Roberto estaba en la cocina
buscando algo que comer.
Desde que estuvo para su
cumpleaños había crecido una enormidad, estaba altísimo y aunque aún estaba
desgarbado se le apuntaban ya maneras de ir a tener un tipazo de revista.
- Hijo, que alegría. Mira quien
ha venido
Y Brunilda apareció con cara de
satisfacción. El chico se echó en brazos de su nany y la cubrió de besos y de
pronto se separó y enrojeció.
- No te apures Roberto, para mi
sigues siendo y serás siempre un niño como el que cogí de mantillas, conmigo no
hay apuro. Mira te presento a un amigo, Klaus.
Klaus levantó la mano y Roberto
le tendió la suya de forma vacilante. En realidad aunque ya con cuerpo de
hombre solo tenía trece años.
- Bueno Alejandro – cortó la
conversación Brunilda – nuestro avión sale esta tarde, ya nos despedimos.
Llegamos ayer a ver a tu padre – dijo dirigiéndose al chico – y ya nos tenemos
que volver.
- Os llevamos nosotros al
aeropuerto – me ofrecí yo tan cortado como todos.
- No, no, pedimos un taxi. Es
mejor que estéis los dos juntos el mayor tiempo posible. Igual que llegamos nos
iremos.
Mientras Klaus ya había pedido un
taxi por teléfono.
- En media hora está aquí.
- Entonces, es más que de sobra
para que Roberto nos cuente sus andanzas por esas islas británicas.
Roberto volvió a enrojecer y con
media sonrisa no arrancaba a expresarse.
- Cuenta, hijo, como ha ido el
curso – intenté rebajar la tensión.
- Bien, todo lo llevo bien…, la
disciplina es lo que llevo peor, estos ingleses son muy…, como diría yo, muy
estirados y luego está el famoso vicio ingles…
- No me digas – se asombró
Brunilda – que aún…
- Si Brunilda, aún.
- Y a ti…
- Si Brunilda, no solo a mí. Yo
creo que todos, antes o después hemos pasado por la experiencia.
- Bueno ya, está, de qué coño
estáis hablando – alce la voz incomodado.
- No sabes que es el vicio
inglés, por lo que veo – se dirigió Brunilda hacia mí – consiste en azotar las
nalgas como medida disciplinaria. O bien en la intimidad del despacho del
director o profesor o como medida ejemplarizante ante los alumnos, el muchacho
se baja los pantalones y la ropa interior y el maestro azota con una vara las
nalgas sin que el alumno pueda expresar la menor queja, signo de aceptación
voluntaria del castigo.
Según escuchaba la explicación
desapasionada de Brunilda y con el mayor remordimiento del mundo sentí que me
empalmaba irremediablemente y visioné la imagen de mi hijo agachado y apaleado
en las nalgas y la irritación mezclada con lujuria que me embargo me hizo
explotar de indignación, no tanto con la practica abusiva y aberrante británica
sino porque me sorprendía a mi mismo interiorizando de forma lubrica el acto y
pasaba a calificarme como degenerado sin posible disculpa.
- Vas a salir de ese colegio
inmediatamente. No voy a consentir que te vuelvan a golpear ni una vez más, es
indignante.
Roberto empezó a llorar
inexplicablemente, de forma mansa, ante mi amenaza y yo, completamente
descolocado por la reacción de mi hijo me quedé callado mirando a unos y otros
mientras Brunilda abrazaba al niño y le consolaba.
- Pero Roberto – intenté recobrar
la calma – que pasa, ¿que quieres seguir en tu colegio o lloras porque te duele
que se haya sabido que te aplican castigos corporales?
- Yo quiero seguir en mi colegio,
con mis compañeros, que son amigos míos. No te creas que están todo el día
atizándonos, es solo cuando nos saltamos la disciplina y no está mal que nos
enseñen cual es el resultado de saltarse las normas. Como dice mi tutor, los
golpes que nos de la vida cuando nos saltemos las normas y seamos mayores serán
sin duda, mucho más dolorosos que cinco varetazos en las nalgas, de manera que
si de esta manera interiorizamos el que las normas son para aceptarlas habremos
ganado mucho para el futuro. Papa, solo pretenden educarnos para un mundo
cruel, en el que nos tendremos que mover con cuidado para que no nos castigue y
en esa ocasión sin muchas posibilidades de enmendarse.
- ¿Tu madre sabe estas cosas?
- No se papa, estas cosas no son
para contarse, acepta uno el castigo porque se merece y punto.
- Está bien.
En ese momento llamaron a la
puerta. El taxi acababa de llegar. Brunilda dio un abrazo a Roberto y Klaus le
dio la mano amistosamente. De mi se despidieron de una forma protocolaria y con
un “estaremos en contacto” salieron por la puerta.
Roberto, una vez que se hubieron
ido me preguntó algo extrañado por la visita, le contesté que estaban en Cádiz
de vacaciones y decidieron hacerme una visita.
- ¿Nos vamos a dar un baño? – le
pregunté de forma jovial y festiva.
- Al Palmar papa, quiero ver lo
de las tablas y eso.
