Desprecinté la botella del agua
salada y de un trago me la bebí con temor a lo que en pocos minutos iba a
desencadenarse. Mientras tanto Juanita se había recuperado de su intervención y
dolorida no era capaz de adoptar una postura erguida e intentaba mantener sus
mamas lo más protegidas posible y caminaba con las piernas abiertas para no
rozar el anillo del clítoris. Al verme beber de la botella preguntó y cuando le
dijeron de qué se trataba el líquido que bebía se echó las manos a la cabeza.
Intentó hacerme desistir del empeño pero me negué y seguí bebiendo con avidez
hasta agotar la botella, deseaba deshacerme por el ano, deseaba sentir el dolor
del cólico de la tripas que sabía que me iba a hacer penar pero deseaba que los
otros me viesen revolcarme de dolor en mis propias heces descompuestas porque
sabía que terminarían de disfrutar con mi penitencia. Agotada la botella de
Agua de Carabaña le arrebaté a Domingo el frasquito color caramelo del aceite
de ricino y me bebí un buen trago. De inmediato sentí una enérgica y dolorosa
nausea y vomité con sensación de asfixia. Al verme, Domingo agarró la
disciplina con cuyo mango le había bajado los humos al pene de Roberto y
comenzó a azotarme para hacerme sentir más dolor. De repente sentí que las
tripas se me desgarraban por dentro y no pude conservar la vertical, tuve que
tirarme al suelo encogido, plegado sobre mí mismo, revolcándome sin que por
ello Domingo dejase de azotarme con vigor. Comencé a expulsar heces por el ano y
un olor nauseabundo inundó la sala. Sentía salir a borbotones las heces
liquidas y a cada nueva expulsión por el ano un berrido de dolor me salía por
la garganta sin que pudiera reprimirlo. Era consciente de que estaba sufriendo
hasta el límite y agradecía la disciplina a la que me sometía Domingo porque
complementaba el suplicio. Estuve un tiempo infinito rebozándome en mis heces y
vomitando al tiempo por el efecto toxico del aceite de ricino; notaba que se me
iba la vida y siendo consciente de ello soñaba con que todo acabase de esa
manera tan airada e inmunda, ejemplarizando el espectáculo final de una vida
que no había sido más que eso, un rebozarse de continuo en mierda para solaz y
regocijo del resto de mirones que al tiempo que se tapaban la nariz, eran
incapaces de retirar la vista de reo sometido a castigo. Cuando los espasmos
digestivos fueron aminorándose estaba desfallecido de tanta brega y quedé
tendido en medio del charco de mierda y vomito. Inmediatamente, Domingo sin
dejar de azotarme principalmente en las nalgas y la entrepierna, algo que ya ni
siquiera sentía, me grito que me dedicase a buscar la llave. Me puse a gatas
como mejor pude y escudriñe como pude el suelo pues mucha luz no tenía la
habitación, pero pronto vi un reflejo entre las piernas de Natacha. Me acerqué
con la cara muy cerca del suelo, como si fuera el cerdo que se esperaba de mí
que fuera, olisqueando hasta llegar al sitio. Efectivamente era la llave en
medio de un charco semilíquido repulsivo. Tembloroso de excitación y nausea
dije en voz alta “Aquí está”.
Domingo se acercó a mí y
pisándome la cabeza me aplastó la cara contra el suelo diciéndome con rabia que
la cogiese como pudiera, sorbiendo o mordiendo pero que quería la llave de
inmediato. Mis labios tocaban el frío metal de la llave pero se resbalaban con
las heces que la bañaban y no la podía coger. Tuve que hacer succión y las heces
penetraron en mi boca junto con la llave. Me saqué la pieza metálica de la boca
y se la ofrecí a Domingo. Entonces ocurrió lo que no esperaba. Me urgió a
levantarme y me besó con fuerza en los labios obligándome a abrirlos y a
compartir con él las heces que yo tenía aún en la boca. En cuanto las sintió en
la suya se le vino una arcada tremenda y me vomitó en mi cara, luego comenzó a
reír y a reír hasta caer rendido y dejar en su cara solo una mueca se
satisfacción manchada como la de un niño que ha hurtado el chocolate y se tizna
sin darse cuenta. Luego se acercó a mí, me abrió el candado y me lo quitó del
glande. Finalmente concluyo “La fiesta se ha acabado señores”, se fue a la
ducha y se lavó. Los demás le imitamos y Juanita como salida de una pesadilla
se miraba sus pezones y lloraba preguntándose que qué iba a hacer ella ahora
con aquello que tanto le dolía. Natacha, fría y cruel como solo un niño
inocente sabe ser, le dijo solamente “Jódete y no haber querido comerte el
pastel entero de una vez. Dentro un mes lo agradecerás”
Todos se vistieron y se fueron.
