. Luego aprendí a engancharme una cadena a las argollas de los pezones y con la boca estiraba cuando me llegaba el orgasmo aumentando así el placer, por la espinosa vía del dolor; estaba desbocado del todo. Al cabo de las dos semanas estaba tan desesperado que visité el local donde me perforaron buscando algo que aumentase mi placer.
- Brunilda, la zorra esa, no me contesta y estoy desesperado.
- ¿Conoces el estimulador del punto P?
- No se a que te refieres
Me enseñó una especie de pene pequeño de una forma extraña
- Ves, esto se introduce en el ano hasta este tope y con esta forma se coloca justo sobre la próstata, de manera que cuando lo manipulas estimulas ese órgano y el placer aumenta.
- Pero…, perdona si te ofendo, pero eso será para maricones, a mi por el culo, que quieres que te diga…
- Entonces nunca sabrás que es verdadero placer, tío. Cuando pruebas esto, ya no quieres otra cosa y follarte a tu tronca con esto puesto es ya pa irte pallá.
Me quedé mirando el artilugio manoseándolo, comprobando su textura e imaginándome metiéndomelo por el culo y ya estaba dispuesto a marcharme cuando se me adelanto mi perforador.
- Con este gel me lo pongo yo mientras me mira la tronca, arrancándose el clítoris a refregones y como la seda tío.
Me cegué, cogí las dos cosas, pagué y me volví a casa. Estaba en el salón de casa delante de la cristalera que miraba al estrecho con el mar picado y un levante fuerte soplando, que desmochaba las palmeras. Estaba desnudo, con el artilugio encima de la mesa y el gel al lado.
Volví a llamar a Brunilda. Esta vez descolgó. No la dejé hablar.
- He aprendido un montón. Tengo el Príncipe Alberto, y dos más en los pezones. Y por si fuera poco – me hice el interesante – estoy utilizando estimulador del punto P.
- Yo estoy en Postdam en casa de unos amigos. Volaré a España dentro de una semana. Iré a verte y cumpliré mi promesa.
Y colgó. No me dio opción a más. Me quedé mirando el artilugio de silicona y el gel y sin pensármelo más lo utilicé. Me embadurné bien de gel y procedí con más miedo que otra cosa a introducírmelo. Me sorprendió la facilidad con la que entró. No, no era dolor era como presión al principio pero en cuanto se colocó en su posición, sentí en la punta del glande una punzada placentera y empezó a destilar un liquido viscoso y transparente acompañado de un placer muy suave y goloso. Después se detuvo todo. Me moví con la mano el artilugio y el placer volvió a aparecer y el pene a endurecerse. Moví el dildo con más vigor y el placer se acentuó y empecé a expulsar semen muy liquido acompañado por una sensación lo más parecida al orgasmo pero inagotable, tanto que empecé a jadear de agotamiento por el placer sentido. Hubo un momento en que no pude más y me agité con suavidad el pene unas cuantas veces y el orgasmo interminable se consumó en forma de una explosión de placer extremo que me mareó. Sin querer, expulsé el aparato de estimulación y me quedé tumbado en el sofá exhausto. Aquel dulce agotamiento me dejó profundamente dormido.
Me desperté ya de noche y casi sin darme cuenta, a trompicones, me dirigí a mi dormitorio, me tiré sobre la cama y continué durmiendo hasta que el sol me despertó entrando por el vitral de levante que tamizaba de azul y rojo la luz del sol naciente.
Cuando bajé al salón vi el dildo estimulador y sin pensármelo, medio tarumba, me lo introduje otra vez. Sentí un calambre deleitoso en la punta misma y empecé a eyacular otra vez. Me masturbe una vez más y me quedé sin aliento pero caí gozoso sobre el sofá. Pasado un rato me duche, me vestí y volví a la tienda donde estuve el día anterior.
Puse el estimulador encima del mostrador y pregunte.
- ¿Lo hay más grande y más estimulante?
- Lo hay más grande y vibrador, que es para morirse.
- Dámelo.
- Úsalo con cuidado, colegui,  que esto engancha más que el caballo
Me di media vuelta para irme y me llamó. Me puso encima de la mesa todo un pene de silicona, grueso y largo, color fresa.
- Espera. Toma llévate éste también. Es para evitarte viajes. Si no has tardado en venir ni un día buscando más, en menos de una semana vas a necesitar esto, te lo aseguro y no hablo de oídas… ¡ah, y yo tampoco soy maricón! que lo mío son las titis, pero el vicio es el vicio y eso no entiende más que de sacar placer, aunque sea de un pozo oscuro dentro del que no se ve, solo se goza al precio que sea, ya lo entenderás.
Lo miré como hipnotizado por su tamaño. Era más grande que el mío. Lo toqué con cierta aprensión, como si fuese a contagiarme de algo. El tacto era suave pero firme, lo abarqué con los dedos y me faltaban para rodearlo por completo. Era largo e instintivamente me pregunté hasta donde me cabría dentro de mi cuerpo. Inexplicablemente mi propio pene empezó a tomar cuerpo. Me asombró algo tan absurdo.
No pensé en nada más, pero cuando me di cuenta estaba llegando a casa con un pene de proporciones enormes al lado y un vibrador que estimulaba el punto P.
Y aún faltaban seis días para que Brunilda llegase. Los iba a dedicar a mí y a prepararme para echarle el polvo de su vida. Soñaba con que me azotase, me tirase de las argollas de los pezones y luego con penetrarla con mi argolla en la punta.
No pensé ni en comer. Me desnudé rápidamente, me embadurne del gel y procedí con precaución a introducirme el vibrador. Cuando lo tenía dentro, no funcionaba y me di cuenta que no le había puesto las pilas. Con el aparato insertado en el recto me puse a buscar pilas por toda la casa. Finalmente se las quité a una linternita y después de sacarme el ingenio volví a insertarlo pero ya con electricidad. Cuando pulsé el interruptor y la vibración empezó a estimularme la próstata un escalofrío me recorrió desde la nuca hasta el mismo ano y por la punta del pene, que de inmediato se puso duro, empezó a salir semen claro. El placer era tan intenso que no me podía controlar. Caí sobre el sofá en medio de convulsiones placenteras cada vez más intensas hasta que sin tocarme siquiera apareció el orgasmo final con expulsión de semen a una distancia a la que nunca había disparado, ni cuando tenía quince años.
Sin fuerzas y sintiendo ya calambres muy dolorosos por la estimulación que no cesaba me busqué el ano de manera automática y me desinserté el aparato. Estaba agotado como el que ha corrido una maratón, el corazón lo sentía desbocado y jadeaba de extenuación. Poco a poco me fui serenando hasta que caí dormido. El sol entraba por el ventanal de poniente que miraba a la sierra de Tarifa, cuando me desperté. Me sentía como nuevo, relajado y fresco. Tenía hambre. Busqué en la cocina y me puse un bocadillo. Comí y me reconforté.
Luego llamé a Brunilda. Me colgó el teléfono pero me mando un mensaje. “Te dije CND llegaré. No yames +”
Me resultó extraño, parecía ilusionada con el reencuentro cuando hablé con ella dos días antes.
Me vestí y salí a tomar algo a un bar cercano a casa frecuentado por los vecinos de la zona y algún que otro turista que gustaba de los atardeceres del estrecho. Charlé con unos y otros y recibí una llamada de Roberto que me decía que su madre estaba en Texas en medio de un litigio muy importante con una petrolera y que seguramente pasaría todo el verano allí con ella, que le habría gustado volver a casa porque iba con un amigo suyo de aquí a empezar a hacer tabla pero que seguramente iba a ser imposible. Le prometí que hablaría con Cristina para ver de ahorrarle un verano cocido en el desierto de Houston. Estaba furioso. Roberto donde se lo pasaba bien era en Cádiz. Vale que se fuese a estudiar a Inglaterra porque eso después le iba a abrir puertas de dos hojas, pero el verano entero a USA era demasiado.
Llamé a Cristina. No calculé bien el horario y la desperté. Se enfureció y me colgó. Volví a casa y me acosté. A las cuatro de la mañana sonó el teléfono. Era Cristina.
- ¿Ves como jode que te despierten? Que querías.
- Era para hablar del niño – pude controlar un acceso de ira, la habría estrangulado no porque me despertase, sino por el rencor demostrado.
- ¿Que pasa ahora con el niño?
Le expuse mis razones y las del niño. Debía estar muy ocupada en su litigio, nada menos que la Oil Clayton Co. contra el gobierno de Arabia, porque se mostró comprensiva.
- De acuerdo pero al menos del veinte al treinta de Julio le quiero aquí, ¿Qué menos?, se va a olvidar que tiene madre.
En boca de Cristina esas palabras eran un sarcasmo, pero me lo tragué, era por Roberto y le quería más que a nada.
- Por supuesto Cristina, claro que sí. Mira, voy a hacer una cosa, yo me voy con él y el tiempo que no pueda estar contigo por tu trabajo allí estaré yo para que el chaval no se encuentre descolocado – intentó replicar algo pero la corté – no, no por supuesto, tu y yo no nos vamos ni a ver.
- Eso iba a decir. No quiero verte.
Y colgó. Me quedé sobre la cama desvelado con el auricular en la mano sin pensar, solo haciendo cabalas de cual habría sido la razón por la que yo me casé con aquella especie de arpía. Finalmente colgué el teléfono y me fui a la ducha. Eran las cuatro y media y con lo que había dormido después de la electroestimulación ya no tenía sueño. Me duché con agua fría y bajé al salón. La luna casi llena iluminaba de espejo el mar que en aquel momento estaba calmo, raro en el estrecho, y bellísimo. Era como si estuviese en el puente de un inmenso trasatlántico anclado en medio del mar. Me dejé caer sobre el sofá y sentí que me sentaba sobre un objeto. Metí la mano y saqué de debajo de un muslo el consolador que el vendedor casi me obligó a comprar, y no era barato. Lo estuve mirando un buen rato pensando en lo que sentiría Brunilda cuando me hacía aquellas felaciones gloriosas en las que la inundaba la boca de semen que ella tragaba tan deliciosamente. Sin pensar más me metí el artilugio en la boca. No sabía a nada, solo ocupaba espacio pero la lengua resbalaba por debajo y entonces comprendí la razón por la que Brunilda me daba tanto placer; me acariciaba el frenillo con la lengua en sentido transversal mientras hacia el movimiento de vaivén con la cabeza para que entrase y saliese el pene de su boca, era un masajeo doble, de ahí el placer exquisito, que la primera vez que sentí me sorprendió. Lo hice yo, pasar la lengua por el frenillo figurado del pene de silicona y sentí cierta satisfacción y con sorpresa comprobé que mi propio pene ganaba en consistencia. Entonces a la vez que movía la lengua metía y sacaba el artilugio de la boca y de repente me di cuenta que estaba haciendo una felación a un pene artificial. Me lo saqué de la boca de golpe y lo deje sobre la mesa, como el que se ve sorprendido en falta y desea que aquello no hubiese sucedido nunca. Pero ya estaba sucedido, porque mi propio pene duro ya estaba de testigo mudo de aquellas maniobras. Pensé “¿Y por el culo, será tan difícil?”
