domingo, 10 de febrero de 2013

SUMISO Y FIEL V



Habían trascurrido las horas, porque Natacha me contó muchísimos detalles de cómo la hacían prostituirse en el lupanar y como los clientes de carretera no eran mucho mejores que los del prostíbulo de Ucrania, “hombres, con eso está dicho todo, y perdona por que seas uno de ellos”.
Hubo un silencio, sería de madrugada, cuando se escuchó movimiento en el piso de arriba, eran varias voces, cuatro, tal vez cinco voces distintas todas de hombre. Inmediatamente reconocí la de Domingo entre las otras. Después de bastante tiempo se escucharon exclamaciones de incredulidad y carcajadas, entrechocar de vasos y risas, se escuchaban voces sueltas como “no te creo” o “eso tengo que verlo”, “es un pliego que te estas tirando”. Finalmente se escucharon pasos y unas luces titilantes, como de linterna, comenzaron a avanzar hacia abajo por el hueco de escalera. Efectivamente eran cinco hombres contando a Domingo los que con velas en las manos estaban plantados en medio de la mazmorra. Levantaban las velas para ver mejor el espectáculo que tenían a su alrededor. Domingo, ufano y seguro de sí proclamó “mis esclavos sexuales, podéis hacer con ellos lo que os de la gana, os los dejo”. Sus cuatro amigos se quedaron mudos. Cuando se recuperaron preguntaban si no sería una broma bien orquestada. Por toda respuesta Domingo se dirigió a mí y halando de la cadena que me sujetaba el escroto dio un tirón fuerte. Me quejé levemente. Después me ordenó que le lamiese los zapatos y lo hice de mil amores,  deseaba, delante de extraños, demostrarle que era su esclavo, eso era de las cosas que más podían excitarme, porque alimentaba mi exhibicionismo a la par que daba rienda suelta a mis anhelos masoquistas. Luego poco a poco sus amigos fueron soltándose y dándome a lamer sus zapatos, lo que hice con gusto y excitación. No se lo querían creer a pesar de estarlo viviendo, pero uno de ellos, más arriesgado, se abrió la bragueta y le ofreció el pene a Natacha a su boca. Esta me miró con una sonrisa dulce con la que me lo decía todo. En su mirada estaba resumida toda su experiencia vital de resignación en el lugar que el destino le había asignado, no había que plantearse si haría o no la felación, es que era el único camino, no había opciones, y comenzó la felación con autentica delicadeza. Cuando el hombre hubo derramado su semen en la chica Domingo le ordeno que me lo traspasase a mi boca, lo que hizo Natacha obediente, luego me obligo a tragármelo, lo que no me costó ningún trabajo, gozaba escandalizando a los presentes haciendo cosas que a ellos les costaría hacer la propia vida y a mi, sin embargo, me producía satisfacción. Él, enseguida les contó que era preciso que yo comiese mucho para que pudiese cagar cuanto antes la llave con la que quitarme el candado del pene. Entonces fue cuando todos repararon en el candado que llevaba en el capullo. Uno me preguntó si no me dolía y por toda respuesta comencé a masturbarme de tal forma que me sufría tanto el capullo como el escroto que se encontraba sujeto por la cadena a la pared y se contundía a golpes de candado que además estiraba horriblemente el glande con peligro de rasgarlo. El que me había preguntado al verme como me castigaba a mi mismo, le dijo alarmado a Domingo que ver eso le empalmaba mucho y Domingo se limitó a decirle que si quería metérsela por algún agujero a cualquiera de los dos. Como ninguno de nosotros hacia ningún aspaviento Domingo se dirigió a sus espectadores y les dijo que enseguida verían movimiento. Empezó a derramar cera de las velas sobre los pechos de Natacha que se retorció de dolor. Enseguida a uno de los otros se le ocurrió hacer lo mismo pero sobre mi sexo. Con un potente “claro” Domingo invitó a los demás a derramarme su cera sobre mi cuerpo y mi sexo que respondió con una tremenda erección al comprobar cual era el calibre de la tortura que venía. En lugar de protegerme al vérmela venir me abrí de piernas en  la postura de rodillas en la que me encontraba y me recosté sobre la pared para que me rociasen bien. Las gotas primero y los chorros después me abrasaban la piel y el sexo pero el escozor de la quemadura me enardecía como nunca, estaba al punto del desmayo de dolor y placer. Fue cuando uno de ellos me introdujo el pene en la boca. Lo rechacé de inmediato. Domingo al verlo agarró el látigo y comenzó a flagelarme sin piedad, los otros al verlo le detuvieron. Domingo se quedó pensativo mientras yo quedaba recostado contra la pared gozando de mí sufrir. Como si se le hubiese encendido una lámpara en la mente exclamó “Ya está”. Desencadenó a Natacha  y la encadenó al plinto boca abajo con las piernas bien abiertas luego invitó a sus amigos a sodomizarla uno detrás del otro. Lo hicieron todos para luego llevarme a mí a chupar el producto de su lascivia en el ano de la chica. Mientras chupaba derramaban su cera sobre mis nalgas y alguno hasta se atrevió a azotarme con la palma de la mano. Finalmente Domingo me sodomizó a mí para después embadurnándose las manos y antebrazos de vaselina, mostrar a los demás como se hacia fisting. Quedaron impactados todos. Uno de ellos, el que había intentado que le hiciese una felación, me preguntó si de verdad aquello no me importaba, si no me dolía, ¿Cómo era que rechazaba una felación rápida y me prestaba a chupar y tragar el semen que todos habían eyaculado y que salía por el ano de una mujer? Le contesté que era feliz haciendo algo así, tan extravagante y tan repulsivo y con espectadores a los que hepatar, pero que una felación en seco a un hombre era una inmoralidad, me daba asco, nunca la había hecho y no la haría. La sodomización era diferente, un dildo de buen tamaño o una verga dura estimula al penetrar rozando y exprimiendo la zona de la próstata, el famoso punto “G”, y da más placer del que cualquiera pueda imaginar.