Me quedé solo en mi casa con ganas de descansar después del ajetreo del último
día. Estaba muerto de cansancio. Me acosté y quedé dormido nada más reposar la
cabeza en la almohada, pero al poco, o eso me pareció a mí volví a sentir la
puerta. Hice un esfuerzo supremo por levantarme pues me dolían todos los
huesos, pensé que no tenía yo edad ya para tanto trote. Al abrir la puerta,
quede sorprendido. Era Juanita una vez más, miré el reloj y eran más de la una
de la madrugada, había dormido unas cuatro horas sin darme cuenta. Estaba
llorosa y compungida. Me hice a un lado para que entrase sin poder reprimir un
bostezo maleducado y reconfortante. Me disculpé con ella y ella me disculpó a
mí haciendo intención de marcharse ya que me había interrumpido el descanso. La
empujé levemente por la cintura hacía dentro preguntándole si quería un café o
algo. Me dijo que no me molestase, como formula educada de aceptar el
ofrecimiento. Me pareció que necesitaba compañía y un oído en el que dejar
reposar como pétalos de una flor marchita sus penas y anhelos para ver si
alguien, y ese alguien resultaba ser yo,
era capaz de recomponer con ellos, la pasada belleza perdida si es que
alguna vez la tuvo. Pero estaba equivocado una vez más, la cosa tenía algo más
de enjundia.
Las cosas que me pasan a mi,
creo que no le pasan a los demás porque lo que es capaz de contarme de su vida
la gente no se va a contando por ahí, de manera que cuando Juanita comenzó
entre sollozos a relatarme lo sucedido no pude por menos de expresar mi
disgusto, lo que ella interpretó como rechazo y no tuve más remedio que echar
mano de los manejos de dominación para mantenerla en mi casa hasta que se
vaciase de lo que traía. Al fin la convencí de que si me interesaba lo que me
contaba solo que a veces es un poco desalentador tener que escuchar
truculencias encadenadas porque parece que en el mundo de uno no existen más
que personas extravagantes, aunque pienso que lo que ocurre es que con mi
actitud de sencillez frente a lo más enrevesado, todo el mundo quiere
descargarse de lo que le pesa como una losa porque se avergüenza de ello.
Juanita acababa de llegar a su
casa a eso de las diez de la noche y se puso una túnica muy suelta para que los
pezones no le sufriesen por las anillaciones. Estaba descansando con los ojos
cerrados escuchando música de relax cuando sintió la puerta de la calle. De
inmediato se alarmó pero enseguida pensó que su hijo Abel, si bien no se
prodigaba en sus visitas, pues su trabajo era de notable movilidad, de vez en
cuando se acercaba por allí. Sin moverse del sillón en el que descansaba y sin reparar que la túnica
que llevaba dejaba resaltar perfectamente los anillos de los pezones levantó la
voz para que su hijo supiese donde se
encontraba. A Juanita le sorprendió que al acercarse a ella para besarla en la
mejilla a su hijo Abel se le iluminase una sonrisa en la cara, entre picara y
atónita. Sin mediar palabra, su hijo se quitó la camisa y dejó ver sus pezones
anillados como los acababa de anillar su madre con un “parece que nos hemos
puesto de acuerdo, pero ¿de verdad tienes amo? O es solo una travesura”.
