Entró en la casa desde el garaje
como siempre, como un vendaval fresco y estimulante, y riendo a carcajadas.
Estaba lleno de vida, una vida que a sus dieciocho años le salía a borbotones
por cada poro de su piel. Le escuché llegar desde mi despacho en la planta alta
y le llamé contento de que hubiese llegado ya. Venía de Cabo San Vicente de
practicar surf con sus amigos y esa combinación de coche potente, edad y
alegría de vivir provocaba, yo ya lo había sufrido antes, una sensación de
inmortalidad muy peligrosa para la salud.
- ¡Roberto!
Subió a zancadas la escalera de
inverosímiles peldaños volados hasta mi despacho y me estampó dos besos rápidos.
- Me voy papá, me están esperando
en El Palmar.
- Roberto acabas de llegar de
hartarte de tabla y seguro que si te exploro te voy a encontrar mas de un
moratón por los revolcones de ese Atlántico furioso y traicionero; ¿no vas ni a
comer conmigo?
- Va, tío, quedamos a cenar esta
noche en Los Caños. Y moratones, algunos, pero…, esta noche hablamos, ahora hay
prisa, me esperan abajo, Quique y Raúl.
- No me llames tío, joder, que
soy tu padre – protesté más de forma retórica, aunque en el fondo encantado de
ser tratado de esa manera.
- Vale papá – el me conocía a la
perfección y sabía como halagarme llamándome tío, como a un colega - en Los
Caños a eso de las nueve, donde siempre. Llevaré mi par de amigos, si te parece,
tío – y remató con una carcajada sincera que dejó al descubierto la perfecta
hilera de guardias de marfil blanquísimo que enmarcaban sus labios rojos y
jóvenes.
- Vale – claro que me parecía,
aunque fuese con sus amigos, quería estar un rato con él, y lo de tío es que ya
me desarmaba impidiéndome mantener la autoridad paterna. No se podía querer más
a un hijo y solo hacerme consciente de ello hacía que se me saltasen las
lágrimas.
Desde que Roberto cumplió los
trece años que nos vinimos a vivir a Cádiz a la casa de la playa, cuando me
separé final y legalmente de mi mujer, no había tenido demasiadas oportunidades
de disfrutar de mi hijo. El internado en Inglaterra, por acuerdo de las
capitulaciones del divorcio y los veranos, con su madre, menos quince días
conmigo y navidades y semana santa. Aunque la mayoría de los veranos eran
conmigo, por dejación de su madre, consensuada, eso si, que siempre tenía algún
pleito en alguna parte del mundo.
Cristina, profesora de Derecho
Mercantil primero en la
Central y luego Jefa de Departamento en una Universidad privada
no tuvo suficiente, sino que aceptó ser asociada a un famoso bufete de abogados
belga para hacerse cargo de los litigios mercantiles internacionales. Sí, mucho
dinero, tanto, que fue ella la que tuvo que pasarme pensión a mí, pero sin
tiempo para su hijo. En realidad nunca lo tuvo. Tuve que emplearme a fondo para
que llevara el embarazo a término; la preñez no era más que un enojoso
obstáculo en su carrera profesional, siempre de la ceca a la meca, cuando no
en un Foro en un aula impartiendo doctrina, más que saberes. Pero Roberto
nació. Y tal como nació se lo entregó a una nany alemana, Brunilda, a la que
seleccionó, por supuesto en Lovaina, cuidadosamente, antes de tener al niño.
No puso ningún impedimento a que
le pusiera el nombre de mi suegro, Roberto, aunque ella no le soportase, nunca
supe porqué, pero era un arquitecto de renombre que quizá por las mismas
razones que ella esgrimía ahora, nunca le pudo dedicar el tiempo que ella
necesitaba. Sin embargo a mi me caía muy bien y fue el artífice junto a un buen
amigo suyo, brasileño, arquitecto de mas renombre aún que él, los que una noche
con los carbones fríos de la chimenea diseñaron con cuatro trazos sobre la
pared de mi casa lo que habría de ser la casa a la que ahora llegaba Roberto y
que yo le regalé a Cristina, porque adoraba la costa de Cádiz. Compré aquella
parcela imposible en una ladera escarpada que caía directamente al mar cerca
del Cabo de Trafalgar y en la que para un lego como yo sería imposible
construir algo más que un palomar, pero Roberto, mi suegro y Oscar, su amigo
brasileño veían las cosas de otro modo; cuando vieron el lugar y la inclinación
del terreno se entusiasmaron. La casa fue objeto de portada de revistas
especializadas y visitada por estudiantes de arquitectura como Meca del saber
en ese arte que consiste en capturar espacios y crear volúmenes. Cuando el
divorcio, Cristina consideró que la casa estaba mal comunicada y lejos de
cualquier aeropuerto decente, razón por la que me la dejó a mí. Para ella fue
lo demás, el apartamento de Bruselas, lógico, ella trabajaba allí muchos días
al año y el chalet de Madrid en La Florida.
A mí, aún siendo de Madrid, no me gustaba la vida allí y en
realidad mi profesión ya no la ejercía, trabajo para varias publicaciones
especializadas y consultor a ratos de la
OMS y con la conexión a Internet tengo suficiente, por lo que
la casa de Cádiz era ideal para mí y para mi hijo, que adoraba las olas y el
surf.
Pero hay que volver al principio.
Vivíamos en Madrid cuando nació Roberto y Cristina acababa de aceptar la
propuesta del bufete belga como asociada. Brunilda era una esbelta alemana,
reclutada en Bélgica como quedó dicho, con el pelo rubio recogido en un moño
discreto sobre la nuca y unos ojos de un intenso color turquesa. Fue su
verdadera madre.
Entre su Departamento de la Universidad y el
bufete por las tardes Cristina no tenía muchas oportunidades de ver a su hijo;
a veces llegué a dudar de si le quería. Siempre llamaba antes de llegar a casa
por la tarde-noche para saber si el niño estaba acostado, ella venía
cansadísima de trabajar y que el niño estuviese despierto la soliviantaría
demasiado, se limitaba a asomar la gaita por la puerta de su cuarto y comprobar
que respiraba, nada de besos o caricias, eso eran pérdidas de tiempo y
colisionaría con la educación estricta que esperaba que Brunilda le diese.