Era madrugada avanzada cuando Domingo y sus amigos algo más que borrachos, se fueron dejándonos a Natacha y a mí tirados y rendidos en el suelo de la mazmorra. El que me preguntaba tanto, quiso ayudarnos, pero Domingo se lo impidió diciéndole que eso era lo que nos gustaba y que no se le ocurriera arrebatarnos el placer. De  alguna manera decía la verdad.
Reuní fuerzas y le animé a Natacha a hacer lo mismo para subir las escaleras, lavarnos y dormir un poco. Apoyándonos el uno en el otro llegamos hasta el primer piso donde después de gozar los dos al tiempo de una ducha relajante y caliente, Natacha me curó las heridas del látigo en mi espalda, “tengo buena encarnadura, no te apures”, le dije, luego  nos acostamos los dos en mi cama. Antes justo de dormirme agotado del jabeque de todo el día tuve la ensoñación de que la mujer que yacía, ya dormida a mi lado, era mi mujer, la mía, con la que podía compartir todo aquello que me fascinaba sin temor a tener que disculparme por lo degradado o asqueroso que fuese o pareciese; sentí que vivir para siempre con aquella mujer sería lo más cercano a vivir en el paraíso. Un segundo después me quedé dormido en la seguridad de que aquel imposible nunca sería llevado a cabo.
Me hizo despertar una sensación urente de tirantez extrema en mi sexo. El candado se había quedado pillado debajo del muslo y Natacha me acariciaba el monte de Venus con mucha suavidad lo que me provocaba una tremenda erección que pugnaba por liberar el capullo de la presa del candado.  Cuando ella se dio cuenta en lugar de ayudarme a liberar la presa pasó la mano por debajo de mi muslo y agarrando el candado haló de él con suavidad pero con firmeza. Al instante sentí que un calambre me recorría el pene hasta mi bajo vientre y regresaba como una ola impetuosa rompiendo contra la escollera hasta la punta misma del glande, sentí una sensación inenarrable de nausea y a continuación un orgasmo lento y continuo que se prolongaba a impulsos de pequeños estirones que hacía Natacha del candado. Luego ella lamió con delicadeza mi pene consumiendo el semen esparcido y se acercó hasta mis labios para besarme con calidez y ternura. Sentí que de alguna forma ella me quería. Después de eso quedó tendida a mi lado, desnuda, dejando ver los huesos de sus caderas resaltar impúdicamente sobre su piel, su vientre derrumbado más que hundido y el monte de Venus como un otero de placer en medio de la llanura de su piel morbosa. Mi mano se fue sin que yo la guiase a su sexo y comencé a acariciar. Pude comprobar como al instante se ponía en pie su clítoris para juguetear con mis dedos. Empezó a jadear con delectación y a moverse de forma sinuosa sobre la cama. Acerqué entonces mi boca a su introito vaginal y comencé a lamer despacio, insalivando con fruición y gozando de la suavidad de sus tejidos en mi lengua. Me encontraba a gatas sobre la cama y sentía el peso de mi extravagante anillamiento en el glande, lo que me provocaba un impulso enfermizo a entregarme al sexo como si el sexo fuese todo objetivo en mi vida.  Mordisqueaba despreocupadamente el clítoris cuando ella me urgió a que la penetrase, le dije que con el candado sería doloroso pero no parecía escuchar, chillaba desesperada ya, que la penetrase como fuese.  Para entonces yo ya estaba recuperado y solo el pensar que iba a penetrarla con el candado puesto me abrió la mente a nuevas posibilidades de dolor y disfrute. Efectivamente a ella iba a dolerle pero sin duda alguna a mí también, con lo que la erección se hizo más incontestable aún, deseaba irrumpir en su cuerpo con el ariete metálico de la punta de mi sexo. Al principio con cuidado ayudándome de la mano para encarrilar bien el objeto a su acomodo y luego sin excusa, con abuso, con ella agarrándome fuerte de las nalgas y apretando, penetré y penetré en medios de gritos que ya no se sabía si eran de dolor insufrible o de placer infinito. Yo sentía que el capullo se me partía y el solo pensar en que podía sacar el pene sangrando y rajado como una  salchicha hizo que volviera a sentir un orgasmo pero esta vez mas doloroso que placentero, lo que me hizo alcanzar cotas de sufrimiento que me llenaron de satisfacción. Natacha también lanzó un grito y comenzó a llorar y a llorar, de alegría me decía, por la demostración de cariño que yo le acababa de hacer. Cuando al fin saqué el pene del cuerpo de la ucraniana no estaba rajado pero si sangraba, porque el candado había herido la raíz del clítoris de Natacha y parte del meato de mi verga por donde salía el metal curvado del candado. Ella entonces se dedicó a lamerme mi herida y yo la suya. Finalmente caímos rendidos y dormimos un sueño reparador hasta que nos despertó la puerta de entrada.