Inmediatamente Juanita hizo gesto de esconder lo que a ella le parecía una
trasgresión imperdonable y al hacerlo no pudo por menos de dolerse de la
entrepierna pues el anillo del clítoris le acababa de provocar una punzada
aguda. Abel abrió desmesuradamente los ojos y le rogó que se lo enseñase. Se
sorprendió a ella misma deseando enseñárselo al tiempo que el escándalo que se
provocaba en ella misma le hacían desear morirse de vergüenza por desear trato
carnal con su propio hijo.
Abel era un joven de 23 años,
algo regordete, bastante reservado, que desde los dieciocho vivía de su trabajo
de electricista y en su propia casa, al que su madre no conocía relación de
ningún tipo. En realidad, su madre no se equivocaba en sus aprensiones en
cuanto a su hijo, al que animaba a que se buscase una buena mujer pero Abel era
bastante tímido para iniciar y mantener una relación de pareja, prefería ser
consumidor de pornografía siempre que no estuviese trabajando, algo que a nada
le comprometía.
A lo que iba a casa de su madre
desde hacia unos años era a proveerse de forma subrepticia de bragas de su
madre para utilizarlas como fetiche en sus jornadas de sexo solitario delante
del ordenador. Por eso cuando percibió los anillos en los pezones de su madre e
intuyó que en el sexo tendría que haber alguno más, su sexo se irguió pidiendo
cuartel en aquella escaramuza, como estaba harto de ver en infinidad de
argumentos sobre sexo sin fronteras.
Juanita después del
requerimiento de su hijo de enseñar el sexo se quedó paralizada de estupor
sintiendo horrorizada como su clítoris se enderezaba con una potencia
inimaginable teniendo en cuenta lo que había ocurrido nada más que pocas horas
antes. Abel se frotaba delante de ella su bragueta exhibiendo una sonrisa
bobalicona mientras con melosidad reverencial, pero sin educación ninguna, levantaba
la túnica a su madre, que sin ropa interior para no comprimir el anillo del
clítoris mostró su sexo, pero en lugar de encogerse para ocultarse a los ojos
de su hijo que era lo que le demandaba su moral y su cordura, abrió las piernas
cerrando los ojos para no ver el resultado de su incitación. Más pronto que
tarde Abel estaba acariciando el sexo a su madre con la lengua al tiempo que se
masturbaba y cuando la lengua de Abel dejó de estimularle, Juanita abrió los
ojos a ver que ocurría y se encontró delante de la boca con el pene de su hijo
que le rogaba que la abriese para terminar de aliviarse. Se sorprendió abriendo
la boca y recibiendo el semen de Abel. Cuando se hubo vaciado, el hijo debió
sentir sobre sí el insoportable peso de la rotura del tabú del incesto, se
abrumó, se vistió a la carrera y se marchó sin levantar la cara enrojecida por
la vergüenza. Juanita escupió el semen de su hijo, se atragantó intentando
arrastrar hasta la ultima gota fuera de sí y provocándose el vomito. Luego loca de escándalo y pánico se vistió y
se tiró a la calle, olvidándose de las molestias provocadas por las
anillaciones. Si no se lo refería a alguien se iba a volver loca y a quien más
podría decírselo sino a mí, que no tendría derecho a echarme las manos a la
cabeza por haber tenido trato con su hijo. Y lo peor de todo es que aunque ella
no se atrevía a escuchárselo de sus propios labios no le había amargado la
experiencia y después de meterle bien los dedos de lo que en realidad se
arrepentía era de no haberse tragado el semen de su hijo que al fin y al cabo
no dejaba de ser algo muy suyo y puestos a mirar pues a quien mejor, pues a
nadie en el mundo iba a querer ella mas que a su Abel. Pero se lo tuve que
decir yo mientras ella asentía entre jipidos y encogimientos de corazón sin
dejar de llorar abominando de sus propios sentimientos. Solo dejó de llorar
después de que con muchísima delicadeza le introdujese mi pene, ya sin candado,
en la boca y le susurrase al oído que se imaginase que era el de su Abel. Loca
de lujuria, enceguecida de deseo me ofreció su ano para que la sodomizase, pero
en lugar de eso, preferí ser un poco malvado y cuando ella se preparaba para
recibirme por detrás, desde detrás decidí que era mejor hacer honor a su sexo y
visitarla por delante. La tracción de mi verga al penetrarla arrastrando el
anillo de su clítoris la hizo dar un alarido de dolor-placer, para inmediatamente abrir bien las piernas y
que acabase lo empezado le doliese a quien le doliese. No acabé de vaciarme,
porque yo a mi edad y después de las intensas horas anteriores no estaba muy boyante
de energías, pero ella sí que tuvo un orgasmo que sentí en mi carne pues me
aprisionó el miembro como una tenaza, echando yo de menos el tener un buen
orgasmo que acompañase tan buena efusión.
