Habían trascurrido las horas,
porque Natacha me contó muchísimos detalles de cómo la hacían prostituirse en
el lupanar y como los clientes de carretera no eran mucho mejores que los del
prostíbulo de Ucrania, “hombres, con eso está dicho todo, y perdona por que
seas uno de ellos”.
Hubo un silencio, sería de
madrugada, cuando se escuchó movimiento en el piso de arriba, eran varias
voces, cuatro, tal vez cinco voces distintas todas de hombre. Inmediatamente
reconocí la de Domingo entre las otras. Después de bastante tiempo se
escucharon exclamaciones de incredulidad y carcajadas, entrechocar de vasos y
risas, se escuchaban voces sueltas como “no te creo” o “eso tengo que verlo”,
“es un pliego que te estas tirando”. Finalmente se escucharon pasos y unas
luces titilantes, como de linterna, comenzaron a avanzar hacia abajo por el hueco
de escalera. Efectivamente eran cinco hombres contando a Domingo los que con
velas en las manos estaban plantados en medio de la mazmorra. Levantaban las
velas para ver mejor el espectáculo que tenían a su alrededor. Domingo, ufano y
seguro de sí proclamó “mis esclavos sexuales, podéis hacer con ellos lo que os
de la gana, os los dejo”. Sus cuatro amigos se quedaron mudos. Cuando se
recuperaron preguntaban si no sería una broma bien orquestada. Por toda
respuesta Domingo se dirigió a mí y halando de la cadena que me sujetaba el
escroto dio un tirón fuerte. Me quejé levemente. Después me ordenó que le
lamiese los zapatos y lo hice de mil amores,
deseaba, delante de extraños, demostrarle que era su esclavo, eso era de
las cosas que más podían excitarme, porque alimentaba mi exhibicionismo a la
par que daba rienda suelta a mis anhelos masoquistas. Luego poco a poco sus
amigos fueron soltándose y dándome a lamer sus zapatos, lo que hice con gusto y
excitación. No se lo querían creer a pesar de estarlo viviendo, pero uno de
ellos, más arriesgado, se abrió la bragueta y le ofreció el pene a Natacha a su
boca. Esta me miró con una sonrisa dulce con la que me lo decía todo. En su
mirada estaba resumida toda su experiencia vital de resignación en el lugar que
el destino le había asignado, no había que plantearse si haría o no la
felación, es que era el único camino, no había opciones, y comenzó la felación
con autentica delicadeza. Cuando el hombre hubo derramado su semen en la chica
Domingo le ordeno que me lo traspasase a mi boca, lo que hizo Natacha obediente,
luego me obligo a tragármelo, lo que no me costó ningún trabajo, gozaba
escandalizando a los presentes haciendo cosas que a ellos les costaría hacer la
propia vida y a mi, sin embargo, me producía satisfacción. Él, enseguida les
contó que era preciso que yo comiese mucho para que pudiese cagar cuanto antes
la llave con la que quitarme el candado del pene. Entonces fue cuando todos
repararon en el candado que llevaba en el capullo. Uno me preguntó si no me dolía
y por toda respuesta comencé a masturbarme de tal forma que me sufría tanto el
capullo como el escroto que se encontraba sujeto por la cadena a la pared y se
contundía a golpes de candado que además estiraba horriblemente el glande con
peligro de rasgarlo. El que me había preguntado al verme como me castigaba a mi
mismo, le dijo alarmado a Domingo que ver eso le empalmaba mucho y Domingo se
limitó a decirle que si quería metérsela por algún agujero a cualquiera de los
dos. Como ninguno de nosotros hacia ningún aspaviento Domingo se dirigió a sus
espectadores y les dijo que enseguida verían movimiento. Empezó a derramar cera
de las velas sobre los pechos de Natacha que se retorció de dolor. Enseguida a
uno de los otros se le ocurrió hacer lo mismo pero sobre mi sexo. Con un
potente “claro” Domingo invitó a los demás a derramarme su cera sobre mi cuerpo
y mi sexo que respondió con una tremenda erección al comprobar cual era el
calibre de la tortura que venía. En lugar de protegerme al vérmela venir me
abrí de piernas en la postura de
rodillas en la que me encontraba y me recosté sobre la pared para que me
rociasen bien. Las gotas primero y los chorros después me abrasaban la piel y
el sexo pero el escozor de la quemadura me enardecía como nunca, estaba al punto
del desmayo de dolor y placer. Fue cuando uno de ellos me introdujo el pene en
la boca. Lo rechacé de inmediato. Domingo al verlo agarró el látigo y comenzó a
flagelarme sin piedad, los otros al verlo le detuvieron. Domingo se quedó
pensativo mientras yo quedaba recostado contra la pared gozando de mí sufrir.
Como si se le hubiese encendido una lámpara en la mente exclamó “Ya está”.
Desencadenó a Natacha y la encadenó al
plinto boca abajo con las piernas bien abiertas luego invitó a sus amigos a
sodomizarla uno detrás del otro. Lo hicieron todos para luego llevarme a mí a
chupar el producto de su lascivia en el ano de la chica. Mientras chupaba
derramaban su cera sobre mis nalgas y alguno hasta se atrevió a azotarme con la
palma de la mano. Finalmente Domingo me sodomizó a mí para después embadurnándose
las manos y antebrazos de vaselina, mostrar a los demás como se hacia fisting.