No me di cuenta de que estaba desnudo, era tal la naturalidad con que llevaba mi ausencia de vestimenta. Abrí la puerta y Juanita estaba delante de mí. Sin mediar palabra me echó mano al sexo y comenzó a acariciarlo, primero el fuste, luego el glande, al fin las bolsas. Ese tipo de caricia suave hacía que yo me rindiese de inmediato y de manera instintiva me hacia abrir la piernas para que la mano que acariciaba continuase hasta llegar al ano zona en la que el disfrute de la caricia era de otra calidad pero no por eso menos placentera. Detrás de mí apareció Natacha que al ver a Juanita en la puerta acariciándome el ano desde delante por entre las piernas le ayudó con sus expertas manos haciendo lo mismo con mis bolsas pero desde detrás. Yo tenía los ojos cerrados sin creerme que se pudiera gozar tanto y tan seguido sin que hubiese dolor y castigo por medio. Al fin Natacha agarró la mano de Juanita por entre las piernas y la atrajo suavemente hacia si incitándole a que le acariciase su sexo luego la atrajo hacia el interior de la casa conmigo por medio, yo me dejé hacer hasta que llegamos al sofá donde caímos los tres.
Las dos mujeres se desentendieron entonces de mí. Natacha se abría exageradamente de piernas para que Juanita la acariciase con sus manos. De forma tan natural como se abre una flor aquellas caricias llevaron a Juanita a acercar su boca al sexo de la ucraniana que comenzó a decir que como la boca de una mujer no podía existir una de hombre. Yo las contemplaba fascinado. La auxiliar regordeta que posiblemente hacia cuarenta y ocho horas habría vomitado si le hubiesen dicho que lamiese el sexo a otra mujer estaba entregada con avidez a succionar y lengüetear el clítoris y las ninfas de Natacha. Sin dejar de hacerlo se fue despojando de las ropas hasta quedar desnuda. Como en un ballet de complicada coreografía, sin una torpeza, con belleza,  las dos mujeres se fueron enroscando hasta quedar emparejadas boca sexo, dedicándose entonces la  una a la otra a proporcionarse placer hasta que, como el agua de un río desemboca en el mar, con esa naturalidad y fuerza de ser, las bocas fueron acercándose a los respectivos anos para lamerlos emitiendo quejidos y gruñidos de avidez por darse más y mas placer. Me fascinaba ver a aquellas dos mujeres amarse sin tapujos ni medida. En un momento dado Natacha me reclamó para que las azotase a las dos para así multiplicar el placer. Pensaba que Juanita pondría reparos después de lo vivido la noche anterior, pero en lugar de eso rugió mas que pidió que la azotase las nalgas a ella con dureza, Natacha ordenó que a las dos por igual y sin contemplaciones. Subí al cuarto de arriba y bajé con una fusta de equitación que sabía que provocaba un dolor lancinante y agudo y dejaba unas marcas rojas que una vez pasada la tormenta de la lujuria desatada, la mera contemplación provocaba el placer del recuerdo. Bajé asimismo unos dildos dobles de buen tamaño que sabía que las daría placer. Cuando empecé a disciplinarlas, Natacha mas acostumbrada al castigo se desentendió de la boca de Juanita y me ofreció el tremendo espectáculo de su sexo grueso y abierto por la excitación para que lo castigase. Empecé golpeándole el clítoris con la fusta lo que provocó que ella mordiese con furia el de su compañera que al sentir la huella de los dientes de Natacha emitió un aullido primero y un grito de placer después signo de acababa de experimentar un tremendo orgasmo, pero no por eso dejaba de empujar con su pelvis a la boca de Natacha a la que yo, ya golpeaba con fuerza en la parte interna de sus muslos de piel fina y suave y en sus ninfas que con el castigo se pusieron aun mas turgentes, escarlatas  y suculentas. Bramaba de dolor y de placer mientras seguía mordiendo el sexo de Juanita. Esta tenía la cabeza de Natacha abrazada con sus piernas dejando a la vista su ano. Tal como lo vi, se me ocurrió y lo hice, le introduje el dildo que había bajado más gordo a Juanita por su ano, y se volvió a correr. Comenzó a respirar de forma dificultosa hasta que cayó desmayada. Natacha a pesar de ello seguía gritando que continuase con la fusta castigándole el sexo hasta que con unos espasmos que semejaban una epilepsia experimentó un prolongado orgasmo y quedó finalmente como dormida al lado de Juanita.