Cuando se recuperó de la
turbación experimentada me clavó los ojos interrogante. Siempre me ha gustado
oponer a la seriedad y gravedad de las situaciones una buena dosis de
frivolidad, para que con el contraste se pueda apreciar la relatividad de lo
solemne; en ese momento solo esa frivolidad es capaz de desentrañar la cara
ridícula y oculta de nuestras
trascendencias para hacernos comprender que lo único que merece la pena de la
vida es precisamente vivir y todo lo que signifique poner cláusulas y
salvedades a ese gozar la vida lo que hace es desvirtuarla. Le opuse, pues, a
los taladros de sus ojos una cara de fascinación calculadamente afectada y le
contesté quitándole toda la importancia que cuando volviese a ver a Abel, le
celebrase el buen nabo que tenía y se felicitase por haberlo engendrado dentro
de ella. Al oírlo, primero se sintió
ofendida, para, al cabo de unos segundos de reflexión, soltar una carcajada de
alto volumen, tanto, que tuve que reprenderla afectadamente por las altas horas
de la noche. Finalmente reímos los dos ruidosamente y de lo lindo.
Pasó una eternidad en la que
reposando el uno en el otro nos convertimos en dos estatuas de carne que se
abrigaban mutuamente. Yo sentía su calor cercano como sabía que ella sentía el
mío. Acompasamos los latidos de nuestros corazones y dormitamos. Al fin ella me
manifestó con voz entrecortada que quería acabar sus días a mi lado, que la
vida nunca lo había sido para ella, hasta conocerme y que las últimas cuarenta
y ocho horas habían valido por toda su vida anterior. Es más, no encontraba más justificación a su vida
que el servir de prolegómeno a los últimos dos días para conocerme y conocerse.
Aún así me confesó que le costaría volver a ponerse delante de su hijo. Cuando
le expliqué la razón de categorizar el incesto como una actividad
intrínsecamente perversa como instrumento de represión por parte de la sociedad
entera para salvaguardarse a si misma, casi lo entendió, pero la impronta
dejada de la rotura del tabú en su
mismidad no podía ser anulada del todo y un resquemor le continuó arañando el
alma como el gato araña la pata de la silla de su amo, sin intención de
estropicio, pero deteriorando la belleza del mueble; eso le pasaba a ella, la
angustia de la culpa le restaba lozanía y belleza a su mirada. Sabía que cuando
viese a Abel, por mucho que racionalizase la relación y por mucho que supiese
de su derecho a gozar con quien le apeteciese y a su vez le correspondiese, no iba a poder dejar de
sentir una multitud de libélulas bullendo en su estomago. La tranquilizó,
cuando le dije que yo le acompañaría en ese trance. Terminada la conversa
Juanita se acurrucó en mi regazo y se quedó dormida, yo me dejé llevar del
placer de sentir a alguien muy cercano durmiendo a mi capa y me dormí también.
El sol inundaba la planta baja
en cuanto asomaba por levante y calentaba, alumbrando la cama como si de un set
de grabación se tratara. Me desperté por efecto de los rayos en los ojos y vi a
Juanita agazapada en mi cuerpo en la misma postura que se durmió la madrugada
anterior. No nos habíamos movido en todo el tiempo y estaba por asegurar que de
no ser por la amanecida habríamos continuado conformando un conjunto
escultórico perfecto representando el dulce, eterno e insustituible amor.