Quedaron impactados todos. Uno de ellos, el que había intentado que le hiciese
una felación, me preguntó si de verdad aquello no me importaba, si no me dolía,
¿Cómo era que rechazaba una felación rápida y me prestaba a chupar y tragar el
semen que todos habían eyaculado y que salía por el ano de una mujer? Le
contesté que era feliz haciendo algo así, tan extravagante y tan repulsivo y
con espectadores a los que hepatar, pero que una felación en seco a un hombre era
una inmoralidad, me daba asco, nunca la había hecho y no la haría. La
sodomización era diferente, un dildo de buen tamaño o una verga dura estimula
al penetrar rozando y exprimiendo la zona de la próstata, el famoso punto “G”,
y da más placer del que cualquiera pueda imaginar.
Era madrugada avanzada cuando
Domingo y sus amigos algo más que borrachos, se fueron dejándonos a Natacha y a
mí tirados y rendidos en el suelo de la mazmorra. El que me preguntaba tanto,
quiso ayudarnos, pero Domingo se lo impidió diciéndole que eso era lo que nos
gustaba y que no se le ocurriera arrebatarnos el placer. De alguna manera decía la verdad.
Reuní fuerzas y le animé a
Natacha a hacer lo mismo para subir las escaleras, lavarnos y dormir un poco.
Apoyándonos el uno en el otro llegamos hasta el primer piso donde después de
gozar los dos al tiempo de una ducha relajante y caliente, Natacha me curó las
heridas del látigo en mi espalda, “tengo buena encarnadura, no te apures”, le dije,
luego nos acostamos los dos en mi cama. Antes
justo de dormirme agotado del jabeque de todo el día tuve la ensoñación de que
la mujer que yacía, ya dormida a mi lado, era mi mujer, la mía, con la que
podía compartir todo aquello que me fascinaba sin temor a tener que disculparme
por lo degradado o asqueroso que fuese o pareciese; sentí que vivir para
siempre con aquella mujer sería lo más cercano a vivir en el paraíso. Un
segundo después me quedé dormido en la seguridad de que aquel imposible nunca
sería llevado a cabo.
Me hizo despertar una sensación
urente de tirantez extrema en mi sexo. El candado se había quedado pillado
debajo del muslo y Natacha me acariciaba el monte de Venus con mucha suavidad
lo que me provocaba una tremenda erección que pugnaba por liberar el capullo de
la presa del candado. Cuando ella se dio
cuenta en lugar de ayudarme a liberar la presa pasó la mano por debajo de mi
muslo y agarrando el candado haló de él con suavidad pero con firmeza. Al
instante sentí que un calambre me recorría el pene hasta mi bajo vientre y
regresaba como una ola impetuosa rompiendo contra la escollera hasta la punta
misma del glande, sentí una sensación inenarrable de nausea y a continuación un
orgasmo lento y continuo que se prolongaba a impulsos de pequeños estirones que
hacía Natacha del candado. Luego ella lamió con delicadeza mi pene consumiendo
el semen esparcido y se acercó hasta mis labios para besarme con calidez y
ternura. Sentí que de alguna forma ella me quería. Después de eso quedó tendida
a mi lado, desnuda, dejando ver los huesos de sus caderas resaltar impúdicamente
sobre su piel, su vientre derrumbado más que hundido y el monte de Venus como
un otero de placer en medio de la llanura de su piel morbosa. Mi mano se fue
sin que yo la guiase a su sexo y comencé a acariciar. Pude comprobar como al
instante se ponía en pie su clítoris para juguetear con mis dedos. Empezó a
jadear con delectación y a moverse de forma sinuosa sobre la cama. Acerqué
entonces mi boca a su introito vaginal y comencé a lamer despacio, insalivando
con fruición y gozando de la suavidad de sus tejidos en mi lengua. Me
encontraba a gatas sobre la cama y sentía el peso de mi extravagante
anillamiento en el glande, lo que me provocaba un impulso enfermizo a
entregarme al sexo como si el sexo fuese todo objetivo en mi vida. Mordisqueaba despreocupadamente el clítoris
cuando ella me urgió a que la penetrase, le dije que con el candado sería
doloroso pero no parecía escuchar, chillaba desesperada ya, que la penetrase
como fuese. Para entonces yo ya estaba
recuperado y solo el pensar que iba a penetrarla con el candado puesto me abrió
la mente a nuevas posibilidades de dolor y disfrute. Efectivamente a ella iba a
dolerle pero sin duda alguna a mí también, con lo que la erección se hizo más
incontestable aún, deseaba irrumpir en su cuerpo con el ariete metálico de la
punta de mi sexo. Al principio con cuidado ayudándome de la mano para
encarrilar bien el objeto a su acomodo y luego sin excusa, con abuso, con ella
agarrándome fuerte de las nalgas y apretando, penetré y penetré en medios de
gritos que ya no se sabía si eran de dolor insufrible o de placer infinito. Yo
sentía que el capullo se me partía y el solo pensar en que podía sacar el pene
sangrando y rajado como una salchicha
hizo que volviera a sentir un orgasmo pero esta vez mas doloroso que placentero,
lo que me hizo alcanzar cotas de sufrimiento que me llenaron de satisfacción.