Yo estaba una vez más muy excitado, mi adicción al sexo era ya palmaria y saberlo y a mi edad me llenaba de ilusión; ¡que mejor forma de consumir mis últimos días que entregado al sexo en cualquiera de sus formas! Realmente deseaba morir en medio de un orgasmo, la muerte como orgasmo de toda una gran masturbación: la vida.
El ver a las dos mujeres tendidas sobre el sofá en actitud lubrica hacía que me marease pensando en lo que podríamos seguir haciendo. Las desperté a base de rozarles mi pene con el frío candado colgando por sus bocas y estimulándoles sus vaginas con los dildos, las bese luego de despiertas, dulcemente y las animé a que me acompañasen al cuarto de arriba. Quería experimentar el placer de hacer la lluvia dorada con ellas, pero el piso de vivienda, la planta baja, era mi propia norma, había que respetarlo.
No les oculté lo que quería y ellas me acompañaron. El saber que me seguían, escalera arriba, que se sometían, que aceptaban mi voluntad por muy degradante o desagradable que fuese, me excitaba aún más.
Juanita dijo con voz trémula al subir que deseaba hacerlo aunque no sabía si lo soportaría, Natacha le dijo que no intentase evitarlo, que se sintiese esclava y aceptase mi voluntad como si de un rayo se tratara,  imposible, impensable domeñarlo o evadirse de él,  que directamente dirigiese la boca al chorro y experimentaría el placer de saber que se acepta algo que da un asco de muerte, el principio del placer por el dolor, poder dominar lo repulsivo por instinto, era lo que hacía realmente humano al placer. Aceptar el placer por placentero podía hacerlo cualquier animal, aceptar el dolor y entregarse a él como camino al placer, transformar el dolor en placer, era solo cosa de la condición humana.
En cuanto llegamos al piso, cerré la puerta tras de ellas con la emoción del adolescente que se encuentra a solas con la muchacha de sus sueños por vez primera. Encendí las luces de ambiente para que pudiesen ver como salía la orina del pene e iba  resbalando por el candado para recibirlo la boca. No era el hecho de orinarme en sus bocas era el hecho de saberme dueño de su voluntad, de hacerles aceptar lo que en cualquier caso se consideraría inimaginable, pensando con turbación en el momento que yo tendría que husmear en mi propia mierda para buscar la dichosa llave como aceptación de una orden dada por otro que se consideraba dueño de mi vida hasta el punto que a él se le antojase. Se sentaron las dos en el piso con la cabeza echada hacia atrás, entre mis piernas fláccidas de viejo, entreabiertas, debajo de mi verga que colgaba por efecto del metal que llevaba, perforando el capullo. Comencé a orinar sobre sus caras. Natacha abría la boca tanto como los ojos para no perderse ni una gota y gozar viendo venirse la rociada. Juanita hacia un remedo de abrir la boca con una mueca de asco y los ojos cerrados. Así no quería que fuese, no era una violación o algo parecido, debía ser algo querido, incluso deseado por Juanita, que pudiese disfrutar saboreando mi orina salada como el placer  y amarga como el dolor. Corté el chorro, no sin dificultad, lo que me proporcionó también placer. El dolor que provoca cerrar el esfínter y cortar la fuente de orina cuando el cuerpo quiere mantenerla abierta para evacuar la vejiga también es fuente de placer, provoca un calambre que originándose entre el ano y las bolsas de los testículos se prolonga hasta el capullo estallando en su punta y provocando una sensación quemante muy dolorosa, luego con el mismo dolor se recomienza a orinar cuando se decide continuar. Le dije a Juanita que si no quería participar podía marcharse pero que si quería hacerlo acercase la boca a mi pene para que la orina le entrase en la boca y se le desbordase por las comisuras al llenársele, ya que suponía que era demasiado para ella el pensar en tragárselo la primera vez. Natacha de inmediato acercó la boca a la barbilla de Juanita para recoger lo que a ella se le fuese escapando. Con cierto temor trufado de deseo sincero aproximó la boca entreabierta al candado manteniendo los ojos cerrados. Le dice que era preciso que viese como el preciado líquido salía de mi cuerpo y entraba en el suyo, porque así experimentaría el placer de la dominación de su propio cuerpo y sus instintos y añadido el  gozo que proporciona  saber que alguien ejerce dominación absoluta sobre su cuerpo que ella permite que desfallezca para dar placer al otro. Comencé a orinar sobre su boca que se fue llenando de orina que al rebosar caía resbalando por la barbilla hasta la boca de Natacha que sedienta se la bebía, hasta que Juanita no pudo dominar el cierre de su garganta sin ahogarse y empezó a tragar liquido amarillo, oloroso y caliente; ya no pudo parar y no solo eso, aplicó su boca al pene para que la orina entrase directamente a su boca y pudiese tragarlo todo. Así lo hizo. Cuando acabe de orinar ella siguió con el pene en la boca aunque el candado le comenzó a provocar nauseas y tuvo que retirarse. Después de haberse bebido mi orina quedó jadeante de placer, con la mirada morbosa y turbia del que desea ser llevado al confín de la depravación. Debió quedar tan excitada y encantada que le preguntó a Natacha si no podría probar su orina. Natacha se sintió fascinada y sin pensárselo se puso de pie y le aplicó el sexo a la boca de Juanita que comenzó a tragar hasta terminar igualmente. La cara de Juanita estaba desencajada, quería más y más, estaba hondamente asqueada y daba arcadas,  pero había aprendido que rebozarse en mierda es un placer exquisito reservado solo a unos pocos iniciados, deseaba encontrar el límite de la nausea y disfrutar de ella, llegar al abismo de la repugnancia y caer despeñándose por él. Le ofrecí argollarla los pezones como los tenía Natacha, pero le advertí del dolor que iba a sentir y de la relación que establecería con Domingo que era el que la iba a anillar. Debería ser su sumisa y fiel esclava para lo que él quisiera. No se lo pensó ni un segundo, me suplicó que se lo hiciese y además quiso una especie de candado para el clítoris también. Le dije que Domingo se marearía de placer al hacérselo.