Naturalmente teníamos
habitaciones separadas y los días de sexo estaban perfectamente tasados como si
de una compleja operación mercantil se tratara. No podía volver a ocurrir que
ella se quedase embarazada. Como es natural la cosa se fue enfriando hasta que
llegó un punto en que si ella no estaba cansada el que lo estaba era yo, por
joder, valga el sinsentido, mas que nada. Nos convertimos en compañeros de piso
y poco a poco nos distanciamos. Había días que ni nos veíamos, pero la inercia
hacía que a los actos sociales, que por nuestra posición no eran pocos,
fuésemos como la pareja perfecta que los demás pensaban que éramos.
No fue en modo alguno
premeditado. La relación con Brunilda siempre fue seria, incluso rozando la
sequedad, porque ella no se prestaba tampoco a demasiadas alegrías pero Roberto
tenía ya cinco años y la adoraba. La casa, era grande y no necesariamente había
que cruzarse con ella, que habitualmente cuando no estaba con el niño, se
ubicaba en el área de servicio.
Pero aquella noche Roberto tenía
una epistaxis que después de los remedios usados por Brunilda no cesaba en su
manar y como era lógico la nany fue en mi busca. A mis treinta y cinco años yo
era un volcán cuando las hormonas se me revolucionaban, aliviándome en la ducha
yo solo; me aterraba que una mercenaria pudiera pegarme alguna de las
enfermedades sobre las que yo alertaba desde mi puesto de consultor de la OMS.
Por lo que se ve, la teutona
llamaría a la puerta de mi despacho, pero yo enfrascado en las imágenes del
ordenador que alimentaban mi libido no fui capaz de escuchar. El caso es que
cuando Brunilda abrió la puerta yo estaba con los pantalones caídos y la mano
ocupada en ciertos menesteres. Me quedé helado, pero no por eso decayó mi
ímpetu, estaba a punto de terminar mi alivio. La nany lejos de escandalizarse por
lo que acababa de ver mantuvo su gesto hierático de severa institutriz que
condena con su mirada, lo que provocó en mí una excitación supina que no
conocía hasta ese momento. Como la que lo ha hecho siempre y con la decisión y
naturalidad con la que lo hacia todo, la alemana se dirigió hacia donde yo
estaba, ridículo dentro de mí pero totalmente enhiesto y sujetándome con toda
la mano aquel mástil. Llegó hasta mí, se agachó y con una maestría digna de una
profesional me hizo la felación de mi vida. Como estaba a punto yo ya, a base
de las imágenes del ordenador no tardé ni cinco segundos en eyacular en la boca
de la institutriz. No cayó a la alfombra ni una gota de semen, todo fue
cuidadosamente consumido por ella que si mediar más palabra cuando consideró
que yo había terminado se levantó y con total desapasionamiento me anunció que
Roberto sangraba por la nariz y ella era incapaz de frenar la hemorragia.
Cuando reaccioné y comprendí lo
sucedido, Brunilda ya se había ido del despacho y allí estaba yo, con mi sexo
detumescido, los pantalones en los tobillos y una sensación de estupidez total.
Me sacó de mi estupor la voz de Cristina que al tiempo que decía que ya estaba
en casa, entraba en el despacho cogiéndome en actitud tan poco favorecedora. Me
miró de arriba, abajo, me despreció olímpicamente y escuetamente soltó:
- Es asqueroso, ya estoy harta,
voy a pedir el divorcio.
Supuse que lo sabía todo pero
estaba equivocado porque de haber sido así habría despedido a la rubia y
contratado un orangután por lo menos, pero se limitó a irse esa misma noche a
casa de su padre, divorciado también hacia muchos años.
Todo fue muy civilizado y
aséptico. Nuestros abogados se las entendieron y se capituló que hasta que el
niño fuese al internado británico a los ocho años, siguiese en la casa de La Florida , por su bien, al
cuidado de Brunilda. Los veranos los pasaría con ella si es que sus
obligaciones profesionales no se lo impedían, entonces se quedaría conmigo en
la casa de Cádiz que era la que se reservaba para mí. Cristina me pasaría
además para manutención del niño tres mil euros todos los meses. Hasta que
Roberto cumplió este verano los dieciocho le ingresé esos euros en una cuenta a
su nombre de manera que cuando pudo acceder a ella contaba con una pequeña
fortuna para su uso discrecional de medio millón de euros. Él se compró con su
dinero su Hummer y se fue con unos amigos a Portugal a surfear para celebrar su
mayoría de edad.
Aquellos tres años que Brunilda
permaneció en casa, de los cinco a los ocho de Roberto nuestras relaciones
menudearon. No era nada estatuido. Era solo un juego. Yo sabía que a las ocho
de las tarde cuando el niño estaba ya en la cama y dormido ella llamaba a la
puerta de mi despacho con tres toques secos de nudillos. Era la señal. Yo me
bajaba los pantalones y empezaba a masturbarme, ella entraba y severa me
recriminaba con la mirada, luego llegaba delante de mí, se agachaba y me hacía
una felación primorosa que acababa inexcusablemente con mi semen en su boca.
Luego se levantaba como ocurrió la primera vez y sin un mal o buen gesto se
daba la vuelta y se marchaba sin volver la vista atrás.
Al cabo de los seis meses de
estar haciendo esto al menos tres veces en semana y yo deseando ya alguna
fantasía más, sin haber cruzado mas que las palabras propias de la educación
del niño, una noche de invierno en la que los truenos de la tormenta impedían
casi el entenderse sin gritar, resonaron los tres golpes en la puerta pero
dados con más urgencia. Me dispuse como siempre con los pantalones en los
tobillos a mi faena y Brunilda abrió la puerta. Me quedé helado. Llevaba puesto
un corsé de seda negra ribeteado de rojo con un liguero así mismo rojo que
sujetaba unas medias de red negras también. El sexo lo llevaba tapado pero el
trasero al descubierto. En la mano una fusta. Llevaba puestas además unas botas
con tacón de aguja. Total. Al verla tuve que soltarme la verga de la mano
porque cualquier roce por mínimo que hubiera sido me habría provocado la
eyaculación. Habló por primera vez de algo que no fuese la educación de
Roberto, fue una orden dada sin que yo me plantease siquiera desobedecerla.
