jueves, 31 de enero de 2013

ROBERTO I


Entró en la casa desde el garaje como siempre, como un vendaval fresco y estimulante, y riendo a carcajadas. Estaba lleno de vida, una vida que a sus dieciocho años le salía a borbotones por cada poro de su piel. Le escuché llegar desde mi despacho en la planta alta y le llamé contento de que hubiese llegado ya. Venía de Cabo San Vicente de practicar surf con sus amigos y esa combinación de coche potente, edad y alegría de vivir provocaba, yo ya lo había sufrido antes, una sensación de inmortalidad muy peligrosa para la salud.
- ¡Roberto!
Subió a zancadas la escalera de inverosímiles peldaños volados hasta mi despacho y me estampó dos besos rápidos.
- Me voy papá, me están esperando en El Palmar.
- Roberto acabas de llegar de hartarte de tabla y seguro que si te exploro te voy a encontrar mas de un moratón por los revolcones de ese Atlántico furioso y traicionero; ¿no vas ni a comer conmigo?
- Va, tío, quedamos a cenar esta noche en Los Caños. Y moratones, algunos, pero…, esta noche hablamos, ahora hay prisa, me esperan abajo, Quique y Raúl.
- No me llames tío, joder, que soy tu padre – protesté más de forma retórica, aunque en el fondo encantado de ser tratado de esa manera.
- Vale papá – el me conocía a la perfección y sabía como halagarme llamándome tío, como a un colega - en Los Caños a eso de las nueve, donde siempre. Llevaré mi par de amigos, si te parece, tío – y remató con una carcajada sincera que dejó al descubierto la perfecta hilera de guardias de marfil blanquísimo que enmarcaban sus labios rojos y jóvenes.
- Vale – claro que me parecía, aunque fuese con sus amigos, quería estar un rato con él, y lo de tío es que ya me desarmaba impidiéndome mantener la autoridad paterna. No se podía querer más a un hijo y solo hacerme consciente de ello hacía que se me saltasen las lágrimas.

Desde que Roberto cumplió los trece años que nos vinimos a vivir a Cádiz a la casa de la playa, cuando me separé final y legalmente de mi mujer, no había tenido demasiadas oportunidades de disfrutar de mi hijo. El internado en Inglaterra, por acuerdo de las capitulaciones del divorcio y los veranos, con su madre, menos quince días conmigo y navidades y semana santa. Aunque la mayoría de los veranos eran conmigo, por dejación de su madre, consensuada, eso si, que siempre tenía algún pleito en alguna parte del mundo.
Cristina, profesora de Derecho Mercantil primero en la Central y luego Jefa de Departamento en una Universidad privada no tuvo suficiente, sino que aceptó ser asociada a un famoso bufete de abogados belga para hacerse cargo de los litigios mercantiles internacionales. Sí, mucho dinero, tanto, que fue ella la que tuvo que pasarme pensión a mí, pero sin tiempo para su hijo. En realidad nunca lo tuvo. Tuve que emplearme a fondo para que llevara el embarazo a término; la preñez no era más que un enojoso obstáculo en su carrera profesional, siempre de la ceca a la meca, cuando no en un Foro en un aula impartiendo doctrina, más que saberes. Pero Roberto nació. Y tal como nació se lo entregó a una nany alemana, Brunilda, a la que seleccionó, por supuesto en Lovaina, cuidadosamente, antes de tener al niño.
No puso ningún impedimento a que le pusiera el nombre de mi suegro, Roberto, aunque ella no le soportase, nunca supe porqué, pero era un arquitecto de renombre que quizá por las mismas razones que ella esgrimía ahora, nunca le pudo dedicar el tiempo que ella necesitaba. Sin embargo a mi me caía muy bien y fue el artífice junto a un buen amigo suyo, brasileño, arquitecto de mas renombre aún que él, los que una noche con los carbones fríos de la chimenea diseñaron con cuatro trazos sobre la pared de mi casa lo que habría de ser la casa a la que ahora llegaba Roberto y que yo le regalé a Cristina, porque adoraba la costa de Cádiz. Compré aquella parcela imposible en una ladera escarpada que caía directamente al mar cerca del Cabo de Trafalgar y en la que para un lego como yo sería imposible construir algo más que un palomar, pero Roberto, mi suegro y Oscar, su amigo brasileño veían las cosas de otro modo; cuando vieron el lugar y la inclinación del terreno se entusiasmaron. La casa fue objeto de portada de revistas especializadas y visitada por estudiantes de arquitectura como Meca del saber en ese arte que consiste en capturar espacios y crear volúmenes. Cuando el divorcio, Cristina consideró que la casa estaba mal comunicada y lejos de cualquier aeropuerto decente, razón por la que me la dejó a mí. Para ella fue lo demás, el apartamento de Bruselas, lógico, ella trabajaba allí muchos días al año y el chalet de Madrid en La Florida. A mí, aún siendo de Madrid, no me gustaba la vida allí y en realidad mi profesión ya no la ejercía, trabajo para varias publicaciones especializadas y consultor a ratos de la OMS y con la conexión a Internet tengo suficiente, por lo que la casa de Cádiz era ideal para mí y para mi hijo, que adoraba las olas y el surf.
Pero hay que volver al principio. Vivíamos en Madrid cuando nació Roberto y Cristina acababa de aceptar la propuesta del bufete belga como asociada. Brunilda era una esbelta alemana, reclutada en Bélgica como quedó dicho, con el pelo rubio recogido en un moño discreto sobre la nuca y unos ojos de un intenso color turquesa. Fue su verdadera madre.
Entre su Departamento de la Universidad y el bufete por las tardes Cristina no tenía muchas oportunidades de ver a su hijo; a veces llegué a dudar de si le quería. Siempre llamaba antes de llegar a casa por la tarde-noche para saber si el niño estaba acostado, ella venía cansadísima de trabajar y que el niño estuviese despierto la soliviantaría demasiado, se limitaba a asomar la gaita por la puerta de su cuarto y comprobar que respiraba, nada de besos o caricias, eso eran pérdidas de tiempo y colisionaría con la educación estricta que esperaba que Brunilda le diese.
