martes, 12 de febrero de 2013

SUMISO Y FIEL VI




Desprecinté la botella del agua salada y de un trago me la bebí con temor a lo que en pocos minutos iba a desencadenarse. Mientras tanto Juanita se había recuperado de su intervención y dolorida no era capaz de adoptar una postura erguida e intentaba mantener sus mamas lo más protegidas posible y caminaba con las piernas abiertas para no rozar el anillo del clítoris. Al verme beber de la botella preguntó y cuando le dijeron de qué se trataba el líquido que bebía se echó las manos a la cabeza. Intentó hacerme desistir del empeño pero me negué y seguí bebiendo con avidez hasta agotar la botella, deseaba deshacerme por el ano, deseaba sentir el dolor del cólico de la tripas que sabía que me iba a hacer penar pero deseaba que los otros me viesen revolcarme de dolor en mis propias heces descompuestas porque sabía que terminarían de disfrutar con mi penitencia. Agotada la botella de Agua de Carabaña le arrebaté a Domingo el frasquito color caramelo del aceite de ricino y me bebí un buen trago. De inmediato sentí una enérgica y dolorosa nausea y vomité con sensación de asfixia. Al verme, Domingo agarró la disciplina con cuyo mango le había bajado los humos al pene de Roberto y comenzó a azotarme para hacerme sentir más dolor. De repente sentí que las tripas se me desgarraban por dentro y no pude conservar la vertical, tuve que tirarme al suelo encogido, plegado sobre mí mismo, revolcándome sin que por ello Domingo dejase de azotarme con vigor. Comencé a expulsar heces por el ano y un olor nauseabundo inundó la sala. Sentía salir a borbotones las heces liquidas y a cada nueva expulsión por el ano un berrido de dolor me salía por la garganta sin que pudiera reprimirlo. Era consciente de que estaba sufriendo hasta el límite y agradecía la disciplina a la que me sometía Domingo porque complementaba el suplicio. Estuve un tiempo infinito rebozándome en mis heces y vomitando al tiempo por el efecto toxico del aceite de ricino; notaba que se me iba la vida y siendo consciente de ello soñaba con que todo acabase de esa manera tan airada e inmunda, ejemplarizando el espectáculo final de una vida que no había sido más que eso, un rebozarse de continuo en mierda para solaz y regocijo del resto de mirones que al tiempo que se tapaban la nariz, eran incapaces de retirar la vista de reo sometido a castigo. Cuando los espasmos digestivos fueron aminorándose estaba desfallecido de tanta brega y quedé tendido en medio del charco de mierda y vomito. Inmediatamente, Domingo sin dejar de azotarme principalmente en las nalgas y la entrepierna, algo que ya ni siquiera sentía, me grito que me dedicase a buscar la llave. Me puse a gatas como mejor pude y escudriñe como pude el suelo pues mucha luz no tenía la habitación, pero pronto vi un reflejo entre las piernas de Natacha. Me acerqué con la cara muy cerca del suelo, como si fuera el cerdo que se esperaba de mí que fuera, olisqueando hasta llegar al sitio. Efectivamente era la llave en medio de un charco semilíquido repulsivo. Tembloroso de excitación y nausea dije en voz alta “Aquí está”.