- Eres un degenerado y necesitas
que alguien te castigue. ¡Ponte de rodillas!
Lo hice. Se acercó a mí y empezó
a azotarme con la fusta. Nunca nadie me había hecho esto. Lo había visto en las
películas que alimentaban mi libido y me había provocado excitación. Empezó
despacio para ir poco a poco aumentando la fuerza del azote. Inexplicablemente
me excitaba el dolor provocado en el trasero con la fusta y ella mientras azotaba, me decía
que era un desobediente y merecía castigo y eso me excitaba aún más. De repente
dejó de azotarme y yo le pedí que continuara, pero se negó y en lugar de eso me
ordenó que me sentase en el borde de una silla. Dolía la nalga del castigo pero
al tiempo excitaba el dolor. Se sentó sobre mí a horcajadas y sin retirarse el
corsé se introdujo mi pene por su ano. Fue instantáneo, me vacié en medio de
espasmos placenteros como jamás hubiera soñado poder tenerlos. Terminado se
salió de mí y tal como había entrado en el despacho se fue.
Hasta que Roberto cumplió los
ocho años que se lo llevaron al internado en Gran Bretaña, seguimos casi a
diario con este juego, pero por más que rogaba y rogaba no me dejaba hacer uso
de su sexo, siempre era sodomización lo que se dejaba hacer. A veces cambiaba
la fusta por un látigo de siete colas de badana o bien me enseñó el placer que
puede sentirse con los pezones aprisionados por unas pinzas chinas.
Cuando se despidió por haber
terminado su contrato de institutriz, al ingresar el niño en el internado
británico, le rogué que siguiese de ama de llaves de la casa de Cádiz, ya que
del chalet de La Florida
tuve que irme. Aceptó de mil amores. De hecho cerca de donde teníamos la casa
había viviendo otras familias en chales y eran de origen alemán.
Ya en Cádiz pudimos dar rienda
suelta a más perversiones y fantasías. Le rogaba y rogaba que me dejase
penetrarla como lo hace un hombre y una mujer, pero siempre sabía escabullirse
inventándose una nueva variante de otra variante. Me enseñó el valor el ano
como fuente de placer, algo que me sorprendió hasta límites incomprensibles. El
primer anilinguis que hice con ella me llevó hasta la estratosfera, pero
siempre con su corsé súper ajustado embutiéndole el cuerpo.
Cuando Roberto cumplió los doce
años le hicimos una fiesta con todos sus amigos y al término de la fiesta,
cuando nos quedamos solos y Roberto estaba dormido ya, Brunilda con dos copas
de más, me anunció que me concedería su sexo con la condición de que yo me
practicase un Príncipe Alberto. Sin saber a que se refería, acepté, yo tenía
otras dos copas de más, y para cuando me enteré de lo que se trataba creí
morir. Me negué en redondo y me enfadé seriamente. Ella se presentó a los diez
minutos con su maleta hecha para despedirse de mí. Estaba tan enfadado por lo
que yo consideraba una encerrona que le firmé un cheque por el valor de lo que
se le debía y la dejé marchar.
Con el paso de los días y
visitando paginas de Internet fui interesándome por el procedimiento e incluso
llegué a visionar una grabación casera en la que el interfecto se practicaba el
solo la intervención con una sencilla aguja y una especie de canuto de
plástico. Llegó un punto en el que sentía excitación pensando en tener un
anillo grueso perforándome el glande.
Finalmente me decidí y busqué el
sitio donde hiciesen perforaciones sexuales y que me diese garantías. En el
local, me preguntaron por mis motivaciones, no querían que fuese una decisión
tomada por impulso y yo, en medio de mi nerviosismo con más de cuarenta años me
explayé. Entonces me aconsejaron que me hiciese las perforaciones en pezones
también, así sorprendería gratamente a
mi pareja y la tendría mas a mi entero arbitrio.
- Este tipo de tías son muy
viciosas y va a flipar en cuanto vea a su nota to perforao – se atrevió a
aconsejarme el perforador. Me estremecí de angustia escuchándole esa especie de
jerga idiomática pensando que ese espécimen era el que me iba a taladrar mi
cuerpo pero no supe como darme la vuelta y salir a escape de allí.
Me dolieron más las perforaciones
de los pezones que la del glande. Pasaron dos meses hasta que aquello curó y
cada vez que me miraba al espejo no podía por menos que acordarme de Brunilda y
no tener tiempo ya de espera para poseerla como ha de ser. Además tenía
curiosidad por saber que se sentía con ese anillo en la punta entrando y
saliendo, ¿dolería?, ¿aumentaría el placer?, ¿retrasaría el orgasmo, lo
adelantaría?
La estuve llamando dos semanas
seguidas y cada vez que ella rechazaba mi llamada yo me masturbaba sintiendo el
anillo del pene agitarse arriba y abajo añadiendo un plus de excitación al
acto. Luego aprendí a engancharme una cadena a las argollas de los pezones y
con la boca estiraba cuando me llegaba el orgasmo aumentando así el placer, por
la espinosa vía del dolor; estaba desbocado del todo. Al cabo de las dos
semanas estaba tan desesperado que visité el local donde me perforaron buscando
algo que aumentase mi placer.
- Brunilda, la zorra esa, no me
contesta y estoy desesperado.
- ¿Conoces el estimulador del
punto P?
- No se a que te refieres
Me enseñó una especie de pene
pequeño de una forma extraña
- Ves, esto se introduce en el
ano hasta este tope y con esta forma se coloca justo sobre la próstata, de
manera que cuando lo manipulas estimulas ese órgano y el placer aumenta.