Naturalmente teníamos habitaciones separadas y los días de sexo estaban perfectamente tasados como si de una compleja operación mercantil se tratara. No podía volver a ocurrir que ella se quedase embarazada. Como es natural la cosa se fue enfriando hasta que llegó un punto en que si ella no estaba cansada el que lo estaba era yo, por joder, valga el sinsentido, mas que nada. Nos convertimos en compañeros de piso y poco a poco nos distanciamos. Había días que ni nos veíamos, pero la inercia hacía que a los actos sociales, que por nuestra posición no eran pocos, fuésemos como la pareja perfecta que los demás pensaban que éramos.
No fue en modo alguno premeditado. La relación con Brunilda siempre fue seria, incluso rozando la sequedad, porque ella no se prestaba tampoco a demasiadas alegrías pero Roberto tenía ya cinco años y la adoraba. La casa, era grande y no necesariamente había que cruzarse con ella, que habitualmente cuando no estaba con el niño, se ubicaba en el área de servicio.
Pero aquella noche Roberto tenía una epistaxis que después de los remedios usados por Brunilda no cesaba en su manar y como era lógico la nany fue en mi busca. A mis treinta y cinco años yo era un volcán cuando las hormonas se me revolucionaban, aliviándome en la ducha yo solo; me aterraba que una mercenaria pudiera pegarme alguna de las enfermedades sobre las que yo alertaba desde mi puesto de consultor de la OMS.
Por lo que se ve, la teutona llamaría a la puerta de mi despacho, pero yo enfrascado en las imágenes del ordenador que alimentaban mi libido no fui capaz de escuchar. El caso es que cuando Brunilda abrió la puerta yo estaba con los pantalones caídos y la mano ocupada en ciertos menesteres. Me quedé helado, pero no por eso decayó mi ímpetu, estaba a punto de terminar mi alivio. La nany lejos de escandalizarse por lo que acababa de ver mantuvo su gesto hierático de severa institutriz que condena con su mirada, lo que provocó en mí una excitación supina que no conocía hasta ese momento. Como la que lo ha hecho siempre y con la decisión y naturalidad con la que lo hacia todo, la alemana se dirigió hacia donde yo estaba, ridículo dentro de mí pero totalmente enhiesto y sujetándome con toda la mano aquel mástil. Llegó hasta mí, se agachó y con una maestría digna de una profesional me hizo la felación de mi vida. Como estaba a punto yo ya, a base de las imágenes del ordenador no tardé ni cinco segundos en eyacular en la boca de la institutriz. No cayó a la alfombra ni una gota de semen, todo fue cuidadosamente consumido por ella que si mediar más palabra cuando consideró que yo había terminado se levantó y con total desapasionamiento me anunció que Roberto sangraba por la nariz y ella era incapaz de frenar la hemorragia.
Cuando reaccioné y comprendí lo sucedido, Brunilda ya se había ido del despacho y allí estaba yo, con mi sexo detumescido, los pantalones en los tobillos y una sensación de estupidez total. Me sacó de mi estupor la voz de Cristina que al tiempo que decía que ya estaba en casa, entraba en el despacho cogiéndome en actitud tan poco favorecedora. Me miró de arriba, abajo, me despreció olímpicamente y escuetamente soltó:
- Es asqueroso, ya estoy harta, voy a pedir el divorcio.
Supuse que lo sabía todo pero estaba equivocado porque de haber sido así habría despedido a la rubia y contratado un orangután por lo menos, pero se limitó a irse esa misma noche a casa de su padre, divorciado también hacia muchos años.
Todo fue muy civilizado y aséptico. Nuestros abogados se las entendieron y se capituló que hasta que el niño fuese al internado británico a los ocho años, siguiese en la casa de La Florida, por su bien, al cuidado de Brunilda. Los veranos los pasaría con ella si es que sus obligaciones profesionales no se lo impedían, entonces se quedaría conmigo en la casa de Cádiz que era la que se reservaba para mí. Cristina me pasaría además para manutención del niño tres mil euros todos los meses. Hasta que Roberto cumplió este verano los dieciocho le ingresé esos euros en una cuenta a su nombre de manera que cuando pudo acceder a ella contaba con una pequeña fortuna para su uso discrecional de medio millón de euros. Él se compró con su dinero su Hummer y se fue con unos amigos a Portugal a surfear para celebrar su mayoría de edad.
Aquellos tres años que Brunilda permaneció en casa, de los cinco a los ocho de Roberto nuestras relaciones menudearon. No era nada estatuido. Era solo un juego. Yo sabía que a las ocho de las tarde cuando el niño estaba ya en la cama y dormido ella llamaba a la puerta de mi despacho con tres toques secos de nudillos. Era la señal. Yo me bajaba los pantalones y empezaba a masturbarme, ella entraba y severa me recriminaba con la mirada, luego llegaba delante de mí, se agachaba y me hacía una felación primorosa que acababa inexcusablemente con mi semen en su boca. Luego se levantaba como ocurrió la primera vez y sin un mal o buen gesto se daba la vuelta y se marchaba sin volver la vista atrás.
Al cabo de los seis meses de estar haciendo esto al menos tres veces en semana y yo deseando ya alguna fantasía más, sin haber cruzado mas que las palabras propias de la educación del niño, una noche de invierno en la que los truenos de la tormenta impedían casi el entenderse sin gritar, resonaron los tres golpes en la puerta pero dados con más urgencia. Me dispuse como siempre con los pantalones en los tobillos a mi faena y Brunilda abrió la puerta. Me quedé helado. Llevaba puesto un corsé de seda negra ribeteado de rojo con un liguero así mismo rojo que sujetaba unas medias de red negras también. El sexo lo llevaba tapado pero el trasero al descubierto. En la mano una fusta. Llevaba puestas además unas botas con tacón de aguja. Total. Al verla tuve que soltarme la verga de la mano porque cualquier roce por mínimo que hubiera sido me habría provocado la eyaculación. Habló por primera vez de algo que no fuese la educación de Roberto, fue una orden dada sin que yo me plantease siquiera desobedecerla.
- Eres un degenerado y necesitas que alguien te castigue. ¡Ponte de rodillas!
Lo hice. Se acercó a mí y empezó a azotarme con la fusta. Nunca nadie me había hecho esto. Lo había visto en las películas que alimentaban mi libido y me había provocado excitación. Empezó despacio para ir poco a poco aumentando la fuerza del azote. Inexplicablemente me excitaba el dolor provocado en el trasero con  la fusta y ella mientras azotaba, me decía que era un desobediente y merecía castigo y eso me excitaba aún más. De repente dejó de azotarme y yo le pedí que continuara, pero se negó y en lugar de eso me ordenó que me sentase en el borde de una silla. Dolía la nalga del castigo pero al tiempo excitaba el dolor. Se sentó sobre mí a horcajadas y sin retirarse el corsé se introdujo mi pene por su ano. Fue instantáneo, me vacié en medio de espasmos placenteros como jamás hubiera soñado poder tenerlos. Terminado se salió de mí y tal como había entrado en el despacho se fue.