Cogí el gel, me embadurne bien el ano, luego el pene de silicona me tumbe de lado y lo apunté con cuidado. Me preguntaba dentro de mí “¿Pero que estoy haciendo?” pero seguía haciéndolo. Empujé con cuidado al principio y cedió el esfínter, no había dolor. Empujé con más fuerza y encontré más oposición, pero algo me impelía a seguir. De pronto la oposición cedió y el dildo con algo que no podría definir como dolor se deslizó dentro de mi recto. Al pasar por el punto P lo exprimió con su volumen y expulsé líquido transparente en mucha abundancia sin llegar a sentir el placer que con el estimulador pero necesitando que el objeto entrase más dentro. Me gustaba la sensación de ocupación en mi cuerpo. Sentía el ano dilatado y eso me excitaba, pensé en como yo sodomizaba a Brunilda y me di cuenta que yo me estaba sodomizando a mi mismo. Cuando me sorprendí pensando cual sería la sensación si en lugar de un objeto inanimado fuese un pene de verdad el que me penetraba, me extraje el dildo de golpe y una sensación de angustia y miedo se me instaló en la boca del estomago. Para colmo la punta del consolador estaba manchada de heces. Más angustia sentí cuando me di cuenta que el olor a heces salidas de mi ano extraídas por un consolador no me era desagradable del todo, no que fuese agradable, pero si intrigante, esa emoción o curiosidad que a los humanos nos hace tomar decisiones osadas no siempre inofensivas.
No sabía que me estaba sucediendo. Todo lo acaecido desde hacia dos meses, desde que me presté a ponerme los anillos se embrollaba y se embrollaba hasta el punto de meterme en una espiral de marginalidades que no entendía intelectualmente pero que me tenía atenazado emocionalmente y me halaba hacia galaxias en las que difícilmente podía adivinar cual iba a ser mi devenir. Cogí el dildo, lo envolví en papel higiénico y lo tiré a la basura. Lo mismo hice con los dos estimuladores. Aquello solo formaba parte de una pesadilla, de una especie de relato turbio y gore en la que me había enredado y del que me desenredaba porque así lo había decidido; todo un mal sueño.
El resto de la semana hasta el día en que Brunilda debería llegar lo pasé contestando correo, escribiendo algún articulo para alguna revista que me tenía comprometido y bajando a la playa. Descansando en suma. Perdí la noción de los días hasta que una mañana sonó el timbre de la cancela. Era Brunilda, pensé y abrí ilusionado.
Efectivamente era la alemana rubia y sensual, pero acompañada de un amigo, un tanto ambiguo, más guapo de lo que correspondería para ser hombre. Me lo presentó como Klaus.
- Nicolás, en este rincón del mundo – contesté algo molesto por el acompañante. Adiós al sexo que yo esperaba, pensé. Esta tía, esta loca – tu novio o tu hermano – pregunté sin disimular la irritación.
- Ni lo uno no lo otro. Un buen amigo nada más. Y sabe a que vengo, espero que seas tolerante.
- ¿Qué? – y me selló la boca con sus labios, metiéndome la lengua hasta los hígados.
- Le gusta mirar y a mi que me miren. Dame ese capricho y yo te daré a ti otros. Luego si se tercia y puede entrar en la pareja para ayudar, lo hace. Te va a sorprender. No des nada por hecho. Vamos enséñame ese Príncipe Alberto.
Y con la mayor presteza ya tenía sus manos metidas dentro de mi bragueta. Intenté oponerme, pero su dedo meñique ya había entrado en el anillo del glande y no me podía deshacer de la presa sin arrancármelo. Era lo último que hubiera deseado, pero me empalmé y ya no pude resistirme, estaba en sus manos.
Antes de que me diese cuenta estaba desnudo, siendo sometido a una felación gloriosa a la vista babeante de un tío que se frotaba su entrepierna. Brunilda se levantó y se puso a juguetear con los anillos de los pezones, tironeándolos y retorciéndolos, provocándome un dolor placentero extraño que me hacia tirar la cabeza hacia atrás cerrando los ojos para concentrarme en el goce mas intensamente y cuando me di cuenta mi pene también estaba siendo estimulado por una lengua sabia. Me dejé llevar y llevar, me abandoné a lo que tuviera que ser. Brunilda me cogió las manos y las llevó, por fin al cabo de los años a su entrepierna para que tocase su sexo, pero tuve que abrir los ojos porque lo que yo estaba tocando no se correspondía…
- ¡Es una polla, tienes una polla!, eres un tío Brunilda – intenté recular pero el amigo de la alemana me sujetaba firmemente del pene con la boca.
- No pienses, solo goza –me susurró al oído.
Y recordé lo experimentado en esa semana y me deje llevar, si Brunilda tenía que sodomizarme como yo la sodomicé a ella o a él, estaba confuso, me dejaría, pero no iba a ser tan fácil. Brunilda me empujó con firmeza del hombro derecho mientras me azotaba con su mano la nalga y me ordenaba que me arrodillase para hacerle una felación. Me estremecí de placer, tanto por la orden como por el azote. Klaus, no se de donde sacó una fusta y empezó a golpearme las nalgas, estaba a punto de correrme, pero aún no había acabado todo. Brunilda se sacó un pene que no imaginaba como podía haber ocultado todo el tiempo porque no era de proporciones pequeñas y me lo puso en los labios mientras Klaus no dejaba de azotarme.
- Abre la boca guarro – me gritaba Brunilda – cómeme como es tu obligación de asqueroso degenerado.
Intentaba mantener los labios cerrados hasta que comprendí que estaba todo ya perdido y abrí la boca. Me inundó una gran paz. Saqué las nalgas hacia fuera para que Klaus pudiera azotarme mientras yo chupaba como había ensayado sin saber que lo hacía, con el pene de silicona color de fresa. Brunilda o como quiera que se llamase, rebuznaba de placer mientras me destrozaba los pezones tirándome de los anillos; yo por mi parte no recordaba haber gozado jamás como lo estaba haciendo. De repente la alemana se retiró.
- No, aún no toca correrse. Dame la fusta Klaus.
El otro alemán le dio la fusta y empezó a quitarse los pantalones. Sabía que ahora iba a tener que hacer la felación al otro, pero mi sorpresa fue mayúscula, no era el otro, sino la otra. Klaus, era una mujer travestida de hombre pero conservando sus genitales exactamente como Brunilda que era un hombre travestido de mujer con sus genitales de hombre. Todo estaba tergiversado. Klaus o Nicolasa me acercó su sexo a mi boca y en el momento de empezar a olerlo y a lamerle el clítoris no pude contenerme más y eyacule entre espasmos, mordiéndole el sexo a Klaus. Brunilda o Brunildo al darse cuenta, rápidamente se agachó y recogió la mayor parte de mi semen en su boca y luego lo compartió largamente con Klaus en un beso interminable. Cuando se terminaron mi eyaculación entre los dos yo había quedado de rodillas, roto de la excitación y el placer sufrido, me miraban entre divertidos y sorprendidos de que se les hubiese acabado la fiesta con mi eyaculación tan precoz y que les hubiese dejado a medias.
- No creas que hemos terminado – dijo Brunilda mientras terminaba de desnudarse – tendrás que recuperarte, porque llevo soñando con ese culito tuyo desde el primer día que te conocí.
- Y yo con que me folles con ese Príncipe Alberto mientras te folla Brunilda por el culo – apostilló Klaus.
- Vale, pero dejarme descansar un poco, llevo una semanita de locura.
Les relaté todo lo ocurrido, cómo había comprado los artilugios, como me había vaciado usándolos y como me había asustado cuando comprobé que me gustaban y proporcionaban mas placer del que podía imaginar y como deseaba cada vez más y más. Les propuse ir a cenar a un restaurante donde servían pescado recién sacado de la mar, luego ir a tomar algo a algún chiringuito cercano y volver a casa a lo que fuese.
- Yo estoy hambriento – dijo Klaus – al tiempo que se agachaba delante de mí y empezaba a juguetear con su lengua en mi anillo del glande. Mi pene empezó a crecer otra vez.
- Yo hambrienta de todo, de comida también – contestó Brunilda – así que deja eso para luego Klaus.
Durante la cena, Brunilda en su papel de institutriz me pregunto por Roberto y de repente me asaltó la duda de si habría abordado a mi hijo de alguna manera aquel degenerado. Se me cambió el color de la cara y los dos me lo notaron. No hizo falta que preguntase nada, Brunilda se anticipó a mis pensamientos.
- Nunca, jamás, a un niño, jamás y al que se lo haga lo mato. Yo quiero a Roberto como si fuera mi propio hijo. Si me llego a enterar de que alguien le hace daño, iré por él, sin misericordia – estaba seria y seca hablando, no era la de la casa mientras jugábamos al despiste con los sexos, era la profesional que defendía lo que consideraba que era su profesión.
- Por un momento – empecé a decir.
- Pues ni por un momento, ese crío es sagrado. Lo único que me ha faltado ha sido parirlo.
- Vale, de acuerdo, vamos a hablar de otra cosa. Por ejemplo, este lío de Klaus que es mujer pero parece un tío y tú que tienes unas tetas de muerte y unos genitales de estibador.
- Sencillo – contesto Klaus – nunca me gustó ser mujer, me va más el papel de hombre y me habría encantado ser hombre homosexual porque me gustan los hombres pero yo no quiero ser mujer y como me gusta un tío y que me posea, conservo mis atributos de hembra, para dar facilidades. Tú sabes lo que es ser penetrado por delante y por detrás, no hay mayor placer. Brunilda – continuó pidiéndole la venia a ella con un movimiento de cabeza a lo que la alemana accedió con otro gesto de los parpados – es todo lo contrario, habría querido ser mujer para ser poseída, y al tiempo su masculinidad le exige dominar y decide conservar su pene para dar placer y que se lo den.
- Joder, que retorcido, ¿no?
- En absoluto, que natural – continuó Klaus - Cuando lo que a ti te parece una mujer te pone el culo lo haces de mil amores, porque sientes que eres un hombre que posee a una mujer, es un cliché, ¿pero cuando sabes que ese culo tiene genitales de hombre por delante ya no te satisface? Todo está en la cabeza y esa es la que hay que dominar para poderse dominar a uno mismo. De manera que mientras que creías que yo era un hombre te repugnaba pero en cuanto viste que tenía sexo de mujer te corriste como un colegial. Todo es prejuicio, todo es cultural y esa cultura nos aherroja y nos impide abrir las miras a otros mundos que si no son más fecundos al menos son otros, son diferentes y la diferencia siempre enriquece.
- De todas maneras, Alejandro – interrumpió Brunilda - esta noche cuando volvamos y los tres ya sin sorpresas nos podamos entregar a todo, con un poco de poper por medio vas a perder el control y el mundo se te va a colorear, que hasta ahora solo lo has visto gris, como el uniforme que usaba en tu casa de Madrid.
Con los vapores del vino que estábamos consumiendo en la cena, todo me fue pareciendo más fácil, más consecuencia lógica, una cosa de la otra. Brunilda y Klaus se miraban lúbricamente y por debajo de la mesa Brunilda me acariciaba la entrepierna con su pie. Deseaba tener sexo con aquellos dos lo que fuesen y estaba dispuesto a aceptar todo lo que me diese placer y a negarme a todo lo que me asquease.
- Vas a follarme sin piedad mientras le como el coño a ésta – le susurré a Brunilda.