Pasamos la semana que Roberto estuvo
en casa yendo todos los días a la playa del Palmar a bañarnos. El se quedaba
hipnotizado con el volar de los surfistas sobre las olas y la sensación lúdica
que produce contemplar el deslizamiento hurtándose a la espuma que quiere
engullir tabla y deportista y haciendo mil piruetas sobre las crestas para
arribar finalmente a la playa sin ser descabalgado por el agua embravecida. Me
fijaba en su porte de deportista con sus bermudas, floreadas y chillonas, y le
imaginaba sobre una tabla desafiando los elementos, con su pelo rubio de bucle
amplio empapado y desplegado al viento que le empujaba ola abajo, venciendo en
la lucha contra la mar. Me sentía orgulloso.
- ¿Quieres una tabla? – le
pregunté esa misma tarde.
Por la mañana nos fuimos temprano
a Tarifa y Roberto se equipó de todo lo necesario, un par de neoprenos, un par
de tablas, inventos, parafina y toda la parafernalia que acompaña a este
deporte tan estético y sensual.
- Y ahora, en los cuatro días que
te quedan, seguro que habrá alguien en la playa que quiera darte los rudimentos
de surfeo, ¿te apetece?
- Papa, es el mejor regalo que
podrías haberme hecho.
Uno de los muchos chiringuitos
que ofertaban clases de surf fue en el que caímos para contratar a tiempo
completo a un profesor. Esos cuatro días Roberto no solo aprendió los
rudimentos sino que aprendió a sostenerse sobre la tabla con cierta soltura.
Estaba entusiasmado y yo con él.
El último día que estuvo en casa,
al volver de la playa e ir a ducharse entré detrás de él en la ducha y le vi de
espaldas. Me impresionó. Tenía las nalgas marcadas de haber sido azotado varias
veces. Daba pena ver un trasero tan perfecto en un cuerpo de piel tan pura que
sobre todo era carne de mi carne, cruzado de marcas ya indelebles de un castigo
que juzgaba excesivo.
- Roberto, eso no son marcas de
un castigo ocasional y aislado. A ti te han azotado más de una vez.
- A mi y a todos, papá – me
contestó en voz baja, avergonzado, sin volverse.
- Eso son cicatrices de heridas
de bastonazos que te han hecho sangrar.
- Me lo merecía y ya no quiero
hablar más del asunto, papá.
- Pero te ha tenido que doler – y
mientras se lo decía irritado pensando en la tortura que habría supuesto para
mi hijo el ser así azotado le tomé por los hombros y le giré para que me mirase
a los ojos y me repitiese lo que me acababa de decir de espaldas – repítemelo…
Y tuve que callarme, bajar la
cabeza y salir del cuarto de baño con un lacónico “dúchate”.
Al volver al chico me encontré
con un cuerpo de hombre con genitales de hombre con su vello completo y una
erección explosiva. Nunca me habría imaginado nada igual, la conversación sobre
las cicatrices y los azotes habían despertado la libido en el muchacho; no supe
como enfrentar el problema y decidí que el tiempo fuese el que diese con la
solución. Para más complicación mientras salía, completamente abrumado del
cuarto de baño sentí como mi pene crecía de excitación. Me di asco y pensé que
la muerte sería una buena solución a mis devaneos estupidos y desviados.
Cuando Roberto terminó de
ducharse bajó al salón donde yo me estrujaba el magín pensando como habría de
reaccionar cuando mi hijo volviese a mirarme a la cara.
- Me voy a acostar temprano,
mañana viene antes de la diez el chofer de mama para llevarme al aeropuerto.
Me dio un beso en la mejilla y se
fue a su dormitorio. Yo no hice la menor mención al descubrimiento de sus
lubricidades, como si nada hubiese sucedido. De alguna manera me sentí
aliviado.
Los días posteriores a marcharse
Roberto, no dejé de pensar en aquella imagen de aquel cuerpo escultural
rematado por una especie de falo gigante que emergía de una maraña de vello
azabache y ensortijado y como mi cuerpo había reaccionado provocándome una
erección. Pensé en como no es recomendable jugar con esa serpiente venenosa de
las variantes del sexo, por mucho placer que procure sentirse en peligro,
porque antes o después caes bajo el efecto de su ponzoña. Y a mí, al parecer,
esa ponzoña me había gangrenado el alma.
Después de una semana
torturándome con mis sentimientos como instrumento inmisericorde decidí que no
volvería a ver a Roberto. Solo el pensar en su cuerpo rasgado de cicatrices en
su trasero me hacía reaccionar el mío y no me lo consentía.
Era consultor de la OMS y solicité un permiso para
ser visitador de viaje por el mundo, asesorando, inspeccionando y estando a pie
de obra para fiscalizar lo que la organización tenía a su cargo en todos los
rincones del mundo. Así se lo comuniqué a Cristina. Ella tendría que hacerse
cargo de Roberto, por lo menos hasta que yo exorcizase los demonios que me
había metido en el cuerpo a base de querer experimentar. El problema era que ya
sabía y el olvido parecía misión imposible. No quise explicar a Roberto que no
volvería a verle en una buena temporada y cuando estaba a punto de volar a
Belice le llamé al internado para decirle que me iba a Centroamérica en viaje
profesional para la OMS ,
no sabía cuando podría volver y estaría en contacto.