Domingo se acercó a mí y pisándome la cabeza me aplastó la cara contra el suelo diciéndome con rabia que la cogiese como pudiera, sorbiendo o mordiendo pero que quería la llave de inmediato. Mis labios tocaban el frío metal de la llave pero se resbalaban con las heces que la bañaban y no la podía coger. Tuve que hacer succión y las heces penetraron en mi boca junto con la llave. Me saqué la pieza metálica de la boca y se la ofrecí a Domingo. Entonces ocurrió lo que no esperaba. Me urgió a levantarme y me besó con fuerza en los labios obligándome a abrirlos y a compartir con él las heces que yo tenía aún en la boca. En cuanto las sintió en la suya se le vino una arcada tremenda y me vomitó en mi cara, luego comenzó a reír y a reír hasta caer rendido y dejar en su cara solo una mueca se satisfacción manchada como la de un niño que ha hurtado el chocolate y se tizna sin darse cuenta. Luego se acercó a mí, me abrió el candado y me lo quitó del glande. Finalmente concluyo “La fiesta se ha acabado señores”, se fue a la ducha y se lavó. Los demás le imitamos y Juanita como salida de una pesadilla se miraba sus pezones y lloraba preguntándose que qué iba a hacer ella ahora con aquello que tanto le dolía. Natacha, fría y cruel como solo un niño inocente sabe ser, le dijo solamente “Jódete y no haber querido comerte el pastel entero de una vez. Dentro un mes lo agradecerás”
Todos se vistieron y se fueron. Me quedé solo en mi casa con ganas de descansar después del ajetreo del último día. Estaba muerto de cansancio. Me acosté y quedé dormido nada más reposar la cabeza en la almohada, pero al poco, o eso me pareció a mí volví a sentir la puerta. Hice un esfuerzo supremo por levantarme pues me dolían todos los huesos, pensé que no tenía yo edad ya para tanto trote. Al abrir la puerta, quede sorprendido. Era Juanita una vez más, miré el reloj y eran más de la una de la madrugada, había dormido unas cuatro horas sin darme cuenta. Estaba llorosa y compungida. Me hice a un lado para que entrase sin poder reprimir un bostezo maleducado y reconfortante. Me disculpé con ella y ella me disculpó a mí haciendo intención de marcharse ya que me había interrumpido el descanso. La empujé levemente por la cintura hacía dentro preguntándole si quería un café o algo. Me dijo que no me molestase, como formula educada de aceptar el ofrecimiento. Me pareció que necesitaba compañía y un oído en el que dejar reposar como pétalos de una flor marchita sus penas y anhelos para ver si alguien, y ese alguien resultaba ser yo,  era capaz de recomponer con ellos, la pasada belleza perdida si es que alguna vez la tuvo. Pero estaba equivocado una vez más, la cosa tenía algo más de enjundia.
Las cosas que me pasan a mi, creo que no le pasan a los demás porque lo que es capaz de contarme de su vida la gente no se va a contando por ahí, de manera que cuando Juanita comenzó entre sollozos a relatarme lo sucedido no pude por menos de expresar mi disgusto, lo que ella interpretó como rechazo y no tuve más remedio que echar mano de los manejos de dominación para mantenerla en mi casa hasta que se vaciase de lo que traía. Al fin la convencí de que si me interesaba lo que me contaba solo que a veces es un poco desalentador tener que escuchar truculencias encadenadas porque parece que en el mundo de uno no existen más que personas extravagantes, aunque pienso que lo que ocurre es que con mi actitud de sencillez frente a lo más enrevesado, todo el mundo quiere descargarse de lo que le pesa como una losa porque se avergüenza de ello.
Juanita acababa de llegar a su casa a eso de las diez de la noche y se puso una túnica muy suelta para que los pezones no le sufriesen por las anillaciones. Estaba descansando con los ojos cerrados escuchando música de relax cuando sintió la puerta de la calle. De inmediato se alarmó pero enseguida pensó que su hijo Abel, si bien no se prodigaba en sus visitas, pues su trabajo era de notable movilidad, de vez en cuando se acercaba por allí. Sin moverse del sillón en  el que descansaba y sin reparar que la túnica que llevaba dejaba resaltar perfectamente los anillos de los pezones levantó la voz  para que su hijo supiese donde se encontraba. A Juanita le sorprendió que al acercarse a ella para besarla en la mejilla a su hijo Abel se le iluminase una sonrisa en la cara, entre picara y atónita. Sin mediar palabra, su hijo se quitó la camisa y dejó ver sus pezones anillados como los acababa de anillar su madre con un “parece que nos hemos puesto de acuerdo, pero ¿de verdad tienes amo? O es solo una travesura”. Inmediatamente Juanita hizo gesto de esconder lo que a ella le parecía una trasgresión imperdonable y al hacerlo no pudo por menos de dolerse de la entrepierna pues el anillo del clítoris le acababa de provocar una punzada aguda. Abel abrió desmesuradamente los ojos y le rogó que se lo enseñase. Se sorprendió a ella misma deseando enseñárselo al tiempo que el escándalo que se provocaba en ella misma le hacían desear morirse de vergüenza por desear trato carnal con su propio hijo.
