jueves, 29 de diciembre de 2022

EQUIVOCO

 - ¿Podrás tragartela entera?
- Tío, si no me entra entera con mi carrera, me retiro.
Bruno tomó la cabeza de Raúl entre sus manos y profundizó en la boca del chico. Raúl miraba hacia arriba, a la cara de Bruno en signo de sumisión total empezando a lacrimear al tiempo que cohibia la primera náusea sin atreverse a una maniobra evasiva y al contrario, empujó hasta que penetró en su garganta el último centímetro de polla y sus labios besaron la suave y peluda piel del escroto. Aguantó unas cuantas arcadas más hasta que le desbordó el vómito por boca y nariz pero sin renunciar al deseado bocado duro y caliente.

Cuando Raúl vio a Bruno entrar a la finlandesa no se lo podía creer. Él, desde el oscuro rincón en el que sudaba y manoseaba su sexo le veía perfectamente aunque Bruno recién entrado a la calurosa  penumbra no pudo ver a Raúl.
Bruno era un cuarentón bien conservado, nada de definición muscular pero bien formado. Algo de barriga, aunque por debajo de la misma, tras la toalla se adivinaba un bulto apreciable.
Raúl un twink algo descarado, aunque sin mala intención sintió endurecerse y apostó porque Bruno se sentase cerca de él. El chico se sacó la toalla de la cintura dejando saltar su juguete ansioso de ser domado y con la tela de rizo marrón hizo una especie de sudario de cabeza. Bruno acomodó su vista a la penumbra de la sauna y divisó en la otra esquina alguien con la cabeza velada, como si una monja de clausura se hubiese despistado, pero que exhibía un precioso trofeo enhiesto y de cabeza brillante. Se levantó de su rincón, se quitó la toalla también y enseñó orgulloso sus veinte centímetros de poder escoltados por una bolsa peluda de auténtico oro blanco. Sentado al lado del chico, no se anduvo en premiosidades, alargó la mano y sin ningún tipo de vacilación comprobó la dureza que ofrecía Raúl. 
Al chaval no le hizo falta más, se lanzó al regazo de Bruno a consumir sexo con su boca.
- No vayas tan deprisa que me vengo enseguida.
Raúl se levantó y fue directo a la boca de Bruno. Las lenguas en choque, la mezcla de salivas y el deseo mutuo hizo lo demás.
- Follame la garganta tío, tu rabo me cabe entero en la boca y tu leche tiene que ser dulce y grumosa.
Sin esperar al consentimiento una vez más Raúl se zambulló en el regazo de Bruno que sin poder remediarlo le entregó todo lo que llevaba dentro al chaval.
- ¿Te lo has tragado?
- Todo. ¿Tienes fuerza para el culo? Me encantaría que me lo comieses y luego entrases a saco.
- Vamos a tomar algo al bar y luego vamos a una cabina. Además, aquí ya hace mucho bochorno.
Salió primero Raúl y Bruno detrás colocándose la toalla a modo de taparrabos. Al caminar tras Raúl de repente se detuvo.
- Espera chaval.
Raúl se detuvo se volvió con una sonrisa cómplice y Bruno le estrechó en un abrazo potente cubriéndole de besos.
- ¡Joder, tío!
- ¿Porqué no me llamás Bruno?
 Le echó el brazo por los hombros y Raúl le rodeó la cintura y así muy despacio y charlando muy bajito llegaron al bar.
- Un cervezón para mí y para este modelazo..., ¿que tomas?
- Refresco de limón sin azúcar.
Sin terminar sus bebidas Bruno se acercó al oído de Raúl susurrando su deseo de follarle allí mismo y mordisqueandole la oreja. Raúl se estremecía de placer e intentaba meter la mano por dentro de la toalla a Bruno.
- Venga, vamos a una cabina Bruno.
En la cabina Raúl se transfiguró cuando Bruno le entró de todas las formas posibles hasta terminar por preñarle.
- ¿Te has dado cuenta de la hora que es Raúl?
- Si, tío es tarde. Se me ha pasado el tiempo en un suspiro, pero es que follas como nadie. He tocado el paraíso. Tenemos que repetir más veces 
- Seguro, Raúl, seguro. Te voy a acompañar a tu casa, es demasiado tarde por este barrio a estas horas.
- Si y a mi madre que le digo.
- De tu madre me ocupo yo, descuida.

- ¿Aún no te han dado llaves de tu casa?
- Aún no. Dice mi madre que con mi edad y hasta que no vuelva mi padre, nada.
La puerta de la casa se abrió y allí estaban Bruno y Raúl delante de una mujer visiblemente irritada.
- Que horas son estas Raúl.
- No te sulfures cuñada. Me he encontrado a mi sobrino y hemos estado dando una vuelta, ¿verdad, campeón?
- ¿Habéis cenado, al menos?
- Que va, cuñada, veníamos a que nos dieras algo. Y de mi hermano ¿que se sabe? 
- Ya ves la faena, en la fuerza de interposición, me tiene en vilo y hasta dentro de tres meses no les sustituyen los canadienses. A las horas que son, ya te quedarás a dormir, digo yo, mañana es sábado.
- Si mamá, que se quede y así seguimos hablando de nuestras cosas, ¿verdad, tío?
- Por supuesto, sobrino, tenemos mucha tela que cortar.
- Si, Bruno a ver si me le haces un hombre que no se yo este niño.
- Un hombre completo, cuñada.
- Venga a cenar.