Tuvimos que esperar a viniese Domingo, que ya me había anillado a mí hacia tiempo. En el transcurso de nuestra pequeña orgía anillaríamos a Juanita y la engancharíamos para siempre a nuestro credo. La verdad es que había progresado deprisa. Mientras esperábamos le pregunté que le había hecho cambiar de opinión, porque la noche anterior parecía que jamás íbamos a volverla a ver por la forma en que nos abandonó, exhausta y desencantada al parecer.
Nos contó que al llegar a su casa y verse desnuda en el espejo con las marcas recientes del castigo, comenzó a acariciárselas y entonces recordó la sensación del correctivo y se excitó mucho. Con el cordón que sujetaba las cortinas se apañó una especie de fusta y se aplicó a darse castigo y le gustó, tanto que se fustigó también el sexo lo que le provocó un tremendo orgasmo. Supo en ese instante que quería ahondar más y más en todo lo que se pudiera y en lo que no se pudiera experimentar también, por eso en cuanto se levantó, llamó al trabajo, echó un embuste y se vino para mi casa. En realidad, nos contó, toda su vida anterior no había valido ni la mitad de lo que le supuso la noche que paso en la mazmorra con nosotros y el perro. Mientras venía para mi casa estuvo elucubrando con la idea de que un burro o un pony la penetrase y se estremecía de placer, se acordaba de lo del perro y solo tenía cabeza para recordar su pene tieso y como me penetraba a mi, deseaba ver como me violentaba el ano un asno, pues si me cabía el brazo de Domingo un burro podía metérmela igualmente y a ella con mayor razón. Yo la escuchaba y la verdad es que la única razón por la que aún no me había entregado a un borrico había sido el no saber donde conseguir uno que estuviese adiestrado para esos menesteres. A Screw le enseñó desde cachorro Domingo pero un burro no sabría donde hacerme con él. Muchas noches que me encontraba a solas imaginaba que le hacía una felación a uno mientras Pilar me azotaba los testículos con un látigo corto hasta que el animal se derramaba en mi boca para luego ofrecerle mi ano al tiempo que yo le lamía el sexo a  Pilar. Esta imagen era causa indefectible de una masturbación bestial con un anillo de los grandes perforándome el glande y las bolsas firmemente atadas con un cordón, con las venas a reventar por la congestión, y haciendo oscilar violentamente el pene arriba y abajo sin llegar a tocármelo mediante bruscas tracciones de la cuerda que estrangulaba el saco de los testículos.