- Pero…, perdona si te ofendo,
pero eso será para maricones, a mi por el culo, que quieres que te diga…
- Entonces nunca sabrás que es
verdadero placer, tío. Cuando pruebas esto, ya no quieres otra cosa y follarte
a tu tronca con esto puesto es ya pa irte pallá.
Me quedé mirando el artilugio
manoseándolo, comprobando su textura e imaginándome metiéndomelo por el culo y
ya estaba dispuesto a marcharme cuando se me adelanto mi perforador.
- Con este gel me lo pongo yo mientras
me mira la tronca, arrancándose el clítoris a refregones y como la seda tío.
Me cegué, cogí las dos cosas,
pagué y me volví a casa. Estaba en el salón de casa delante de la cristalera
que miraba al estrecho con el mar picado y un levante fuerte soplando, que
desmochaba las palmeras. Estaba desnudo, con el artilugio encima de la mesa y
el gel al lado.
Volví a llamar a Brunilda. Esta
vez descolgó. No la dejé hablar.
- He aprendido un montón. Tengo
el Príncipe Alberto, y dos más en los pezones. Y por si fuera poco – me hice el
interesante – estoy utilizando estimulador del punto P.
- Yo estoy en Postdam en casa de
unos amigos. Volaré a España dentro de una semana. Iré a verte y cumpliré mi
promesa.
Y colgó. No me dio opción a más.
Me quedé mirando el artilugio de silicona y el gel y sin pensármelo más lo
utilicé. Me embadurné bien de gel y procedí con más miedo que otra cosa a introducírmelo.
Me sorprendió la facilidad con la que entró. No, no era dolor era como presión
al principio pero en cuanto se colocó en su posición, sentí en la punta del
glande una punzada placentera y empezó a destilar un liquido viscoso y
transparente acompañado de un placer muy suave y goloso. Después se detuvo
todo. Me moví con la mano el artilugio y el placer volvió a aparecer y el pene
a endurecerse. Moví el dildo con más vigor y el placer se acentuó y empecé a
expulsar semen muy liquido acompañado por una sensación lo más parecida al
orgasmo pero inagotable, tanto que empecé a jadear de agotamiento por el placer
sentido. Hubo un momento en que no pude más y me agité con suavidad el pene
unas cuantas veces y el orgasmo interminable se consumó en forma de una
explosión de placer extremo que me mareó. Sin querer, expulsé el aparato de
estimulación y me quedé tumbado en el sofá exhausto. Aquel dulce agotamiento me
dejó profundamente dormido.
Me desperté ya de noche y casi
sin darme cuenta, a trompicones, me dirigí a mi dormitorio, me tiré sobre la
cama y continué durmiendo hasta que el sol me despertó entrando por el vitral
de levante que tamizaba de azul y rojo la luz del sol naciente.
Cuando bajé al salón vi el dildo
estimulador y sin pensármelo, medio tarumba, me lo introduje otra vez. Sentí un
calambre deleitoso en la punta misma y empecé a eyacular otra vez. Me masturbe
una vez más y me quedé sin aliento pero caí gozoso sobre el sofá. Pasado un
rato me duche, me vestí y volví a la tienda donde estuve el día anterior.
Puse el estimulador encima del
mostrador y pregunte.
- ¿Lo hay más grande y más
estimulante?
- Lo hay más grande y vibrador,
que es para morirse.
- Dámelo.
- Úsalo con cuidado, colegui, que esto engancha más que el caballo
Me di media vuelta para irme y me
llamó. Me puso encima de la mesa todo un pene de silicona, grueso y largo,
color fresa.
- Espera. Toma llévate éste también.
Es para evitarte viajes. Si no has tardado en venir ni un día buscando más, en
menos de una semana vas a necesitar esto, te lo aseguro y no hablo de oídas…
¡ah, y yo tampoco soy maricón! que lo mío son las titis, pero el vicio es el
vicio y eso no entiende más que de sacar placer, aunque sea de un pozo oscuro
dentro del que no se ve, solo se goza al precio que sea, ya lo entenderás.
Lo miré como hipnotizado por su
tamaño. Era más grande que el mío. Lo toqué con cierta aprensión, como si fuese
a contagiarme de algo. El tacto era suave pero firme, lo abarqué con los dedos
y me faltaban para rodearlo por completo. Era largo e instintivamente me
pregunté hasta donde me cabría dentro de mi cuerpo. Inexplicablemente mi propio
pene empezó a tomar cuerpo. Me asombró algo tan absurdo.
No pensé en nada más, pero cuando
me di cuenta estaba llegando a casa con un pene de proporciones enormes al lado
y un vibrador que estimulaba el punto P.
Y aún faltaban seis días para que
Brunilda llegase. Los iba a dedicar a mí y a prepararme para echarle el polvo
de su vida. Soñaba con que me azotase, me tirase de las argollas de los pezones
y luego con penetrarla con mi argolla en la punta.
No pensé ni en comer. Me desnudé
rápidamente, me embadurne del gel y procedí con precaución a introducirme el
vibrador. Cuando lo tenía dentro, no funcionaba y me di cuenta que no le había
puesto las pilas. Con el aparato insertado en el recto me puse a buscar pilas
por toda la casa. Finalmente se las quité a una linternita y después de sacarme
el ingenio volví a insertarlo pero ya con electricidad. Cuando pulsé el
interruptor y la vibración empezó a estimularme la próstata un escalofrío me
recorrió desde la nuca hasta el mismo ano y por la punta del pene, que de
inmediato se puso duro, empezó a salir semen claro. El placer era tan intenso
que no me podía controlar. Caí sobre el sofá en medio de convulsiones
placenteras cada vez más intensas hasta que sin tocarme siquiera apareció el
orgasmo final con expulsión de semen a una distancia a la que nunca había
disparado, ni cuando tenía quince años.