domingo, 11 de diciembre de 2022

DESTINO

 

 

Es difícil condensar en un millón de palabras lo que sería imposible explicar si no fuese con una  mirada. Pero me siento obligado y además siento que se me acaba el tiempo, me deterioro y para colmo ya no veo la muerte como algo insoportable, antes bien algo que me liberará de una vida espesa, lenta y monótona que llevo sin él.
Pero antes he de poner mi vida en perspectiva.
Creo que mi tendencia homo viene de lejos. Fueron los cinco años cumplidos los que pulsaron algún botón en mi cabeza o en mi minúscula pilila de crio, pero el caso es que aquel niño de ojos intensamente turquesas y rizos de oro, piel blanca y gesto de mala leche siempre, me cautivó y quise tocarle, me atraía su zona pudenda. Me empujó, maldita la gracia que le hizo y yo desarrolle una conciencia de crimen que aún me encoje el corazón. Intentando tocar a aquel niño supe en ese instante que eso estaba mal y la responsabilidad me abrumaba y me obsesionaba. Por no saber, era un crío, no sabía que se trataba de sexo. Además ese acto provocó en el resto de los compañeros rechazo y burla, aislamiento y soledad. Yo no sabía que pasaba pero me hizo sentir diferente a los demás.
Recuerdo que aquello sucedió inmediatamente antes de las vacaciones de Navidad. Aquellas vacaciones y recuerdo mis sensaciones, no el decurso temporal, pues era día si día también terror a que de un momento a otro apareciese en mi casa alguien acusandome de aquello que hice y provocando en mi madre una furibunda reacción. Recuerdo la sensación de alivio cuando pasó Reyes y volví al colegio sin que nadie hubiese venido a meterme en la cárcel. Lo que más temía era la reacción de mi madre, pero no por lo que pudiera hacerme sino por el disgusto que ella pudiera llevarse.
Creo recordar que hasta los nueve años mi vida transcurrió sin especiales sobresaltos. Si recuerdo un episodio en el que yo encontraba un extraño placer en hacer pis en un vaso sin bajar de la cama. Dormía en una litera en la que mi hermano ocupaba la cama de arriba. Yo tendría seis o siete años y me levantaba temprano iba a la cocina cogía un vaso y volvía a la cama donde orinaba y me fascinaba vaciandome dentro del vaso viéndole llenarse del líquido ambarino. Me gustaba la repugnancia que sentía ante su olor e incluso llegué a probarlo. No sé hasta donde habría llegado si mi madre no me hubiera cogido un día cuando más placer estaba obteniendo acariciándome el ano mientras orinaba en el vaso. Por supuesto, fue la última vez que me atreví a hacerlo, no se me habría ocurrido después del escándalo que montó mi madre cuando lo descubrió.
Y nos mudamos. Mi padre era un constructor de fortuna y nos hizo un palacio. Piscina, cancha de deportes, huerta, vestuarios para piscina y deportes y mucho, mucho jardín. Y cambio de colegio.
Un colegio de campanillas, laico, ya entonces de fama y ahora hoy día, inalcanzable. La zona de ensanche de la capital con casas todas buenas, generalmente como nosotros, nuevos ricos, tenía aún muchos solares.
Había colegio por la tarde y en meses cortos yo volvía a casa de noche. Me atraían los solares oscuros donde quizá hubiese alguien agazapado para raptar y hacer quizá algo estremecedora mente excitante a quien se atreviera a meterse allí. Y yo entraba en todos los que podía esperando ser asaltado y obligado a hacer cosas fascinantes y horribles. Una vez allí, en medio de la oscuridad solo disipada por algún rayo de luz fugaz de algún coche que pasaba, me desnudaba por completo e intentaba exponerme a la luz por si alguien veía un niño desnudo en medio de la noche y quería tocarle o quizá algo peor. En esas ensoñaciones me masturbaba furiosamente y cuando sentía el orgasmo más remunerador corría hacia el montón de ropa y me vestía apresuradamente para volar a mi casa, donde entraba con cara de ángel travieso. Ese verano, a cuyo fin, cumpliría los diez años, me excitaba tumbarme desnudo en la cama, simulando el sueño para que mi hermano mayor, de diecisiete años, me viese, y quizá se excitase y quisiera usarme como ni me imaginaba que un hombre pudiera usar a un chaval. Nunca se interesó por mi. Siempre lo lamenté.
A pesar de todo yo era muy inocentón. De sexo, ni idea. En realidad aquellas aventuras postcolegiales nocturnas que tanto me excitaban yo no sabía que iban de sexo. Sabía que iban de que la sensación de que se me ponía insobornablemente dura era cautivadora y deseaba mucho más, pero no sabía que era eso más que tanto deseaba. Por eso, cuando escuchaba a los mayores, los de doce o trece años hablar de que se metían en tal o cual sitio y no se la sacaban, supe que ese trozo de carne tan duro debería tener acomodo y destino en una chica que efectivamente, como yo ya había visto en mi hermana pequeña de cuatro años, no tenía pirula como yo. Y ahí empezó mi calvario.
Una tórrida tarde de agosto. Un columpio de jardín asombrado por dos robustos castaños de indias, el pequeño estanque de los peces de colores flanqueado por verbena llena de florecillas de color. El cantiñeo del agua jugueteando con la superficie del estanque. Todo invitaba a la molicie. Mi hermana de cuatro años en braguitas y yo con un pantalón de deporte. A la sombra de los árboles compartiendo la colchoneta del balancín y rozandonos las sudorosas pieles, sentí mi entrepierna gritarme sin consuelo que necesitaba alivio. El roce con mi hermana me mareaba, hoy se que de lujuria, así que dije a mi hermanita que me acompañase hasta los vestuarios que le iba a enseñar un juego.