Hasta que Roberto cumplió los ocho años que se lo llevaron al internado en Gran Bretaña, seguimos casi a diario con este juego, pero por más que rogaba y rogaba no me dejaba hacer uso de su sexo, siempre era sodomización lo que se dejaba hacer. A veces cambiaba la fusta por un látigo de siete colas de badana o bien me enseñó el placer que puede sentirse con los pezones aprisionados por unas pinzas chinas.
Cuando se despidió por haber terminado su contrato de institutriz, al ingresar el niño en el internado británico, le rogué que siguiese de ama de llaves de la casa de Cádiz, ya que del chalet de La Florida tuve que irme. Aceptó de mil amores. De hecho cerca de donde teníamos la casa había viviendo otras familias en chales y eran de origen alemán.
Ya en Cádiz pudimos dar rienda suelta a más perversiones y fantasías. Le rogaba y rogaba que me dejase penetrarla como lo hace un hombre y una mujer, pero siempre sabía escabullirse inventándose una nueva variante de otra variante. Me enseñó el valor el ano como fuente de placer, algo que me sorprendió hasta límites incomprensibles. El primer anilinguis que hice con ella me llevó hasta la estratosfera, pero siempre con su corsé súper ajustado embutiéndole el cuerpo.
Cuando Roberto cumplió los doce años le hicimos una fiesta con todos sus amigos y al término de la fiesta, cuando nos quedamos solos y Roberto estaba dormido ya, Brunilda con dos copas de más, me anunció que me concedería su sexo con la condición de que yo me practicase un Príncipe Alberto. Sin saber a que se refería, acepté, yo tenía otras dos copas de más, y para cuando me enteré de lo que se trataba creí morir. Me negué en redondo y me enfadé seriamente. Ella se presentó a los diez minutos con su maleta hecha para despedirse de mí. Estaba tan enfadado por lo que yo consideraba una encerrona que le firmé un cheque por el valor de lo que se le debía y la dejé marchar.
Con el paso de los días y visitando paginas de Internet fui interesándome por el procedimiento e incluso llegué a visionar una grabación casera en la que el interfecto se practicaba el solo la intervención con una sencilla aguja y una especie de canuto de plástico. Llegó un punto en el que sentía excitación pensando en tener un anillo grueso  perforándome el glande.
Finalmente me decidí y busqué el sitio donde hiciesen perforaciones sexuales y que me diese garantías. En el local, me preguntaron por mis motivaciones, no querían que fuese una decisión tomada por impulso y yo, en medio de mi nerviosismo con más de cuarenta años me explayé. Entonces me aconsejaron que me hiciese las perforaciones en pezones también, así sorprendería gratamente a mi pareja y la tendría mas a mi entero arbitrio.
- Este tipo de tías son muy viciosas y va a flipar en cuanto vea a su nota to perforao – se atrevió a aconsejarme el perforador. Me estremecí de angustia escuchándole esa especie de jerga idiomática pensando que ese espécimen era el que me iba a taladrar mi cuerpo pero no supe como darme la vuelta y salir a escape de allí.
Me dolieron más las perforaciones de los pezones que la del glande. Pasaron dos meses hasta que aquello curó y cada vez que me miraba al espejo no podía por menos que acordarme de Brunilda y no tener tiempo ya de espera para poseerla como ha de ser. Además tenía curiosidad por saber que se sentía con ese anillo en la punta entrando y saliendo, ¿dolería?, ¿aumentaría el placer?, ¿retrasaría el orgasmo, lo adelantaría?
La estuve llamando dos semanas seguidas y cada vez que ella rechazaba mi llamada yo me masturbaba sintiendo el anillo del pene agitarse arriba y abajo añadiendo un plus de excitación al acto. Luego aprendí a engancharme una cadena a las argollas de los pezones y con la boca estiraba cuando me llegaba el orgasmo aumentando así el placer, por la espinosa vía del dolor; estaba desbocado del todo. Al cabo de las dos semanas estaba tan desesperado que visité el local donde me perforaron buscando algo que aumentase mi placer.
- Brunilda, la zorra esa, no me contesta y estoy desesperado.
- ¿Conoces el estimulador del punto P?
- No se a que te refieres
Me enseñó una especie de pene pequeño de una forma extraña
- Ves, esto se introduce en el ano hasta este tope y con esta forma se coloca justo sobre la próstata, de manera que cuando lo manipulas estimulas ese órgano y el placer aumenta.
- Pero…, perdona si te ofendo, pero eso será para maricones, a mi por el culo, que quieres que te diga…
- Entonces nunca sabrás que es verdadero placer, tío. Cuando pruebas esto, ya no quieres otra cosa y follarte a tu tronca con esto puesto es ya pa irte pallá.
Me quedé mirando el artilugio manoseándolo, comprobando su textura e imaginándome metiéndomelo por el culo y ya estaba dispuesto a marcharme cuando se me adelanto mi perforador.
- Con este gel me lo pongo yo mientras me mira la tronca, arrancándose el clítoris a refregones y como la seda tío.
Me cegué, cogí las dos cosas, pagué y me volví a casa. Estaba en el salón de casa delante de la cristalera que miraba al estrecho con el mar picado y un levante fuerte soplando, que desmochaba las palmeras. Estaba desnudo, con el artilugio encima de la mesa y el gel al lado.
Volví a llamar a Brunilda. Esta vez descolgó. No la dejé hablar.
- He aprendido un montón. Tengo el Príncipe Alberto, y dos más en los pezones. Y por si fuera poco – me hice el interesante – estoy utilizando estimulador del punto P.
- Yo estoy en Postdam en casa de unos amigos. Volaré a España dentro de una semana. Iré a verte y cumpliré mi promesa.