- Voy a follarte y me vas a hacer la felación de tu vida – me dijo al oído – me voy a correr en tu lengua y nos vamos a dar el semen de la boca, porque ya eres un degenerado del sexo, ya estás en disposición de saltarte cualquier tabú de los que impone la sociedad para autoprotegerse de su destrucción y garantizar su supervivencia. Recuérdalo bien, ya eres libre de desear lo que se te antoje, lo podrás comprobar esta noche.
Yo estaba ya excitadísimo y el pie de Brunilda no contribuía a serenarme los ánimos. Metí la mano por debajo de la mesa y acaricie a través del pantalón el sexo a Klaus, que sin disimulo se bajo la cremallera y me permitió acceder a su clítoris. Al masajearlo sentía como se endurecía y ganaba en tamaño y los ojos de Klaus se entrecerraban de placer. Finalmente muy quedamente se me acercó a la oreja y me dijo entrecortadamente que no me parase que se iba a correr allí mismo. Casi de forma imperceptible empezó a jadear y a temblar. Se acercó el camarero y preguntó si el señor tenía frío, mi respuesta fue fulminante.
- Nadie le ha llamado, váyase y déjenos en paz.
El camarero que me conocía de años puso cara de asombro y se retiro apesadumbrado. Cuando salíamos, después de las copas de la sobremesa me pidió disculpas si había sido indiscreto, yo le quité importancia y le expliqué que el señor tenía una enfermedad que a veces le hacía tiritar. El hombre se disculpó sentidamente.
Antes de volver a la casa pasamos por una jaima de las que ponen de forma estacional y en la que se sirven copas hasta altas horas de la noche mientras se escucha el rumor de los olas que a pocos metros rompen en la orilla sin que haya luz que las ilumine salvo cuando la luna llena hace de la noche un día plateado.
Se me acercaron varios conocidos que nos invitaron a sus reuniones, pero yo me disculpé con ellos alegando que mis invitados acababan de llegar de Alemania y deseaban descansar ya. Cuando desde la tercera reunión nos reclamaron como compañía decidimos irnos a casa a empezar nuestra particular fiesta.
Nada más entrar a la casa Brunilda me atrajo hacia sí y me besó apasionadamente al tiempo que me llevaba la mano a su entrepierna para que le tocase el sexo, lo que hice con gusto, entonces se me acercó a la oreja y me recordó que estaba besando a un hombre y eso me excitaba.
- Se acabaron las caretas, Alejandro, se acabaron las caretas.
Klaus empezó a desnudarse mientras nos besábamos Brunilda y yo y rápidamente me busco el sexo para metérselo en la boca. Para entonces yo ya estaba muy duro y el placer del calor de la boca de Klaus y las caricias de su lengua me reconfortó. Yo seguía besando a Brunilda y aún no habíamos salido del recibidor de la casa. Les rogué que continuásemos en el dormitorio. Nos dirigimos los tres al piso de arriba yo iba en centro, delante iba Klaus al que yo metía la mano por la entrepierna buscándole su humedad y detrás subía Brunilda al que llevaba cogido por el pene. Deseaba hacer de todo y estaba nervioso por llegar al dormitorio.
Ya en la habitación nos desnudamos los unos a los otros con premura sin dejar de lamernos y tocarnos y desnudos, Brunilda me empujó con violencia sobre la cama, sacó de su bolso una abrazadera de cuero y me la pasó con fuerza por la base del pene y las bolsas y la ajustó fuerte. De inmediato sentí como el capullo me crecía y los testículos se me congestionaban, el placer empezó a estallar. Klaus abrió un frasquito pequeño y me lo dio a esnifar. Sentí como una patada en la cabeza, me maree y sentí galopar el corazón desbocado al tiempo que la ansiedad me hacía gritar a Brunilda que me follase. Klaus se colocó sobre mi cabeza restregando su sexo chorreante sobre mi boca que hundía la lengua hasta lo más profundo que podía y mordía con fuerza cada vez que podía el clítoris que tenía duro como el pedernal. Brunilda por su parte sacó de su bolso un tubo grande con el que se embadurnó la mano y luego me embadurno el ano y empezó el masajeo con sus dedos. Metió uno, luego dos, luego tres y finalmente cuatro. Sentía reventar el ano pero deseaba más y él, o ella, seguía empujando los dedos dentro de mi cuerpo dilatándome según lo que a mi me parecía monstruosamente el ano, pero aún temiendo quedarme para siempre incontinente yo quería que siguiese y volvió a darme a esnifar el frasquito y yo volví a aspirar con firmeza y todo el mundo empezó a trasformarse. Yo era ya solo un orificio por el que se tenía que meter Brunilda para darme placer y mi cabeza debía entrar en el sexo de Klaus para darle placer a él o a ella, ya daba igual. Y cuando empecé a recuperar vi a Brunilda que me mantenía las piernas abiertas en alto para exponer el ano y me arremetía con su pene sobre el que había puesto una especie de funda para sobredimensionarlo y hacerlo más grueso dejando el capullo libre para sentir el goce de las arremetidas. En un momento dado y yo gozando del sexo de Klaus observé como me cogía los testículos por su base con una mano y los comprimía para confinarlos aún más en sus bolsas y entonces con la otra mano empezaba a dar unos golpecitos suaves que dolían pero lo suficiente como para que el capullo sintiese placer pero no pudiese llegar al orgasmo. A medida que Brunilda arremetía a mi ano y el sexo de Klaus se restregaba espasmódicamente sobre mi cara los golpes sobre mis testículos se iban acelerando en cadencia y fuerza hasta que sentí dolor del de verdad. Estaba recibiendo palmadas fuertes en los testículos y me dolía y sin embargo sentía como me venía una especie de vaharada el orgasmo fuerte pero a cámara lenta.
- Me voy a correr – dije gritando.
Y Klaus se abalanzó sobre mi pene y en cuanto el capullo tomó contacto con su lengua comencé a eyacular en su boca hasta vaciarme del todo. Brunilda seguía arremetiendo en mi ano pero yo no sentía ya ni dolor ni placer solo gusto por sentirme violado por un tío, era algo morboso, extraño y a la vez convencional, me parecía lo más natural, por eso me gustaba.
Cuando Klaus comprendió que no iba a salir más semen besó a Brunilda traspasándole mi semen a su boca momento en el que con un grito tremendo empezó a bombear dentro de mí con furia. Se estaba corriendo y mientras lo hacia se tumbó sobre mi cuerpo y me beso en la boca compartiendo mi semen conmigo mismo acabándose de correr cuando termino de pasarme hasta la última gota. Me besaba y me besaba hasta que acabé por tragar todo el contenido y el acababa de vaciarse dentro de mí.
Cuando Brunilda se retiró de mi cuerpo, Klaus aspiró profundamente del frasquito de estimulante y se abalanzó sobre mi ano. Supe lo que iba a hacer y le pedí a Brunilda que me pasase el frasquito. Aspiré yo también y me relajé para que Klaus pudiera disfrutar y yo con ella del beso negro que se trasformaría en blanco cuando recogiese en su boca el semen de Brunilda que iba a salir de mi cuerpo. Sentir como Klaus hacia aquello y ver como Brunilda se echaba sobre mi para meterme en la boca su pene semiflaccido hizo que volviese a ponerme duro otra vez. Klaus se alzó luego triunfante de mi cuerpo y se acerco sobre mi hasta Brunilda y la besó una vez más para intercambiar fluidos, yo al verlo y perdida ya la conciencia de lo bueno o lo malo, lo excelso o lo asqueroso,  reclame mi parte y los tres participamos del semen de Brunilda. Luego caímos rendidos los tres. Quedamos dormidos.
Antes del alba me despertó un suave cosquilleo en mi entrepierna. Klaus me lamía el pene con delicadeza. Enseguida volví a mi dureza y mas enseguida ella se acabalgó sobre mí con un quejido de placer. Yo no me movía, Brunilda dormía y Klaus con una cadencia suave se levantaba y se agachaba sobre mí. La sensación de estiramiento del anillo de mi glande era muy placentera, y  a ella o le provocaba un gran placer o algo de dolor porque a cada caída sobre mi pubis con el peso de su cuerpo emitía un dulce quejido que podía ser de placer pero lo mismo podía ser de dolor, del mismo dolor que ella me provocó a mi anteriormente golpeándome los testículos, un dolor que no es más que una tortuosa calle que conduce a la plaza del placer por un camino más largo y así prolonga la agonía del éxtasis. Poco a poco fue acelerando su ritmo y yo me daba cuenta de que su orgasmo se acercaba y con el suyo el mío que ya iba pidiendo espacio para el consuelo. Klaus emitió finalmente un grito ahogado de desfallecimiento y cayó sobre mi pecho sin dejar de moverse de manera imperceptible adelante y atrás lo que provocó el orgasmo en mí que me vacié dentro de ella. Así permanecimos mucho rato hasta que pesadamente Klaus se sacó mi pene de su cuerpo y reptando me llegó hasta la cara colocándome el sexo sobre mi boca y entonces con voz ronca de lujuria me ordenó que me comiese mi leche. Brunilda había despertado sin que nos diésemos cuenta y tironeaba ya de mis pezones al tiempo que me animaba a hacer lo que decía Klaus. Lo acepté y empecé a chupar el semen que salía del sexo de Klaus. Me di cuenta entonces que lo deseaba hacer como el que más y lamí y succioné y chupé hasta que dejo de salir, luego nos besamos los tres y volvimos a caer dormidos.
Cuando nos despertamos era ya avanzada la mañana. De un salto me fui a la ducha y baje a la cocina a preparar café. Cuando menos cuenta me di tenía detrás a Brunilda que me pedía espacio en mi ano para su pene. De la forma más natural, separé un poco las piernas y ella me introdujo con dos golpes de cadera el pene. No sentí dolor, solo un placer extraño por ser penetrado. No llegué a ponerme duro aunque el pene me creció. Brunilda bombeó varias veces hasta que sentí como gozaba con mi cuerpo, luego se retiro, me dio un beso y me dijo que se iba a duchar. Yo sentí como su semen me resbalaba por las piernas. Dejé el café para luego y me fui a la ducha con él.
Estábamos los dos terminando de ducharnos cuando llegó Klaus. Nada más verle el sexo a la mujer me volví a poner duro otra vez. Miré a Brunilda y ella contestó.
- Por mi no lo hagas, además es lo que mas te gusta. Adelante y seguro que Klaus lo desea.
Se me acercó Klaus y le metí el pene en su cuerpo. Nos movimos bajo el agua caliente con mucha lentitud, como si se tratase de un baile lentísimo y cuando sentí que llegaba un nuevo orgasmo no aceleré, seguí despacio, más despacio aún, sintiendo en cada milimetro de mi cuerpo el orgasmo que estaba experimentando. Klaus se estremeció entonces y consumamos delante de Brunilda el orgasmo mas lento, dulce, suave y placentero que haya sentido jamás. Terminamos de ducharnos y nos fuimos a desayunar.
Cuando volvimos de desayunar nos esperaba una sorpresa.
Fuera estaba el coche de Cristina con el chofer del bufete esperando.
- ¿Está la señora aquí? – le pregunté alarmado.
- No, señor. He traído al señorito Roberto desde el aeropuerto. Tiene una semana de vacaciones y la señora está en Malasia. Le ruega que se haga usted cargo.