Cuando llegó Domingo, venía con el amigo que preguntó la noche anterior por el asunto de la felación. Roberto. Los otros no habían querido volver a saber nada de aquello, les pareció una excentricidad de Domingo indigna de ser repetida por ellos de manera que cuando el amigo les invitó a otra pequeña fiesta de dolor y dominación se excusaron todos salvo Roberto, en la treintena y con novia casadera, al que intrigaba el que el dolor pudiera generar esa especie de devoción y deseo de inmolación como mejor forma de llegar al placer total. Cuando llegaron y subieron al piso Domingo me saludó con un manotazo en las bolsas que me hizo aullar de dolor para después ordenarme que me callase, yo solo puede darle las gracias por el golpe ofreciéndole mi entrepierna por si quería volver a castigarla.  No me hizo ni caso. A Natacha le introdujo un dedo por cada una de las argollas de los pezones y retorció violentamente. Natacha en lugar de protegerse o esquivar el golpe, ensanchó el pecho y susurro con todo el énfasis de vicio que pudo que se los arrancase, pues suyos eran si eso complacía a Pilar. Venía dispuesto a una sesión dura. Roberto no pudo evitar el ver esto echarse mano a la bragueta y restregarse. Domingo le indico con displicencia que si quería desnudarse que lo hiciese, el daba el permiso, ya que en esa habitación, en ese momento él era Dios, solo se hacia su voluntad. Reparó entonces en Juanita y preguntó que hacia la desertora allí; la ordenó acercarse y sin más preámbulos le metió los cuatro dedos de su mano derecha por su sexo y el dedo gordo comprimiendo el clítoris haciendo presión hacia arriba. Juanita emitió un grito desgarrador y el la abofeteó mandándole callar y la soltó. Luego se dirigió a mí muy serio y me chilló en la cara, muy cerca, mientras yo la humillaba, que o metía en cintura a mi invitada o me tendría que atener a las consecuencias. Se volvió a Juanita e intentó otra vez lo mismo, ella instintivamente se defendió, fue una décima de segundo nada más, una pequeña vacilación para a continuación relajarse y ofrecer su sexo a la mano de Domingo que con saña y violencia la violó con el puño, provocando en la mujer que jadease bien de dolor o de placer o de las dos cosas porque comenzó a acompasar sus caderas a las arremetidas de puño de Domingo. Natacha se acercó por la parte izquierda de Domingo para que le hiciese a ella lo mismo con su otra mano. Lo hizo y estuvo entrando y saliendo de ellas con sus puños hasta que los orgasmos dejaron exhaustas y casi desmayadas a las mujeres. Roberto estaba fascinado, no dejaba de frotarse su miembro a través del pantalón, hasta que sin poderlo remediar comenzó a desnudarse, hasta quedarse como estábamos nosotros tres, con el pene muy enhiesto y ganas de culminar su deseo. Domingo le ordenó que me sodomizase a mí al tiempo que le advertía que lo de que Dios allí era él rezaba también para el mismo, que se lo pensase antes de empezar. Roberto estaba tan excitado que dijo que sí casi sin pensarlo y se dirigió a mí. Yo le ofrecí de inmediato la espalda  basculando las caderas hacia atrás y separando las nalgas con ambas manos para ofrecer el ano y Roberto penetró en mi cuerpo como lo haría una barra de hierro candente en un bloque de sebo. Nada más entrar, tal era su excitación, se vació en un par de espasmos. Con el pene envuelto en semen y goteando preguntó que donde podría orinar, pues no había visto el inodoro que estaba al fondo de la habitación, por toda respuesta me agaché y abrí la boca delante de su miembro que comenzaba a detumescer indicándole que su urinario era mi boca. Me sujetó por los hombros acercó su glande a mis labios y comenzó a orinarme. Abracé su capullo con los labios para que nada se perdiese y tragué toda la orina con la que me obsequió, luego terminé por lamer las gotas ultimas que salían y remate lamiéndole el fuste del pene de los restos del semen que había eyaculado antes. Juanita jadeante del último orgasmo bestial me reprochó el hacer esto pues quedaba claro que acababa de hacer una felación. Tuve que puntualizarle que aquello no había sido una felación sino una prueba de sumisión a Domingo, que en ese momento era Dios en aquel espacio y no había puesto objeción sabiendo yo que aquella actuación sería de su agrado. Cualquier hombre podía metérmela en la boca pero en medio de una actuación en la que hubiese por medio una o más mujeres participando para que pudiesen comprobar el grado de sumisión y fidelidad a mi amo.
Domingo parecía estar complacido con el espectáculo y se felicitó de lo bien que nos habíamos compenetrado. Se quedó mirándonos un buen rato mientras las mujeres se desperezaban y con una sonrisa cínica, le habló a Roberto recordándole que ahora era suyo y por tanto debía obedecerle; ese era el juego. Fue curioso cómo Roberto al saberse objeto de posesión de alguien y esperar ser ordenado disparó la erección de su pene. Le excitaba el juego y se sorprendía de que fuese así y yo no fui ajeno a ello. La frase nos dejó a los cuatro helados por la carga que llevaba: “Veamos hasta donde eres capaz de llegar, Roberto. Ahora te va a sodomizar mi esclavo a ti”. Yo me eché mano al pene para resaltar que en un ano y además virgen, o eso suponía yo, sería imposible meter el candado, por lo que Domingo hizo como un gesto de olvido y rectificó: “es cierto, no va a poder ser, entonces, te sodomizaré yo mismo”. Las mujeres se miraron con un gesto cómplice y expresaron mediante un corto aplauso su aprobación y sorpresa por el espectáculo. Domingo no se molestó ni en desnudarse, se desabrochó la bragueta y se sacó el pene, que estaba fláccido. Ordenó a las mujeres que le excitasen convenientemente con la lengua al tiempo que me ordenaba a mi que preparase su agujero para poderlo penetrar. Roberto miraba desconcertado con una sonrisa bobalicona esperando que de un momento a otro alguien saltase con una carcajada dando por finalizada la broma. Su pene se había caído algo y permanecía de buen grosor pero sin consistencia. Yo acerqué al centro de la sala un potro de los de los gimnasios que estaba particularmente preparado con una escotadura en el centro para que el ni pene ni los testículos quedasen aprisionados y pudiesen manipularse desde abajo sin problemas y que las erecciones de los varones que se colocasen se manifestasen en todo su esplendor.  