Estuve rodando por el mundo,
ningún continente fue ajeno a mi huella hasta que en una de las llamadas que
hice a mi hijo al colegio me enteré que ya tenía diecisiete años, estaba a
punto de ser mayor de edad y abandonar el colegio y empezar a estudiar leyes en
Yale en cuanto acabase el verano que querría pasar conmigo, porque hacia ya
casi cinco años que no le veía y como me dijo: “No te parece que tu y yo deberíamos
tener una charla de hombre a hombre, que ya lo soy papa”; me dejó de piedra, mi
niño, ya era un hombre y yo había estado mirando deliberadamente para otro
lado.
Los casi cinco años que estuve
sin verle había viajado en vacaciones con su madre por medio mundo, raro fue
que no nos encontrásemos salvo porque los sitios por los que ellos frecuentaban
no eran los deprimidos en los que yo me refugié para olvidarme de todo, hasta
de mi mismo. Siempre encontró una playa cerca en la que la práctica del surf
fuese común por lo que ya cerca de la mayoría de edad era un consumado surfista
que conocía los siete mares.
Cuando me habló con aquella voz
de hombre ya hecho reclamando una conversación seria no pude imaginar que se me
volviese a la mente la imagen nítida de aquel trasero cruzado de vergajazos
cicatrizados, pero no podía negarme a mi mismo ni a él una visita y una
explicación.
- De acuerdo Roberto, estoy en
Senegal, mañana voy para Cádiz. Teniendo en cuenta las combinaciones espero
llegar a casa en dos días, te espero allí.
- Yo acabo aquí en una semana y
al día siguiente de llegar a casa cumplo los dieciocho – y me preguntó – tienes
el dinero que me ingresa mama todos los meses para manutención, ¿no?
- Claro, ¿por qué?
- Me he sacado el carné de
conducir aquí, bueno era obligatorio en el colegio sacárselo, y me voy a
comprar un coche en cuanto llegue.
Le esperaba con nerviosismo.
Llevaba en casa cinco días sin saber que hacer, daba paseos por la playa y daba
vueltas al jardín como si estuviese en una celda de castigo, parecía un
adolescente que tiene su primera cita. Dormía mal y era incapaz de trabajar en
nada. Por fin llegó el momento y la puerta que yo mantenía abierta para que no
tuviese que llamar se oscureció cuando ocupo su espacio el cuerpo de un
hombretón fuerte y sonriente. Era más alto que yo con el pelo rubio quemado por
el sol, recogido en una coleta con una gomilla. Me dio un abrazo que por poco y
me estrangula. Me estampó dos besos en las mejillas, me agarró por los hombros
y me separó para mirarme a los ojos con los suyos verde intenso sonrientes.
Estaba moreno tostado de tanta tabla.
- Serás ya todo un especialista –
le dije enamorado de su figura.
- Soy un crack, papa. Y vamos
ahora mismo por el coche que yo quiero. Lo hay en un concesionario en Marbella,
que ya me he enterado así que vámonos ahora mismo que lo necesito para mañana,
me voy a Portugal con unos amigos – y girándose sin soltarme gritó - ¡Pasad!
Entraron dos mocetones como
Roberto cada cual mas de revista que el otro. No pude por menos que exclamar.
- ¡Tendréis las tías a docenas!
- Bueno papa, de eso ya
hablaremos a la vuelta. Me doy un duchazo y nos vamos para que puedan hacer el
papeleo del coche para irnos mañana los tres.
Invité a sus amigos a sentarse
mientras Roberto escalaba al piso de arriba en tres zancadas. Me quedé
conversando hasta que me di cuenta de que no tendría toallas para secarse al
salir de la ducha. Me disculpé con los muchachos y subí para dárselas.
El cuarto de baño de su
habitación tiene una ducha con una mampara transparente. La puse así para estar
al tanto, cuando era más pequeño de si se caía o le ocurría un accidente. Como
siempre se había dejado la puerta del cuarto de baño abierta y desde ella se
veía de forma panorámica la ducha a través del cristal blindado. Roberto estaba
dentro con la ducha abierta en modo chorro, en posición de escorzo de manera
que yo le veía a él pero el no me veía a mí. El chorro de la ducha se veía
salir caliente y a presión y Roberto estaba en una potente erección dejando que
el chorro le golpease el capullo sujetándose la raíz del pene para impedir que
con la fuerza del agua ésta dejase de impactarle. Se estaba masturbando con el
chorro caliente de la ducha. Se observaban perfectamente las cicatrices de las
nalgas, pero yo recordaba a la perfección las que tenía cuando se las vi hacía
cuatro años y ahora tenía más y más profundas. De inmediato aquella visión me
hizo tener una erección tremenda, pero fui incapaz de sustraerme al placer que
me proporcionaba, e imagine que aquel pene de mi hijo me impactaba en la
garganta y me la inundaba de su semen. Me mantuve observando hasta que pude
contemplar como un chorro blanco nacarado se confundía con el chorro de agua y
su cuerpo se relajaba del todo. Me retiré un poco y golpeé la puerta con los
nudillos.
- Roberto, aquí te dejo toallas
que te has metido en el agua sin pensar que las necesitabas.