- Por supuesto. Puede usted marcharse. ¿Está dentro?
- Si, señor. Regresaré en una semana para llevarle al aeropuerto otra vez.
- Aquí estará. Que tenga buen viaje de regreso.
- Gracias señor.

SUMISO Y FIEL II




A Pilar y a Domingo los conocí cinco años antes del episodio con que abrí este relato. Llevaban cinco años casados y empezaban a aburrirse del siempre lo mismo. Habían pasado por la sodomización de ella, los 69 de sexo primero y finalmente  de ano y las auto filmaciones, los aparatitos comprados en una reunión domestica de una amiga por Pilar y que le descubrieron a Domingo que los hombres también tiene un ano que hace gozar si se le sabe tratar, para llegar a la conclusión de que les hacía falta algo más: un tercero e incluso un cuarto. Se anunciaron en páginas de la red y de la prensa. Acudían a su reclamo macarras penosos que buscaban o bien dinero o bien demostrar su potencia o las dos cosas que en absoluto satisfacían sus deseos. Vi su anuncio en un tablón de un sex shop al que solía ir a comprar juguetes. “Somos Pilar y Domingo de 27 y 29 años, sin tabúes. Queremos gozar de algo más que el sexo en pareja. Llámanos” y numero de teléfono. A los seis meses volví al sex shop y el anuncio seguía allí. Pensé que a mis sesenta y cuatro iba a recibir un rotundo no, pero aquel día estaba yo muy optimista debido a una reciente experiencia bastante gratificadora. Tres muchachas de menos de 25 años conocidas en un Chat de fantaseos sexuales,  habían consentido jugar conmigo y a mis juegos en mi piso negro utilizándome como coartada para dedicarse entre ellas a sus devaneos sáficos utilizando mi virilidad a modo de dildo de carne cuando a ellas les apetecía. Las inicie en el arte del dolor y hasta dos de ellas se dejaron anillar las ninfas. Llevábamos unas semanas gozando de lo lindo en la que las tres habían decidido probar la penetración anal activa, es decir, ellas se ensartaban en mi pene que yo mantenía erguido en mi cuerpo inmóvil y ellas hacían los movimientos y combinaciones que deseaban unas con otras, porque lo último que deseaban era un hombre haciéndoselo con ellas como si fueran unas putas cualquiera, eso decían. Les enseñé el arte del azote y del atado genital y mamario. Les encantó y he de decir que han sido las mujeres que con más dulzura pero firmeza al tiempo me han azotado los genitales hasta hacerme gemir de dolor e implorar por caridad que dejasen de castigarme. Las mujeres cuando quieren son los seres más crueles y eso me convenía.
Llamé pues a Domingo y a Pilar, según iba diciendo, y nunca oculte ni quien era, ni la edad que tenía. Debió de intrigarles el arrojo y la sinceridad, solo eso, y quizá pensaron en pasar  unas risas con un pobre viejo al que a duras penas se le podría poner el sexo con la dureza de la plastilina.
Me recibieron con curiosidad y me invitaron a sentarme y tomar algo. Me negué y eso les sorprendió pero más aún lo hicieron cuando le comuniqué que únicamente me tumbaría a sus pies pues iba en calidad de perro esclavo, incluso sexual ya que lo que querían eran experiencias diferentes y ésta seguramente no la habían explorado. Si así lo admitían a partir de humillarme ante ellos dejaría de hablar pues los animales no hablan. Se miraron entre ellos, sonrieron  y asintieron. Cada vez que iba a su casa era su perro fiel, solo eso, no hablaba solo gemía, gruñía o me dolía como lo haría un perro y obedecía cualquier orden, o dejaba de obedecerla cuando deseaba el correctivo. Eso me proporcionaba a mi un placer extremo y a ellos les hacia explorar esa parte del alma que todo ser humano tiene en la que reside la omnipotencia y la necesidad de colmar los caprichos, sojuzgando cruelmente a los semejantes. Mediante conversaciones a través de Internet les daba instrucciones de cómo ser unos amos con autoridad y como al ser propiedad de ellos debían ser responsables de mi, gratificándome cuando me portaba bien o castigándome incluso con crueldad cuando desobedecía. No hay que ser muy despierto para comprender que lo que más deseaban cuando pasaba algunos días en su casa era que gruñese y me resistiese a sus órdenes que a veces eran difíciles de acatar y eso me acarreaba latigazos, patadas o ayuno. Aprendieron pronto y en cuanto en verano tuvieron vacaciones me propusieron pasarlas en una casita que alquilaban todos los años en la sierra. Serían quince días de puesta en práctica continua de todo lo aprendido durante los meses anteriores.
Aquella experiencia de dos semanas sacó a flote en los tres los demonios que anidan en lo mas profundo de cada uno y que la moral y la educación imbuida durante toda la vida hacen que permanezcan encadenados en la sentina de la conciencia.
Los primeros días me tenían atado con una cadena al collar que llevaba y me golpeaban cuando se querían excitar, yo aullaba de dolor y deseaba participar obedeciendo sus deseos por extravagantes que fuesen para lo que llamaba su atención con gañidos y quejidos deseando que me usasen para lo que quisieran. En cuatro días descendieron al fondo de todas aquellas variantes del sexo que pueden proporcionar placer e hicieron que yo conociese que el querer ser esclavo de otro es muy duro y es preciso comprender que la imaginación de esos otros puede llegar aún más lejos que la nuestra, como cuando mientras ellos se excitaban el uno al otro mediante masturbación a mi me obligaban a comerme mis propios excrementos o beber los orines que ellos expulsaban. Lo hice porque era un esclavo obediente y quería serlo y aprendí a experimentar placer con el sabor amargo de las heces o el salado de los orines. Cada vez se cebaban más en mi miseria y llegaron a atarme las manos para que tuviera que utilizar la boca como hocico para comer lo que ellos me presentasen sobre el suelo mismo. Me prohibieron tocarme y el pene me babeaba precum de la excitación a todas horas. Cuando gemía suplicando un roce me azotaban las nalgas lo que me provocaba aún más placer. En alguna ocasión eyaculaba sin más mientras orinaba en medio de calambres dolorosos que me obligaban a quejarme lo que era motivo de mas golpes y recriminaciones. Nunca pude llegar a imaginar que pudiera alcanzarse tal grado de postración moral, ni que pudiera proporcionar tanto placer, no ya solo físico, que tenía su limite, sino intelectual; porque tener que lamer un ano de cualquiera de los dos de la pareja justo después de haber eyaculado yo, en pleno periodo refractario, era repulsivo pero gratificante en cuanto que representaba la aceptación de mi esclavitud libremente aceptada y el pensar en ello hacía que volviese a la erección mas dolorosa y placentera. Me sacaban a pasear por el bosque con la correa y me obligaban a lamerles mientras ellos gozaban al aire libre.
En  mí hizo comprender que no existe más vida que la que se consume en el placer que proporciona el castigo constante. El hambre y dolor provocado por otros con el único fin de provocarlo, y gozar viendo como el esclavo sufre es lo que mas enfangamiento en el placer produce en el esclavo que acepta con deseo lujurioso ese castigo y hace desear que el castigo llegue a ser tan extremo que linde la muerte o la muerda entera con lo que el placer llegue a ser tan infinito como el desaparecer.
En Pilar por no se sabe que vericueto hizo aflorar su vertiente lésbica revestida de cuero. Poco a poco encontraba menos placer en castigarme a mí y se excitaba cuando en alguna película pornográfica una hembra fiera y envuelta en látex azotaba a otra mujer desnuda que le lamía las botas. Poco a poco en aquellos días dejó de prestarme atención hasta que finalmente en una ocasión en que Domingo me ordenaba que le lamiese el ano a Pilar después de hacer sus necesidades, mientras el se masturbaba lentamente, ella se apartó y le espetó en la cara a su marido que ella se iba, que aquello ya no le gustaba y que se corría solo con pensar que azotaba a otra mujer. Al parecer Domingo, que no dejó de masturbarse debió de excitarle al extremo la imagen de Pilar azotando otra mujer y derramo su semen sobre mi espalda desnuda.
Domingo después de aquella declaración y vaciarse encima de mí, paso a confesar que necesitaría aquello mismo pero con más gente alrededor, pues solo imaginar que Pilar disciplinaba a otra mujer y ver como un esclavo como yo, o cualquier otro permanecía dispuesto a lo que se quisiese ordenar le hacia gozar en extremo, mas que el sexo que ellos tenían conmigo como esclavo catalizador del placer. Tal como lo dijo en aquel momento y con la mayor naturalidad me ofreció su pene para que le limpiase el semen que restaba después de la eyaculación, me negué sabiendo que ello redundaría en disciplina de obediencia y como el amo implacable que yo quería que fuese me pateo el culo sin temor a que pudiera lastimarme. Ella en un acto casi automático agarró el látigo y golpeo duro en los muslos acompañándose de un “obedece, perro”. Luego, con un gesto que no admitía dudas, Domingo, con una sonrisa maliciosa en la cara me ofreció el pene a mi boca, que yo sumisamente lamí hasta retirarle todo rastro de semen. Mientras esto hacía y vista la reacción de ambos me goce tanto que eyaculé en medio del regocijo general al ver como sin rozar ni siquiera el sexo yo era capaz de alcanzar el orgasmo solo a  través del dolor que ocasiona el castigo del amo. Naturalmente tuve que limpiar con la lengua mi semen derramado nada mas expulsarlo.

Cuando salió por la puerta y me quedé a solas con mis dolores y mis recuerdos quise moverme para ir a orinar pero las piernas no me respondían. Me asustó pensar que podría haber quedado parapléjico de la paliza pero al instante comprobé que podía flexionar las rodillas, aunque con dolor y caí en la cuenta de que si no podía bajarme de la cama era sencillamente porque estaba debilitadísimo por los últimos meses de desenfreno, encierros a hambre, enjaulamientos, azotes y orgasmos hasta la extenuación. Al sentirme inmóvil en la cama recordé aquella otra vez.
Rememorando a la luz de mis años y mis experiencias, que por todo habían pasado, aquella vez que mi padre me dejo incapacitado en la cama para una semana. La paliza tan tremenda que me dio cuando me sorprendió a los ocho años en el cuarto de baño con mi hermana de seis. Solo intentaba averiguar el porqué de algunas diferencias anatómicas, lo que provocaba en mi, algunos cambios notablemente placenteros, pero él debió comprender que había algo tan abyecto en lo que yo intentaba entender como si él  fuese el que estuviera haciéndolo y con otras intenciones. Se castigaba él maltratando mi cuerpo. Mi padre me pegaba  en cualquier parte del cuerpo, si bien el apuntaba sobre todo a las nalgas, sin que pareciese que aquel martirio pudiera acabar nunca, yo al final ni intentaba defenderme y me deje hacer como si de un muñeco de trapo se tratase. Quedé tirado en aquel desvencijado dormitorio, como un deshecho, y alguien me recogió y me encamó. Cada vez que de más mayor recordaba con tristeza aquel episodio, al tiempo sentía una tirantez en la entrepierna que me acongojaba, haciéndome creer que el episodio con la niña (¿y yo que era?) no era sino una tendencia pederastica mía, por lo que concluía siempre entre lamentos muy dolorosos para mi alma que merecía el castigo. Ya de muy mayor, cuando me entregué al placer más inteligente, el de querer sentir dolor para alcanzar el máximo placer lamenté haber desperdiciado aquel acontecimiento para haberme entregado a la lujuria del castigo a cargo de mi propio padre. Aún sueño alguna noche, que después de molerme a palos, me viola en venganza de mi salacidad para con mi hermana entre dolores inimaginables y termino, sin excepción, por mojarme con mi semen.