Abel era un joven de 23 años, algo regordete, bastante reservado, que desde los dieciocho vivía de su trabajo de electricista y en su propia casa, al que su madre no conocía relación de ningún tipo. En realidad, su madre no se equivocaba en sus aprensiones en cuanto a su hijo, al que animaba a que se buscase una buena mujer pero Abel era bastante tímido para iniciar y mantener una relación de pareja, prefería ser consumidor de pornografía siempre que no estuviese trabajando, algo que a nada le comprometía.
A lo que iba a casa de su madre desde hacia unos años era a proveerse de forma subrepticia de bragas de su madre para utilizarlas como fetiche en sus jornadas de sexo solitario delante del ordenador. Por eso cuando percibió los anillos en los pezones de su madre e intuyó que en el sexo tendría que haber alguno más, su sexo se irguió pidiendo cuartel en aquella escaramuza, como estaba harto de ver en infinidad de argumentos sobre sexo sin fronteras.
Juanita después del requerimiento de su hijo de enseñar el sexo se quedó paralizada de estupor sintiendo horrorizada como su clítoris se enderezaba con una potencia inimaginable teniendo en cuenta lo que había ocurrido nada más que pocas horas antes. Abel se frotaba delante de ella su bragueta exhibiendo una sonrisa bobalicona mientras con melosidad reverencial, pero sin educación ninguna, levantaba la túnica a su madre, que sin ropa interior para no comprimir el anillo del clítoris mostró su sexo, pero en lugar de encogerse para ocultarse a los ojos de su hijo que era lo que le demandaba su moral y su cordura, abrió las piernas cerrando los ojos para no ver el resultado de su incitación. Más pronto que tarde Abel estaba acariciando el sexo a su madre con la lengua al tiempo que se masturbaba y cuando la lengua de Abel dejó de estimularle, Juanita abrió los ojos a ver que ocurría y se encontró delante de la boca con el pene de su hijo que le rogaba que la abriese para terminar de aliviarse. Se sorprendió abriendo la boca y recibiendo el semen de Abel. Cuando se hubo vaciado, el hijo debió sentir sobre sí el insoportable peso de la rotura del tabú del incesto, se abrumó, se vistió a la carrera y se marchó sin levantar la cara enrojecida por la vergüenza. Juanita escupió el semen de su hijo, se atragantó intentando arrastrar hasta la ultima gota fuera de sí y provocándose el vomito.  Luego loca de escándalo y pánico se vistió y se tiró a la calle, olvidándose de las molestias provocadas por las anillaciones. Si no se lo refería a alguien se iba a volver loca y a quien más podría decírselo sino a mí, que no tendría derecho a echarme las manos a la cabeza por haber tenido trato con su hijo. Y lo peor de todo es que aunque ella no se atrevía a escuchárselo de sus propios labios no le había amargado la experiencia y después de meterle bien los dedos de lo que en realidad se arrepentía era de no haberse tragado el semen de su hijo que al fin y al cabo no dejaba de ser algo muy suyo y puestos a mirar pues a quien mejor, pues a nadie en el mundo iba a querer ella mas que a su Abel. Pero se lo tuve que decir yo mientras ella asentía entre jipidos y encogimientos de corazón sin dejar de llorar abominando de sus propios sentimientos. Solo dejó de llorar después de que con muchísima delicadeza le introdujese mi pene, ya sin candado, en la boca y le susurrase al oído que se imaginase que era el de su Abel. Loca de lujuria, enceguecida de deseo me ofreció su ano para que la sodomizase, pero en lugar de eso, preferí ser un poco malvado y cuando ella se preparaba para recibirme por detrás, desde detrás decidí que era mejor hacer honor a su sexo y visitarla por delante. La tracción de mi verga al penetrarla arrastrando el anillo de su clítoris la hizo dar un alarido de dolor-placer,  para inmediatamente abrir bien las piernas y que acabase lo empezado le doliese a quien le doliese. No acabé de vaciarme, porque yo a mi edad y después de las intensas horas anteriores no estaba muy boyante de energías, pero ella sí que tuvo un orgasmo que sentí en mi carne pues me aprisionó el miembro como una tenaza, echando yo de menos el tener un buen orgasmo que acompañase tan buena efusión.