Y colgó. No me dio opción a más. Me quedé mirando el artilugio de silicona y el gel y sin pensármelo más lo utilicé. Me embadurné bien de gel y procedí con más miedo que otra cosa a introducírmelo. Me sorprendió la facilidad con la que entró. No, no era dolor era como presión al principio pero en cuanto se colocó en su posición, sentí en la punta del glande una punzada placentera y empezó a destilar un liquido viscoso y transparente acompañado de un placer muy suave y goloso. Después se detuvo todo. Me moví con la mano el artilugio y el placer volvió a aparecer y el pene a endurecerse. Moví el dildo con más vigor y el placer se acentuó y empecé a expulsar semen muy liquido acompañado por una sensación lo más parecida al orgasmo pero inagotable, tanto que empecé a jadear de agotamiento por el placer sentido. Hubo un momento en que no pude más y me agité con suavidad el pene unas cuantas veces y el orgasmo interminable se consumó en forma de una explosión de placer extremo que me mareó. Sin querer, expulsé el aparato de estimulación y me quedé tumbado en el sofá exhausto. Aquel dulce agotamiento me dejó profundamente dormido.
Me desperté ya de noche y casi sin darme cuenta, a trompicones, me dirigí a mi dormitorio, me tiré sobre la cama y continué durmiendo hasta que el sol me despertó entrando por el vitral de levante que tamizaba de azul y rojo la luz del sol naciente.
Cuando bajé al salón vi el dildo estimulador y sin pensármelo, medio tarumba, me lo introduje otra vez. Sentí un calambre deleitoso en la punta misma y empecé a eyacular otra vez. Me masturbe una vez más y me quedé sin aliento pero caí gozoso sobre el sofá. Pasado un rato me duche, me vestí y volví a la tienda donde estuve el día anterior.
Puse el estimulador encima del mostrador y pregunte.
- ¿Lo hay más grande y más estimulante?
- Lo hay más grande y vibrador, que es para morirse.
- Dámelo.
- Úsalo con cuidado, colegui,  que esto engancha más que el caballo
Me di media vuelta para irme y me llamó. Me puso encima de la mesa todo un pene de silicona, grueso y largo, color fresa.
- Espera. Toma llévate éste también. Es para evitarte viajes. Si no has tardado en venir ni un día buscando más, en menos de una semana vas a necesitar esto, te lo aseguro y no hablo de oídas… ¡ah, y yo tampoco soy maricón! que lo mío son las titis, pero el vicio es el vicio y eso no entiende más que de sacar placer, aunque sea de un pozo oscuro dentro del que no se ve, solo se goza al precio que sea, ya lo entenderás.
Lo miré como hipnotizado por su tamaño. Era más grande que el mío. Lo toqué con cierta aprensión, como si fuese a contagiarme de algo. El tacto era suave pero firme, lo abarqué con los dedos y me faltaban para rodearlo por completo. Era largo e instintivamente me pregunté hasta donde me cabría dentro de mi cuerpo. Inexplicablemente mi propio pene empezó a tomar cuerpo. Me asombró algo tan absurdo.
No pensé en nada más, pero cuando me di cuenta estaba llegando a casa con un pene de proporciones enormes al lado y un vibrador que estimulaba el punto P.
Y aún faltaban seis días para que Brunilda llegase. Los iba a dedicar a mí y a prepararme para echarle el polvo de su vida. Soñaba con que me azotase, me tirase de las argollas de los pezones y luego con penetrarla con mi argolla en la punta.
No pensé ni en comer. Me desnudé rápidamente, me embadurne del gel y procedí con precaución a introducirme el vibrador. Cuando lo tenía dentro, no funcionaba y me di cuenta que no le había puesto las pilas. Con el aparato insertado en el recto me puse a buscar pilas por toda la casa. Finalmente se las quité a una linternita y después de sacarme el ingenio volví a insertarlo pero ya con electricidad. Cuando pulsé el interruptor y la vibración empezó a estimularme la próstata un escalofrío me recorrió desde la nuca hasta el mismo ano y por la punta del pene, que de inmediato se puso duro, empezó a salir semen claro. El placer era tan intenso que no me podía controlar. Caí sobre el sofá en medio de convulsiones placenteras cada vez más intensas hasta que sin tocarme siquiera apareció el orgasmo final con expulsión de semen a una distancia a la que nunca había disparado, ni cuando tenía quince años.
Sin fuerzas y sintiendo ya calambres muy dolorosos por la estimulación que no cesaba me busqué el ano de manera automática y me desinserté el aparato. Estaba agotado como el que ha corrido una maratón, el corazón lo sentía desbocado y jadeaba de extenuación. Poco a poco me fui serenando hasta que caí dormido. El sol entraba por el ventanal de poniente que miraba a la sierra de Tarifa, cuando me desperté. Me sentía como nuevo, relajado y fresco. Tenía hambre. Busqué en la cocina y me puse un bocadillo. Comí y me reconforté.
Luego llamé a Brunilda. Me colgó el teléfono pero me mando un mensaje. “Te dije CND llegaré. No yames +”
Me resultó extraño, parecía ilusionada con el reencuentro cuando hablé con ella dos días antes.
Me vestí y salí a tomar algo a un bar cercano a casa frecuentado por los vecinos de la zona y algún que otro turista que gustaba de los atardeceres del estrecho. Charlé con unos y otros y recibí una llamada de Roberto que me decía que su madre estaba en Texas en medio de un litigio muy importante con una petrolera y que seguramente pasaría todo el verano allí con ella, que le habría gustado volver a casa porque iba con un amigo suyo de aquí a empezar a hacer tabla pero que seguramente iba a ser imposible. Le prometí que hablaría con Cristina para ver de ahorrarle un verano cocido en el desierto de Houston. Estaba furioso. Roberto donde se lo pasaba bien era en Cádiz. Vale que se fuese a estudiar a Inglaterra porque eso después le iba a abrir puertas de dos hojas, pero el verano entero a USA era demasiado.
Llamé a Cristina. No calculé bien el horario y la desperté. Se enfureció y me colgó. Volví a casa y me acosté. A las cuatro de la mañana sonó el teléfono. Era Cristina.
- ¿Ves como jode que te despierten? Que querías.
- Era para hablar del niño – pude controlar un acceso de ira, la habría estrangulado no porque me despertase, sino por el rencor demostrado.
- ¿Que pasa ahora con el niño?
Le expuse mis razones y las del niño. Debía estar muy ocupada en su litigio, nada menos que la Oil Clayton Co. contra el gobierno de Arabia, porque se mostró comprensiva.
- De acuerdo pero al menos del veinte al treinta de Julio le quiero aquí, ¿Qué menos?, se va a olvidar que tiene madre.
En boca de Cristina esas palabras eran un sarcasmo, pero me lo tragué, era por Roberto y le quería más que a nada.