Me despertó con sobresalto una luz muy blanca en la cara y el sonido metálico de un mueble arrastrándose sobre unas ruedas, que por el ruido que provocaban deberían haber sido cuadradas. Abrí los ojos prácticamente al tiempo que una enfermera me trasteaba sin ninguna consideración el brazo por el que me entraba el suero que colgaba de una percha al lado de la cama. “Se acabaron los goteros, ahora a sentarse en la cama y a desayunar”. No bien me hubo destrozado el brazo me destapó por completo y manipulándome el pene me extrajo la sonda y ahí no pude resistirme y la erección que le regalé fue de adolescente. Se me quedó mirando entre sorprendida y hastiada: “no le parece que ya es muy mayorcito para estas porquerías”. Yo le respondí con una sonrisa muy dulce, y muy bajito, le rogué que volviera a sondarme con una sonda mas gruesa, sin usar lubricante y  luego me pusiese un enema de al menos tres litros. Se llevó el carrillo de curas con el gotero retirado y la sonda lanzando gritos de indignación como “viejo verde” o “habrase visto tamaño degenerado, ya te daría yo a ti”.
Al poco entró una auxiliar que sin dejar de mirarme con una cara maliciosa depositó una bandeja con el desayuno sobre la mesilla. Al tiempo que se daba la vuelta para marcharse y como una rutina mil veces repetida, me dijo que me levantase y desayunase que en la visita de la mañana me darían el alta y podría irme. Dejó la puerta de la habitación bien de par en par y pude comprobar que no quedaba nadie de los que en días anteriores había estado haciendo guardia, imagino que para ver si entregaba mi alma al diablo y podían tirarse a rebatiña sobre mis pertenencias. Me dolía el cuerpo pero en esta ocasión si hice un esfuerzo y me levanté, quede sentado en la cama y desayuné con apetito lo que me habían traído.
A la media hora Juanita, que así se llamaba la auxiliar vino a retirar la bandeja. Se iba ya cuando al llegar a la puerta se volvió y me preguntó con una entonación de sinceridad que me convenció, si todo aquel castigo y las palizas que había recibido producía placer de verdad o es que estaba tan avergonzado de haberme dejado pegar que me inventaba aquella excusa de que yo lo deseaba para justificarme. Le respondí con otra pregunta: “¿nunca te han sodomizado?”, con la sana intención de ahuyentarla y mostrarle a las claras que no pensaba hacer de mis inclinaciones ni mis gustos primera plana de los diarios locales, ni justificarme por hacer lo que me viniese en gana..
Juanita era graciosilla en la cuarentena más cercana a la cincuentena que a la treintena, bajita, regordeta, con unos ojillos muy vivos y escasilla de pelo. Me miró con sorpresa por la pregunta y se ruborizó, pero no se marchó airada, se quedó mirándome interrogativa como preguntándome que hasta donde quería llegar. Sin retirarle la mirada le dije sin malicia alguna, que seguramente era lo que mas deseaba pero su marido nunca se lo había reclamado y ella nunca se había atrevido a pedírselo. Me dijo que ya estaba separada, que tenía un hijo pero que vivía a su aire, pero que era verdad, siempre le había intrigado y en alguna ocasión ella misma se había metido alguna zanahoria delgada por ver que se sentía con aquello. Una vez hecha la  confesión me retiró la mirada algo aturdida y se turbó, luego me dijo de verdad estupenda: “es increíble, esto no lo sabe nadie, ni jamás se lo habría dicho a nadie y sin embargo con usted no se porqué, es diferente, me ha parecido natural contárselo”. Salió por la puerta y al poco llegó una batahola de blanco que hizo el silencio cuando el que venía a la cabeza alzó la mano. Todos, jovenzuelos y alguno imberbes, contenían la risa como mejor podían, salvo uno que me miraba desde sus casi dos metros muy severo y grave. El principal me dijo que aunque aún tardaría en recobrarme del todo ya estaba a salvo y podría irme a mi casa aunque eso sí, no podía garantizar mi supervivencia si continuaba entregado a esas practicas sexuales aberrantes. Alguno de los imberbes que le escoltaban se removieron incómodos y alguno hasta se ruborizó. Me dejaron un papel firmado, que era el permiso para salir de aquella cárcel horrenda tan limpia y aséptica y me dispuse a vestirme para largarme a mi casa. Echaba de menos mi mazmorra fría y húmeda, y mi piso oscuro y tenebroso donde se podía uno defecar en el suelo si quería, para sentarse después encima mientras se masturbaba lentamente. Durante el tiempo que tuve que invertir en vestirme, ordenaba mentalmente los teléfonos a los que tendría que llamar en cuanto llegase a mi santuario y me ponía nervioso el solo pensar de la manera que iba a resarcirme y con quien, de los días pasados. Ni que me hubiese vuelto loco la paliza como para pensar en hacer vida de jubilado con paseitos al sol y partidita de tute con carajillo incluido a la hora del café.
Me disponía a salir de la habitación 969, que también tenía lo suyo el numerito de la habitación en la que fueron a meterme, cuando entró Juanita. Le debió sorprender verme tan de cerca que se quedó sin habla. La dejé que se recuperase y después atropelladamente me preguntó si yo podría enseñarle eso…, y ya no supo como terminar la frase. Le pregunté que si deseaba conocer la sodomización  y sus deleites conmigo, y aliviada, aunque ruborizada se limitó a asentir con la cabeza. Se le notaba que volvía a ser una adolescente tímida y encantada con el atisbo de los misterios que la vida adulta proporciona. Sonreí de la manera más encantadora que pude, le rocé los labios con los míos y le dije que se preparase para aprender a gozar del sexo como nunca lo hubiera imaginado. Le di mi teléfono y le emplacé a llamarme cuando quisiera, pero que meditase bien lo que iba a emprender, porque le condicionaría el resto de su vida. Se limitó a sonreír muy cortada y agachando la cabeza se fue con el papelito con mi número de teléfono apuntado.

La casa estaba revuelta. Los bastardos de mis hijos y la zorrona de mi mujer se habían empleado a fondo. Habían encontrado hasta mis fotos más queridas, las que me hice en Alemania cuando me deje torturar por dos muchachas enormes poco vestidas, la verdad, de nazis. Al recordarlo me sentí la tirantez tan agradable en la ingle y me eché mano a las nalgas que ellas se encargaron de dejarme cicatrizadas de tanto como me azotaron. Había restos de ellas por el suelo, así como dildos ya muy usados que yo tenía en la planta de abajo para enseñar más que nada y  sondear al que se acercaba a verme con cualquier intención.
Bajé al sótano. Olía a humedad, una humedad agobiante que me hacía recordar momentos estelares de torturas asumidas encadenado a la pared sometido a sed y hambre, a veces tanta sed que la lluvia dorada en mi boca era ambrosia divina y fuente de erecciones que sabiamente combinadas con los azotes me hacían alcanzar varias veces el nirvana. La debilidad del hambre que me provocaba mareo con la aspiración ansiosa del nitrito de amilo que hacía que la cabeza y el pene me estallase de congestión me permitían muchas veces desvanecerme colgado de mis argollas de las muñecas para despertarme por los azotes de mis dueños del momento y hacerme regresar al dolor y al placer que lleva encadenado. La sala estaba en ese momento limpia como yo la había dejado. Cerré la puerta y regresé a la planta baja. Me quedé al pie de las escalera que conducía al cuarto oscuro y no pude evitar empezar a desnudarme como impulsado por un resorte. Mi pene pugnaba por salirse aun antes de liberarlo de la ropa que lo constreñía deseando alcanzar la habitación oscura y alta. Desnudo como rezaba mi propia norma alcance el primer piso y entré en la sala. Nada más entrar orine en el suelo. Era como hacer declaración de intenciones, marcar el territorio, la seña de que todo lo que se hiciese dentro estaba en el catalogo de lo permitido. Encendí las luces y comprobé que todo estaba en orden. Nadie había abierto los armarios, quizá porque se disimulaban con la pared, negra como ellos, y a nadie le dio por buscar interruptores de iluminación. Me dirigí a uno de los armarios del que saqué el cordón de algodón con el que poder atarme las bolsas, para comenzar la auto tortura que tanto añoraba y deseaba. Me ate con fuerza dando sucesivas vueltas al cordón con lo que las bolsas quedaron como sometidas a vendaje y firmemente prietas, las venas de los testículos y del pene se ingurgitaron, el glande se hinchó de la excitación. Cogí entonces la cajita de las anillas y saqué uno de los candados.
En el hospital lo había echado de menos y nadie se había percatado del orificio para anillado del balano, o quizá sí lo vieron y lo pasaron por alto.
Me mandé hacer mi primer Príncipe Alberto al poco de divorciarme. En una de las fiestecitas a las que asistí se lo vi  a uno de los asistentes y me encapriché, me parecía el summun del encadenamiento al dolor. Colgarse una argolla atravesando el pene del que poder enganchar una cadena de la que un amo te llevase me hacía imaginar el dolor que produciría y me provocaba una sensación tan próxima al orgasmo que no hacía mas que pensar en ello y desearlo con todas mis fuerzas. Me anillé primero con una argolla pequeña y hube de ampliar el orificio en otra intervención pues me encapriché de un candado, el que ahora me iba a colocar, de buen tamaño, que hacía que el pene no pudiese levantarse por mucha que fuera la erección provocando de esa forma un dolor y un anhelo que solo me hacía gozar.
Estaba seguro que llevaba una argolla gruesa de oro puesta en el glande cuando me tiraron en la cuneta, pero debieron quitármela para sondarme y “perderla” pensando que a mí ya de poco me serviría.
Con dedos temblorosos  de lujuria me introduje el extremo del candado por el orificio del capullo y sentí una cierta punzada de sabor agridulce. Seguí profundizando con el metal buscando el orificio por el que poder meter el cabo. Sentía dolor que acentuaba la excitación hasta que encontré el espacio. La punta se fue abriendo sitio  hasta que salió por el otro lado justo a la derecha del frenillo; el glande alcanzó en ese momento su máxima congestión y los testículos se inflamaron todavía más provocando un dolor que me hizo enloquecer de deseo de sufrir. Jadeando de gusto cerré el candado y lo deje caer. Con su peso arrastró el pene haciéndole balancearse entre las piernas; me produjo una sensación de tirantez tan excitante que abriéndome de piernas me balancee adelante y atrás para que, como un péndulo de gran peso todo mi sexo se agitase. Llegó un momento que comprendí que si seguía balanceando el pene alcanzaría el orgasmo y preferí parar, necesitaba gozar todavía más, necesitaba más excitación. Después con toda la ceremonia que se merecía el momento introduje la llave del candado en mi boca y ayudado por un vaso de agua trague y tragué hasta que la llave se perdió camino del estomago. Estaba hecho. Tardaría al menos un día en recorrer todo el trayecto hasta salir mezclado con las heces y si me sometía a dieta absoluta, mas de dos lo que tardaría la llave en salir por el ano, lo que haría que tuviera que hurgar entre la mierda fresca para encontrar la llave si quería alguna vez quitarme el candado. Pensé en ayunar hasta que la llave saliese y cuanto más tarde, mejor.