Cuando se recuperó de la turbación experimentada me clavó los ojos interrogante. Siempre me ha gustado oponer a la seriedad y gravedad de las situaciones una buena dosis de frivolidad, para que con el contraste se pueda apreciar la relatividad de lo solemne; en ese momento solo esa frivolidad es capaz de desentrañar la cara ridícula y oculta  de nuestras trascendencias para hacernos comprender que lo único que merece la pena de la vida es precisamente vivir y todo lo que signifique poner cláusulas y salvedades a ese gozar la vida lo que hace es desvirtuarla. Le opuse, pues, a los taladros de sus ojos una cara de fascinación calculadamente afectada y le contesté quitándole toda la importancia que cuando volviese a ver a Abel, le celebrase el buen nabo que tenía y se felicitase por haberlo engendrado dentro de ella. Al oírlo,  primero se sintió ofendida, para, al cabo de unos segundos de reflexión, soltar una carcajada de alto volumen, tanto, que tuve que reprenderla afectadamente por las altas horas de la noche. Finalmente reímos los dos ruidosamente y de lo lindo.
Pasó una eternidad en la que reposando el uno en el otro nos convertimos en dos estatuas de carne que se abrigaban mutuamente. Yo sentía su calor cercano como sabía que ella sentía el mío. Acompasamos los latidos de nuestros corazones y dormitamos. Al fin ella me manifestó con voz entrecortada que quería acabar sus días a mi lado, que la vida nunca lo había sido para ella, hasta conocerme y que las últimas cuarenta y ocho horas habían valido por toda su vida anterior. Es  más, no encontraba más justificación a su vida que el servir de prolegómeno a los últimos dos días para conocerme y conocerse. Aún así me confesó que le costaría volver a ponerse delante de su hijo. Cuando le expliqué la razón de categorizar el incesto como una actividad intrínsecamente perversa como instrumento de represión por parte de la sociedad entera para salvaguardarse a si misma, casi lo entendió, pero la impronta dejada de la rotura del  tabú en su mismidad no podía ser anulada del todo y un resquemor le continuó arañando el alma como el gato araña la pata de la silla de su amo, sin intención de estropicio, pero deteriorando la belleza del mueble; eso le pasaba a ella, la angustia de la culpa le restaba lozanía y belleza a su mirada. Sabía que cuando viese a Abel, por mucho que racionalizase la relación y por mucho que supiese de su derecho a gozar con quien le apeteciese y a su vez  le correspondiese, no iba a poder dejar de sentir una multitud de libélulas bullendo en su estomago. La tranquilizó, cuando le dije que yo le acompañaría en ese trance. Terminada la conversa Juanita se acurrucó en mi regazo y se quedó dormida, yo me dejé llevar del placer de sentir a alguien muy cercano durmiendo a mi capa y me dormí también.
El sol inundaba la planta baja en cuanto asomaba por levante y calentaba, alumbrando la cama como si de un set de grabación se tratara. Me desperté por efecto de los rayos en los ojos y vi a Juanita agazapada en mi cuerpo en la misma postura que se durmió la madrugada anterior. No nos habíamos movido en todo el tiempo y estaba por asegurar que de no ser por la amanecida habríamos continuado conformando un conjunto escultórico perfecto representando el dulce, eterno e insustituible amor. Permanecí de esa guisa, pues además de encontrarme a gusto como no recordaba haberlo estado nunca, no quería que Juanita se despertase. Con una respiración rítmica y pausada era la imagen misma de la paz.