Permanecí de esa guisa, pues además de encontrarme a gusto como no recordaba
haberlo estado nunca, no quería que Juanita se despertase. Con una respiración
rítmica y pausada era la imagen misma de la paz.
Me sentía en armonía con todo
aquello que me rodeaba y me notaba en sintonía con la vida, era algo diferente.
La impresión era que había estado con Juanita en mi regazo desde siempre, que
la conocía tan bien como ella misma y que yo formaba parte de su vida, pero la
realidad era que desde hacia solo unas horas, pocos días si se prefería contar
en esa dimensión que habíamos irrumpido el uno en la vida del otro y de la
forma mas bizarra y abrupta que se pudiera pensar, a base de sexo duro y crudo
y tomando ocasión de esa parte de carne nos habíamos perfundido el uno en el
otro hasta hacernos confundir nuestras almas de manera que yo me sentía que ahora
éramos ya un solo espíritu con dos cuerpos diferentes que se necesitarían cerca
para no tener que penar por la perdida de una de sus partes.
Con todo el cuidado del que fui
capaz me resbalé de debajo de su cabeza
dejándosela reposar suavemente en la almohada para ir a preparar un café. No
tenía más razón que el día anterior para la felicidad, pero me sentía el hombre
más radiante de la tierra y la fuerza que me salía del interior me sobraba para
acometer cualquier empresa. Me habría comido el mundo si hubiese querido
hacerlo pero por el momento solo quería disfrutar de esa emoción que para mi era absolutamente nueva y me trasportaba
en volandas camino de la cocina.
Cuando regresé a la cama,
Juanita se desperezaba con toda la molicie del mundo y una cara de felicidad
envidiable. Me sonreía mientras me veía llegar como si se le acercase el Santo
Advenimiento. Se le notaba feliz y plena. De la cara se le acababan de caer
veinte años, parecía una muchachita que venía de tener su primer encuentro
amoroso. Consumió el café deleitándose a cada sorbo. Yo me senté a su lado en
la cama esperando a que acabase. Me regocijaba verla beber su café porque la
veía a ella regocijarse en él. Cuando acabó me buscó la entrepierna con mucha
suavidad y dulzura para prodigarse en caricias por toda mi intimidad. Yo me
dejé llevar porque unas caricias suaves en las ingles y aledaños eran mi debilidad por la sensualidad que
provocaban y la llamada de atención que representaban para la bestia que podía
despertarse de esa manera. Yo me abrí de piernas sin importarme que la piel
fláccida de los muslos cayendo mientras hacía arrugas paralelas y lacias,
denunciase que de quien se trataba era de un viejo de cerca ya de setenta años.
Ella con suma delicadeza me buscó el pene y su menudo dedo meñique se insinuó a
través del meato del capullo. Sentí una punzada pero la dejé hacer. Después de
intentar profundizar sin conseguirlo retiró el dedo y se lo lubricó con las
secreciones de su vagina, luego volvió a la carga y esta vez sí consiguió que
el dedo penetrase ofreciéndome otra oportunidad, una más, de sentir algo
parecido al dolor que desencadena el placer de saber que te están torturando
con el fin de hacerte gozar. No sabía cual era su intención pero esta dispuesto
a dejarme hacer hasta donde ella quisiera llegar cuando de repente lo
comprendí. Me estaba buscando la abertura de la perforación por el lado del
frenillo. Cuando lo consiguió sentí como el pene quedaba enganchado de su dedo
que a suaves tirones conseguía que la verga alcanzase la dureza del granito.
Luego sin retirar el dedo acercó su lengua al vientre del pene que nacía de
donde salía su dedo y lamió y lamió hasta conseguir que obtuviese un orgasmo
cuya eyaculación desbordaba por los lados del dedo que le impedían la libre circulación.
Finalmente retiró su dedo y con la boca consumió el semen restante.
La dulzura, delicadeza y
dedicación que puso en el empeño me conmovió. Solo pretendía procurarme placer,
un placer extravagante que ella sabía que me haría disfrutar y lo había conseguido.