En los vestuarios bajé las bragas a mi hermana y me sorprendió que no hubiera nada entre las piernas, se las separé un poco y tenía una especie de pequeña hendidura. No tenía ni idea de lo que hacer. Yo no me había ni bajado el pantalón cuando apareció en la puerta mi madre. Si, mi hermana cuando intenté profundizar en esa rara hendidura (¿por donde mearía?) gritó con ese pito agudo que tenía e hizo intención de irse y yo se lo impedía lo que hizo que volviera a gritar y en eso, mi madre.
Aún hoy, décadas después, sigo sin entender aquel grito de viuda bíblica, "hija mía, ¡con lo que duele!" Lo repetía una vez y otra. Me di cuenta entonces que lo que había hecho era peor de lo que yo había imaginado. 
Aquel "ya verás cuando venga tu padre" me hizo temer lo peor. Me confinó en mi dormitorio. Estuve toda la tarde esperando la bronca y el castigo, hasta que me rindió el sueño. Cuando llegó a dormir mi hermano mayor, me desperté, pero me hice el dormido, vestido como estaba sobre la cama sin destapar. Cuando se acostó y apagó la luz, me desnudé y me metí en la cama. Lloré. No sabía porqué mi padre no había venido a regañarme, yo le había oído llegar a casa y hablar.
Al día siguiente bajé a desayunar, nadie me habló, mi padre no estaba. En cuanto acabé mi madre fría como un polo de fresa me mandó otra vez a mi dormitorio.
Serían las once de la mañana, quizá más tarde. Escuché como mi padre metía el coche en el garaje y entraba a casa. Esperé que entrase en mi cuarto de un momento a otro. Y nada. Pasaban los minutos y me tranquilicé. Oí subir la escalera a mi padre y me dije "ya", pero no, se fue a su dormitorio y volvió a bajar. Pensé que me dejarían arrestado en mi cuarto unos días y se acabó. Lo acepté, aunque no entendía porqué tanto castigo por hacer..., qué. De repente el chirrido del primer escalón me alertó. Y de lejos escuché como al pie de la escalera mi madre hablaba algo a mi padre. Y mi padre decía "no". Los pasos se hacían cada vez más cercanos. Chirrió el primer escalón, luego el tercero y finalmente chirrió el penúltimo. Ya estaba allí.
Agosto. Por la mañana y calor, en esa latitud mucho calor. No me fijé que llevaba en la mano. Se acercó a la ventana, la persiana, de lamas de madera hizo un sonido atemorizador cuando la bajo de golpe cerró las hojas de las ventana con violencia, encendió la luz y cerró la puerta. Actuaba como si yo no estuviese en la habitación. Mastiqué la ira que traía. Y entonces vi lo que llevaba en la mano. Una manguera de caucho, listrada, nunca se me olvidará, marca Pirelli. Y por dentro se apreciaba que estaba rellena de una goma de las que se usan para el gas butano. Hoy puedo decir que aquel cruel vergajo mediría unos cuarenta o cuarenta y cinco centímetros de largo. De ahí en adelante no sé si aquella paliza duro diez segundos, diez minutos o toda una vida. Mi padre decía: "para que aprendas" una y otra vez, con cada golpe y yo intentaba zafarme de su garra que sujetaba mi brazo golpeando donde podía mientras lloraba, llamaba a mi madre y decía: "papá, ya voy a ser bueno" una y otra vez.
Cuando se fue quedé tirado en el suelo y no recuerdo cómo llegué a mi cama ni como me puse el pantalón corto del pijama.
Pasado el tiempo llegué a la conclusión de que me desmayé, bien por la paliza o por el síncope vaso-vagal del llanto que no terminaba de romper o una combinación de los dos. La sorpresa por la agresión que yo no entendía a que correspondía a mi trasgresión y la decepción por ser mi padre en quien confiaba a ojos cerrados y que se revolvía contra mi, sin saber si su intención era matarme o infringirme el mayor dolor posible.
Era de noche ya, la ventana tenía la persiana levantada otra vez y no entraba luz. Sentí que se abría la puerta y empecé a mearme, pero conseguí cohibirlo al ver entrar a Beni. Beni era la chica interna que teníamos. Era una asturiana, joven, dulce y feucha, pero muy buena.
Me traía algo de cenar, no recuerdo qué. Intenté levantarme pero no pude. No podía moverme sin provocarme fuertes dolores. Beni se sentó en mi cama y me dio algo pero no pude comer. Me acariciaba y me decía palabras de consuelo. Pregunté por mi madre pero me dijo que no podía subir. Ya no recuerdo si llegué a llorar o no. Más adelante sucedieron muchas cosas, pero yo ya había desistido de llorar, mi padre me había a demostrado que no tenía ninguna utilidad.
No soy capaz de saber cuántos días permanecí en mi dormitorio sin poderme mover, al menos tres, en que la buena de Beni me subía la comida y me daba una palabra de aliento y me demostraba una sonrisa de empatía. No sé si mientras dormía mi madre entraba a verme, no se. Quiero creer que si. Se que entraba mi hermano mayor a dormir. Nunca me dijo nada, ni siquiera para insultarme. Durante esos días me juré que me iría de aquella casa, de aquella familia, que ya no era la mía, me agredía y además los sucesivos acontecimientos me demostraron que no me querían en su seno. Y lo acepté. No sabía lo acertado que estaba en lo de irme de allí.