Me sentía en armonía con todo aquello que me rodeaba y me notaba en sintonía con la vida, era algo diferente. La impresión era que había estado con Juanita en mi regazo desde siempre, que la conocía tan bien como ella misma y que yo formaba parte de su vida, pero la realidad era que desde hacia solo unas horas, pocos días si se prefería contar en esa dimensión que habíamos irrumpido el uno en la vida del otro y de la forma mas bizarra y abrupta que se pudiera pensar, a base de sexo duro y crudo y tomando ocasión de esa parte de carne nos habíamos perfundido el uno en el otro hasta hacernos confundir nuestras almas de manera que yo me sentía que ahora éramos ya un solo espíritu con dos cuerpos diferentes que se necesitarían cerca para no tener que penar por la perdida de una de sus partes.
Con todo el cuidado del que fui capaz  me resbalé de debajo de su cabeza dejándosela reposar suavemente en la almohada para ir a preparar un café. No tenía más razón que el día anterior para la felicidad, pero me sentía el hombre más radiante de la tierra y la fuerza que me salía del interior me sobraba para acometer cualquier empresa. Me habría comido el mundo si hubiese querido hacerlo pero por el momento solo quería disfrutar de esa emoción que para  mi era absolutamente nueva y me trasportaba en volandas camino de la cocina.
Cuando regresé a la cama, Juanita se desperezaba con toda la molicie del mundo y una cara de felicidad envidiable. Me sonreía mientras me veía llegar como si se le acercase el Santo Advenimiento. Se le notaba feliz y plena. De la cara se le acababan de caer veinte años, parecía una muchachita que venía de tener su primer encuentro amoroso. Consumió el café deleitándose a cada sorbo. Yo me senté a su lado en la cama esperando a que acabase. Me regocijaba verla beber su café porque la veía a ella regocijarse en él. Cuando acabó me buscó la entrepierna con mucha suavidad y dulzura para prodigarse en caricias por toda mi intimidad. Yo me dejé llevar porque unas caricias suaves en las ingles y aledaños eran  mi debilidad por la sensualidad que provocaban y la llamada de atención que representaban para la bestia que podía despertarse de esa manera. Yo me abrí de piernas sin importarme que la piel fláccida de los muslos cayendo mientras hacía arrugas paralelas y lacias, denunciase que de quien se trataba era de un viejo de cerca ya de setenta años. Ella con suma delicadeza me buscó el pene y su menudo dedo meñique se insinuó a través del meato del capullo. Sentí una punzada pero la dejé hacer. Después de intentar profundizar sin conseguirlo retiró el dedo y se lo lubricó con las secreciones de su vagina, luego volvió a la carga y esta vez sí consiguió que el dedo penetrase ofreciéndome otra oportunidad, una más, de sentir algo parecido al dolor que desencadena el placer de saber que te están torturando con el fin de hacerte gozar. No sabía cual era su intención pero esta dispuesto a dejarme hacer hasta donde ella quisiera llegar cuando de repente lo comprendí. Me estaba buscando la abertura de la perforación por el lado del frenillo. Cuando lo consiguió sentí como el pene quedaba enganchado de su dedo que a suaves tirones conseguía que la verga alcanzase la dureza del granito. Luego sin retirar el dedo acercó su lengua al vientre del pene que nacía de donde salía su dedo y lamió y lamió hasta conseguir que obtuviese un orgasmo cuya eyaculación desbordaba por los lados del dedo que le impedían la libre circulación. Finalmente retiró su dedo y con la boca consumió el semen restante.
La dulzura, delicadeza y dedicación que puso en el empeño me conmovió. Solo pretendía procurarme placer, un placer extravagante que ella sabía que me haría disfrutar y lo había conseguido.