- Por supuesto Cristina, claro que sí. Mira, voy a hacer una cosa, yo me voy con él y el tiempo que no pueda estar contigo por tu trabajo allí estaré yo para que el chaval no se encuentre descolocado – intentó replicar algo pero la corté – no, no por supuesto, tu y yo no nos vamos ni a ver.
- Eso iba a decir. No quiero verte.
Y colgó. Me quedé sobre la cama desvelado con el auricular en la mano sin pensar, solo haciendo cabalas de cual habría sido la razón por la que yo me casé con aquella especie de arpía. Finalmente colgué el teléfono y me fui a la ducha. Eran las cuatro y media y con lo que había dormido después de la electroestimulación ya no tenía sueño. Me duché con agua fría y bajé al salón. La luna casi llena iluminaba de espejo el mar que en aquel momento estaba calmo, raro en el estrecho, y bellísimo. Era como si estuviese en el puente de un inmenso trasatlántico anclado en medio del mar. Me dejé caer sobre el sofá y sentí que me sentaba sobre un objeto. Metí la mano y saqué de debajo de un muslo el consolador que el vendedor casi me obligó a comprar, y no era barato. Lo estuve mirando un buen rato pensando en lo que sentiría Brunilda cuando me hacía aquellas felaciones gloriosas en las que la inundaba la boca de semen que ella tragaba tan deliciosamente. Sin pensar más me metí el artilugio en la boca. No sabía a nada, solo ocupaba espacio pero la lengua resbalaba por debajo y entonces comprendí la razón por la que Brunilda me daba tanto placer; me acariciaba el frenillo con la lengua en sentido transversal mientras hacia el movimiento de vaivén con la cabeza para que entrase y saliese el pene de su boca, era un masajeo doble, de ahí el placer exquisito, que la primera vez que sentí me sorprendió. Lo hice yo, pasar la lengua por el frenillo figurado del pene de silicona y sentí cierta satisfacción y con sorpresa comprobé que mi propio pene ganaba en consistencia. Entonces a la vez que movía la lengua metía y sacaba el artilugio de la boca y de repente me di cuenta que estaba haciendo una felación a un pene artificial. Me lo saqué de la boca de golpe y lo deje sobre la mesa, como el que se ve sorprendido en falta y desea que aquello no hubiese sucedido nunca. Pero ya estaba sucedido, porque mi propio pene duro ya estaba de testigo mudo de aquellas maniobras. Pensé “¿Y por el culo, será tan difícil?”
Cogí el gel, me embadurne bien el ano, luego el pene de silicona me tumbe de lado y lo apunté con cuidado. Me preguntaba dentro de mí “¿Pero que estoy haciendo?” pero seguía haciéndolo. Empujé con cuidado al principio y cedió el esfínter, no había dolor. Empujé con más fuerza y encontré más oposición, pero algo me impelía a seguir. De pronto la oposición cedió y el dildo con algo que no podría definir como dolor se deslizó dentro de mi recto. Al pasar por el punto P lo exprimió con su volumen y expulsé líquido transparente en mucha abundancia sin llegar a sentir el placer que con el estimulador pero necesitando que el objeto entrase más dentro. Me gustaba la sensación de ocupación en mi cuerpo. Sentía el ano dilatado y eso me excitaba, pensé en como yo sodomizaba a Brunilda y me di cuenta que yo me estaba sodomizando a mi mismo. Cuando me sorprendí pensando cual sería la sensación si en lugar de un objeto inanimado fuese un pene de verdad el que me penetraba, me extraje el dildo de golpe y una sensación de angustia y miedo se me instaló en la boca del estomago. Para colmo la punta del consolador estaba manchada de heces. Más angustia sentí cuando me di cuenta que el olor a heces salidas de mi ano extraídas por un consolador no me era desagradable del todo, no que fuese agradable, pero si intrigante, esa emoción o curiosidad que a los humanos nos hace tomar decisiones osadas no siempre inofensivas.
No sabía que me estaba sucediendo. Todo lo acaecido desde hacia dos meses, desde que me presté a ponerme los anillos se embrollaba y se embrollaba hasta el punto de meterme en una espiral de marginalidades que no entendía intelectualmente pero que me tenía atenazado emocionalmente y me halaba hacia galaxias en las que difícilmente podía adivinar cual iba a ser mi devenir. Cogí el dildo, lo envolví en papel higiénico y lo tiré a la basura. Lo mismo hice con los dos estimuladores. Aquello solo formaba parte de una pesadilla, de una especie de relato turbio y gore en la que me había enredado y del que me desenredaba porque así lo había decidido; todo un mal sueño.
El resto de la semana hasta el día en que Brunilda debería llegar lo pasé contestando correo, escribiendo algún articulo para alguna revista que me tenía comprometido y bajando a la playa. Descansando en suma. Perdí la noción de los días hasta que una mañana sonó el timbre de la cancela. Era Brunilda, pensé y abrí ilusionado.
Efectivamente era la alemana rubia y sensual, pero acompañada de un amigo, un tanto ambiguo, más guapo de lo que correspondería para ser hombre. Me lo presentó como Klaus.
- Nicolás, en este rincón del mundo – contesté algo molesto por el acompañante. Adiós al sexo que yo esperaba, pensé. Esta tía, esta loca – tu novio o tu hermano – pregunté sin disimular la irritación.
- Ni lo uno no lo otro. Un buen amigo nada más. Y sabe a que vengo, espero que seas tolerante.
- ¿Qué? – y me selló la boca con sus labios, metiéndome la lengua hasta los hígados.
- Le gusta mirar y a mi que me miren. Dame ese capricho y yo te daré a ti otros. Luego si se tercia y puede entrar en la pareja para ayudar, lo hace. Te va a sorprender. No des nada por hecho. Vamos enséñame ese Príncipe Alberto.
Y con la mayor presteza ya tenía sus manos metidas dentro de mi bragueta. Intenté oponerme, pero su dedo meñique ya había entrado en el anillo del glande y no me podía deshacer de la presa sin arrancármelo. Era lo último que hubiera deseado, pero me empalmé y ya no pude resistirme, estaba en sus manos.