Ya digo. No se el tiempo que estuve en aquella casa, que hoy ya sé que se convirtió en una casa cruel de acogida. 
Un día, quizá al día siguiente, quizá una semana después Beni entró en mi cuarto y me dijo que bajase al comedor que tenía que comer con la familia. Bajé absolutamente hundido, abatido, sumido en una vergüenza insuperable, no por lo que hice con mi hermana sino por la paliza a la que según todos fui acreedor; nadie me dijo nada, me senté en mi sitio, me sirvieron y comí. Mi hermana mayor tuvo un comentario sarcástico de tinte sexo-afectivo en relación a lo sucedido y mi madre cortó de raíz. Me volví al cuarto y mi madre me dijo que me fuera a jugar al jardín. Me sentí muy aliviado. Creía que el tornado había pasado y me relajé.
Dos días después mi madre entró temprano en el dormitorio y me dijo que me vistiese para salir a la calle. Me entró pánico. Llegué a pensar que me echaban de casa. Eso por un lado me descompuso la tripa y por otro lado me sentí aliviado de perder de vista a todos, madre incluida; me había abandonado en mi desgracia, las madres de los criminales más abyectos siempre encuentran una excusa a su hijo, la mía no, al menos a mí nunca me lo dijo y vivió ochenta y cinco años más. 
Llegamos finalmente a un sitio raro al que entramos por una puerta pequeña. Aquello era una nave enorme, llena de cajas y un hombre que recibió a mi padre con un apretón de manos empezó a abrir cajas, preguntándome a mi madre por tallas y números de pié y sacando ropa y zapatos y deportivas de todo tipo. Me probaron una americana azul marino con los botones dorados, me encantó, me sentí mayor y salimos de allí con un montón de cajas de ropa. Mi madre al día siguiente se líó a marcar toda la ropa con unas siglas: PIE102 y entonces me atreví a preguntar. Me respondió mi madre que como veían que mi comportamiento no era bueno me mandaban a un colegio interno donde me enseñarían. No me dijo más. Ni qué tipo de colegio, ni si estaba cerca o lejos, ni si me quedaría a comer o no.
A primeros de septiembre me dijo mi madre que al día siguiente, que era domingo me vistiese con la ropa nueva que me llevaban al colegio. No me dieron más información.
Al día siguiente montaron en el coche una enorme maleta, se montaron ellos, me monté yo y salimos..., a carretera y al cabo de como hora y media llegamos a una ciudad monumental de la que nos volvimos a alejar para llegar al poco a una enormisima explanada coronada por un roquedal sobre el que se elevaba un castillo con su torre del homenaje sus almenas sus troneras, como de tres pisos. Ese era mi colegio. Más tarde me enteré que era el castillo de San Servando.
Yo aún no había cumplido los diez años y aquella mole de piedra me abrumó. Me dejaron en la puerta junto con la maleta; salió un conseje al que mi padre dió cien pesetas para que me las administrase y mi padre me dijo que se iban, que yo me quedaba allí, que me portarse bien, que no se enterase él que tenían quejas de mi comportamiento porque volvería y me iba a enterar yo de quién era él. Si tenía alguna duda de si debía o no odiarle se me disipó. Aquel señor me explicaría donde dormiría, cuando comería y me presentaría a quienes iban a ser mi compañeros.
No recuerdo si me besaron o no. Si recuerdo que quería que se fueran y me dejaran en paz. Vi su Renault Gordini alejarse y respiré. Al fin era libre, en aquella cárcel, si, pero no volvería a ver a ninguno. Esperaba que se olvidasen de mi y no volvieran nunca, ya vería yo como vivaqueaba por allí.
El conserje me cogió la maleta y escaleras arriba llegamos a un salón enorme dividido en boxes de cuatro literas cada uno e iluminada toda la sala por globos que colgaban del alto techo. Al fondo del salón una puerta daba a unos aseos con lavabos y cabinas con puerta y cerrojillo de inodoro abiertas por arriba y con puertas que no llegaban al suelo. En un lateral unas puertas francesas daban a las duchas, ocho alcachofas en una sala corrida.
Me indicaron cual era mi cama y mi taquilla, coloqué la ropa como dios me dio a entender, hice la cama como creía que debía hacerse, nunca había hecho una cama en mi vida. Para mi lo natural es que hubiera servicio en la casa que se ocupaba de esas cosas.
Y empezaron a llegar alumnos.
Yo estaba paralizado. Llegué para estudiar segundo de bachillerato, es decir que era el nuevo. Todos habían hecho primero y ya se conocían. Y empezó lo que en aquel entonces aún no se sabía que era el bullyng.
Sabía que antes o después me pegarían o se burlarían de mi, pero fueron pasando los días y las piezas del puzzle fueron acomodándose, cada uno se fue adscribiendo a su grupo y yo seguía solo y no me iba mal, no necesitaba a nadie, como en toda mi vida, a nadie, aunque lo necesite no lo reconozco y salgo adelante solo. Y duele, lo que no sabía era cuanto iba a doler.
A los quince días de llegar un compañero de clase de trece años, bastante mayor que yo, por la tarde al entrar de la esplanada donde jugábamos o sencillamente hacíamos nada, y dirigirme al dormitorio me echó el brazo por el cuello y me dijo que le acompañara que me iba a enseñar algo. Me resistí más porque viese que no estaba de acuerdo que por presentar batalla, estába pérdida. Me sacaba tres años y la cabeza y pesaría como veinticinco kilos más que yo.