Después de esto yo me dedique a
tironear suavemente de las perforaciones de sus pezones arrancándole gemidos de
placer, porque no podían ser de dolor y con la boca me dediqué a estimularle el
clítoris perforado. Abría las piernas desmesuradamente instándome a que fuese
más contundente en la caricia, pero mi idea era que el tiempo se prolongase
tanto como la vida para que el placer no cesase jamás. No se el tiempo que
transcurrió, pero fue bastante, y al termino ella comenzó a temblar como un ruiseñor
herido para continuar con lo que mas bien parecía una convulsión, acompañada de
gritos de una animalidad domesticada que excitaban más que cualquier caricia.
Finalmente, desmadejada, permaneció inmóvil durante bastantes minutos hasta que
sin dejar caer la sonrisa de los labios entornó los ojos y me dijo que para
echarme de su lado tendría que matarla.
Ya más recuperados, le propuse
que saliésemos a comer a la calle, a disfrutar de la gente y del viento y del
sol que lame las pieles con la fruición con que un amante lame el sexo y a
sentarnos en un restaurante en el que poder recuperar las fuerzas para seguir
hasta el infinito después con nuestros juegos.
Pasamos un día perfecto. Íbamos
abrazados por la calle y nos sentábamos muy juntitos en los sitios sin podernos
resistir a juntar nuestras manos y comernos con los ojos. Yo no recordaba aquel
estar en la vida ni cuando me enamoré por primera vez de aquella cara llena de
acné pero con una sonrisa tan sorprendente. Tenía yo trece años y cuando
finalmente le toqué la mano supe en que consistía aquello que los compañeros
decían en los recreos de que era posible correrse sin tocarse. Bueno, pues el
día con Juanita fue mucho mejor que aquello que yo casi ni tenía muy seguro que
hubiese sucedido de verdad de tiempo que
había pasado.
Llegamos a casa dando un lento
y meloso paseo, disfrutando de nuestro enamoramiento dorado, si bien cada uno
tenía sus propios matices que dar a ese sustantivo. Ya estaba teñido el
horizonte de violetas y oscuros azules entreverados de cadmio cuando entramos
en la casa. Nos sobresaltamos los dos. En el centro de la sala en el sofá se
encontraban Domingo, Pilar y Natacha a los pies de Pilar enroscada como un
perro fiel lamiéndole las botas.
Domingo comenzó a reírse
displicente como solo él sabía al vernos entrar tan amartelados y soltó un
sarcasmo como entre dientes con un deje bastante identificable de irritación.
Inmediatamente después se puso grave y me espetó que yo era su esclavo, eso lo
tenía que saber yo, y para jugar a los novietes tendría que haber pedido
permiso. Pilar apostilló expresando su deseo de gozar viendo como Domingo me
aplicaba el correctivo adecuado a tan flagrante desobediencia.
Fue como el reflejo de huida
ante el fuego y además no me molestó, mas bien, de entusiasmó, me invadió un
calor que me subía desde las tripas y una sensación de satisfacción, el hecho
de agachar la cabeza, soltar el abrazó a Juanita y acercarme a Domingo para
esperar su reprimenda. Me ordenó que me desnudase de inmediato y le lamiese los
zapatos como Natacha, esclava fiel, hacía con Pilar. Juanita inició una
protesta ante lo que se venía encima pero yo la callé con aspereza dejándola
ver que mi vida y mi disfrute estaban allí, en el sentirme perteneciente a
alguien que podía destruirme si quería, no en estar arrobado, embobado en la
contemplación de una Juanita cualquiera. Juanita hizo amago de dar media vuelta
a marcharse pero algo le atornilló los pies al suelo impidiéndole irse; yo
sabía que era la excitación de ver el castigo que ella sabía que le iba a
proporcionar mas placer del que podría obtener del sexo relajado y amoroso que
nos dispensábamos los dos.
Me desnudé como quería Domingo y
me tumbe a sus pies, humillado de la forma que yo sabía que iba a agradarle
más, era un placer inexplicable y que superaba el que encontraba en saber que
era solo algo
rebajado a condición de ente sin voluntad a disposición de alguien. Sentirme
cosa en manos de Domingo superaba con mucho lo que había sentido con Juanita.