Antes de que me diese cuenta estaba desnudo, siendo sometido a una felación gloriosa a la vista babeante de un tío que se frotaba su entrepierna. Brunilda se levantó y se puso a juguetear con los anillos de los pezones, tironeándolos y retorciéndolos, provocándome un dolor placentero extraño que me hacia tirar la cabeza hacia atrás cerrando los ojos para concentrarme en el goce mas intensamente y cuando me di cuenta mi pene también estaba siendo estimulado por una lengua sabia. Me dejé llevar y llevar, me abandoné a lo que tuviera que ser. Brunilda me cogió las manos y las llevó, por fin al cabo de los años a su entrepierna para que tocase su sexo, pero tuve que abrir los ojos porque lo que yo estaba tocando no se correspondía…
- ¡Es una polla, tienes una polla!, eres un tío Brunilda – intenté recular pero el amigo de la alemana me sujetaba firmemente del pene con la boca.
- No pienses, solo goza –me susurró al oído.
Y recordé lo experimentado en esa semana y me deje llevar, si Brunilda tenía que sodomizarme como yo la sodomicé a ella o a él, estaba confuso, me dejaría, pero no iba a ser tan fácil. Brunilda me empujó con firmeza del hombro derecho mientras me azotaba con su mano la nalga y me ordenaba que me arrodillase para hacerle una felación. Me estremecí de placer, tanto por la orden como por el azote. Klaus, no se de donde sacó una fusta y empezó a golpearme las nalgas, estaba a punto de correrme, pero aún no había acabado todo. Brunilda se sacó un pene que no imaginaba como podía haber ocultado todo el tiempo porque no era de proporciones pequeñas y me lo puso en los labios mientras Klaus no dejaba de azotarme.
- Abre la boca guarro – me gritaba Brunilda – cómeme como es tu obligación de asqueroso degenerado.
Intentaba mantener los labios cerrados hasta que comprendí que estaba todo ya perdido y abrí la boca. Me inundó una gran paz. Saqué las nalgas hacia fuera para que Klaus pudiera azotarme mientras yo chupaba como había ensayado sin saber que lo hacía, con el pene de silicona color de fresa. Brunilda o como quiera que se llamase, rebuznaba de placer mientras me destrozaba los pezones tirándome de los anillos; yo por mi parte no recordaba haber gozado jamás como lo estaba haciendo. De repente la alemana se retiró.
- No, aún no toca correrse. Dame la fusta Klaus.
El otro alemán le dio la fusta y empezó a quitarse los pantalones. Sabía que ahora iba a tener que hacer la felación al otro, pero mi sorpresa fue mayúscula, no era el otro, sino la otra. Klaus, era una mujer travestida de hombre pero conservando sus genitales exactamente como Brunilda que era un hombre travestido de mujer con sus genitales de hombre. Todo estaba tergiversado. Klaus o Nicolasa me acercó su sexo a mi boca y en el momento de empezar a olerlo y a lamerle el clítoris no pude contenerme más y eyacule entre espasmos, mordiéndole el sexo a Klaus. Brunilda o Brunildo al darse cuenta, rápidamente se agachó y recogió la mayor parte de mi semen en su boca y luego lo compartió largamente con Klaus en un beso interminable. Cuando se terminaron mi eyaculación entre los dos yo había quedado de rodillas, roto de la excitación y el placer sufrido, me miraban entre divertidos y sorprendidos de que se les hubiese acabado la fiesta con mi eyaculación tan precoz y que les hubiese dejado a medias.
- No creas que hemos terminado – dijo Brunilda mientras terminaba de desnudarse – tendrás que recuperarte, porque llevo soñando con ese culito tuyo desde el primer día que te conocí.
- Y yo con que me folles con ese Príncipe Alberto mientras te folla Brunilda por el culo – apostilló Klaus.
- Vale, pero dejarme descansar un poco, llevo una semanita de locura.
Les relaté todo lo ocurrido, cómo había comprado los artilugios, como me había vaciado usándolos y como me había asustado cuando comprobé que me gustaban y proporcionaban mas placer del que podía imaginar y como deseaba cada vez más y más. Les propuse ir a cenar a un restaurante donde servían pescado recién sacado de la mar, luego ir a tomar algo a algún chiringuito cercano y volver a casa a lo que fuese.
- Yo estoy hambriento – dijo Klaus – al tiempo que se agachaba delante de mí y empezaba a juguetear con su lengua en mi anillo del glande. Mi pene empezó a crecer otra vez.
- Yo hambrienta de todo, de comida también – contestó Brunilda – así que deja eso para luego Klaus.
Durante la cena, Brunilda en su papel de institutriz me pregunto por Roberto y de repente me asaltó la duda de si habría abordado a mi hijo de alguna manera aquel degenerado. Se me cambió el color de la cara y los dos me lo notaron. No hizo falta que preguntase nada, Brunilda se anticipó a mis pensamientos.
- Nunca, jamás, a un niño, jamás y al que se lo haga lo mato. Yo quiero a Roberto como si fuera mi propio hijo. Si me llego a enterar de que alguien le hace daño, iré por él, sin misericordia – estaba seria y seca hablando, no era la de la casa mientras jugábamos al despiste con los sexos, era la profesional que defendía lo que consideraba que era su profesión.
- Por un momento – empecé a decir.
- Pues ni por un momento, ese crío es sagrado. Lo único que me ha faltado ha sido parirlo.
- Vale, de acuerdo, vamos a hablar de otra cosa. Por ejemplo, este lío de Klaus que es mujer pero parece un tío y tú que tienes unas tetas de muerte y unos genitales de estibador.
- Sencillo – contesto Klaus – nunca me gustó ser mujer, me va más el papel de hombre y me habría encantado ser hombre homosexual porque me gustan los hombres pero yo no quiero ser mujer y como me gusta un tío y que me posea, conservo mis atributos de hembra, para dar facilidades. Tú sabes lo que es ser penetrado por delante y por detrás, no hay mayor placer. Brunilda – continuó pidiéndole la venia a ella con un movimiento de cabeza a lo que la alemana accedió con otro gesto de los parpados – es todo lo contrario, habría querido ser mujer para ser poseída, y al tiempo su masculinidad le exige dominar y decide conservar su pene para dar placer y que se lo den.
- Joder, que retorcido, ¿no?
- En absoluto, que natural – continuó Klaus - Cuando lo que a ti te parece una mujer te pone el culo lo haces de mil amores, porque sientes que eres un hombre que posee a una mujer, es un cliché, ¿pero cuando sabes que ese culo tiene genitales de hombre por delante ya no te satisface? Todo está en la cabeza y esa es la que hay que dominar para poderse dominar a uno mismo. De manera que mientras que creías que yo era un hombre te repugnaba pero en cuanto viste que tenía sexo de mujer te corriste como un colegial. Todo es prejuicio, todo es cultural y esa cultura nos aherroja y nos impide abrir las miras a otros mundos que si no son más fecundos al menos son otros, son diferentes y la diferencia siempre enriquece.