Me quedé sentado en el suelo jadeante mirándome el sexo intentando hacer fuerza con el pene a ver si conseguía levantar el candado pero era imposible, pesaba demasiado, era grande. Viéndome de esas hechuras solo pensaba en aumentar la tortura, no encontraba el límite a mis deseos de goce, deseaba más padecimiento, como el que me podía procurar otro que no estuviese refrenado por el instinto de conservación o le importase poco si alcanzaba el orgasmo cuando quería o no. Tal como estaba, llamé a Domingo.
Desde la experiencia de los quince días en el bosque, Pilar y él estaban separados. Pilar se había engolfado con una escuálida y palidísima ucraniana que al parecer colmaba sus aspiraciones de látex y dominación, de vez en cuando quedaba con Domingo, que por lo que me dijo él, su ex solo buscaba tener publico que observase la manera tan cruel que tenía de tratar a la eslava. La ucraniana por su parte estaba encantada de ser dominada por Pilar en la presencia de un macho que había sido el marido de su ama sin que él la pudiese tocar, aunque eso sí, tuviese que enseñarle constantemente el pene bien tieso algo que a Domingo no le resultaba difícil presenciando como Pilar cubría de pinzas sexo y pezones de su esclava para luego azotarla con saña muslos y nalgas con una fina vara. Domingo me conocía bien, supo al instante, seguramente por la respiración entrecortada del dolor y el anhelo del placer, lo que yo buscaba. Con entonación severa me preguntó lo que quería. Le dije lo que había hecho y le rogué que llamase a Pilar para que viniese con ella a mi casa a terminar el trabajo que yo había iniciado. Estuvo en silencio un buen rato, supongo que relamiéndose de lo que iba a venir y finalmente me puso sus condiciones: “Buscare a Pilar y haré todo lo posible por ir con ella, con la condición de que para buscar la llave no utilices ni las manos ni los pies…”, luego soltó una carcajada para terminar “eso te encantará pedazo de cerdo cabrón” y colgó. Al pensar en que tendría que rebuscar con la boca entre lo que cagase para encontrar la llave mientras Domingo y Pilar seguramente me azotaban y reían, sin poderlo evitar eyaculé. Me quedé desfallecido. El semen resbalaba por el fuste del pene al no poder salir con la fuerza requerida  por el obstáculo del candado, lo recogí con los dedos y me lo lleve a la boca mientras sonreía de gusto por la degeneración que eso suponía y por la que tendría que venir todavía mayor, desee en ese momento tener el sexo de Pilar en mi boca destilando el semen que Domingo le hubiera acabado de echar, pero eso ya llegaría.
Al cabo de los minutos el pene desfalleció y se aplacó algo la tensión en las bolsas. Tenía calor. Me acerqué a la ducha y me lavé, eso hizo que las ataduras de los testículos se aflojasen algo más. Me sentía bien ahora después de la eyaculación, sintiendo el peso del candado estirando el glande y el pene y las bolsas bien sujetas por el cordón húmedo. Mojado como estaba bajé al primer piso y en ese momento sonó el teléfono.

miércoles, 30 de enero de 2013

SUMISO Y FIEL I




Me será difícil contarlo, aunque creo que la dificultad estriba en el hastío sobre todo de ver que no siempre las cosas terminan como a uno le gustaría, aunque a fuer de sincero como uno desearía que fuesen las cosas sea algo extremo y vagamente ilógico.
Además me resulta doloroso, y sin embargo excitante, tener que recordarlo desde esta cama en la que parece que se me consume la vida sin dolor, aunque sin placer. Me sorprende incluso el saber que volvería a entregarme al vértigo loco de la extinción con tal de exprimir a esta miserable naturaleza un plus de goce al que seguramente a mi edad, cercana la senectud, no tengo derecho, por lo que tengo oído, pues la juventud a la que solo por el hecho de ser mas nueva en  el negocio de la vida, se le reservan los bocados mas dulces y en sazón, mientras que a los viejos solo nos queda la amargura del desamor y el desengaño de cualquier cercano que solo espera cerca de nosotros a que expiremos para aprovechar  lo poco que pueda ser útil. Maldita sea cualquier tipo de herencias,  que solo sirve para travestir el mayor y más cruel deseo de rapiña de desinteresada y  honesta caridad con el desvalido.
Los recuerdos son anárquicos, no se ponen en fila ordenadamente como una tropa bien adiestrada, son unos niños revoltosos a la hora del bocadillo en el patio, se amontonan a la puerta donde se les reparte el condumio. Me pasa lo mismo; cuando abrí los ojos no estaba muy claro en mi cabeza si el tener las piernas estiradas era cuestión de ensoñación que me ofrecía una tregua en mi sufrir o se trataba de la pastosa realidad de blanco y perfumado algodón otra vez. Tuve que volver a cerrarlos, la luz me hería los ojos y al hacerlo me laceraba el alma con recuerdos desagradablemente dulces. Me sentía confortable y eso me relajaba pero de alguna manera me producía ansiedad; no sufría, pero tampoco gozaba. Que la vida es una incesante sucesión de dolores y disconfores que de forma aleatoria y escasa se ven salpicados de momentos de placer, era algo a la que estaba acostumbrado y la ausencia del sufrir se me venía haciendo ya entre aquella blancura mas doloroso que otra cosa.
Debí quedarme dormido porque me despertó un dolor agudo en las nalgas, igual que una quemazón urente. Volví a abrir los ojos debido a la impresión y vi restallar un látigo en el aire, la quemazón en el trasero se transformó de alguna forma en placentera sin dejar de ser dolorosa, mi instinto aconsejaba la huida pero mi deseo era seguir siendo castigado, sometido a penitencia como pago por las migajas del placer que ansiaba.
Al poco tome conciencia de un olor extraño, una sensación que destacaba por estar tan fuera de lugar. La vejez consiste en dejar de sorprenderse por todo y a mi me sorprendía ese olor, no lo aceptaba ni lo justificaba en función de antiguas experiencias, me estimulaba a responderme de su porqué. El olor que sentía era, si no neutro, por lo menos no desagradable aunque tampoco me provocaba ninguna sensación excitante, no olía a orines o heces que me parecía que era a lo que debería oler, y sobre la piel me rozaba un tejido calido y agradable, olor a limpio y burgués. Estaba tumbado, no tirado, y la sensación era muelle, grata, aunque algo sosa, nada apasionante. Intenté mover mi brazo izquierdo pero algo le sujetaba por el codo y me irritaba. El brazo derecho estaba vendado aunque la mano quedaba libre. Debí volverme a quedar dormido o a perder el conocimiento.
Cuando abrí los ojos otra vez ya no se filtraba luz que hería los ojos por el ventanal, solo una tenue luz blanca, fría y desapasionada me iluminaba a la cabecera de manera indirecta. Recuerdos desordenados volvieron a mi cabeza. Había gente a mí alrededor, parecía ser yo el centro de atención; eran hombres y mujeres en actitud festiva, mirándome, estrafalariamente vestidos, parecían disfrutar y me derramaban por encima sus copas. Mi piel, fina y ajada por los años estaba expuesta y desnuda, como la de un San Sebastián expuesto a los dardos. El liquidó al impactar sobre mi piel me producía una sensación excitante, muy deseable. Todos llevaban mascaras, expresando gestos diferentes pero todos burlones y festivos, que se confundían con las de otros que también se inclinaban sobre mi, pero las de estos eran del mismo color todas, idénticas,  y los que las portaban estaban aburridamente uniformados y sobre mi piel desnuda, solo se derramaba un potente chorro de luz blanquísima.
Esa luz se oscureció al instante, debí perder la conciencia una vez más, y ocupó su cegador lugar una jaula sucia medio desdibujada y desenfocada, que tuvo la virtud de hacerme marear de ansiedad. Empecé a agitarme sobre el lecho en el que me encontraba tendido y a lo lejos, muy a lo lejos comenzó a sonar una alarma desagradable y neutra. El mareo se intensificó y al tiempo que entraba mucha gente acercándose en actitud amenazadora a mi entorno, volví a sumirme en un sopor pegajoso e inquieto pero sin dejar de tener presenta aquella jaula sucia con una fiera enferma dentro que antes que desear liberarse del encierro, deseaba ser sometida con mayor contundencia.
Estaba dormido, pero me daba cuenta de que lo estaba, y así mismo sabía que me manipulaban por el cuerpo lo que me resultaba agradable. Sentía varias manos sobre mi piel y me chocaba y hasta irritaba, que no fuesen más contundentes en sus maniobras; de haber sido algo más severos con las manos, siendo tantas, me habría mareado el placer, pero solo con aquellos masajes no era suficiente para mí en ese momento. De repente otra vez la luz perturbadora sobre la cara, pero en esta ocasión era capaz de abrir los ojos sin que me pareciese tener acericos en lugar de cuencas. Intenté mover los brazos e instintivamente me llevé las manos a la entrepierna, me asombró tener los genitales tan grandes y en el pene noté algo extraño, que en ese momento no supe de lo que podría tratarse, pero de inmediato hubo movimiento a mí alrededor y alguien me separó delicadamente pero con decisión los dedos de mis partes. Escuché unas palabras dirigidas a mí  quizá en tono de reproche y luego otras que se referían a otra persona; hubo algún sollozo, posiblemente acabase de morir y alguien, era incapaz de saber quien, se dolía de mi abandono de entre los vivos. No me dolía nada, lo que abonaba la idea de que estuviese muerto. Me invadió un sueño que era ahora dulce y reparador. Me dejé llevar. Efectivamente estaba muerto.
Cuando desperté, una luz tenue y perezosa se filtraba por el ventanal de la habitación, era como luz dorada de otoño, lánguida y dormilona,  almelada y polvorienta, aunque mi último recuerdo era de las flores de almendro de la finca donde fui invitado a pasar el fin de semana. Empecé a recordar ahora por fin con mayor nitidez y a medida que iba colocando cada recuerdo en su anaquel y por su orden, la nalga y la entrepierna me comenzó a doler, sentía mis genitales enormes y doloridos entre las piernas, pero era reconfortante aquel dolor sordo, continuaba con los ojos cerrados pero sabía que aquel dolor me hacia sonreír de felicidad. Me escocía el ano y me felicitaba por ello, me lo imaginaba dilatado y enorme como dispuesto a recibir el falo de una acémila, suponía que las heces me resbalarían sin obstáculo saliéndose de mi cuerpo. Escuché una voz familiar que me interrogaba doliente y reprochona del porqué.  Porqué ¿qué? me preguntaba yo para mis adentros. Abrí los ojos y vi una figura de mujer que me resultaba familiar, cerca de la cama, que me sujetaba la mano apretándola como apoyo a su inquisitiva pregunta de porqué, me sujetaba la mano entre las suyas como una forma de violencia, posiblemente no se atrevía a pegarme y lo vicariaba apretándome con fuerza. Estaba perplejo, porque no sabía a que porqué se refería. Porqué ¿Qué? no tenía idea de la respuesta, me aburría aquella forma de indagarme tan inquisitorial, así que cerré los ojos otra vez y volvió a invadirme la modorra y me aletargué.