En cuanto empecé lamer los zapatos la erección se me hizo hasta dolorosa.
Recordé como Juanita me había metido el dedo por el orificio del Príncipe
Alberto y desee que lo hiciese alguien pero tirando con fuerza, deseaba tanto
dolor que me hiciese suplicar por mi integridad pues en ello estaría la fuente
de todo placer. Pilar vio como yo estaba excitado y rechazando de una patada a
Natacha me empujó a mí con el pie diciéndome que me zambullese en su sexo como,
al parecer dijo, solo yo sabía hacerlo. Levanté la vista a Domingo, para
pedirle permiso y él con una sonrisa condescendiente, satisfecha y un
leve movimiento de cabeza me indicó que hiciese lo que Pilar me pedía. Natacha
yacía tirada en el suelo a mi lado mientras yo de rodillas le daba placer
a Pilar que me apretaba la boca contra
su sexo para que le mordiese el clítoris con más fuerza aún. Natacha con mucha
lentitud se fue acercando a mi pene para empezar a lamerlo hasta que Pilar la
apartó de una patada sin contemplaciones gritándole que si no sabía pedir
permiso. Domingo se desabrochó el pantalón y dejó en libertad su pene que
estaba ya duro y luego ordenó a Juanita que se introdujese el bastón de carne
por su ano o se largase con viento fresco. Juanita lloraba de forma
desconsolada, no sabía yo si por verme a mí sometido de aquella manera, si por
verse ella abocada a ser sodomizada de forma tan abrupta o por todo a la vez al
ver la escena, pero sin rechistar y sin
dejar de llorar, hizo lo que le pedía el amo; se despojó de la falda y se sentó
materialmente sobre la verga que Domingo sostenía enhiesta hundiéndosela en las
entrañas. Juanita emitía unos gemidos que yo ahora ya sabía que eran de placer
y que se entreveraban con el llanto lo que podría hacer creer a los demás que
estaba siendo sometida contra su voluntad, pero no era así. Ella lloraba porque
acababa de comprender que si bien su idea de formar conmigo una pareja como
“Dios manda” habría sido lo aceptable para su compresión rutinaria del mundo,
lo que de verdad quería y le gustaba era lo que estaba sucediendo en aquella habitación
y había estado sucediendo en mi casa desde que puso los pies en el umbral hacia
menos de setenta y dos horas. Prueba de ello es que empezó a moverse de forma
rítmica sin dejar de gemir y ahora ya sin llorar hasta que Domingo en medio de
estertores se vació dentro de ella, que quedándose a medio camino de su orgasmo
seguía moviéndose para poder alcanzarlo, pero Domingo la rechazó entonces
empujándola sin contemplaciones al tiempo que me decía “deja ya el coño de esa, que se lo coma la
rusa y comete tu
el culo de ésta que tiene su salsa y todo” acompañándose de una sonora
carcajada como el que acaba de inventar el chiste del siglo. Me tiré al suelo
boca arriba y Juanita se sentó sobre mi cabeza haciendo coincidir su ano con mi
boca. El semen de Domingo empezó a resbalar en mi boca mezclado con
algunos restos de heces de Juanita. De inmediato sentí nauseas y mi intención
fue desplazarme pero Domingo me conminó en cuanto se dio cuenta de mi huida a
que me aplicase con entusiasmo a comérmelo todo, pues yo era su esclavo y eso
había de mantenerse so pena de verme sometido a un castigo que ni a mi
me iba a gustar. Me sentí
un perro nauseabundo pero con gran delectación, sabiendo que hacía lo que no
quería, para placer de los otros, apliqué mi boca al ano de Juanita
y tragué lo que
ella quiso darme. Mientras lo hacía Natacha se tendió sobre mí y se dedicó a lamerle el sexo a Juanita. Entre
una cosa y otra, bajo la regocijada vista de Pilar y Domingo Juanita termino
por correrse entre espasmos vigorosos que me asfixiaban al tener esa masa de
carne sobre la cara.
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