- De todas maneras, Alejandro – interrumpió Brunilda - esta noche cuando volvamos y los tres ya sin sorpresas nos podamos entregar a todo, con un poco de poper por medio vas a perder el control y el mundo se te va a colorear, que hasta ahora solo lo has visto gris, como el uniforme que usaba en tu casa de Madrid.
Con los vapores del vino que estábamos consumiendo en la cena, todo me fue pareciendo más fácil, más consecuencia lógica, una cosa de la otra. Brunilda y Klaus se miraban lúbricamente y por debajo de la mesa Brunilda me acariciaba la entrepierna con su pie. Deseaba tener sexo con aquellos dos lo que fuesen y estaba dispuesto a aceptar todo lo que me diese placer y a negarme a todo lo que me asquease.
- Vas a follarme sin piedad mientras le como el coño a ésta – le susurré a Brunilda.
- Voy a follarte y me vas a hacer la felación de tu vida – me dijo al oído – me voy a correr en tu lengua y nos vamos a dar el semen de la boca, porque ya eres un degenerado del sexo, ya estás en disposición de saltarte cualquier tabú de los que impone la sociedad para autoprotegerse de su destrucción y garantizar su supervivencia. Recuérdalo bien, ya eres libre de desear lo que se te antoje, lo podrás comprobar esta noche.
Yo estaba ya excitadísimo y el pie de Brunilda no contribuía a serenarme los ánimos. Metí la mano por debajo de la mesa y acaricie a través del pantalón el sexo a Klaus, que sin disimulo se bajo la cremallera y me permitió acceder a su clítoris. Al masajearlo sentía como se endurecía y ganaba en tamaño y los ojos de Klaus se entrecerraban de placer. Finalmente muy quedamente se me acercó a la oreja y me dijo entrecortadamente que no me parase que se iba a correr allí mismo. Casi de forma imperceptible empezó a jadear y a temblar. Se acercó el camarero y preguntó si el señor tenía frío, mi respuesta fue fulminante.
- Nadie le ha llamado, váyase y déjenos en paz.
El camarero que me conocía de años puso cara de asombro y se retiro apesadumbrado. Cuando salíamos, después de las copas de la sobremesa me pidió disculpas si había sido indiscreto, yo le quité importancia y le expliqué que el señor tenía una enfermedad que a veces le hacía tiritar. El hombre se disculpó sentidamente.
Antes de volver a la casa pasamos por una jaima de las que ponen de forma estacional y en la que se sirven copas hasta altas horas de la noche mientras se escucha el rumor de los olas que a pocos metros rompen en la orilla sin que haya luz que las ilumine salvo cuando la luna llena hace de la noche un día plateado.
Se me acercaron varios conocidos que nos invitaron a sus reuniones, pero yo me disculpé con ellos alegando que mis invitados acababan de llegar de Alemania y deseaban descansar ya. Cuando desde la tercera reunión nos reclamaron como compañía decidimos irnos a casa a empezar nuestra particular fiesta.
Nada más entrar a la casa Brunilda me atrajo hacia sí y me besó apasionadamente al tiempo que me llevaba la mano a su entrepierna para que le tocase el sexo, lo que hice con gusto, entonces se me acercó a la oreja y me recordó que estaba besando a un hombre y eso me excitaba.
- Se acabaron las caretas, Alejandro, se acabaron las caretas.
Klaus empezó a desnudarse mientras nos besábamos Brunilda y yo y rápidamente me busco el sexo para metérselo en la boca. Para entonces yo ya estaba muy duro y el placer del calor de la boca de Klaus y las caricias de su lengua me reconfortó. Yo seguía besando a Brunilda y aún no habíamos salido del recibidor de la casa. Les rogué que continuásemos en el dormitorio. Nos dirigimos los tres al piso de arriba yo iba en centro, delante iba Klaus al que yo metía la mano por la entrepierna buscándole su humedad y detrás subía Brunilda al que llevaba cogido por el pene. Deseaba hacer de todo y estaba nervioso por llegar al dormitorio.
Ya en la habitación nos desnudamos los unos a los otros con premura sin dejar de lamernos y tocarnos y desnudos, Brunilda me empujó con violencia sobre la cama, sacó de su bolso una abrazadera de cuero y me la pasó con fuerza por la base del pene y las bolsas y la ajustó fuerte. De inmediato sentí como el capullo me crecía y los testículos se me congestionaban, el placer empezó a estallar. Klaus abrió un frasquito pequeño y me lo dio a esnifar. Sentí como una patada en la cabeza, me maree y sentí galopar el corazón desbocado al tiempo que la ansiedad me hacía gritar a Brunilda que me follase. Klaus se colocó sobre mi cabeza restregando su sexo chorreante sobre mi boca que hundía la lengua hasta lo más profundo que podía y mordía con fuerza cada vez que podía el clítoris que tenía duro como el pedernal. Brunilda por su parte sacó de su bolso un tubo grande con el que se embadurnó la mano y luego me embadurno el ano y empezó el masajeo con sus dedos. Metió uno, luego dos, luego tres y finalmente cuatro. Sentía reventar el ano pero deseaba más y él, o ella, seguía empujando los dedos dentro de mi cuerpo dilatándome según lo que a mi me parecía monstruosamente el ano, pero aún temiendo quedarme para siempre incontinente yo quería que siguiese y volvió a darme a esnifar el frasquito y yo volví a aspirar con firmeza y todo el mundo empezó a trasformarse. Yo era ya solo un orificio por el que se tenía que meter Brunilda para darme placer y mi cabeza debía entrar en el sexo de Klaus para darle placer a él o a ella, ya daba igual. Y cuando empecé a recuperar vi a Brunilda que me mantenía las piernas abiertas en alto para exponer el ano y me arremetía con su pene sobre el que había puesto una especie de funda para sobredimensionarlo y hacerlo más grueso dejando el capullo libre para sentir el goce de las arremetidas. En un momento dado y yo gozando del sexo de Klaus observé como me cogía los testículos por su base con una mano y los comprimía para confinarlos aún más en sus bolsas y entonces con la otra mano empezaba a dar unos golpecitos suaves que dolían pero lo suficiente como para que el capullo sintiese placer pero no pudiese llegar al orgasmo. A medida que Brunilda arremetía a mi ano y el sexo de Klaus se restregaba espasmódicamente sobre mi cara los golpes sobre mis testículos se iban acelerando en cadencia y fuerza hasta que sentí dolor del de verdad. Estaba recibiendo palmadas fuertes en los testículos y me dolía y sin embargo sentía como me venía una especie de vaharada el orgasmo fuerte pero a cámara lenta.