Natacha también lanzó un grito y comenzó a llorar y a llorar, de alegría me
decía, por la demostración de cariño que yo le acababa de hacer. Cuando al fin
saqué el pene del cuerpo de la ucraniana no estaba rajado pero si sangraba,
porque el candado había herido la raíz del clítoris de Natacha y parte del meato
de mi verga por donde salía el metal curvado del candado. Ella entonces se
dedicó a lamerme mi herida y yo la suya. Finalmente caímos rendidos y dormimos
un sueño reparador hasta que nos despertó la puerta de entrada.
No me di cuenta de que estaba
desnudo, era tal la naturalidad con que llevaba mi ausencia de vestimenta. Abrí
la puerta y Juanita estaba delante de mí. Sin mediar palabra me echó mano al
sexo y comenzó a acariciarlo, primero el fuste, luego el glande, al fin las
bolsas. Ese tipo de caricia suave hacía que yo me rindiese de inmediato y de
manera instintiva me hacia abrir la piernas para que la mano que acariciaba
continuase hasta llegar al ano zona en la que el disfrute de la caricia era de
otra calidad pero no por eso menos placentera. Detrás de mí apareció Natacha
que al ver a Juanita en la puerta acariciándome el ano desde delante por entre
las piernas le ayudó con sus expertas manos haciendo lo mismo con mis bolsas
pero desde detrás. Yo tenía los ojos cerrados sin creerme que se pudiera gozar
tanto y tan seguido sin que hubiese dolor y castigo por medio. Al fin Natacha
agarró la mano de Juanita por entre las piernas y la atrajo suavemente hacia si
incitándole a que le acariciase su sexo luego la atrajo hacia el interior de la
casa conmigo por medio, yo me dejé hacer hasta que llegamos al sofá donde
caímos los tres.
Las dos mujeres se
desentendieron entonces de mí. Natacha se abría exageradamente de piernas para
que Juanita la acariciase con sus manos. De forma tan natural como se abre una
flor aquellas caricias llevaron a Juanita a acercar su boca al sexo de la
ucraniana que comenzó a decir que como la boca de una mujer no podía existir
una de hombre. Yo las contemplaba fascinado. La auxiliar regordeta que
posiblemente hacia cuarenta y ocho horas habría vomitado si le hubiesen dicho
que lamiese el sexo a otra mujer estaba entregada con avidez a succionar y
lengüetear el clítoris y las ninfas de Natacha. Sin dejar de hacerlo se fue
despojando de las ropas hasta quedar desnuda. Como en un ballet de complicada
coreografía, sin una torpeza, con belleza,
las dos mujeres se fueron enroscando hasta quedar emparejadas boca sexo,
dedicándose entonces la una a la otra a
proporcionarse placer hasta que, como el agua de un río desemboca en el mar,
con esa naturalidad y fuerza de ser, las bocas fueron acercándose a los
respectivos anos para lamerlos emitiendo quejidos y gruñidos de avidez por
darse más y mas placer. Me fascinaba ver a aquellas dos mujeres amarse sin
tapujos ni medida. En un momento dado Natacha me reclamó para que las azotase a
las dos para así multiplicar el placer. Pensaba que Juanita pondría reparos
después de lo vivido la noche anterior, pero en lugar de eso rugió mas que
pidió que la azotase las nalgas a ella con dureza, Natacha ordenó que a las dos
por igual y sin contemplaciones. Subí al cuarto de arriba y bajé con una fusta
de equitación que sabía que provocaba un dolor lancinante y agudo y dejaba unas
marcas rojas que una vez pasada la tormenta de la lujuria desatada, la mera
contemplación provocaba el placer del recuerdo. Bajé asimismo unos dildos
dobles de buen tamaño que sabía que las daría placer. Cuando empecé a
disciplinarlas, Natacha mas acostumbrada al castigo se desentendió de la boca
de Juanita y me ofreció el tremendo espectáculo de su sexo grueso y abierto por
la excitación para que lo castigase. Empecé golpeándole el clítoris con la
fusta lo que provocó que ella mordiese con furia el de su compañera que al
sentir la huella de los dientes de Natacha emitió un aullido primero y un grito
de placer después signo de acababa de experimentar un tremendo orgasmo, pero no
por eso dejaba de empujar con su pelvis a la boca de Natacha a la que yo, ya
golpeaba con fuerza en la parte interna de sus muslos de piel fina y suave y en
sus ninfas que con el castigo se pusieron aun mas turgentes, escarlatas y suculentas. Bramaba de dolor y de placer
mientras seguía mordiendo el sexo de Juanita. Esta tenía la cabeza de Natacha
abrazada con sus piernas dejando a la vista su ano. Tal como lo vi, se me
ocurrió y lo hice, le introduje el dildo que había bajado más gordo a Juanita
por su ano, y se volvió a correr. Comenzó a respirar de forma dificultosa hasta
que cayó desmayada. Natacha a pesar de ello seguía gritando que continuase con
la fusta castigándole el sexo hasta que con unos espasmos que semejaban una
epilepsia experimentó un prolongado orgasmo y quedó finalmente como dormida al
lado de Juanita.