Me llevo a unos retretes que se usaban sobre todo por la mañana, porque estaban en el paso al comedor, pero a las cinco de la tarde no había justificación para tener que utilizarlos. Estos retretes se ventilaban mediante una ventana grande que daba al patio donde cada día formábamos para izar o arriar la bandera y cantar el himno. En ese patio no se podía permanecer, nos tenían dicho, pero siempre había allí alguien, bien dando patadas a un balón o fumando a escondidas o contándose confidencias.
Aquel día, como siempre había alguien y cuando me vieron salir de la cabina del retrete con aquel repulsivo mayor, Felipe, grabado a sangre y fuego en mi alma, se me colgó la etiqueta. Fue para siempre. Como el nombre de aquel indeseable se me quedó indeleble el olor agrio y dulzón de su pene cuando, amenazante, se lo sacó y me empujó hasta arrodillarme. El resto fueron arcadas y mucha pena, sensación de indefensión absoluta y vergüenza. No tenía fuerzas ni para llorar. Me habría aliviado hacerlo, pero no podía. Amenacé con denunciar lo que me había obligado a hacer pero el temor a la represalia de aquel abusón me paralizó. Me quise convencer de que ocurrió aquella vez y ya, pero en lo más hondo de mi ser temía que volviese a suceder y para colmo estar señalado ya para siempre con una palabra que aún no conocía y denigrado en cualquier situación y manera. Eso me aisló. Llegué a sentirme cómodo permaneciendo solo a todas horas o como mucho jugando al ajedrez con algún otro raro como yo. Al mes, quizá dos meses, no sé cuándo ya había olvidado que tenía familia, es cierto, los olvidé y eso me hacía feliz y un domingo como todos estaba jugando en la sala de juegos con alguien cuando el conserje vino a avisarme que mis padres estaban en conserjería, esperando, que habían venido a verme. Se me aceleró el corazón y me fastidió de verdad. Le contesté que les dijese que se fueran que no podía ir a verlos en ese momento. El conserje me cogió por la oreja y me levantó de la silla recriminando mi desapego. Bajé, serio, esperando algún castigo, sin ganas, y preguntándome, que es lo que querrían de mi. Nunca di por hecho que pudieran quererme, estaba claro que sí me habían echado de su lado era porque les desagradaba. ¿Cómo iban a quererme? de mi padre me daba igual que me quisiera o no, pero de mi madre, me dolía que no me hubiera dado ni una palabra de consuelo, ni un beso, nada.
Les salude con un beso que no pretendía ser frío, yo no tenía maldad en ese momento de mi vida como para mandar esa señal de desprecio. Me salió así porque era lo que me salía del alma. Me llevaron a comer y luego me devolvieron al colegio, lo que agradecí inmensamente. Hablé poco, lo que me preguntaban y con frases cortas. La verdad es que estaba muy cortado, me sentía fuera de lugar. Era como comer con dos extraños. No se me pasó por la cabeza decirles lo que me habían obligado a hacer. Si por nada, me medio mata mi padre, por chupar el pene a otro me despelleja. Todo lo que túviera que ver con los genitales sería motivo de repulsa, debería ser secreto. Y así se enquistó aquello. Empecé a vivir dos vidas, la mía y la del chico al que cualquiera podía llevarse a un excusado y usarlo como mejor le pareciese. Poco a poco fui aprendiendo a, primero a tolerar los abusos luego a aprender a saborearlos y finalmente a disfrutarlos al punto de buscar activamente a compañeros de lujuria. Algo que ahora en la distancia no entiendo aunque justifica el porque una práctica tan bizarra del sexo, tanto con unas como con otros. 
Ya tenía diez años. Cuando un mayor de diecisiete, pelirrojo, muy delgado, simpatico y con la cara llena granos me echó el brazo por el hombro y me dijo que le acompañara al dormitorio, me sentí importante. Además me intrigaba averiguar si me cabría su cacharro en la boca. Pero no, no fue eso lo que sucedió.
Me llevó al único retrete que desde ese segundo piso se veía la ciudad en la otra orilla de aquel gran río, sobre el que solíamos competir por ver qué avión de papel era capaz de llegar desde el colegio hasta la otra orilla.
Pues allí estábamos. Me senté en el tabloncillo del inodoro de frente a Riquelme. Si, se llamaba Riquelme de apellido. E intenté desabrocharle el pantalón mientras le decía muy bajito que me avisase cuando le saliese "eso" ¡Que confundido estaba! 