- Vale papa, déjalas ahí.
Tuve que esperar un rato hasta
que pude descender al piso inferior cuando se me pasó la erección que tuve.
Estaba triste y alegre al tiempo. Me había encelado en el cuerpo y la
masturbación de mi hijo, pero había aceptado que el sentimiento era ese, no
podía y no quería luchar contra él, al haberlo aceptado así, había disfrutado.
Cuando hablase con él se lo tendría que confesar. Solo temía que me rechazase y
no volviese nunca a mirarme a la cara. No sabría si iba a poder soportar el que
mi hijo dejase de hablarme, de recordarme, de quererme.
En menos de dos horas estábamos
en Marbella. En C de Salamanca estaba el oscuro objeto del deseo de Roberto, el
Hummer largo, un monstruo de gasolina que necesitaría una cisterna de Repsol
detrás para poder llegar a Portugal. Cuando entregué mi American Express sin
límite para pagar los ciento once mil euros que costaba el coche al contado, el
empleado no movió un músculo, se limitó a pasar por el datafono la tarjeta y a
entregarme el recibo cuando no pasaron ni tres segundos y salió impoluto de la
impresora del ingenio.
- Me lo tengo que llevar ahora –
exigió Roberto
- Hay que matricularlo, señor –
contestó muy educadamente el empleado.
- Pero mi hijo, lo quiere ya. Se
va a Portugal mañana temprano y nos tenemos que volver a Cádiz – tercié en la
conversación – alguna manera existirá de que mi hijo se lo lleve en este
instante y ya se le pondrá la matricula.
- Me temo que eso no va a poder
ser, señor – el empleado empezó a perlar su frente de gotas de agobio.
- ¿Podría llamar a su superior? –
cortó mas educadamente aún Roberto, con una seguridad y aplomo que me
sorprendió.
En ese momento un caballero
exageradamente elegante ataviado para la hora que era se acercó. Parecía ajeno
a todo, pero no perdía ripio de lo que estaba sucediendo.
- ¿Les puedo ayudar en algo?
- Acabo de comprar ese coche al
contado, como no podía ser de otra forma – dijo señalando un Hummer pintado de
negro que había en la exposición - y me lo quiero llevar ya, pero al parecer su
empleado no acaba de encontrar la formula para darme el capricho de hacerlo en
este instante hasta que la matricula sea un hecho.
El hombre de una edad algo avanzada,
se me quedó mirando a mí que parecía ser el de mayor edad para que le hiciese
entrar en razón a aquel pollo tan educado pero tan intransigente.
- Es mi hijo - le aclaré - el
dinero es suyo y se lo ha comprado él, es mayor de edad y sabe perfectamente lo
que hace. En los círculos que él se ha movido durante su educación en Gran
Bretaña, esto no es ninguna extravagancia, solo un privilegio por exhibir
determinado apellido y se considera con derecho…, ahora si no puede ser…, el
aeropuerto de Málaga está a una hora y de la misma manera que he pagado el
coche con la American Express
puedo alquilar un jet privado y en una hora estar en Madrid donde estoy seguro
que no van a ponerme ninguna pega para que él esté mañana con sus amigos en
Portugal haciendo surf, como es su deseo.
- Bien, creo que podríamos
arreglarlo, déjenme que haga un par de llamadas, aún está Trafico abierto y
quizá…
Se retiró a su despacho
acristalado del que acababa de salir y habló por teléfono durante medio minuto,
al cabo del cual volvió.
- Si pueden ustedes darse una
vuelta y tomar un aperitivo, dentro de medía hora estarán las placas hechas y
colocadas y se podrán llevar su vehiculo.
- Sabía que no nos defraudaría,
señor – dijo encantador Roberto tendiéndole la mano al caballero – en media
hora estaremos como un reloj.
- Ha costado un poco…, he tenido
que…
- Perdone, pero los detalles no
nos van a interesar, eso forma parte de su trabajo para tener contenta a gente
como nosotros y va en el precio.
Roberto me tenía sorprendido, era
un adulto que sabía manejar situaciones complejas, con madurez, sencillez y
firmeza colocándose en su sitio y dejando en el suyo a todo aquel que él
considerase que debía estar a su servicio. Se lo dije, en un aparte que hice
mientras esperábamos en una terraza del puerto deportivo donde esperamos a que
se terminase la faena, y el coche quedase preparado para circular.
- No creerías que las cicatrices
que tengo en el culo y que me has visto esta mañana no han servido de nada.
Eso, papa, fortalece el carácter y te hace ser seguro o te hunde en la mas
profunda de las depresiones de la que nunca podrás salir. A mí me ha hecho duro
como el corindón y franco como un niño descarado, pero de eso ya hablaremos
cuando vuelva de Portugal. Hay mucho – vaciló a propósito un poco – y húmedo de
lo que hablar y ahora no es el momento.
En ese momento sus amigos, Raúl y
Quique volvían de dentro del local. A mi se me encogió el alma. De manera que
se había dado cuenta que yo estaba mirándole mientras se masturbaba con la
ducha. Sospechaba que al regreso de su viaje a Portugal la situación iba a ser
explosiva.