Yo estaba una vez más muy excitado,
mi adicción al sexo era ya palmaria y saberlo y a mi edad me llenaba de
ilusión; ¡que mejor forma de consumir mis últimos días que entregado al sexo en
cualquiera de sus formas! Realmente deseaba morir en medio de un orgasmo, la
muerte como orgasmo de toda una gran masturbación: la vida.
El ver a las dos mujeres tendidas
sobre el sofá en actitud lubrica hacía que me marease pensando en lo que
podríamos seguir haciendo. Las desperté a base de rozarles mi pene con el frío
candado colgando por sus bocas y estimulándoles sus vaginas con los dildos, las
bese luego de despiertas, dulcemente y las animé a que me acompañasen al cuarto
de arriba. Quería experimentar el placer de hacer la lluvia dorada con ellas,
pero el piso de vivienda, la planta baja, era mi propia norma, había que
respetarlo.
No les oculté lo que quería y
ellas me acompañaron. El saber que me seguían, escalera arriba, que se
sometían, que aceptaban mi voluntad por muy degradante o desagradable que fuese,
me excitaba aún más.
Juanita dijo con voz trémula al
subir que deseaba hacerlo aunque no sabía si lo soportaría, Natacha le dijo que
no intentase evitarlo, que se sintiese esclava y aceptase mi voluntad como si
de un rayo se tratara, imposible,
impensable domeñarlo o evadirse de él, que directamente dirigiese la boca al chorro y
experimentaría el placer de saber que se acepta algo que da un asco de muerte,
el principio del placer por el dolor, poder dominar lo repulsivo por instinto,
era lo que hacía realmente humano al placer. Aceptar el placer por placentero
podía hacerlo cualquier animal, aceptar el dolor y entregarse a él como camino
al placer, transformar el dolor en placer, era solo cosa de la condición
humana.
En cuanto llegamos al piso,
cerré la puerta tras de ellas con la emoción del adolescente que se encuentra a
solas con la muchacha de sus sueños por vez primera. Encendí las luces de ambiente
para que pudiesen ver como salía la orina del pene e iba resbalando por el candado para recibirlo la
boca. No era el hecho de orinarme en sus bocas era el hecho de saberme dueño de
su voluntad, de hacerles aceptar lo que en cualquier caso se consideraría
inimaginable, pensando con turbación en el momento que yo tendría que husmear
en mi propia mierda para buscar la dichosa llave como aceptación de una orden
dada por otro que se consideraba dueño de mi vida hasta el punto que a él se le
antojase. Se sentaron las dos en el piso con la cabeza echada hacia atrás,
entre mis piernas fláccidas de viejo, entreabiertas, debajo de mi verga que
colgaba por efecto del metal que llevaba, perforando el capullo. Comencé a
orinar sobre sus caras. Natacha abría la boca tanto como los ojos para no
perderse ni una gota y gozar viendo venirse la rociada. Juanita hacia un remedo
de abrir la boca con una mueca de asco y los ojos cerrados. Así no quería que
fuese, no era una violación o algo parecido, debía ser algo querido, incluso
deseado por Juanita, que pudiese disfrutar saboreando mi orina salada como el
placer y amarga como el dolor. Corté el
chorro, no sin dificultad, lo que me proporcionó también placer. El dolor que
provoca cerrar el esfínter y cortar la fuente de orina cuando el cuerpo quiere
mantenerla abierta para evacuar la vejiga también es fuente de placer, provoca
un calambre que originándose entre el ano y las bolsas de los testículos se
prolonga hasta el capullo estallando en su punta y provocando una sensación
quemante muy dolorosa, luego con el mismo dolor se recomienza a orinar cuando
se decide continuar. Le dije a Juanita que si no quería participar podía
marcharse pero que si quería hacerlo acercase la boca a mi pene para que la
orina le entrase en la boca y se le desbordase por las comisuras al llenársele,
ya que suponía que era demasiado para ella el pensar en tragárselo la primera
vez. Natacha de inmediato acercó la boca a la barbilla de Juanita para recoger
lo que a ella se le fuese escapando. Con cierto temor trufado de deseo sincero aproximó
la boca entreabierta al candado manteniendo los ojos cerrados. Le dice que era
preciso que viese como el preciado líquido salía de mi cuerpo y entraba en el
suyo, porque así experimentaría el placer de la dominación de su propio cuerpo
y sus instintos y añadido el gozo que
proporciona saber que alguien ejerce
dominación absoluta sobre su cuerpo que ella permite que desfallezca para dar
placer al otro. Comencé a orinar sobre su boca que se fue llenando de orina que
al rebosar caía resbalando por la barbilla hasta la boca de Natacha que
sedienta se la bebía, hasta que Juanita no pudo dominar el cierre de su
garganta sin ahogarse y empezó a tragar liquido amarillo, oloroso y caliente;
ya no pudo parar y no solo eso, aplicó su boca al pene para que la orina
entrase directamente a su boca y pudiese tragarlo todo. Así lo hizo. Cuando
acabe de orinar ella siguió con el pene en la boca aunque el candado le comenzó
a provocar nauseas y tuvo que retirarse. Después de haberse bebido mi orina quedó
jadeante de placer, con la mirada morbosa y turbia del que desea ser llevado al
confín de la depravación. Debió quedar tan excitada y encantada que le preguntó
a Natacha si no podría probar su orina. Natacha se sintió fascinada y sin
pensárselo se puso de pie y le aplicó el sexo a la boca de Juanita que comenzó
a tragar hasta terminar igualmente. La cara de Juanita estaba desencajada,
quería más y más, estaba hondamente asqueada y daba arcadas, pero había aprendido que rebozarse en mierda
es un placer exquisito reservado solo a unos pocos iniciados, deseaba encontrar
el límite de la nausea y disfrutar de ella, llegar al abismo de la repugnancia y
caer despeñándose por él. Le ofrecí argollarla los pezones como los tenía
Natacha, pero le advertí del dolor que iba a sentir y de la relación que
establecería con Domingo que era el que la iba a anillar. Debería ser su sumisa
y fiel esclava para lo que él quisiera. No se lo pensó ni un segundo, me
suplicó que se lo hiciese y además quiso una especie de candado para el
clítoris también. Le dije que Domingo se marearía de placer al hacérselo.