Me despertó una mano que me rodeaba la cabeza para levantármela un poco, luego me animaba a abrir la boca para introducirme en ella algo. Abrí la boca, deseoso de ceder a esos apetitos pero la sensación desagradable de un objeto metálico cuando yo esperaba algo tierno, tenso y aterciopelado me hizo rechazarlo. Al parecer quien me levantaba la cabeza no estaba dispuesto a dejarse convencer y reinsistió. La insistencia, la voluntad de sometimiento me convenció. Me dejé llevar. Un liquido caliente me resbaló por la lengua e instintivamente tragué, era salado y agradable al gusto, me trajo recuerdos de una infancia tan lejana que no parecía haberla vivido yo, quizá no hubiese sido mía, quizás solo fue leída o escuchada, pero en cualquier caso no era desagradable y venía acompañada de otros recuerdos olorosos que me invadían de ternura y bienestar. No recordaba haber experimentado  nunca esa felicidad, aunque la realidad es que no recordaba casi nada. Después de ingerir varias cucharadas de líquido caliente y sabroso (aunque yo lo habría deseado algo más grumoso y denso)  me dejaron reposar otra vez la cabeza en una almohada mullida. Sentí una sensación reconfortante y me deje llevar del sueño una vez más.
Me despertó un cuchicheo lejano. La habitación estaba oscura, débilmente iluminada por un haz de luz macilenta que entraba por una puerta medio cerrada. Me intrigaron los susurros. Estaba bastante despierto y tenía dolorido todo el cuerpo, eché mano a mis partes y las seguí encontrando muy grandes aunque algo menos lastimadas, sentí decepción sin proponérmelo. Notaba que la presión del lecho contra mi espalda empezaba a ser molesta y las nalgas me escocían. Con el malestar generalizado se me despertaron aún mas los sentidos y agucé el oído por si podía cazar al vuelo alguna palabra, pero solo escuchaba exclamaciones ahogadas de sorpresa o escándalo y algún que otro “que locura” o bien “repugnante”, y  “que dolor”. Después silencio hasta que alguien con un timbre de voz muy penetrante exclamó pleno de indignación “en una cuneta y desnudo, molido a golpes, para haberlo matado”, que estupidez, me sonreí para mis adentros, era precisamente para ser matado como un animal de establo llevado al degüello, que tenía que haber sido mi destino elegido, deseado, como supremo final de la sumisión y fidelidad total a cualquiera que quisiera hacerme su esclavo.
El “molido a golpes”, tuvo la extraña virtud de abrir una escotilla en mi memoria por la que comenzaron a salir recuerdos más o menos hilados en tropel. Se me entremezclaban las imágenes. Una sala de audiencia, una mirada asesina y liquida, rabiosa y enrojecida me hacia estar incomodo, una conversación telefónica bastante picante y jocosa y un largo paseo en coche. Una habitación absolutamente pintada de negro con una jaula grande en medio atravesada de palos, gente saludando interesada en mi persona y otra vez la mirada perversa deseándome lo peor. Una habitación de hotel desangelada y más gente sonriéndome de manera cómplice y la siguiente imagen me sobresaltó al punto de hacer ulular otra vez la alarma anterior que volvió a congregar en torno a mi cama a una legión de intrusos pero que en esta ocasión salieron de inmediato con un “falsa alarma, habrá sido un sueño”. La imagen causante del alboroto era la de una bofetada dada sin compasión en mi cara por uno de los personajes que se encontraban en aquella casa de campo. En la cara del agresor había pintada una tenue y malévola sonrisa de satisfacción por lo que estaba haciendo y el resto de presentes reaccionaron ante el golpe con un suspiro de complacencia y festivos aplausos. La cara me escocía por el castigo pero consiguió que una sensación de vértigo se aposentase en mi estomago y como si disparase un fulminante a la vez  hiciese que mi sexo se estirase con una intensidad que no recordaba desde la adolescencia.
Un aumento de murmullo fuera de la habitación me distrajo de la evocación y sentí entonces que ésta había tenido la virtud de ponerme duro el pene. Las bolsas comenzaron a dolerme pero lejos de relajarme el sexo hicieron que su erección se intensificase. Una voz muy familiar se produjo clara. No hizo falta que pusiese demasiada atención para escuchar  “es un degenerado, eso ha sido con su consentimiento”. La voz actuó de resorte para que por la brecha abierta en mi memoria saliese otra vez la imagen de los ojos llorosos y llenos de odio que querían fulminarme  “siempre fue así, vosotros no le conocéis, si yo contara…” a continuación otra imagen que me deleitó. De alguna manera me sorprendía, pero era yo el que estaba de rodillas, desnudo de medio cuerpo para abajo lamiendo los zapatos de aquellas personas. Algunas de ellas sobre todo las mujeres levantaban el zapato exigiéndome que lamiese las suelas; si me demoraba nada más que un segundo en obedecer el que me dio la bofetada me propinaba un latigazo en el culo con una especie de fusta con varias tiras de cuero atadas a la empuñadura. Recordé, ahora sí, con toda viveza como uno de los vergajazos destinados a mis nalgas lamieron desde detrás mis bolsas lo que me hizo aullar de dolor y retirarme intentando la defensa instintiva, lo que provocó que no solo aquel hombre sino otros mas, junto a mas mujeres se aplicasen a azotarme con la consigna de que no me quejase sino que ofreciese mis partes mas sensibles voluntariamente al castigo como sacrificio agradable a ellos, mis amos, porque los esclavos nunca se duelen de los deseos de sus señores, antes bien los jalean y admiran, y de que continuase lamiendo las suelas de los zapatos de los presentes, a pesar del castigo o a causa de él. Recordaba con toda claridad que cuando me llovieron los golpes desde todas partes hiriéndome nalgas, sexo y piernas el pene se me puso a punto de estallar de excitación. Deseé lamer no solo las suelas de los zapatos sino todo lo que aquellos presentes quisieran ponerme por delante. Deseaba el castigo que tanto me hacía gozar a fuerza de dolor  más que la propia vida que pretendía perder al elevado precio del placer.
Unas personas entraron en la habitación interrumpiendo el hilo que intentaba reconstruir de lo sucedido, alguien se había dado cuenta de que estaba despierto. Mi sexo hacía bulto en la sabana que me cubría debido al recuerdo y los “que asco, que vergüenza” fueron un saludo antes que nada. “Os lo dije, es un degenerado, a saber en que está pensando”. El desprecio y la voz cercana sin disimulo alguno precipitaron toda la secuencia de acontecimientos. Ya estaba consciente, ya sabía a que se debía mi presencia en aquel hospital., de quien era la voz dura y despectiva, de quien eran esos ojos de veneno. La efervescencia de la indignación por haber sido llevando al cuidado de aquellas personas que tanto detestaba volvió a dispararme el corazón que alocadamente inició una carrera cuyo destino no podía ser mas que la detención brutal en forma de accidente cardiaco brusco. La alarma una vez más se disparó y otra vez una nube de innumerables cabezas volvió a cubrir mi cielo manipulándome sobre el tórax, luego una especie de calambre intenso y deslumbrante y luego nada, solo sueño en el que una pregunta formulada como en neón me martilleaba la cabeza, “esta no era la forma de acabar, reclamo mi derecho a elegir” y así siguió repitiéndose hasta que perdí todo sentido de orientación.

Nadie se atrevió a acabar lo iniciado, por lo que los maldigo a todos ellos. Uno a uno se fueron echando para atrás cuando vieron mi determinación; nadie cubrió mi valiente apuesta, nadie quiso hacerme tocar la gloria bañado en laceraciones y sangre permitiéndome que se me escapase la vida para que reinase el placer en mi podrido y dolorido cuerpo, nadie ejecutó el contrato firmado en la ondas aquel día en la soledad de mi cubículo, yo estaba dispuesto, yo siempre fui serio cuando tomaba una decisión, las cláusulas eran claras, torturas con el máximo dolor para rematarme al final mientras experimentaba un orgasmo de intensidad celestial. Se limitaron a tirarme en una cuneta cerca de una gasolinera casi inconsciente y sin ninguna sensación placentera en mis genitales salvo los azotes y los tirones de mis grandes bolsas firmemente amarradas, laceradas y congestionadas por el firme atado. Cuando sentí el frió de la tierra mojada bajo mi cuerpo me dispuse a morir al fin, no como yo habría deseado pero…, al menos con el recuerdo vivo de la vejaciones que como un resorte permitía que mi sexo permaneciese enhiesto y cercano a la efusión.

Nunca en mis veinticinco años de casado mi mujer había querido encender la luz. Mala suerte, destino, feliz cumplimiento inconsciente de  mis deseos. Cualquiera sabe. Pero ella quiso encender la luz.
A oscuras conocía mi cuerpo, toda mi piel centímetro a centímetro como un ciego conoce su casa, a la perfección, y algo debió notar en la entrepierna y el trasero que le llamaría la atención…, y encendió la luz con un inocente “¿a ver?”, y lanzó un grito ahogado que habría despertado a toda la casa si hubiese habido alguien, que no lo había porque hacía ya algún año que el ultimo de los hijos se emancipó para poder vivir a su antojo. Después del “a ver” y del grito, dio un salto de la cama tal que la hubieran sembrado de espinas y tapándose la boca no paraba de mirar con horror mi cuerpo.
Era cierto que la última vez fue más salvaje de lo habitual y quizá a mis acompañantes se les fue la mano en el castigo y a mi en el permiso para producirlo pero como el gusto obtenido era mucho se pasaban por alto algunos detalles insignificantes, como que los golpes devenían al fin en moratones ocasionados en el fragor de la batalla y decoraban de negro mate la piel de los glúteos y que gracias a un especial castigo ocasionado por una bella bota de alto tacón en los testículos, de placentero recuerdo, las bolsas que los contienen también exhibían un bello color violáceo. La verdad es que no acostumbro a mirarme en el espejo cuando me ducho y esos detalles del colorido de mi piel me habían pasado por alto y cuando a mi mujer le dio por los aspavientos fui raudo a mirarme lo que lejos de provocarme escándalo me procuró una erección como la que hasta ese momento no había podido provocarme los galanteos previos con mi mujer previos a la encendida de luz.
No volvió a dirigirme la palabra, ni para bien ni para mal. Se fue a una de las alcobas de los chicos y allí se quedó. Esa misma noche me trasladé a un hotel y al día siguiente alquile un estudio. Les comuniqué a mis hijos mi nueva dirección por lo de las actuaciones judiciales y notificaciones y empecé a mis sesenta años a vivir para y por el sexo. Nadie, ningún hijo, ni familiar, salvo un sobrino mío, metidito en la treintena, a quien hacia años que no veía, lo que me sorprendió, volvió a preguntar por mi salud, ni mis motivaciones.  Este sobrino, Teo me llamó ofreciéndome su apoyo para lo que fuera menester recalcando en “lo que fuera menester”. Para mis adentros le contesté que nada de lo que fuera menester para él me podría interesar a mí, salvo que alguna vez tuviera la ocurrencia de cambiarse de sexo.