Al día siguiente salieron
temprano los tres con sus tablas y sus neoprenos. Les hice las recomendaciones
de rigor sabiendo que eran inútiles, pues la seguridad que me mostró el día anterior
en Marbella hacía ociosa cualquier tipo de advertencia, pero me hacia sentir
seguro a mí darles las instrucciones pertinentes que como adulto me sentía en
la obligación de dar.
Cuando me quedé solo no paré de
darle vueltas a la confesión de Roberto de que sabía que le observaba. ¿Lo hizo
precisamente para mí?, ¿sabía que yo subiría para darle las toallas?, ¿y que
clase de malévolo pensamiento le llevaba a creer que podía interesarme una
masturbación suya o la contemplación de su desnudez?
Y las preguntas me martilleaban
una y otra vez y las soñaba y me despertaba haciéndome las preguntas y no sabía
responderlas. Hasta que a los tres días de estar torturándome con los
interrogantes una palabra resonó en mi mente y de repente se me iluminó la
escena: Brunilda.
La llamé inmediatamente. No me
descolgaba, pero no iba a rendirme, seguí y seguí marcando hasta que finalmente
descolgó.
- ¿Qué quieres saber?
- ¿Que qué quiero saber? tu sabes
perfectamente porqué te llamo.
- El mismo día que Roberto
cumplió los dieciocho le confesé mi identidad, porque él me llamó para
preguntarme, ya como adulto, si yo era tu amante. Le tuve que decir que no,
pero que habíamos tenido sexo durante años sin que tu tuvieses idea de mi
verdadero genero, pero que cuando lo descubriste no tuviste inconveniente en
seguir con nuestro trato carnal. Solo le informe que te había descubierto la
bisexualidad que todos llevamos dentro.
- Y que dijo.
- Nada, se rió mucho, me dio las
gracias, dijo que me seguía queriendo como siempre o más aún y se despidió.
- Pero que sabe.
- Ya te lo he dicho. Lo de
nuestras relaciones al principio en la casa de La Florida y nuestra pequeña
orgía con Klaus, del que también le revele el género, el día anterior a llegar
él aquella vez a casa.
- ¿Le diste detalles?
- Por favor, Alejandro…, no creas
que soy tan truculento como tú. Los detalles, y tú lo sabes, que eres un
vicioso, terminarás por ejemplarizarlos tú con él y con quien más se tercie. No
te engañes, Alejandro, no te mientas, deseas a tu hijo.
Me colgó el teléfono y me quedé
frío, con las mejillas congeladas y una legión de gusanos locos revolviéndose
entre mis tripas, devorándolas. Tenía ganas de vomitar, pero sabía que Brunilda
tenía razón, deseaba el cuerpo de mi hijo. Estaría condenado a sufrir ese
suplicio hasta el final de mis días.
¡Roberto!
Fue la exclamación que me salió
de lo más hondo. Expresaba tanto la alegría de saber que ya estaba en casa como
el sobresalto por la vivencia de la situación que se avecinaba y presumía de lo
más tensa.
Cuando escuché que la conversa se
difería a la noche y con sus amigos delante, pensé que no iba a hablar de nada
y que habría que dejar para mejor ocasión la aclaración de los aspectos más sórdidos,
o que yo los pensaba así en relación a él.
Pasé el día inquieto sin saber
bien como abordar el tema. Quizá hiciese un aparte con Roberto o descaradamente
mandase lejos a sus amigos, aún no sabía, esperaría a la noche en el
restaurante y según la situación así actuaría.
A las ocho, con el sol jugando
con el horizonte al esconder y regalando sus últimas luces a los mortales cogí
el coche y me fui para los Caños. Las cenas en esa Venta siempre me habían
incomodado, tenía poco sitio para aparcar y me molestaba tener que dejar el
coche lejos; siempre hay algún gracioso que le da por echar dentro de un
descapotable de todo, cuando no se mean directamente dentro.
De lejos vi el Hummer de Roberto
en la misma puerta del establecimiento y al pasar por su lado vi un par de
sillas reservando un sitio. Mi hijo era genial y me conocía mejor a que a él
mismo. Reculé un poco con el coche y al punto salió por la puerta y retiró el
mismo las sillas y yo pude meter mi pequeño roadster. Realmente contrastaban
los dos vehículos, uno el de Roberto enorme y negro humo, impresionante y el
mío pequeño como una mosca y rojo sangre y quizá ejemplarizaban las
personalidades de cada uno de nosotros. Roberto de su madre había sacado el ego
inmarcesible, aunque la nobleza de carácter fuese mía, si bien su madre no se
cansaba de repetir a todo el mundo que lo que el niño tenía de mí era un
egoísmo y encaprichamiento sin limite que le hacia apoderarse de todo aquello
que considerase que debía pertenecerle. Ese contraste de pareceres entre sus
padres a Roberto desde que fue mayorcito le aburría mortalmente y yo procuraba
no sacarlo a relucir salvo en ocasiones como esta en que no tenía más que
mirarle a los ojos para que supiese en que estaba pensando.
- Si, papa, si, ya lo se, los dos
coches son el trasunto de vosotros dos. No empecemos que me va a dar el pato y
esta tarde estoy muy a gusto con mis colegas y espero estarlo ahora contigo
también.