Tuvimos que esperar a viniese
Domingo, que ya me había anillado a mí hacia tiempo. En el transcurso de nuestra
pequeña orgía anillaríamos a Juanita y la engancharíamos para siempre a nuestro
credo. La verdad es que había progresado deprisa. Mientras esperábamos le
pregunté que le había hecho cambiar de opinión, porque la noche anterior
parecía que jamás íbamos a volverla a ver por la forma en que nos abandonó,
exhausta y desencantada al parecer.
Nos contó que al llegar a su
casa y verse desnuda en el espejo con las marcas recientes del castigo, comenzó
a acariciárselas y entonces recordó la sensación del correctivo y se excitó
mucho. Con el cordón que sujetaba las cortinas se apañó una especie de fusta y
se aplicó a darse castigo y le gustó, tanto que se fustigó también el sexo lo
que le provocó un tremendo orgasmo. Supo en ese instante que quería ahondar más
y más en todo lo que se pudiera y en lo que no se pudiera experimentar también,
por eso en cuanto se levantó, llamó al trabajo, echó un embuste y se vino para
mi casa. En realidad, nos contó, toda su vida anterior no había valido ni la
mitad de lo que le supuso la noche que paso en la mazmorra con nosotros y el
perro. Mientras venía para mi casa estuvo elucubrando con la idea de que un
burro o un pony la penetrase y se estremecía de placer, se acordaba de lo del
perro y solo tenía cabeza para recordar su pene tieso y como me penetraba a mi,
deseaba ver como me violentaba el ano un asno, pues si me cabía el brazo de
Domingo un burro podía metérmela igualmente y a ella con mayor razón. Yo la
escuchaba y la verdad es que la única razón por la que aún no me había entregado
a un borrico había sido el no saber donde conseguir uno que estuviese
adiestrado para esos menesteres. A Screw le enseñó desde cachorro Domingo pero
un burro no sabría donde hacerme con él. Muchas noches que me encontraba a
solas imaginaba que le hacía una felación a uno mientras Pilar me azotaba los
testículos con un látigo corto hasta que el animal se derramaba en mi boca para
luego ofrecerle mi ano al tiempo que yo le lamía el sexo a Pilar. Esta imagen era causa indefectible de una
masturbación bestial con un anillo de los grandes perforándome el glande y las
bolsas firmemente atadas con un cordón, con las venas a reventar por la
congestión, y haciendo oscilar violentamente el pene arriba y abajo sin llegar
a tocármelo mediante bruscas tracciones de la cuerda que estrangulaba el saco
de los testículos.
Cuando llegó Domingo, venía con
el amigo que preguntó la noche anterior por el asunto de la felación. Roberto.
Los otros no habían querido volver a saber nada de aquello, les pareció una
excentricidad de Domingo indigna de ser repetida por ellos de manera que cuando
el amigo les invitó a otra pequeña fiesta de dolor y dominación se excusaron
todos salvo Roberto, en la treintena y con novia casadera, al que intrigaba el
que el dolor pudiera generar esa especie de devoción y deseo de inmolación como
mejor forma de llegar al placer total. Cuando llegaron y subieron al piso
Domingo me saludó con un manotazo en las bolsas que me hizo aullar de dolor
para después ordenarme que me callase, yo solo puede darle las gracias por el
golpe ofreciéndole mi entrepierna por si quería volver a castigarla. No me hizo ni caso. A Natacha le introdujo un
dedo por cada una de las argollas de los pezones y retorció violentamente.