Me cogió por los hombros, me puso de pie, me desabrochó el pantalón y me lo bajó junto con los calzoncillos y me dió la vuelta. La ciudad estaba magnífica. Sentí como Riquelme me humedecía el ano y después de verle el grosor de lo que tenía, pensé que aquello iba a ser imposible. Quise volverme pero me sujetó con violencia cara a la ventana y me apuntó con su miembro al ano. Fue una puñalada, creí morir. Imaginé que las tripas iban a salirse por el culo y ante la imposibilidad de conseguirlo a la primera supuse que desistiría. Pero no. Volvió a la carga, una y otra vez hasta que me sentí reventar. Él tenía una mano sobre mi boca y la otra me apretaba el pecho contra su cuerpo. Sentí que algo húmedo me resbalaba por los muslos. Debía ser sangre, pensé y mientras él se subía el pantalón y se abrochaba el cinturón para marcharse me eché la mano y me la miré. Si, había sangre, algo, pero mezclada con eso que echaban los mayores. Me senté, ya a solas en la taza, y me toqué el ano. Estaba gordo y dilatado y cuando saque la mano estaba teñida de rojo con semen. Lo olí y no me disgustó, pensé en acercar la lengua pero no me atreví. Tenía el culo dolorido y mi lampiño pene muy tieso. Intentaba apretar el ano y me despertaba más dolor pero curiosamente sentía un gran placer en hacerlo al hincharseme el capullo. Intenté retraer el pellejo pero tensaba mucho y me horrorizaba que se fuese a romper. Muy despacio comencé a frotarme y me gustaba en combinación con ese dolor tan especial que sentía en el ano. Cerré los ojos y rememoré el momento en que Riquelme me penetraba abruptamente y el dolor que sentí. Me llevé la mano al ano insinuando un dedo dentro por pura intuición. El placer que me produjo en el pene se multiplicó y aumentaba. Froté más deprisa y me faltaba el aire pero el placer me mareaba. Seguí y seguí profundizando al tiempo todo lo que podía, pero ahora con dos dedos y se produjo la explosión caleidoscópica. Increíble del todo el placer. Cuando recobré el aliento me miré los dedos del ano, estaban manchados de sangre y mierda. Lo olí y la sensación de deseo y repulsión me sorprendió, para de inmediato pensar en cómo sería la siguiente deposición, con sangre, sin ella, muy dolorosa, imposible. Me asusté pero preferí esperar a ver qué pasaba. Me decepcionó que tuviera la mano que sujetaba el pene limpia. Una vez más no había echado nada, como lo echaban los mayores. Pensé en Riquelme y me pregunté cuando volvería a tomarme del hombro y llevarme a un sitio apartado. Volví a pensar en Felipe y me preguntaba si alguna vez me daría la vuelta como lo hizo Riquelme.
No sé si fue antes o después de las vacaciones de Navidad, eso da igual. Cuando aquel chico feo, desagradable, alto y desgarbado, pelirrojo también, Roldán, me llevó al mismo retrete que me llevo Felipe la primera vez, sentí vértigo. No quería, pero me excitaba que fuese a abusarme, quizá me diese la vuelta, pero no fue así. Solo me bajó los pantalones, yo estaba ya muy duro, pero no me bajo el calzoncillo. Se sacó su pene largo, me lo puso entre los muslos y me abrazó muy fuerte empezando a hacer movimientos rítmicos, cada vez más acelerados hasta que se detuvo y sentí los muslos mojados. Rápidamente se la guardo y me dijo que esperase un rato antes de salir. Me sentí vacío, extraño, triste y con ganas de irme. Me prometí no volver ha consentirselo a nadie. ¡Que iluso!
Un día, en clase de historia y Geografía que impartía D. Emilio, siempre tan elegante, con su sempiterno traje cruzado azul de raya diplomática, tan delgado y serio, pero tan bondadoso, se centraba siempre en sus explicaciones y no se fijaba mucho en los chicos que de dos en dos se sentaban en pupitres de madera antiguos.
De la Rocha mi compañero de pupitre siempre dibujando, y no lo hacia mal. Aquel día mientras D. Emilio explicaba algo, Rocha, siempre con la cara cuajada de granos, el labio inferior caído siempre, lo que le obligaba a estar sorbiendo de continuo la saliva, me dijo muy bajito mientras me mostraba el forro del bolsillo del pantalón descosido, que metiese la mano dentro. Hasta ese momento no comprendí que pretendía hasta tocar algo duro y caliente y además noté que la punta estaba desnuda. Me alegro tocar algo así y me prometí que acabaría por bajarme el pellejo del todo cuanto antes. Le estuve acariciando hasta que de repente, juntó las piernas, se dobló por la cintura y me sacó bruscamente la mano del bolsillo. D. Emilio, sin alterarse nos reconvino diciendo, sin volverse, que hiciésemos, los del fondo, lo que estuviésemos haciendo cuando no fuera su clase. Me dio rabia que tuviera que ser D. Emilio el que nos llamará la atención y le tomé coraje al tal Rocha que siempre andaba rogandome que le masturbarse. Me excitaba que me rogase, alguna vez incluso lloraba y entonces le masturbaba y asistí a la primera vez que eyaculó. Él se sorprendió y me preguntó si moriría. Siempre he tenido curiosidad por todo y aquella situación me intrigaba, la forma en que Rocha expresaba ese estimulo y la forma en salir disparado el semen, la lefa le llamábamos, en varias emboladas consecutivas, el desfallecimiento posterior y la cara de beatitud que se le quedaba. Esas pequeñas cosas me compensaban de los momentos de dolor, de sentir el rechazo de muchos de palabra y de desprecio. Si bien había otros como un compañero, Juan Manuel, muy empatico conmigo al que gustaba acompañarme en los recreos, llegándome a molestar en alguna ocasión en que yo tenía identificado alguien al que me hubiera gustado llevarme a un retrete. Las noches me eran duras como cuando me hacían la petaca y viendo la imposibilidad que tenía de meterme en la cama me sometían a escarnio, o los insultos diarios mientras me desnudaba para acostarme. Rezaba a un dios imaginario que yo materializaba en un trozo de estaño que me llamó la atención del taller de mi padre para sus hobys. Solo yo sé todas las lágrimas que derramaba cada noche y la alegría que me embargaba cada mañana cuando tocaba diana, porque cada nuevo día era una oportunidad de que todo aquello acabase. No era cómodo vivir así para mí y en medio de esa selva inhóspita solo encontraba alivio curiosamente en hacer pajas a la gente, me hacia sentir poderoso, dominador de la situación. Un perfecto círculo vicioso. Ya veríamos como se rompía, solo me preocupaba que pasase cada día y que llegasen las vacaciones y poder descansar de aquel sinvivir que suponía mantener la tensión de tener que atender sexualmente al que me requería o que me apeteciese a mi.