- Venga vamos a sentarnos. ¿Te
parece fuera?
- Ya tenemos la mesa papa, Raúl y
Quique están ya sentados y hemos pedido unas tortillas de camarones y unas
cervezas. Me han dicho que tiene unas cañaíllas de escándalo y como se que te
enloquecen las he pedido también.
Me puso la mano en la espalda
baja, en el limite de lo que se podría considerar decente, lo que hizo que me
estremeciera, para animarme a entrar a la terraza donde las mesas estaban
adornadas por velas y búcaros de flores. Se creaba un escenario, con su
iluminación pastel, el sol escondiéndose en el horizonte y la brisa suave, en el que sentirse como un rey en su sala del
trono.
- ¿Tienes frío? – me pregunto en
voz baja al sentir mi estremecer del cuerpo.
- No, no – vacilé un instante
decidiendo si me sinceraba o no sobre la causa del temblor – ha sido el sentir
tu mano calida en la espalda la que me ha hecho estremecer.
- Yo – se me acercó al oído –
habría preferido plantarte la mano en el culo.
Le miré a la cara con sorpresa y
él me respondió con descaro y una amplia sonrisa.
- Si tú puedes mirar como me
masturbo, yo podré ponerte la mano en el culo. Anda, vamos ya, que nos esperan.
Raúl y Quique se levantaron,
educados, cuando llegamos a la mesa, me saludaron dándome la mano y les noté
una pequeña expresión de disconfort al sentarse otra vez, como si la silla les
molestara, pero fue algo casi imaginado. Cuando Roberto se sentó, lo hizo a
pulso apoyándose en los brazos de la silla depositándose a si mismo con
delicadeza en el asiento.
- Parece que os pasa algo con las
sillas – comenté con simpleza.
Se miraron entre ellos y
comenzaron a reírse. Los ojillos pequeños y expresivos de Quique, pelirrojo
como un irlandés, denotaban disfrute y al tiempo vergüenza, una mezcla que le
hacía encantador. Raúl como más de mundo miró a uno y otro, después a mí e hizo
un gesto de obviedad con las manos justificando la forma de conducirse. El que
habló por los tres fue mi hijo, siempre líder, siempre voz cantante.
- Tú me has visto las nalgas, con
sus marcas – le interrumpí con la expresión de mi cara, pero él ignoró mi aviso
y continuó – los tres hemos estado en el mismo colegio y a los tres nos has
enseñado en que consiste un castigo ingles y como se puede extraer de él, por
pura necesidad un placer delicado y sutil. Pues eso.
- Pues eso…, qué – pregunte
mirando ya francamente a los ojos a los tres.
Quique volvió a fruncir sus
ojillos y la piel de sus mejillas empezó a tomar el color de su pelo. Raúl puso
expresión interrogativa demandando a Roberto una explicación. Roberto estaba
disfrutando con lo que se estaba desarrollando en la mesa.
- Acaban de traer una Urta – el
camarero irrumpía en la conversación con su libretita y rebajaba la tensión que
se había creado – que si tienen paciencia y mientras se toman otra cosita en
una hora esta hecha a la sal y va a ser una delicia.
- Lo que nos sobra es tiempo – se
adelantó Roberto – métela ya en el horno, la Urta , entiéndeme.
Nos reímos los cuatro con la
ocurrencia, el camarero se fue también riendo y se hizo el silencio en la mesa.
- Estábamos diciendo – volvió a
empezar la conversación utilizando sus dedos como peine para echarse los rizos
dorados hacia atrás – ah, si, que haciendo de la necesidad virtud se llega a
unos puertos en los que las libaciones se hacen en vasos mugrientos de bordes
desportillados que a veces te hacen sangrar los labios pero lo que se bebe, es
ambrosía, y se perdona la pedrada por el coscorrón.
Yo no quería que siguiese
hablando, estaba muy incomodo escuchando a mi hijo hablar de una forma de
entender el dolor con la edad que tenía que me asustaba. Hubiese querido que su
madre supiese lo que había conseguido enviando a su hijo a ese maldito colegio.
Quique se movía de un lado al otro en su silla demostrando así la incomodidad
de sus posaderas, Raúl era más estoico y no se movía, Roberto sin embargo
parecía que se refocilaba oscilando con su cuerpo sobre las nalgas, entornando
los ojos a cada movimiento.
- No te cortes, papa. Hemos
estado los tres esta mañana y parte de la tarde azotándonos en las Cortinas con
varas de avellano que tenemos para estos menesteres. Nos hemos puesto bien.
Pero no te escandalices, no nos hemos tocado ni un milímetro de cuerpo, que no
haya sido con las varas y hasta donde se, ninguno de los tres nos hemos
aliviado, si estos dos luego nadando han gozado de su sexo pregúntaselo.
Apareció el camarero a salvarme
la situación trayendo mas jarras de cerveza y choco, mojama y unas acedías
fritas de aperitivo.
- Ya no le queda mucho a la Urta , con esto es suficiente,
¿verdad?
- Si, si – contestó completamente
suelto Roberto.
- Ahora, papa – continuó mi hijo
– cuéntanos algo de Brunilda. Raúl, que es un salido ha gozado de lo lindo con
lo que yo le he dicho y Quique aunque es menos hablador también se lo ha pasado
muy bien pero prefiero que nos lo cuentes tú de primera mano.