Empujé a Roberto hacia él aparato obligándole a tumbarse flexionándose sobre el abdomen. Me sorprendió la mansedumbre, quizá era solo estupefacción, sin la más mínima oposición.  Luego le separé las piernas a lo que tampoco se opuso y até con unas argollas que tenían las patas del potro sus tobillos para que no cerrase las piernas. Con las manos por el otro lado hice lo mismo y Roberto quedó inmovilizado para su sacrificio. Me llamó la atención el que no intentase excusarse y jadease como si estuviese disfrutando de lo que se le venía encima, y desde luego conociendo el sexo de Domingo, no era pequeño. Le separé las nalgas para embadurnar el ano de crema para sodomía y aminorar el sufrimiento por el que iba a pasar y entonces comprendí el porqué de la docilidad del amigo de Domingo para plegarse al juego. Ignoro si este montaje no era más que un circo preparado por los dos para hacérselo delante de nosotros y añadir al placer homófilo el del exhibicionismo o si a Domingo le surgió la idea sobre la marcha para escarmentar a su amigo y hacerle ver que en cuestiones de sexo el no bromeaba y además llevaba siempre la voz cantante. El caso es que a pesar de que en la habitación había penumbra pude ver con toda perfección que lo que debería haber sido un ano perfectamente circular propio de un ano virgen se había convertido en una hendidura de unos dos centímetros de eje longitudinal con unos bordes como labios que hacían de él una pequeña boca dispuesta a besar y a tragarse cualquier pene que le pasase cerca, en este caso el de Domingo. Quise comprobar y con los dedos bien lubricados le introduce los tres centrales de la mano, que se hundieron sin dificultad arrancando un gemido de placer al muchacho. No pude por menos que exclamar “Vaya, vaya” y recordé como fue él quien me preguntó el porqué de negarme a una felación sin más. Domingo me apartó y con su verga bien tensa le apuntó al ano y sin más contemplación entró en su cuerpo con un fuerte golpe de caderas. Roberto levantó la cabeza con un grito a medias de dolor y de gusto y entonces lo comprendí. Esto no ocurría por primera vez, no era más que la repetición de algo que ellos hacían desde mucho tiempo antes. Me acerqué entonces yo por delante y subiéndome a un escabel le ofrecí mi ano para que lo lamiese mientras a él le violentaban el suyo. No hizo ningún asco a la propuesta, al contrario le apretaba mi cuerpo contra su boca y el levantaba la cabeza para que su lengua pudiese llegar con más profundidad dentro de mi. Succionaba y lamía con ganas. Natacha y Juanita se dedicaron a sus genitales lamiéndolos y tironeándolos y dado que acababa de eyacular dentro de mí ano, no alcanzaba el orgasmo y las mujeres podían juguetear como querían con su pene y sus bolsas a su antojo. Cuando Domingo al fin se vació dentro de Roberto me reclamó para limpiarle con la boca su sexo y para lamer el ano del que antes me lo había hecho a mí.
Con un “Bueno, ya está bien” Domingo dio por terminada aquella sesión. Yo desaté a Roberto de su potro y el me acarició el pene en respuesta y de una forma natural me rozó los labios con los suyos. Me dejó sorprendido porque aquella expresión de dulzura  que aparte de homófila y por tanto desagradable para mí, estaba totalmente fuera de lugar en aquellas circunstancias y en aquel escenario en el que el sexo por el sexo eran los protagonistas y nada parecido al amor o a las emociones sentimentales tenían cabida.
Le dije a Domingo cual era el deseo de Juanita y se entusiasmó, Juanita al ver que se iba a hacer realidad su nauseoso deseo, el estomago envuelto en el vértigo del miedo al dolor, hizo como intención echarse atrás pero Natacha le animó prometiéndole que disfrutaría como nunca lo podría ni imaginar. Nos sorprendió a todos que Roberto le rogase a Domingo que le hiciese un Príncipe Alberto como el que yo llevaba. Domingo le advirtió que si se lo ponía sería para ya no quitárselo nunca, al menos mientras durase la relación que mantenían y de esa manera nos enteramos de la bisexualidad de Domingo y del misterio de la ruptura con Pilar. Lo me quedé sin saber en ese momento fue si la ruptura de Pilar fue anterior o posterior a conocer a Roberto. Mas adelante Roberto me contó que Domingo les pilló a él y a Pilar en la cama y esa fue la causa de su ruptura. Ellos se conocían de antiguo a pesar de la diferencia de edad y cuando Roberto suplicó a Domingo que no terminasen así su amistad por un polvo más o menos, Domingo le contestó que si por eso era, se sentiría satisfecho si le ofreciese el culo para partírselo esperando que Roberto como era lógico se negara indignado por la ofensa a su masculinidad, pero lo que no sabía Domingo era que Roberto lo tenia partido de antiguo por lo que no encontró óbice alguno a aceptar la propuesta, ya que a Domingo nunca le desagradó meter su pene “in vaso impropio” dada su condición bisexual. Esta misma condición la tenía Domingo asumida y aparcada desde su adolescencia en que mantuvo una tórrida relación con un compañero del equipo de fútbol en el que jugaba en juveniles y sobre la que se pasaba de puntillas en cualquier conversación que mantenían achacándoselo  los dos, bien a los efluvios de alcohol ingerido mas de la cuenta los fines de semana o a cosas de chavales que exploran su propia sexualidad sin tener que darle mas importancia.