Sin fuerzas y sintiendo ya
calambres muy dolorosos por la estimulación que no cesaba me busqué el ano de
manera automática y me desinserté el aparato. Estaba agotado como el que ha
corrido una maratón, el corazón lo sentía desbocado y jadeaba de extenuación.
Poco a poco me fui serenando hasta que caí dormido. El sol entraba por el
ventanal de poniente que miraba a la sierra de Tarifa, cuando me desperté. Me
sentía como nuevo, relajado y fresco. Tenía hambre. Busqué en la cocina y me
puse un bocadillo. Comí y me reconforté.
Luego llamé a Brunilda. Me colgó
el teléfono pero me mando un mensaje. “Te dije CND llegaré. No yames +”
Me resultó extraño, parecía
ilusionada con el reencuentro cuando hablé con ella dos días antes.
Me vestí y salí a tomar algo a un
bar cercano a casa frecuentado por los vecinos de la zona y algún que otro
turista que gustaba de los atardeceres del estrecho. Charlé con unos y otros y
recibí una llamada de Roberto que me decía que su madre estaba en Texas en
medio de un litigio muy importante con una petrolera y que seguramente pasaría
todo el verano allí con ella, que le habría gustado volver a casa porque iba
con un amigo suyo de aquí a empezar a hacer tabla pero que seguramente iba a ser
imposible. Le prometí que hablaría con Cristina para ver de ahorrarle un verano
cocido en el desierto de Houston. Estaba furioso. Roberto donde se lo pasaba
bien era en Cádiz. Vale que se fuese a estudiar a Inglaterra porque eso después
le iba a abrir puertas de dos hojas, pero el verano entero a USA era demasiado.
Llamé a Cristina. No calculé bien
el horario y la desperté. Se enfureció y me colgó. Volví a casa y me acosté. A
las cuatro de la mañana sonó el teléfono. Era Cristina.
- ¿Ves como jode que te despierten?
Que querías.
- Era para hablar del niño – pude
controlar un acceso de ira, la habría estrangulado no porque me despertase,
sino por el rencor demostrado.
- ¿Que pasa ahora con el niño?
Le expuse mis razones y las del
niño. Debía estar muy ocupada en su litigio, nada menos que la
Oil Clayton Co. contra el gobierno de
Arabia, porque se mostró comprensiva.
- De acuerdo pero al menos del
veinte al treinta de Julio le quiero aquí, ¿Qué menos?, se va a olvidar que
tiene madre.
En boca de Cristina esas palabras
eran un sarcasmo, pero me lo tragué, era por Roberto y le quería más que a
nada.
- Por supuesto Cristina, claro
que sí. Mira, voy a hacer una cosa, yo me voy con él y el tiempo que no pueda
estar contigo por tu trabajo allí estaré yo para que el chaval no se encuentre
descolocado – intentó replicar algo pero la corté – no, no por supuesto, tu y
yo no nos vamos ni a ver.
- Eso iba a decir. No quiero
verte.
Y colgó. Me quedé sobre la cama
desvelado con el auricular en la mano sin pensar, solo haciendo cabalas de cual
habría sido la razón por la que yo me casé con aquella especie de arpía.
Finalmente colgué el teléfono y me fui a la ducha. Eran las cuatro y media y
con lo que había dormido después de la electroestimulación ya no tenía sueño.
Me duché con agua fría y bajé al salón. La luna casi llena iluminaba de espejo
el mar que en aquel momento estaba calmo, raro en el estrecho, y bellísimo. Era
como si estuviese en el puente de un inmenso trasatlántico anclado en medio del
mar. Me dejé caer sobre el sofá y sentí que me sentaba sobre un objeto. Metí la
mano y saqué de debajo de un muslo el consolador que el vendedor casi me obligó
a comprar, y no era barato. Lo estuve mirando un buen rato pensando en lo que
sentiría Brunilda cuando me hacía aquellas felaciones gloriosas en las que la
inundaba la boca de semen que ella tragaba tan deliciosamente. Sin pensar más
me metí el artilugio en la boca. No sabía a nada, solo ocupaba espacio pero la
lengua resbalaba por debajo y entonces comprendí la razón por la que Brunilda
me daba tanto placer; me acariciaba el frenillo con la lengua en sentido
transversal mientras hacia el movimiento de vaivén con la cabeza para que
entrase y saliese el pene de su boca, era un masajeo doble, de ahí el placer
exquisito, que la primera vez que sentí me sorprendió. Lo hice yo, pasar la
lengua por el frenillo figurado del pene de silicona y sentí cierta
satisfacción y con sorpresa comprobé que mi propio pene ganaba en consistencia.
Entonces a la vez que movía la lengua metía y sacaba el artilugio de la boca y
de repente me di cuenta que estaba haciendo una felación a un pene artificial.
Me lo saqué de la boca de golpe y lo deje sobre la mesa, como el que se ve
sorprendido en falta y desea que aquello no hubiese sucedido nunca. Pero ya
estaba sucedido, porque mi propio pene duro ya estaba de testigo mudo de
aquellas maniobras. Pensé “¿Y por el culo, será tan difícil?”
Cogí el gel, me embadurne bien el
ano, luego el pene de silicona me tumbe de lado y lo apunté con cuidado. Me
preguntaba dentro de mí “¿Pero que estoy haciendo?” pero seguía haciéndolo.
Empujé con cuidado al principio y cedió el esfínter, no había dolor. Empujé con
más fuerza y encontré más oposición, pero algo me impelía a seguir. De pronto
la oposición cedió y el dildo con algo que no podría definir como dolor se
deslizó dentro de mi recto. Al pasar por el punto P lo exprimió con su volumen
y expulsé líquido transparente en mucha abundancia sin llegar a sentir el
placer que con el estimulador pero necesitando que el objeto entrase más
dentro. Me gustaba la sensación de ocupación en mi cuerpo. Sentía el ano
dilatado y eso me excitaba, pensé en como yo sodomizaba a Brunilda y me di
cuenta que yo me estaba sodomizando a mi mismo. Cuando me sorprendí pensando
cual sería la sensación si en lugar de un objeto inanimado fuese un pene de
verdad el que me penetraba, me extraje el dildo de golpe y una sensación de
angustia y miedo se me instaló en la boca del estomago. Para colmo la punta del
consolador estaba manchada de heces. Más angustia sentí cuando me di cuenta que
el olor a heces salidas de mi ano extraídas por un consolador no me era
desagradable del todo, no que fuese agradable, pero si intrigante, esa emoción
o curiosidad que a los humanos nos hace tomar decisiones osadas no siempre
inofensivas.