- ¡Ya está bien, Roberto! – me
había puesto fuera de mí. Te acabas de pasar conmigo, soy tu padre, joder y
esto es ya una desmesura. Creo que como tu padre tengo derecho a que me
respetes.
- No he intentado ofenderte,
papa, de verdad – se echó sobre mi, me abrazó y me dio dos besos – a ti quizá
te produce remordimiento la historia con Brunilda, no se porqué, pero a
nosotros nos ha encantado, por eso te he preguntado. No me digas que no tiene
gracia…
- Ya está bien, Roberto. Vamos a
comer, luego nos vamos a casa y allí os cuento lo que haga falta con unas copas
delante, aquí, con esta gente al lado – miré a mi alrededor y pude comprobar
como más de una mesa estaba pendiente de nosotros, los chicos armaban demasiado
alboroto – me estoy poniendo algo más que nervioso.
Estaba realmente incomodo. Saber
que mi hijo y sus amigos estaban al tanto de mis devaneos con ese tío que a
todas luces era una severa institutriz que alimentaba libidos inconfesables, me
ponía los pelos de punta. Para salir del paso había prometido contarlo todo, y
ahora engullendo más que saboreando aquella excelente Urta (que desperdicio
pensaba, por otra parte, con lo que se podría disfrutar de aquel manjar)
intentaba trazar en mi cabeza un esquema de lo que debería ser un relato lo más
aséptico y menos truculento posible. Mientras pasaba el pescado intentando no
acabar en el hospital con una espina atragantándome hacia mis cabalas sobre
como explicar lo inexplicable y sobre todo sin poner en efervescencia las
hormonas de aquellos tres chicos cuyas consecuencias era incapaz de evaluar,
por no querer elucubrar sobre el talante con el que los muchachos esperaban mi
relato, porque las miradas furtivas entre ellos y sobre mí que les sorprendía
de vez en cuando me hacían tiritar, sobre todo las del pelirrojo Quique con sus
ojillos guiñados, guarecidos bajo las escasas cejas que se enarcaban como el
que espera que le toque el bingo de un momento a otro. De él sabía ya que se
estaba frotando las manos; de Raúl y mi hijo no sabía que esperar, aunque lo
imaginase y sobre todo se me hizo más presente que nunca la mano de Roberto
insinuándoseme sobre mi ya huidiza nalga cuando llegué a la venta.
- No vamos a tomar postre – se me
adelantó Roberto, cuando llegó el camarero con la libretita en la mano,
haciendo gala de la autoridad que da el saberse dueño de la situación.
Me le quede mirando sorprendido.
- Tu no sabes si quiero o no
tomar algo – le dije molesto con su actitud.
- Vamos papa, no seas así que
estamos en ascuas por escuchar tu relato – dijo adoptando un tono de voz meloso
y cautivador como sabía él que era capaz de desarmarme de un solo golpe.
- Vámonos.
Nos levantamos los tres y salimos
fuera. Entonces sucedió algo que no estaba entre mis previsiones.
- Quique, vete tú con mi padre en
su coche, que no se vuelva solo – y dirigiéndose a mí continuó - ¿no te
importa?, es más que nada por la compañía.
- No, no – adopté naturalidad
hasta donde pude, porque no acababa de entender bien, que falta me hacía tener
compañía hasta la casa cuando no estaba lejos.
- La carretera es estrecha y
aunque te la conoces con los ojos cerrados nunca está de más…, - volvió a
aclarar mi hijo.
- Que si, que no pasa nada, así
además Quique disfrutara de este clásico, en el que creo que no vuelva a subir,
ya no quedan coches como este.
Roberto con Raúl salieron con su
tanque y yo con Quique salimos detrás. El cambio de suelo con palanca de
cambios de gran recorrido en mi Mazda obligaba a echar la mano derecha muy a la
derecha al engranar la tercera velocidad. La primera vez que lo hice rocé sin
querer la pierna de Quique. Él no se inmutó, ni apartó la pierna, ni se
disculpó. Yo si le esbocé una disculpa por tocarle la rodilla. A la segunda
vez, noté como si él a propósito hubiese desplazado su pierna más hacia el
centro. Y a la tercera, intenté no llegar a tocarle la pierna pero me fue
imposible porque su rodilla invadía descaradamente el espacio del cambio de
velocidades y entonces decidí ser más descarado que él y mantuve la mano en la
palanca de cambios rozándole la rodilla lo que provocó el que él pusiese su
mano sobre la mía. Me asombré de lo que estaba sucediendo. Retiré mi mano de
inmediato y en la desviación a un cortijo que sabía cerca aparté el coche. Me
encaré con él.
- Se puede saber que estás
haciendo. ¿Qué quieres?