- Me voy a correr – dije gritando.
Y Klaus se abalanzó sobre mi pene y en cuanto el capullo tomó contacto con su lengua comencé a eyacular en su boca hasta vaciarme del todo. Brunilda seguía arremetiendo en mi ano pero yo no sentía ya ni dolor ni placer solo gusto por sentirme violado por un tío, era algo morboso, extraño y a la vez convencional, me parecía lo más natural, por eso me gustaba.
Cuando Klaus comprendió que no iba a salir más semen besó a Brunilda traspasándole mi semen a su boca momento en el que con un grito tremendo empezó a bombear dentro de mí con furia. Se estaba corriendo y mientras lo hacia se tumbó sobre mi cuerpo y me beso en la boca compartiendo mi semen conmigo mismo acabándose de correr cuando termino de pasarme hasta la última gota. Me besaba y me besaba hasta que acabé por tragar todo el contenido y el acababa de vaciarse dentro de mí.
Cuando Brunilda se retiró de mi cuerpo, Klaus aspiró profundamente del frasquito de estimulante y se abalanzó sobre mi ano. Supe lo que iba a hacer y le pedí a Brunilda que me pasase el frasquito. Aspiré yo también y me relajé para que Klaus pudiera disfrutar y yo con ella del beso negro que se trasformaría en blanco cuando recogiese en su boca el semen de Brunilda que iba a salir de mi cuerpo. Sentir como Klaus hacia aquello y ver como Brunilda se echaba sobre mi para meterme en la boca su pene semiflaccido hizo que volviese a ponerme duro otra vez. Klaus se alzó luego triunfante de mi cuerpo y se acerco sobre mi hasta Brunilda y la besó una vez más para intercambiar fluidos, yo al verlo y perdida ya la conciencia de lo bueno o lo malo, lo excelso o lo asqueroso,  reclame mi parte y los tres participamos del semen de Brunilda. Luego caímos rendidos los tres. Quedamos dormidos.
Antes del alba me despertó un suave cosquilleo en mi entrepierna. Klaus me lamía el pene con delicadeza. Enseguida volví a mi dureza y mas enseguida ella se acabalgó sobre mí con un quejido de placer. Yo no me movía, Brunilda dormía y Klaus con una cadencia suave se levantaba y se agachaba sobre mí. La sensación de estiramiento del anillo de mi glande era muy placentera, y  a ella o le provocaba un gran placer o algo de dolor porque a cada caída sobre mi pubis con el peso de su cuerpo emitía un dulce quejido que podía ser de placer pero lo mismo podía ser de dolor, del mismo dolor que ella me provocó a mi anteriormente golpeándome los testículos, un dolor que no es más que una tortuosa calle que conduce a la plaza del placer por un camino más largo y así prolonga la agonía del éxtasis. Poco a poco fue acelerando su ritmo y yo me daba cuenta de que su orgasmo se acercaba y con el suyo el mío que ya iba pidiendo espacio para el consuelo. Klaus emitió finalmente un grito ahogado de desfallecimiento y cayó sobre mi pecho sin dejar de moverse de manera imperceptible adelante y atrás lo que provocó el orgasmo en mí que me vacié dentro de ella. Así permanecimos mucho rato hasta que pesadamente Klaus se sacó mi pene de su cuerpo y reptando me llegó hasta la cara colocándome el sexo sobre mi boca y entonces con voz ronca de lujuria me ordenó que me comiese mi leche. Brunilda había despertado sin que nos diésemos cuenta y tironeaba ya de mis pezones al tiempo que me animaba a hacer lo que decía Klaus. Lo acepté y empecé a chupar el semen que salía del sexo de Klaus. Me di cuenta entonces que lo deseaba hacer como el que más y lamí y succioné y chupé hasta que dejo de salir, luego nos besamos los tres y volvimos a caer dormidos.
Cuando nos despertamos era ya avanzada la mañana. De un salto me fui a la ducha y baje a la cocina a preparar café. Cuando menos cuenta me di tenía detrás a Brunilda que me pedía espacio en mi ano para su pene. De la forma más natural, separé un poco las piernas y ella me introdujo con dos golpes de cadera el pene. No sentí dolor, solo un placer extraño por ser penetrado. No llegué a ponerme duro aunque el pene me creció. Brunilda bombeó varias veces hasta que sentí como gozaba con mi cuerpo, luego se retiro, me dio un beso y me dijo que se iba a duchar. Yo sentí como su semen me resbalaba por las piernas. Dejé el café para luego y me fui a la ducha con él.
Estábamos los dos terminando de ducharnos cuando llegó Klaus. Nada más verle el sexo a la mujer me volví a poner duro otra vez. Miré a Brunilda y ella contestó.
- Por mi no lo hagas, además es lo que mas te gusta. Adelante y seguro que Klaus lo desea.
Se me acercó Klaus y le metí el pene en su cuerpo. Nos movimos bajo el agua caliente con mucha lentitud, como si se tratase de un baile lentísimo y cuando sentí que llegaba un nuevo orgasmo no aceleré, seguí despacio, más despacio aún, sintiendo en cada milimetro de mi cuerpo el orgasmo que estaba experimentando. Klaus se estremeció entonces y consumamos delante de Brunilda el orgasmo mas lento, dulce, suave y placentero que haya sentido jamás. Terminamos de ducharnos y nos fuimos a desayunar.
Cuando volvimos de desayunar nos esperaba una sorpresa.
Fuera estaba el coche de Cristina con el chofer del bufete esperando.
- ¿Está la señora aquí? – le pregunté alarmado.
- No, señor. He traído al señorito Roberto desde el aeropuerto. Tiene una semana de vacaciones y la señora está en Malasia. Le ruega que se haga usted cargo.
- Por supuesto. Puede usted marcharse. ¿Está dentro?
- Si, señor. Regresaré en una semana para llevarle al aeropuerto otra vez.
- Aquí estará. Que tenga buen viaje de regreso.
- Gracias señor.

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