Natacha en lugar de protegerse o esquivar el golpe, ensanchó el pecho y susurro
con todo el énfasis de vicio que pudo que se los arrancase, pues suyos eran si
eso complacía a Pilar. Venía dispuesto a una sesión dura. Roberto no pudo
evitar el ver esto echarse mano a la bragueta y restregarse. Domingo le indico
con displicencia que si quería desnudarse que lo hiciese, el daba el permiso,
ya que en esa habitación, en ese momento él era Dios, solo se hacia su
voluntad. Reparó entonces en Juanita y preguntó que hacia la desertora allí; la
ordenó acercarse y sin más preámbulos le metió los cuatro dedos de su mano
derecha por su sexo y el dedo gordo comprimiendo el clítoris haciendo presión
hacia arriba. Juanita emitió un grito desgarrador y el la abofeteó mandándole
callar y la soltó. Luego se dirigió a mí muy serio y me chilló en la cara, muy
cerca, mientras yo la humillaba, que o metía en cintura a mi invitada o me
tendría que atener a las consecuencias. Se volvió a Juanita e intentó otra vez
lo mismo, ella instintivamente se defendió, fue una décima de segundo nada más,
una pequeña vacilación para a continuación relajarse y ofrecer su sexo a la
mano de Domingo que con saña y violencia la violó con el puño, provocando en la
mujer que jadease bien de dolor o de placer o de las dos cosas porque comenzó a
acompasar sus caderas a las arremetidas de puño de Domingo. Natacha se acercó
por la parte izquierda de Domingo para que le hiciese a ella lo mismo con su
otra mano. Lo hizo y estuvo entrando y saliendo de ellas con sus puños hasta
que los orgasmos dejaron exhaustas y casi desmayadas a las mujeres. Roberto
estaba fascinado, no dejaba de frotarse su miembro a través del pantalón, hasta
que sin poderlo remediar comenzó a desnudarse, hasta quedarse como estábamos
nosotros tres, con el pene muy enhiesto y ganas de culminar su deseo. Domingo
le ordenó que me sodomizase a mí al tiempo que le advertía que lo de que Dios
allí era él rezaba también para el mismo, que se lo pensase antes de empezar.
Roberto estaba tan excitado que dijo que sí casi sin pensarlo y se dirigió a
mí. Yo le ofrecí de inmediato la espalda basculando las caderas hacia atrás y separando
las nalgas con ambas manos para ofrecer el ano y Roberto penetró en mi cuerpo
como lo haría una barra de hierro candente en un bloque de sebo. Nada más
entrar, tal era su excitación, se vació en un par de espasmos. Con el pene
envuelto en semen y goteando preguntó que donde podría orinar, pues no había
visto el inodoro que estaba al fondo de la habitación, por toda respuesta me
agaché y abrí la boca delante de su miembro que comenzaba a detumescer
indicándole que su urinario era mi boca. Me sujetó por los hombros acercó su
glande a mis labios y comenzó a orinarme. Abracé su capullo con los labios para
que nada se perdiese y tragué toda la orina con la que me obsequió, luego
terminé por lamer las gotas ultimas que salían y remate lamiéndole el fuste del
pene de los restos del semen que había eyaculado antes. Juanita jadeante del
último orgasmo bestial me reprochó el hacer esto pues quedaba claro que acababa
de hacer una felación. Tuve que puntualizarle que aquello no había sido una
felación sino una prueba de sumisión a Domingo, que en ese momento era Dios en
aquel espacio y no había puesto objeción sabiendo yo que aquella actuación
sería de su agrado. Cualquier hombre podía metérmela en la boca pero en medio
de una actuación en la que hubiese por medio una o más mujeres participando
para que pudiesen comprobar el grado de sumisión y fidelidad a mi amo.
Domingo parecía estar
complacido con el espectáculo y se felicitó de lo bien que nos habíamos
compenetrado. Se quedó mirándonos un buen rato mientras las mujeres se
desperezaban y con una sonrisa cínica, le habló a Roberto recordándole que
ahora era suyo y por tanto debía obedecerle; ese era el juego. Fue curioso cómo
Roberto al saberse objeto de posesión de alguien y esperar ser ordenado disparó
la erección de su pene. Le excitaba el juego y se sorprendía de que fuese así y
yo no fui ajeno a ello. La frase nos dejó a los cuatro helados por la carga que
llevaba: “Veamos hasta donde eres capaz de llegar, Roberto. Ahora te va a
sodomizar mi esclavo a ti”. Yo me eché mano al pene para resaltar que en un ano
y además virgen, o eso suponía yo, sería imposible meter el candado, por lo que
Domingo hizo como un gesto de olvido y rectificó: “es cierto, no va a poder
ser, entonces, te sodomizaré yo mismo”. Las mujeres se miraron con un gesto
cómplice y expresaron mediante un corto aplauso su aprobación y sorpresa por el
espectáculo. Domingo no se molestó ni en desnudarse, se desabrochó la bragueta
y se sacó el pene, que estaba fláccido. Ordenó a las mujeres que le excitasen
convenientemente con la lengua al tiempo que me ordenaba a mi que preparase su
agujero para poderlo penetrar. Roberto miraba desconcertado con una sonrisa
bobalicona esperando que de un momento a otro alguien saltase con una carcajada
dando por finalizada la broma. Su pene se había caído algo y permanecía de buen
grosor pero sin consistencia. Yo acerqué al centro de la sala un potro de los
de los gimnasios que estaba particularmente preparado con una escotadura en el
centro para que el ni pene ni los testículos quedasen aprisionados y pudiesen
manipularse desde abajo sin problemas y que las erecciones de los varones que
se colocasen se manifestasen en todo su esplendor. Empujé a Roberto hacia él aparato obligándole
a tumbarse flexionándose sobre el abdomen. Me sorprendió la mansedumbre, quizá
era solo estupefacción, sin la más mínima oposición. Luego le separé las piernas a lo que tampoco
se opuso y até con unas argollas que tenían las patas del potro sus tobillos para
que no cerrase las piernas. Con las manos por el otro lado hice lo mismo y
Roberto quedó inmovilizado para su sacrificio. Me llamó la atención el que no
intentase excusarse y jadease como si estuviese disfrutando de lo que se le
venía encima, y desde luego conociendo el sexo de Domingo, no era pequeño. Le
separé las nalgas para embadurnar el ano de crema para sodomía y aminorar el
sufrimiento por el que iba a pasar y entonces comprendí el porqué de la docilidad
del amigo de Domingo para plegarse al juego. Ignoro si este montaje no era más
que un circo preparado por los dos para hacérselo delante de nosotros y añadir
al placer homófilo el del exhibicionismo o si a Domingo le surgió la idea sobre
la marcha para escarmentar a su amigo y hacerle ver que en cuestiones de sexo
el no bromeaba y además llevaba siempre la voz cantante. El caso es que a pesar
de que en la habitación había penumbra pude ver con toda perfección que lo que
debería haber sido un ano perfectamente circular propio de un ano virgen se
había convertido en una hendidura de unos dos centímetros de eje longitudinal
con unos bordes como labios que hacían de él una pequeña boca dispuesta a besar
y a tragarse cualquier pene que le pasase cerca, en este caso el de Domingo.