Domingo se ausentó en busca de su maletín donde guardaba las pinzas de triangulo y los trocares para perforar junto a los anillos de titanio para dejar colocados.
Juanita respiraba alocadamente y de forma instintiva se masajeaba su sexo, sabedora de que por alguna razón muy profunda era incapaz de negarse a esa ceremonia, vestirse y largarse con o sin portazo. Temblaba de nervios o excitación o seguramente de las dos cosas mientras que Roberto me decía que deseaba poderosamente ver la sangre de su pene correr tras la agresión de la perforación del glande y me enseñaba su capullo ingurgitado y tenso deseoso de ser atravesado y anillado como yo lo estaba. Quería sentir el dolor y la destrucción insufrible del daño ocasionado con plena conciencia y a voluntad. No sabía, me confesó si terminaría eyaculando de excitación cuando sintiese su carne herida a manos de Domingo.
La intervención de Domingo fue fría, profesional y precisa. Juanita estuvo a punto de perder la conciencia del dolor infringido cuando le atravesó el capuchón del clítoris que automáticamente se disparó en una erección de una dureza extrema. Juanita no se explicaba como podía ocurrir tener un deseo tan intenso después del dolor sufrido y habiendo podido comprobar que solo el roce de los anillos recién puestos le provocaba un dolor agudo y terrible, pero deseaba ese dolor al imaginárselo provocado por un pene penetrando con fuerza en su vagina. Domingo se le ofreció y ella se desmayó por el dolor o el placer, no supo explicarlo después. La dejamos tumbada en un rincón al cuidado de Natacha que malévolamente le movía los anillos de los pezones rozándoselos con los labios para comprobar si despertando ese dolor, se despertaba ella del trance.
Luego le tocó el turno a Roberto. No había forma de que el pene se relajase, tal era la excitación ante la manipulación que iba a sufrir. Domingo esperaba porque decía que de esa manera la hemorragia sería muy grande e instantánea y no iba a tener campo para trabajar. Con el mango de unos de los azotes le propiné sin que el se percatase de que iba a hacerlo un golpe seco en el fuste del pene y al instante éste se relajó. Se tendió entonces en el potro que antes había servido para sodomizarle y con la misma seguridad y rapidez Domingo le colocó el anillo de titanio atravesándole el capullo. El grito de Roberto fue desgarrador pero no hizo ningún movimiento evasivo. Se dejó horadar y cuando se le ordenó que se sujetase el pene con fuerza por su raíz para que se cohibiese la hemorragia lo hizo sin preguntar nada. Cuando terminó me mandó a mi que le hiciese una felación suave para limpiar bien el capullo y para que él sintiese el efecto de una boca sobre su perforación. Me negué como siempre a una felación en seco sin más motivación y Domingo se rió divertido de la broma que me acababa de gastar.
“Pensé que no te resistirías a experimentar una depravación nueva”, me dijo muy festivo. A Roberto le dijo que en un mes tendría la herida curada y entonces podría cambiarse el anillo por otro más grande y luego por otro y así hasta que le entrase por el orificio el calibre del candado que yo llevaba. Al decir esto se volvió hacia mí y me preguntó si no tendría ganas de defecar, le contesté que no y entonces me dijo que eso había que solucionarlo porque no aguantaba más las ganas de verme hurgar la mierda con la boca. Al mentar ese acto repulsivo el pene se me endureció y empecé a temblar pensando que el tiempo de hacerlo se acercaba a pasos agigantados y no me daba ni cuenta de lo cerca que iba a estar ese momento. Con mucha pompa y protocolo Domingo sacó una botellita de su maletín y ofreciéndomela me dijo que me la bebiese de un trago, “Te sentará la mar de bien”. Recogí el  regalo que me entregaba y leí el marbete. No me lo podía creer, era Agua de Carabaña. Me vio la cara de aprensión y con un gesto de la cara me invitó a beber el líquido salado y amargo. Me recordó que la orina es tan salada y amarga como esa agua y bien que me gustaba bebérmela directamente de su fuente aunque sin los efectos reconocidos del famoso agua, “aunque por si acaso”, dijo con una entonación sarcástica, y sacó un frasquito pequeño de cristal color caramelo que me dio a oler. El olor rancio y fuerte me hizo interrogarle con la mirada no alcanzando a creer lo que la memoria me presentaba. Con una sonrisa divertida y un gesto de ser algo irremediable me dijo que sí, que Aceite de Ricino.
Tragué saliva. Recordaba ese aceite de mi niñez cuando era costumbre que los padres antes de fiestas señaladas diesen una cucharada a sus vástagos para limpiarles el intestino y poder afrontar los excesos festivos con las tripas limpias. Los dolores cólicos que provocaba el susodicho aceite  aún los tenía en mi cabeza como los dolores viscerales más horribles que he sentido jamás.

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