No sabía que me estaba
sucediendo. Todo lo acaecido desde hacia dos meses, desde que me presté a
ponerme los anillos se embrollaba y se embrollaba hasta el punto de meterme en
una espiral de marginalidades que no entendía intelectualmente pero que me tenía
atenazado emocionalmente y me halaba hacia galaxias en las que difícilmente podía
adivinar cual iba a ser mi devenir. Cogí el dildo, lo envolví en papel
higiénico y lo tiré a la basura. Lo mismo hice con los dos estimuladores. Aquello
solo formaba parte de una pesadilla, de una especie de relato turbio y gore en
la que me había enredado y del que me desenredaba porque así lo había decidido;
todo un mal sueño.
El resto de la semana hasta el
día en que Brunilda debería llegar lo pasé contestando correo, escribiendo
algún articulo para alguna revista que me tenía comprometido y bajando a la
playa. Descansando en suma. Perdí la noción de los días hasta que una mañana
sonó el timbre de la cancela. Era Brunilda, pensé y abrí ilusionado.
Efectivamente era la alemana
rubia y sensual, pero acompañada de un amigo, un tanto ambiguo, más guapo de lo
que correspondería para ser hombre. Me lo presentó como Klaus.
- Nicolás, en este rincón del
mundo – contesté algo molesto por el acompañante. Adiós al sexo que yo
esperaba, pensé. Esta tía, esta loca – tu novio o tu hermano – pregunté sin
disimular la irritación.
- Ni lo uno no lo otro. Un buen
amigo nada más. Y sabe a que vengo, espero que seas tolerante.
- ¿Qué? – y me selló la boca con
sus labios, metiéndome la lengua hasta los hígados.
- Le gusta mirar y a mi que me
miren. Dame ese capricho y yo te daré a ti otros. Luego si se tercia y puede
entrar en la pareja para ayudar, lo hace. Te va a sorprender. No des nada por
hecho. Vamos enséñame ese Príncipe Alberto.
Y con la mayor presteza ya tenía
sus manos metidas dentro de mi bragueta. Intenté oponerme, pero su dedo meñique
ya había entrado en el anillo del glande y no me podía deshacer de la presa sin
arrancármelo. Era lo último que hubiera deseado, pero me empalmé y ya no pude
resistirme, estaba en sus manos.
Antes de que me diese cuenta
estaba desnudo, siendo sometido a una felación gloriosa a la vista babeante de
un tío que se frotaba su entrepierna. Brunilda se levantó y se puso a juguetear
con los anillos de los pezones, tironeándolos y retorciéndolos, provocándome un
dolor placentero extraño que me hacia tirar la cabeza hacia atrás cerrando los
ojos para concentrarme en el goce mas intensamente y cuando me di cuenta mi
pene también estaba siendo estimulado por una lengua sabia. Me dejé llevar y
llevar, me abandoné a lo que tuviera que ser. Brunilda me cogió las manos y las
llevó, por fin al cabo de los años a su entrepierna para que tocase su sexo,
pero tuve que abrir los ojos porque lo que yo estaba tocando no se
correspondía…
- ¡Es una polla, tienes una
polla!, eres un tío Brunilda – intenté recular pero el amigo de la alemana me
sujetaba firmemente del pene con la boca.
- No pienses, solo goza –me
susurró al oído.
Y recordé lo experimentado en esa
semana y me deje llevar, si Brunilda tenía que sodomizarme como yo la sodomicé
a ella o a él, estaba confuso, me dejaría, pero no iba a ser tan fácil.
Brunilda me empujó con firmeza del hombro derecho mientras me azotaba con su
mano la nalga y me ordenaba que me arrodillase para hacerle una felación. Me
estremecí de placer, tanto por la orden como por el azote. Klaus, no se de
donde sacó una fusta y empezó a golpearme las nalgas, estaba a punto de
correrme, pero aún no había acabado todo. Brunilda se sacó un pene que no
imaginaba como podía haber ocultado todo el tiempo porque no era de
proporciones pequeñas y me lo puso en los labios mientras Klaus no dejaba de
azotarme.
- Abre la boca guarro – me
gritaba Brunilda – cómeme como es tu obligación de asqueroso degenerado.
Intentaba mantener los labios
cerrados hasta que comprendí que estaba todo ya perdido y abrí la boca. Me
inundó una gran paz. Saqué las nalgas hacia fuera para que Klaus pudiera
azotarme mientras yo chupaba como había ensayado sin saber que lo hacía, con el
pene de silicona color de fresa. Brunilda o como quiera que se llamase,
rebuznaba de placer mientras me destrozaba los pezones tirándome de los
anillos; yo por mi parte no recordaba haber gozado jamás como lo estaba
haciendo. De repente la alemana se retiró.
- No, aún no toca correrse. Dame
la fusta Klaus.
El otro alemán le dio la fusta y
empezó a quitarse los pantalones. Sabía que ahora iba a tener que hacer la
felación al otro, pero mi sorpresa fue mayúscula, no era el otro, sino la otra.
Klaus, era una mujer travestida de hombre pero conservando sus genitales
exactamente como Brunilda que era un hombre travestido de mujer con sus
genitales de hombre. Todo estaba tergiversado. Klaus o Nicolasa me acercó su
sexo a mi boca y en el momento de empezar a olerlo y a lamerle el clítoris no
pude contenerme más y eyacule entre espasmos, mordiéndole el sexo a Klaus.