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Negocié mi jubilación antes de que el juez dictase el asunto de las particiones de manera que el monto de la indemnización pude camuflarlo y poner a buen recaudo donde me rentase de forma anónima y para no tener que dar parte a mi ex y de paso que la cantidad que hubiera de pasarle por orden judicial fuese menor; ¡que se jodiese por puritana!, aunque todo sea dicho en honor a la verdad, yo salí perdiendo porque el patrimonio de ella heredado de su padre era bastante mayor de lo que se pudiera imaginar, pero no lo quería, para ella, pero sin  mí.
Obtenido tiempo para entregarme a mi obsesión, de consumir mi vida en el sexo, toda mi vida empezó a girar en torno a ese deleitoso submundo de lo que remilgadamente la buena sociedad llama parafilias. Bien es cierto que yo tenía mis devaneos estando casado. El sexo en el matrimonio como le pasa a todo bicho viviente, aunque se resistan todos a reconocerlo, se volvió enseguida aburrido y tedioso necesitando de alguna que otra experiencia excitante para poder disfrutar de lo que, era evidente, que no tenía ya como finalidad la procreación.
Fue cerca de la cuarentena cuando un amigo de la infancia, bastante golfo, eso si lo sabía yo de oídas por otros amigos comunes,  que me encontré por casualidad, me invitó a su casa a cenar un viernes, con mi mujer, que precisamente esa noche tenía una jaqueca de muerte (siempre esa jaqueca) e insistió en que fuese yo solo. A regañadientes, pues soy poco sociable, pero fui, y ese fue el comienzo de mi despeñadero, o de mi fortuna.
Con los humores del alcohol, la guasita de los recuerdos de la adolescencia, la relajación de la voluntad y la detección de una supuesta insinuación, que me sonrojó, por parte de la mujer de Jaime hizo que cuando se me propuso ver una peli guarra, aceptase sin rechistar. El resto de lo sucedido aquella noche se puede suponer  en  dimensiones superlativas desplegándoseme ante los ojos todo un universo de  goce nunca imaginado que me enganchó de inmediato. Entendí entonces algo que siempre había intuido pero nunca me atreví a razonar y desarrollar de una forma civilizada, a saber, que el sexo no era posible que solo sirviese para procrear, debía tener alguna que otra función, comprendí que esa función era en gran parte procurarse y procurar el máximo placer posible sin detenerse ante ningún valladar ni cautela previo. Se debía usar de la misma manera que un niño utiliza un juguete; dándole la función que le de la gana, que es la que mas le satisface,  independientemente de la función que los adultos le hayan asignado mediante la conformación como una cosa especifica (dos tapas de cacerola son mucho más lúdicas haciendo la función de platillos estridentes, que de tapadera de olla) Además, aquella noche iniciatica todo se filmó para goces personales posteriores.
Jaime y Rita me introdujeron en las artes, porque más que ciencia son,  de Sade y Masoc y con ellos fui poco a poco obteniendo los diferentes cinturones de maestría por el intrincado laberinto que conforman enroscándose uno en el otro, dolor y placer, descendiendo, o elevándome, según se mire, en el conocimiento de la sumisión, la esclavitud, la dominación y entrega a las conductas mas animales, perversas  y repulsivas, pero aceptadas por voluntad, para satisfacer a otro u otros y satisfacerse a si mismo y de esa manera encontrar el máximo placer que se atesora en las sentinas mas hondas del espíritu humano y que solo son capaces de aflorar a la superficie los demás a palos, latigazos, oscuridad o reclusión en sucias y frías mazmorras sometido a hambre y a vejación constante. El sometimiento a mazmorra, autentico deleite de sufrimiento, nunca pude llevarlo a cabo más de dos días; un fin de semana, y eso engatusando a mi mujer con diferentes engaños que eran siempre respaldados por Jaime y Rita que se beneficiaban  de mi deseo. Aquel fin de semana en que me pegaron tanto y disfrute como un poseso poniéndome de verdugones todo el culo negro fue debido a que mis amigos invitaron a una pareja joven y deseosa de emociones fuertes que no tuvieron excesivo cuidado y pegaban duro, aunque yo lo disfruté, todo hay que decirlo.

El estudio al que me mudé pronto se me quedó pequeño porque yo ansiaba poder celebrar fiestas a mi antojo, también con gente nueva y tuve que comprar un pequeño chalé aislado en el campo, donde los alaridos de dolor y los gemidos de placer no se escuchasen y así poder sentir mejor la orfandad y desesperación que se siente ante el verdugo que se ensaña contigo sabiendo que nadie podrá venir en tu ayuda.  Saberse a merced de quien te castiga te hace alcanzar la cima del placer. Allí  podría  entregarme a todo lo aprendido a lo largo de los años y que nunca pude ejercer como me habría gustado por el obstáculo de mi mujer.
Tenía el chalé una planta baja y un primer piso con dos habitaciones y un baño. También un semisótano que recibía luz de unos ventanales que se abrían en la parte más alta de las paredes y daban a la habitación un aire como de calabozo o mazmorra. Tenía tiempo y dinero por lo que me apliqué a derribar los tabiques del piso de arriba, incluso los tabiques del baño y dejarlo diáfano.  Efectuaba estos trabajos, desnudo como un Hércules, héroe divino con mis perforaciones genitales perfectamente ocupadas y las ataduras testiculares firmes, para sentir la  pertenencia, la sujeción a esclavitud. Era excitante el sudoroso trabajo destructivo sintiendo una erección salvaje con el glande perforado por una gruesa anilla. Muchas veces se me imponía la suspensión de la labor para masturbarme en aquel escenario de  escombros regando los mismos con mi semen que después lamía directamente de  donde caía el oloroso y grumoso licor, en un acto de narcisismo sin limite lo que alimentaba aún más el ansía de ser sometido a férula con la complicidad de los espectadores, que jaleaban gozosamente los castigos del amo de turno.
Quité la bañera y dejé el sumidero a ras de suelo preocupándome de la impermeabilización, no quería goteras en el piso de abajo, pues seguramente después de alguna de las sesiones que pensaba montar tendría que baldear. Le tapié las ventanas por dentro, lo insonoricé todo con corcho blanco espeso y le puse suelo de linóleo negro. Le pinté paredes y techo así mismo de negro humo. Cerrada la puerta que al final de la escalera daba a la habitación así ahora definida, todo el gran espacio creado se sumía en la más absoluta oscuridad con las piezas sanitarias en uno de los extremos hundidas también en la negrura. Las luces las dispuse para que cuando se encendieran fueran  indirectas y solo permitieran la penumbra. He de confesar que lo mismo que demoliendo me entregaba a fantasías de castigo, reconstruyendo la habitación me entregué a otras fantasías, esta vez de oscuridad y desnudez total en grupo  y a  flagelación con una disciplina de cuerda que yo me había fabricado hasta obtener el orgasmo por el castigo viendo la sangre saltarse a consecuencia de los vergajazos. A veces excitado por el dolor llegaba a tener orgasmos sin tan siquiera tocarme el sexo, solo pensando en lo que sería aquello en unas semanas cuando fuésemos varias las personas que unidas por el mismo prurito no entregásemos sin freno a nuestras fantasías y depravaciones. Me propuse en ese momento que todo aquel que quisiera entrar en aquel santuario lo haría con todas las consecuencias y sin ropa ninguna, fuese macho o hembra, o no entraría.
El sótano lo pensé de otra manera. Lo deje desnudo de todo mobiliario con un suelo de cemento basto con un sumidero en el centro para poder baldearlo. Por detrás de este desagüe surgía una especie de altar estrecho con la anchura de un cuerpo y el largo de un tronco humano. Las paredes revocadas de cemento sin fratasar con argollas de acero recibidas a la pared a diferentes alturas para poder encadenar en ellas a aquellas personas que llevadas de su fantasía de esclavitud quisiesen ser humilladas por mi mismo o  mis amistades mediante el encadenamiento para ser castigadas con torturas como azotes o marcadas al fuego como signo de pertenencia a alguien que desde ese momento fuese su amo y dueño.
La planta baja era de distribución normal como un apartamento para dos personas al que pudiera acceder cualquiera que no tuviese mis mismas aficiones sexuales sin escandalizarse ni tildarme de loco peligroso o algo peor.

Era la primera vez que me dirigía la palabra en años. Reconocía los ojos inyectados de asco y de ira con que me  obsequió la noche en que me descubrió mis tatuajes del castigo. Se quedó junto a la cama con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y los labios apretados. Con un ligero movimiento de cabeza expulsó al resto de acompañantes hasta quedarse a solas conmigo. Me insultó con autentica saña; en sus palabras estaba el deseo de abofetearme. Me reprochó el uso que hacía de mi vida y la vergüenza y el horror al que había tenido la mala idea de someter a nuestros hijos. Luego volvió a permanecer en silencio con la cara de cera y los ojos de muerte intentando atravesarme con ellos y que muriese de una vez. Yo la miraba sin apasionamiento. Me daba igual. Me habría gustado decirle que era el perro fiel de una pareja de chicos en la treintena, mis amos, con los que pasaba algunas semanas al año  absolutamente feliz durmiendo a los pies de su cama con mi collar al cuello, desnudo sobre una manta. Totalmente sumiso y entregado y fiel, pero no lo habría entendido. Querer ser por un tiempo perro y sentirse seguro porque se tiene dueño queriendo todo lo que quiere el dueño y sometiéndose en lo que no se quiere o no gusta porque el te lo ordena y encontrando placer en ello. Se habría muerto si se hubiese enterado que a mis amos lo que mas les excitaba era que yo le lamiese el sexo a ella mientras el me penetraba lentamente y gozaba realmente al hacerlo. Cuando estaban de buen humor me dejaban hasta que me masturbase delante de sus amistades mientras me insultaban por guarro y por perro. Mientras pensaba en todo ello sonreía y eso le ponía aún más frenética. Me recordó que no me merecía el haber pasado a mi lado los últimos diez días que estuve a la muerte después de encontrarme tirado en un charco, que debería caérseme la cara de vergüenza, aunque solo fuese porque mis hijos habían estado en mi chalé y habían descubierto cómo había organizado mi degeneración. Pensé que a mis sesenta y nueve años como podía pensar ella con sesenta y siete que a mi me podían dar vergüenza cosas que había hecho a conciencia sobre todo después de estar nueve años separados legalmente.
Entorné lo ojos y le dije con mucha parsimonia que no la necesitaba allí, que se largase con los escandalizados de sus hijos y sus cónyuges y me dejase a mí con lo que me quedaba de feliz  e inútil vida. A nadie había dañado y no me avergonzaba de nada. Se encendió de cólera, apretó aún más los labios y salió de la habitación. Pensé en la dulzura con que mis amos me trataban dándome las sobras de su comida o permitiéndome olerle sus entrepiernas y anos, a veces me dejaban hasta lamerles los genitales por debajo de la mesa cuando estaban comiendo. Domingo algunas veces también, permitía una vez llegado al orgasmo dentro de Pilar que lamiese su semen mientras salía  resbalando por la vagina de su mujer y me acariciaba al hacerlo como se puede acariciar al perro fiel al que se tiene cariño. Pilar se estremecía de placer. Nunca habría podido llegar a este grado de familiaridad con mi mujer que jamás me dejó hacerla alcanzar a ella el orgasmo con la boca una vez yo me hube vaciado dentro.