El curso transcurría lentamente. Yo, como me dijo el cura una vez, el último curso que estuve allí, era la puta del colegio. Ya con esa edad yo en el patio iba de cruising. Me gustaba ver penes nuevos, masturbarlos y chuparlos si me dejaban. En el patio, enorme explanada de tierra, enorme, siempre estaba solo, como ausente, pensativo pero marcaba a todo aquel del que me apetecería saborear su entrepierna. Alguno se sentía concernido por mi mirada y si me miraba él a mí clavándome la suya como yo lo hacía con la mía iniciaba un lento paseo hasta el retrete que me parecía más discreto. Otra veces, y no eran pocas, chicos en los que nunca reparaba me marcaban a mi como sucedió con uno, muy, muy moreno, del que no recuerdo nada, solamente que nunca abrió la boca y mira que le hice pajas veces. En el patio me miraba un segundo e iniciaba su paseo hasta dentro del colegio. Yo le seguía unos pasos por detrás hasta llegar, casi siempre, a los retretes del dormitorio, donde una vez allí, se colgaba del cerco de la puerta de una de las cabinas y se balancea hasta hacer como que se resbalaba las manos y caía. Y así una y otra vez hasta que yo me ofrecía a sujetarlo tomándolo a la altura de la bragueta y el culo. Instantáneamente sentía crecer su anatomía debajo del pantalón momento en que él caía dentro de la cabina me miraba muy serio y yo entraba y cerraba la puerta. Y yo lo hacía todo. Quizá él pensaba que no facilitándome la labor quedaba a cubierto del estigma que yo arrastraba. Y al final lo que más disfrutaba; éste muchacho moreno y fibroso si eyaculaba un tremendo chorreón blanco como nata que por su tono de piel quizá por contraste a mi me parecía una preciosidad. Solo me consentía eso. De boca, nada.
Y así hasta cuarto de bachillerato en que todo se precipitó.
Los veranos de segundo a tercero y tercero a cuarto no fueron inocentes. Eso que comenzó con violencia y coacción a los quince días de llegar a aquella cárcel se convirtió en la mayor fuente de divertimento para mí. Al punto de que cuando me iba de vacaciones deseaba que se acabasen para volver a mi paraíso, donde hubiera gente que me buscase para explayarse sin vergüenza o cortapisa alguna. ¿Que luego no solo no me miraban o directamente me insultaban para hacerse los machitos con sus amiguetes? normal, al fin y al cabo quien iba a quererme a mi sí los que deberían hacerlo de oficio me despreciaban de esa manera. Lo más cerca que he tenido cerca la empatía de alguien hacia mí son esos miserables segundos de orgasmo que tenían a los chicos a los que pajeaba o se la mamaba. Para mi, de verdad, era suficiente. Yo si tenía que masturbarme lo hacía siempre cuando, aliviados y servidos, salían de la cabina del retrete sin mirar atrás.
Aquellos meses de los primeros años 60 fueron de cambio. Si, todo eso de estar pendiente de quién necesitaba mi mano o mi boca, empezó a ser cansino. Además, en el último curso que estuve allí entró también el hijo de un amigo de mi padre que tenía mucha maldad, sexualmente hablando y tenía una tremenda experiencia. Venezolano, sería por la latitud de nacimiento pero su comportamiento era el de un hombre ya mayor. Él era el único que me tocaba a mí de igual a igual y me chupaba y masturbaba, pero es que lo hacía sin recato con cualquiera. Aquel putiferio empezó a ser voz populi y un escándalo. Yo, después de mucho pensármelo, acudí al Pater del colegio en busca de ayuda y lo que encontré fue una tonante furia vestida de negro. Me llamó puta, me condenó al infierno por los siglos y concluyó que nadie tenía la culpa más que yo. Ni absolución, ni, naturalmente, hostias, yo era un invertido, pervertido, degenerado que era un peligro para todos los alumnos del colegio. Y ahí me encontré yo, ahora sí que sí, más solo e indefenso que nunca, sin donde acudir en busca de consuelo ni al menos cobijo.
Sucedió lo que tenía que suceder. A la semana me llamó el director a su despacho. No preguntó nada, no quiso saber, ni como, ni cuando, ni porqué, le asqueaba todo aquello y no me iba a expulsar del colegio en ese momento que estaba a punto de acabar el curso y no iba a decir nada a mis padres con la condición de que cuando llegase la solicitud del siguiente curso para hacerlo, no la firmase. Yo no volvería nunca allí y a él se le olvidaría.
En cuarto de Bachillerato se pasaba la reválida de cuarto una especie de examen recopilatorio de los cuatro primeros cursos. Había tres bloques, uno de letras, otro de ciencias y uno mas de matemáticas. Yo aprobé cuarto y me presentó el colegio como era lógico a examen de reválida. Las matemáticas nunca fueron mi fuerte y suspendí ese bloque. Debería presentarme el setiembre para ver de recuperarlo. De manera que me fui de vacaciones y se me olvidó por completo la admonición del director.