Brunilda o Brunildo al darse cuenta, rápidamente se agachó y recogió la mayor
parte de mi semen en su boca y luego lo compartió largamente con Klaus en un
beso interminable. Cuando se terminaron mi eyaculación entre los dos yo había
quedado de rodillas, roto de la excitación y el placer sufrido, me miraban
entre divertidos y sorprendidos de que se les hubiese acabado la fiesta con mi
eyaculación tan precoz y que les hubiese dejado a medias.
- No creas que hemos terminado –
dijo Brunilda mientras terminaba de desnudarse – tendrás que recuperarte,
porque llevo soñando con ese culito tuyo desde el primer día que te conocí.
- Y yo con que me folles con ese
Príncipe Alberto mientras te folla Brunilda por el culo – apostilló Klaus.
- Vale, pero dejarme descansar un
poco, llevo una semanita de locura.
Les relaté todo lo ocurrido, cómo
había comprado los artilugios, como me había vaciado usándolos y como me había
asustado cuando comprobé que me gustaban y proporcionaban mas placer del que
podía imaginar y como deseaba cada vez más y más. Les propuse ir a cenar a un
restaurante donde servían pescado recién sacado de la mar, luego ir a tomar
algo a algún chiringuito cercano y volver a casa a lo que fuese.
- Yo estoy hambriento – dijo
Klaus – al tiempo que se agachaba delante de mí y empezaba a juguetear con su
lengua en mi anillo del glande. Mi pene empezó a crecer otra vez.
- Yo hambrienta de todo, de
comida también – contestó Brunilda – así que deja eso para luego Klaus.
Durante la cena, Brunilda en su
papel de institutriz me pregunto por Roberto y de repente me asaltó la duda de
si habría abordado a mi hijo de alguna manera aquel degenerado. Se me cambió el
color de la cara y los dos me lo notaron. No hizo falta que preguntase nada,
Brunilda se anticipó a mis pensamientos.
- Nunca, jamás, a un niño, jamás
y al que se lo haga lo mato. Yo quiero a Roberto como si fuera mi propio hijo.
Si me llego a enterar de que alguien le hace daño, iré por él, sin misericordia
– estaba seria y seca hablando, no era la de la casa mientras jugábamos al
despiste con los sexos, era la profesional que defendía lo que consideraba que
era su profesión.
- Por un momento – empecé a
decir.
- Pues ni por un momento, ese
crío es sagrado. Lo único que me ha faltado ha sido parirlo.
- Vale, de acuerdo, vamos a
hablar de otra cosa. Por ejemplo, este lío de Klaus que es mujer pero parece un
tío y tú que tienes unas tetas de muerte y unos genitales de estibador.
- Sencillo – contesto Klaus –
nunca me gustó ser mujer, me va más el papel de hombre y me habría encantado
ser hombre homosexual porque me gustan los hombres pero yo no quiero ser mujer
y como me gusta un tío y que me posea, conservo mis atributos de hembra, para
dar facilidades. Tú sabes lo que es ser penetrado por delante y por detrás, no
hay mayor placer. Brunilda – continuó pidiéndole la venia a ella con un
movimiento de cabeza a lo que la alemana accedió con otro gesto de los parpados
– es todo lo contrario, habría querido ser mujer para ser poseída, y al tiempo
su masculinidad le exige dominar y decide conservar su pene para dar placer y
que se lo den.
- Joder, que retorcido, ¿no?
- En absoluto, que natural –
continuó Klaus - Cuando lo que a ti te parece una mujer te pone el culo lo
haces de mil amores, porque sientes que eres un hombre que posee a una mujer,
es un cliché, ¿pero cuando sabes que ese culo tiene genitales de hombre por
delante ya no te satisface? Todo está en la cabeza y esa es la que hay que
dominar para poderse dominar a uno mismo. De manera que mientras que creías que
yo era un hombre te repugnaba pero en cuanto viste que tenía sexo de mujer te
corriste como un colegial. Todo es prejuicio, todo es cultural y esa cultura
nos aherroja y nos impide abrir las miras a otros mundos que si no son más
fecundos al menos son otros, son diferentes y la diferencia siempre enriquece.
- De todas maneras, Alejandro –
interrumpió Brunilda - esta noche cuando volvamos y los tres ya sin sorpresas
nos podamos entregar a todo, con un poco de poper por medio vas a perder el
control y el mundo se te va a colorear, que hasta ahora solo lo has visto gris,
como el uniforme que usaba en tu casa de Madrid.
Con los vapores del vino que estábamos
consumiendo en la cena, todo me fue pareciendo más fácil, más consecuencia
lógica, una cosa de la otra. Brunilda y Klaus se miraban lúbricamente y por
debajo de la mesa Brunilda me acariciaba la entrepierna con su pie. Deseaba
tener sexo con aquellos dos lo que fuesen y estaba dispuesto a aceptar todo lo
que me diese placer y a negarme a todo lo que me asquease.
- Vas a follarme sin piedad
mientras le como el coño a ésta – le susurré a Brunilda.
- Voy a follarte y me vas a hacer
la felación de tu vida – me dijo al oído – me voy a correr en tu lengua y nos
vamos a dar el semen de la boca, porque ya eres un degenerado del sexo, ya
estás en disposición de saltarte cualquier tabú de los que impone la sociedad
para autoprotegerse de su destrucción y garantizar su supervivencia. Recuérdalo
bien, ya eres libre de desear lo que se te antoje, lo podrás comprobar esta
noche.
Yo estaba ya excitadísimo y el
pie de Brunilda no contribuía a serenarme los ánimos. Metí la mano por debajo
de la mesa y acaricie a través del pantalón el sexo a Klaus, que sin disimulo
se bajo la cremallera y me permitió acceder a su clítoris. Al masajearlo sentía
como se endurecía y ganaba en tamaño y los ojos de Klaus se entrecerraban de
placer. Finalmente muy quedamente se me acercó a la oreja y me dijo
entrecortadamente que no me parase que se iba a correr allí mismo. Casi de
forma imperceptible empezó a jadear y a temblar. Se acercó el camarero y
preguntó si el señor tenía frío, mi respuesta fue fulminante.