Quise comprobar y con los dedos bien lubricados le introduce los tres centrales
de la mano, que se hundieron sin dificultad arrancando un gemido de placer al
muchacho. No pude por menos que exclamar “Vaya, vaya” y recordé como fue él
quien me preguntó el porqué de negarme a una felación sin más. Domingo me
apartó y con su verga bien tensa le apuntó al ano y sin más contemplación entró
en su cuerpo con un fuerte golpe de caderas. Roberto levantó la cabeza con un
grito a medias de dolor y de gusto y entonces lo comprendí. Esto no ocurría por
primera vez, no era más que la repetición de algo que ellos hacían desde mucho
tiempo antes. Me acerqué entonces yo por delante y subiéndome a un escabel le
ofrecí mi ano para que lo lamiese mientras a él le violentaban el suyo. No hizo
ningún asco a la propuesta, al contrario le apretaba mi cuerpo contra su boca y
el levantaba la cabeza para que su lengua pudiese llegar con más profundidad
dentro de mi. Succionaba y lamía con ganas. Natacha y Juanita se dedicaron a
sus genitales lamiéndolos y tironeándolos y dado que acababa de eyacular dentro
de mí ano, no alcanzaba el orgasmo y las mujeres podían juguetear como querían
con su pene y sus bolsas a su antojo. Cuando Domingo al fin se vació dentro de Roberto
me reclamó para limpiarle con la boca su sexo y para lamer el ano del que antes
me lo había hecho a mí.
Con un “Bueno, ya está bien”
Domingo dio por terminada aquella sesión. Yo desaté a Roberto de su potro y el
me acarició el pene en respuesta y de una forma natural me rozó los labios con
los suyos. Me dejó sorprendido porque aquella expresión de dulzura que aparte de homófila y por tanto
desagradable para mí, estaba totalmente fuera de lugar en aquellas circunstancias
y en aquel escenario en el que el sexo por el sexo eran los protagonistas y
nada parecido al amor o a las emociones sentimentales tenían cabida.
Le dije a Domingo cual era el
deseo de Juanita y se entusiasmó, Juanita al ver que se iba a hacer realidad su
nauseoso deseo, el estomago envuelto en el vértigo del miedo al dolor, hizo
como intención echarse atrás pero Natacha le animó prometiéndole que
disfrutaría como nunca lo podría ni imaginar. Nos sorprendió a todos que
Roberto le rogase a Domingo que le hiciese un Príncipe Alberto como el que yo
llevaba. Domingo le advirtió que si se lo ponía sería para ya no quitárselo
nunca, al menos mientras durase la relación que mantenían y de esa manera nos
enteramos de la bisexualidad de Domingo y del misterio de la ruptura con Pilar.
Lo me quedé sin saber en ese momento fue si la ruptura de Pilar fue anterior o
posterior a conocer a Roberto. Mas adelante Roberto me contó que Domingo les
pilló a él y a Pilar en la cama y esa fue la causa de su ruptura. Ellos se
conocían de antiguo a pesar de la diferencia de edad y cuando Roberto suplicó a
Domingo que no terminasen así su amistad por un polvo más o menos, Domingo le
contestó que si por eso era, se sentiría satisfecho si le ofreciese el culo
para partírselo esperando que Roberto como era lógico se negara indignado por
la ofensa a su masculinidad, pero lo que no sabía Domingo era que Roberto lo
tenia partido de antiguo por lo que no encontró óbice alguno a aceptar la
propuesta, ya que a Domingo nunca le desagradó meter su pene “in vaso impropio”
dada su condición bisexual. Esta misma condición la tenía Domingo asumida y
aparcada desde su adolescencia en que mantuvo una tórrida relación con un
compañero del equipo de fútbol en el que jugaba en juveniles y sobre la que se
pasaba de puntillas en cualquier conversación que mantenían achacándoselo los dos, bien a los efluvios de alcohol
ingerido mas de la cuenta los fines de semana o a cosas de chavales que
exploran su propia sexualidad sin tener que darle mas importancia.