Y en aquellas vacaciones aprobé el examen de acceso a la Universidad popular del sexo más salvaje.
No recuerdo desde cuando me sentí seducido por el cine. La magia de una sala enorme llena de gente pendiente de un punto, ese altar sagrado de lo virtual en lo que poder abandonarse y sentir plenamente la emociones de lo que en la pantalla sucedía. Recuerdo perfectamente como reventé una butaca de los saltos que daba con la emoción de los piratas asaltando galeones y masacrando a los pobres marineros. Imposible olvidar esa cara de feroz pirata de Burt Lancaster con el cuchillo entre los dientes colgado de un cabo y abordando el barco, y ahí en uno de los saltos allá fue la butaca convertida en astillas. El cine me sigue apasionado y los hados para disciplinarme me emparejaron a una mujer que lo odia. Serán cosas del karma.
Retomando la memoria, llegó mi encanallamiento en el pajeo ajeno a tal límite que había días que no salía de los retretes en los recreos, y entre mis pajeos, los que iban a fumar y, desde mi actual experiencia, otros pajeos que no ejercía yo y que seguro existían, había unos servicios en la planta baja, cerca de las aulas, que más parecían un garito del Chicago de los 20 que los meaderos de un colegio. No me extraña que en el colegio fuese un clamor y tampoco me explico cómo los cuidadores (mandos les llamábamos) no ponían orden en aquellas orgias en las que lo único que faltaba era el alcohol. Ese servicio precisamente estaba en un ala del castillo de primitiva factura con muros de más de dos metros de espesor en los que se había abierto un hueco para instalar una ventana que diese ventilación. En el alféizar interior de la ventana cabíamos varios medio acostados desde donde los días de calor sofocante veíamos la explanada donde desfogabamos la energía en los recreos. No sabía yo el protagonismo que iba a tener esa ventana en mi historia.
Cuando, tras examinarme de la reválida vinieron mis padres a recogerme para las vacaciones de verano pensaba yo que a ver cómo me entretenía yo ese verano sin una polla que llevarme a la boca, y claro, la solución estaba en el cine.
Mi vida en vacaciones era levantarme tarde, cuando llegó el suspenso de la reválida, estudiar un poco para el examen de setiembre, luego, piscina, piscina y más piscina. Aquel verano recuerdo que no me quité el bañador más que para vestirme e ir al colegio a examinarme. Me avisaban para comer y a las cuatro y cuarto al cine de sesión doble continua de donde salía a eso de las nueve para volver a casa a cenar y acostarme.
Debo aclarar que el salvaje de mi padre era un contratista de obras de éxito, además de arquitecto y tenía mucha pasta. Vivíamos en un palacete enorme con todos sus avíos y entre ellos una piscina de las de aquellos tiempos con forma arriñonada.
Y llegó el día en que llevaba yo un tiempo en mi butaca, cuando un señor mayor (no tendría más de veinticinco años, pero para mis catorce, un señor mayor) se sentó a mi lado e inmediatamente comenzó a invadir mi territorio con su rodilla. Al principio me aparté pensando en una mala posición por su parte, pero cuando siguió moviéndose hasta volver a contactar mi rodilla, aguanté y entonces él apretó más con su pierna y yo hice fuerza para sostener el pulso. Dejó entonces de apretar y dejó caer su mano como involuntariamente sobre mi muslo. El corazón se me desbocó. Acababa de descubrir que el cine servía para algo más que para vivir aventuras desde una butaca, servía para experimentar físicamente las aventuras. Aquella primera ocasión fue rápido, hurgar la bragueta del colega de butaca, tocar, emocionado, una piel tersa, suave y caliente acariciarla unas cuantas veces utilizando para ello toda mi experiencia acumulada y sentir la mano humedecida por el líquido viscoso y caliente. El otro en cuanto terminé mi trabajo, atropelladamente se abrochó el pantalón y casi saltó sobre mí para huir más que marcharse. Me quedé cariacontecido porque esperaba una réplica por su parte; si, mientras yo le masturbaba el, a través de la ropa me magreaba. Creí que una vez acabase me dispensaria alguna atención y me fastidió. Al llegar a casa, me masturbé pero no extraje toda la satisfacción que esperaba.
Aquel verano un par de veces más toque carne ajena y me convencí que en el internado era mucho más sencillo que en la calle, tocar caliente, pero me propuse seguir intentando en otros cines. Supuse que si eso me había pasado en un cine de barrio, probando otros barrios más deprimidos, de peor nivel social quizá la moralidad no tan estricta como la de mi familia pudiera rendirme beneficios sexuales depravados. Fabulaba con que un chico mayor me pillaba en los servicios y me forzaba como lo hizo Riquelme y nunca los conseguí materializar. Y navegando por esas fantasías un día mi padre me llamó a su despacho y me puso por delante lo papeles para solicitar el quinto curso. Le dije a mi padre que ya no quería ir interno a ese colegio y por toda respuesta me ordenó "firma"
Y firmé. Bueno, quizá el director se olvidó, quizá el día que llegaba mi solicitud él no estaba, quizá, quizá, no sé, me dejé llevar, que fuese lo que tuviera que ser y me olvidé.
A primeros de septiembre me examinaba de la parte de la reválida suspensa. Me llevaron mis padres al colegio.
Y sucedió. Pero eso ya es otra historia diferente.