Después de esto yo me dedique a tironear suavemente de las perforaciones de sus pezones arrancándole gemidos de placer, porque no podían ser de dolor y con la boca me dediqué a estimularle el clítoris perforado. Abría las piernas desmesuradamente instándome a que fuese más contundente en la caricia, pero mi idea era que el tiempo se prolongase tanto como la vida para que el placer no cesase jamás. No se el tiempo que transcurrió, pero fue bastante, y al termino ella comenzó a temblar como un ruiseñor herido para continuar con lo que mas bien parecía una convulsión, acompañada de gritos de una animalidad domesticada que excitaban más que cualquier caricia. Finalmente, desmadejada, permaneció inmóvil durante bastantes minutos hasta que sin dejar caer la sonrisa de los labios entornó los ojos y me dijo que para echarme de su lado tendría que matarla.
Ya más recuperados, le propuse que saliésemos a comer a la calle, a disfrutar de la gente y del viento y del sol que lame las pieles con la fruición con que un amante lame el sexo y a sentarnos en un restaurante en el que poder recuperar las fuerzas para seguir hasta el infinito después con nuestros juegos.
Pasamos un día perfecto. Íbamos abrazados por la calle y nos sentábamos muy juntitos en los sitios sin podernos resistir a juntar nuestras manos y comernos con los ojos. Yo no recordaba aquel estar en la vida ni cuando me enamoré por primera vez de aquella cara llena de acné pero con una sonrisa tan sorprendente. Tenía yo trece años y cuando finalmente le toqué la mano supe en que consistía aquello que los compañeros decían en los recreos de que era posible correrse sin tocarse. Bueno, pues el día con Juanita fue mucho mejor que aquello que yo casi ni tenía muy seguro que hubiese sucedido de  verdad de tiempo que había pasado.
Llegamos a casa dando un lento y meloso paseo, disfrutando de nuestro enamoramiento dorado, si bien cada uno tenía sus propios matices que dar a ese sustantivo. Ya estaba teñido el horizonte de violetas y oscuros azules entreverados de cadmio cuando entramos en la casa. Nos sobresaltamos los dos. En el centro de la sala en el sofá se encontraban Domingo, Pilar y Natacha a los pies de Pilar enroscada como un perro fiel lamiéndole las botas.
Domingo comenzó a reírse displicente como solo él sabía al vernos entrar tan amartelados y soltó un sarcasmo como entre dientes con un deje bastante identificable de irritación. Inmediatamente después se puso grave y me espetó que yo era su esclavo, eso lo tenía que saber yo, y para jugar a los novietes tendría que haber pedido permiso. Pilar apostilló expresando su deseo de gozar viendo como Domingo me aplicaba el correctivo adecuado a tan flagrante desobediencia.
Fue como el reflejo de huida ante el fuego y además no me molestó, mas bien, de entusiasmó, me invadió un calor que me subía desde las tripas y una sensación de satisfacción, el hecho de agachar la cabeza, soltar el abrazó a Juanita y acercarme a Domingo para esperar su reprimenda. Me ordenó que me desnudase de inmediato y le lamiese los zapatos como Natacha, esclava fiel, hacía con Pilar. Juanita inició una protesta ante lo que se venía encima pero yo la callé con aspereza dejándola ver que mi vida y mi disfrute estaban allí, en el sentirme perteneciente a alguien que podía destruirme si quería, no en estar arrobado, embobado en la contemplación de una Juanita cualquiera. Juanita hizo amago de dar media vuelta a marcharse pero algo le atornilló los pies al suelo impidiéndole irse; yo sabía que era la excitación de ver el castigo que ella sabía que le iba a proporcionar mas placer del que podría obtener del sexo relajado y amoroso que nos dispensábamos los dos.