Nos iluminaba la luz de la luna y
nos servía de coro el zumbido de los coches de la carretera que pasaban sin
respetar el límite de velocidad. Le veía la cara iluminada de palidez extrema por
la luna, con sus ojillos sonrientes y descarados. Se sacó la lengua y se
humedeció los labios, luego se mordió un poco el labio inferior y sin mediar ni
una palabra dirigió su mano a mi bragueta. No lo hizo de forma furtiva, me dio
la oportunidad de poder detenerle en su acción, supe donde se dirigía su mano,
pero no pude detenerla porque en aquellas décimas de segundo en las que supe
que iba a suceder, experimenté una erección instantánea deseando lo que se me
cernía, de manera que cuando sus dedos impactaron en mi bragueta lo que notaron
fue una extraordinaria dureza y sin voluntad por mi parte emití un levísimo
quejido de placer. Masajeó muy delicadamente y yo me dejé, me proporcionaba un
placer imposible de renunciar y cuando ya estaba necesitando que el contacto
fuese más directo, como si supiese que necesitaba, manipuló mi bragueta y
alcanzó mi sexo que extrajo sin dejar de acariciarlo. De forma automática
recliné el respaldo del asiento hacia atrás y él se inclinó sobre mi regazo. La
felación fue placentera y larga, sabía como mover su lengua y hacer sentir,
conocía a la perfección los resortes de un sexo de varón; no pude contenerme
durante mucho tiempo. Cuando fui a vaciar mi cuerpo quise avisarle de lo que
sucedería pero con un suave empujón en mi pecho me indicó que no hiciese nada,
que deseaba recibirme en su boca. Cuando empecé a espasmar de placer y a
expulsar mi fluido él no cejó en su empeño de seguir con el pene en la boca.
Pasaron unos minutos de gloria inenarrable al cabo de los cuales se levantó y
volvió a acomodarse en su asiento. Ni le vi abrir su portezuela, ni escupir por
la ventanilla. Me impacto constatar esa realidad y me agradó saber lo que había
hecho, me ofreció un plus de placer, más mental que físico. Yo me volví a
abrochar el pantalón, levanté el asiento a su posición y sin cruzar ni una
palabra más continuamos el viaje hasta la casa.
Cuando llegamos, Roberto y Raúl
ya estaban esperándonos impacientes con una copa de vodka con mucho hielo en la
mano.
- ¿Os ha pasado algo?, habéis
tardado mucho. Ibais detrás de nosotros y de pronto dejamos de ver vuestras
luces – la voz de Roberto denotaba preocupación – ya íbamos a ir en vuestra
busca.
Inicié una excusa sobre la
tardanza pero se me adelantó Quique.
- Le he estado haciendo una
mamada a tu padre. Fenomenal tío y además el semen le sabe superior.
Me quedé de una pieza. La sangre
hizo huelga de mi cara y empecé a marearme. No sabía que opción tomar, estaba
bloqueado del todo. Empecé a balbucear algo pero sin decir nada, me limitaba a
abrir y cerrar la boca emitiendo sonidos ininteligibles, completamente noqueado por la declaración del
pelirrojo, cuando Raúl le reprochó lo que había hecho, pero no como yo habría
imaginado.
- Joder tío, mira que te lo
dijimos, que no te adelantases, que eres muy abusón. Roberto ya me lo había
dicho “que te juegas que se ha trajinado a papa”, eres la hostia, de verdad, se
suponía que iba a ser cosa de los tres al tiempo.
- No he podido resistirme. Lo
siento de veras, pero es tan, tan inocente, tan autentico que ha sido superior
a mi voluntad de esperar.
Cuando me recuperé del primer
golpe y pude procesar lo que estaba escuchando comprendí lo que querían hacer
los tres conmigo aquella noche.
- Un momento, caballeretes –
levanté la voz con autoridad demostrando lo enfadado que estaba – de modo que
teníais planeada una encerrona, para tener sexo los tres conmigo esta noche. ¡Sois
unos degenerados!
- ¿Degenerados, papa? – Me
reprochó Roberto - Seguro que somos nosotros unos degenerados. ¿Y tú? ¿No has
seducido a un chaval de dieciocho recién cumplidos? ¿No has mantenido sexo a la
vez con dos travestidos, no te has sodomizado tú mismo con diferentes dildos el
culo? ¿Quién es el degenerado? Papa – ahora estaba conciliador – no te pongas
de esa manera. Comprendemos como te sientes, pero compréndenos tú a nosotros…,
somos vida en explosión permanente, el sexo nos rebasa cada minuto y todo en
nuestra cabeza es lúdico. En esa vetusta escuela donde nos mandaron a estudiar
solo por haber cometido el delito de haber nacido en la madriguera de una
familia de dinero, nos enseñaron sobre todo a poder disfrutar de cada instante
que se prestara a ello, nos enseñaron la relatividad con más fundamento que la
que enseñan los físicos, no hay absolutos, todo es según la magnitud del placer
que procuran, y nada tiene realmente importancia, por eso lo de sorber hasta
las heces cada instante, por eso lo que te ha ocurrido hace minutos en el coche
con Quique, que entre paréntesis es un salido de cojones, por eso va a suceder
lo que va a suceder en cuanto entremos en casa, para que mañana cuando
despertemos lo hayamos olvidado todo y solo pensemos en como volver a extraer
todo el jugo que podamos a los minutos y a nuestros cuerpos; ¿el método de
hacerlo? Que más da, ya nos han enseñado que todo aquello que sirva para
exprimir es valido, triture o no a quien se ponga por medio.
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