Domingo se ausentó en busca de
su maletín donde guardaba las pinzas de triangulo y los trocares para perforar
junto a los anillos de titanio para dejar colocados.
Juanita respiraba alocadamente
y de forma instintiva se masajeaba su sexo, sabedora de que por alguna razón
muy profunda era incapaz de negarse a esa ceremonia, vestirse y largarse con o
sin portazo. Temblaba de nervios o excitación o seguramente de las dos cosas
mientras que Roberto me decía que deseaba poderosamente ver la sangre de su
pene correr tras la agresión de la perforación del glande y me enseñaba su
capullo ingurgitado y tenso deseoso de ser atravesado y anillado como yo lo
estaba. Quería sentir el dolor y la destrucción insufrible del daño ocasionado
con plena conciencia y a voluntad. No sabía, me confesó si terminaría
eyaculando de excitación cuando sintiese su carne herida a manos de Domingo.
La intervención de Domingo fue
fría, profesional y precisa. Juanita estuvo a punto de perder la conciencia del
dolor infringido cuando le atravesó el capuchón del clítoris que automáticamente
se disparó en una erección de una dureza extrema. Juanita no se explicaba como
podía ocurrir tener un deseo tan intenso después del dolor sufrido y habiendo
podido comprobar que solo el roce de los anillos recién puestos le provocaba un
dolor agudo y terrible, pero deseaba ese dolor al imaginárselo provocado por un
pene penetrando con fuerza en su vagina. Domingo se le ofreció y ella se
desmayó por el dolor o el placer, no supo explicarlo después. La dejamos
tumbada en un rincón al cuidado de Natacha que malévolamente le movía los
anillos de los pezones rozándoselos con los labios para comprobar si
despertando ese dolor, se despertaba ella del trance.
Luego le tocó el turno a
Roberto. No había forma de que el pene se relajase, tal era la excitación ante
la manipulación que iba a sufrir. Domingo esperaba porque decía que de esa
manera la hemorragia sería muy grande e instantánea y no iba a tener campo para
trabajar. Con el mango de unos de los azotes le propiné sin que el se percatase
de que iba a hacerlo un golpe seco en el fuste del pene y al instante éste se
relajó. Se tendió entonces en el potro que antes había servido para sodomizarle
y con la misma seguridad y rapidez Domingo le colocó el anillo de titanio
atravesándole el capullo. El grito de Roberto fue desgarrador pero no hizo
ningún movimiento evasivo. Se dejó horadar y cuando se le ordenó que se
sujetase el pene con fuerza por su raíz para que se cohibiese la hemorragia lo
hizo sin preguntar nada. Cuando terminó me mandó a mi que le hiciese una
felación suave para limpiar bien el capullo y para que él sintiese el efecto de
una boca sobre su perforación. Me negué como siempre a una felación en seco sin
más motivación y Domingo se rió divertido de la broma que me acababa de gastar.
“Pensé que no te resistirías a
experimentar una depravación nueva”, me dijo muy festivo. A Roberto le dijo que
en un mes tendría la herida curada y entonces podría cambiarse el anillo por
otro más grande y luego por otro y así hasta que le entrase por el orificio el
calibre del candado que yo llevaba. Al decir esto se volvió hacia mí y me
preguntó si no tendría ganas de defecar, le contesté que no y entonces me dijo
que eso había que solucionarlo porque no aguantaba más las ganas de verme hurgar
la mierda con la boca. Al mentar ese acto repulsivo el pene se me endureció y
empecé a temblar pensando que el tiempo de hacerlo se acercaba a pasos
agigantados y no me daba ni cuenta de lo cerca que iba a estar ese momento. Con
mucha pompa y protocolo Domingo sacó una botellita de su maletín y
ofreciéndomela me dijo que me la bebiese de un trago, “Te sentará la mar de
bien”. Recogí el regalo que me entregaba
y leí el marbete. No me lo podía creer, era Agua de Carabaña. Me vio la cara de
aprensión y con un gesto de la cara me invitó a beber el líquido salado y
amargo. Me recordó que la orina es tan salada y amarga como esa agua y bien que
me gustaba bebérmela directamente de su fuente aunque sin los efectos
reconocidos del famoso agua, “aunque por si acaso”, dijo con una entonación
sarcástica, y sacó un frasquito pequeño de cristal color caramelo que me dio a
oler. El olor rancio y fuerte me hizo interrogarle con la mirada no alcanzando
a creer lo que la memoria me presentaba. Con una sonrisa divertida y un gesto
de ser algo irremediable me dijo que sí, que Aceite de Ricino.
Tragué saliva. Recordaba ese
aceite de mi niñez cuando era costumbre que los padres antes de fiestas
señaladas diesen una cucharada a sus vástagos para limpiarles el intestino y
poder afrontar los excesos festivos con las tripas limpias. Los dolores cólicos
que provocaba el susodicho aceite aún
los tenía en mi cabeza como los dolores viscerales más horribles que he sentido
jamás.
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