Me desnudé como quería Domingo y me tumbe a sus pies, humillado de la forma que yo sabía que iba a agradarle más, era un placer inexplicable y que superaba el que encontraba en saber que era solo algo rebajado a condición de ente sin voluntad a disposición de alguien. Sentirme cosa en manos de Domingo superaba con mucho lo que había sentido con Juanita. En cuanto empecé lamer los zapatos la erección se me hizo hasta dolorosa. Recordé como Juanita me había metido el dedo por el orificio del Príncipe Alberto y desee que lo hiciese alguien pero tirando con fuerza, deseaba tanto dolor que me hiciese suplicar por mi integridad pues en ello estaría la fuente de todo placer. Pilar vio como yo estaba excitado y rechazando de una patada a Natacha me empujó a mí con el pie diciéndome que me zambullese en su sexo como, al parecer dijo, solo yo sabía hacerlo. Levanté la vista a Domingo, para pedirle permiso y él con una sonrisa condescendiente, satisfecha y un leve movimiento de cabeza me indicó que hiciese lo que Pilar me pedía. Natacha yacía tirada en el suelo a mi lado mientras yo de rodillas le daba placer a  Pilar que me apretaba la boca contra su sexo para que le mordiese el clítoris con más fuerza aún. Natacha con mucha lentitud se fue acercando a mi pene para empezar a lamerlo hasta que Pilar la apartó de una patada sin contemplaciones gritándole que si no sabía pedir permiso. Domingo se desabrochó el pantalón y dejó en libertad su pene que estaba ya duro y luego ordenó a Juanita que se introdujese el bastón de carne por su ano o se largase con viento fresco. Juanita lloraba de forma desconsolada, no sabía yo si por verme a mí sometido de aquella manera, si por verse ella abocada a ser sodomizada de forma tan abrupta o por todo a la vez al ver  la escena, pero sin rechistar y sin dejar de llorar, hizo lo que le pedía el amo; se despojó de la falda y se sentó materialmente sobre la verga que Domingo sostenía enhiesta hundiéndosela en las entrañas. Juanita emitía unos gemidos que yo ahora ya sabía que eran de placer y que se entreveraban con el llanto lo que podría hacer creer a los demás que estaba siendo sometida contra su voluntad, pero no era así. Ella lloraba porque acababa de comprender que si bien su idea de formar conmigo una pareja como “Dios manda” habría sido lo aceptable para su compresión rutinaria del mundo, lo que de verdad quería y le gustaba era lo que estaba sucediendo en aquella habitación y había estado sucediendo en mi casa desde que puso los pies en el umbral hacia menos de setenta y dos horas. Prueba de ello es que empezó a moverse de forma rítmica sin dejar de gemir y ahora ya sin llorar hasta que Domingo en medio de estertores se vació dentro de ella, que quedándose a medio camino de su orgasmo seguía moviéndose para poder alcanzarlo, pero Domingo la rechazó entonces empujándola sin contemplaciones al tiempo que me decía  “deja ya el coño de esa, que se lo coma la rusa y comete tu el culo de ésta que tiene su salsa y todo” acompañándose de una sonora carcajada como el que acaba de inventar el chiste del siglo. Me tiré al suelo boca arriba y Juanita se sentó sobre mi cabeza haciendo coincidir su ano con mi boca. El semen de Domingo empezó a resbalar en mi boca mezclado con algunos restos de heces de Juanita. De inmediato sentí nauseas y mi intención fue desplazarme pero Domingo me conminó en cuanto se dio cuenta de mi huida a que me aplicase con entusiasmo a comérmelo todo, pues yo era su esclavo y eso había de mantenerse so pena de verme sometido a un castigo que ni a mi me iba a gustar. Me sentí un perro nauseabundo pero con gran delectación, sabiendo que hacía lo que no quería, para placer de los otros, apliqué mi boca al ano de Juanita y tragué lo que ella quiso darme. Mientras lo hacía Natacha se tendió sobre mí y se dedicó a lamerle el sexo a Juanita. Entre una cosa y otra, bajo la regocijada vista de Pilar y Domingo Juanita termino por correrse entre espasmos vigorosos que me asfixiaban al tener esa masa de carne sobre la cara. 

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