- Nadie le ha llamado, váyase y
déjenos en paz.
El camarero que me conocía de
años puso cara de asombro y se retiro apesadumbrado. Cuando salíamos, después
de las copas de la sobremesa me pidió disculpas si había sido indiscreto, yo le
quité importancia y le expliqué que el señor tenía una enfermedad que a veces
le hacía tiritar. El hombre se disculpó sentidamente.
Antes de volver a la casa pasamos
por una jaima de las que ponen de forma estacional y en la que se sirven copas
hasta altas horas de la noche mientras se escucha el rumor de los olas que a
pocos metros rompen en la orilla sin que haya luz que las ilumine salvo cuando
la luna llena hace de la noche un día plateado.
Se me acercaron varios conocidos
que nos invitaron a sus reuniones, pero yo me disculpé con ellos alegando que mis
invitados acababan de llegar de Alemania y deseaban descansar ya. Cuando desde
la tercera reunión nos reclamaron como compañía decidimos irnos a casa a empezar
nuestra particular fiesta.
Nada más entrar a la casa
Brunilda me atrajo hacia sí y me besó apasionadamente al tiempo que me llevaba
la mano a su entrepierna para que le tocase el sexo, lo que hice con gusto,
entonces se me acercó a la oreja y me recordó que estaba besando a un hombre y
eso me excitaba.
- Se acabaron las caretas,
Alejandro, se acabaron las caretas.
Klaus empezó a desnudarse
mientras nos besábamos Brunilda y yo y rápidamente me busco el sexo para
metérselo en la boca. Para entonces yo ya estaba muy duro y el placer del calor
de la boca de Klaus y las caricias de su lengua me reconfortó. Yo seguía
besando a Brunilda y aún no habíamos salido del recibidor de la casa. Les rogué
que continuásemos en el dormitorio. Nos dirigimos los tres al piso de arriba yo
iba en centro, delante iba Klaus al que yo metía la mano por la entrepierna
buscándole su humedad y detrás subía Brunilda al que llevaba cogido por el
pene. Deseaba hacer de todo y estaba nervioso por llegar al dormitorio.
Ya en la habitación nos
desnudamos los unos a los otros con premura sin dejar de lamernos y tocarnos y
desnudos, Brunilda me empujó con violencia sobre la cama, sacó de su bolso una
abrazadera de cuero y me la pasó con fuerza por la base del pene y las bolsas y
la ajustó fuerte. De inmediato sentí como el capullo me crecía y los testículos
se me congestionaban, el placer empezó a estallar. Klaus abrió un frasquito
pequeño y me lo dio a esnifar. Sentí como una patada en la cabeza, me maree y
sentí galopar el corazón desbocado al tiempo que la ansiedad me hacía gritar a
Brunilda que me follase. Klaus se colocó sobre mi cabeza restregando su sexo
chorreante sobre mi boca que hundía la lengua hasta lo más profundo que podía y
mordía con fuerza cada vez que podía el clítoris que tenía duro como el
pedernal. Brunilda por su parte sacó de su bolso un tubo grande con el que se embadurnó
la mano y luego me embadurno el ano y empezó el masajeo con sus dedos. Metió
uno, luego dos, luego tres y finalmente cuatro. Sentía reventar el ano pero
deseaba más y él, o ella, seguía empujando los dedos dentro de mi cuerpo
dilatándome según lo que a mi me parecía monstruosamente el ano, pero aún
temiendo quedarme para siempre incontinente yo quería que siguiese y volvió a
darme a esnifar el frasquito y yo volví a aspirar con firmeza y todo el mundo
empezó a trasformarse. Yo era ya solo un orificio por el que se tenía que meter
Brunilda para darme placer y mi cabeza debía entrar en el sexo de Klaus para
darle placer a él o a ella, ya daba igual. Y cuando empecé a recuperar vi a
Brunilda que me mantenía las piernas abiertas en alto para exponer el ano y me
arremetía con su pene sobre el que había puesto una especie de funda para
sobredimensionarlo y hacerlo más grueso dejando el capullo libre para sentir el
goce de las arremetidas. En un momento dado y yo gozando del sexo de Klaus
observé como me cogía los testículos por su base con una mano y los comprimía
para confinarlos aún más en sus bolsas y entonces con la otra mano empezaba a
dar unos golpecitos suaves que dolían pero lo suficiente como para que el
capullo sintiese placer pero no pudiese llegar al orgasmo. A medida que
Brunilda arremetía a mi ano y el sexo de Klaus se restregaba espasmódicamente
sobre mi cara los golpes sobre mis testículos se iban acelerando en cadencia y
fuerza hasta que sentí dolor del de verdad. Estaba recibiendo palmadas fuertes
en los testículos y me dolía y sin embargo sentía como me venía una especie de vaharada
el orgasmo fuerte pero a cámara lenta.
- Me voy a correr – dije
gritando.
Y Klaus se abalanzó sobre mi pene
y en cuanto el capullo tomó contacto con su lengua comencé a eyacular en su
boca hasta vaciarme del todo. Brunilda seguía arremetiendo en mi ano pero yo no
sentía ya ni dolor ni placer solo gusto por sentirme violado por un tío, era
algo morboso, extraño y a la vez convencional, me parecía lo más natural, por
eso me gustaba.
Cuando Klaus comprendió que no
iba a salir más semen besó a Brunilda traspasándole mi semen a su boca momento
en el que con un grito tremendo empezó a bombear dentro de mí con furia. Se
estaba corriendo y mientras lo hacia se tumbó sobre mi cuerpo y me beso en la
boca compartiendo mi semen conmigo mismo acabándose de correr cuando termino de
pasarme hasta la última gota. Me besaba y me besaba hasta que acabé por tragar
todo el contenido y el acababa de vaciarse dentro de mí.
Cuando Brunilda se retiró de mi
cuerpo, Klaus aspiró profundamente del frasquito de estimulante y se abalanzó
sobre mi ano. Supe lo que iba a hacer y le pedí a Brunilda que me pasase el
frasquito. Aspiré yo también y me relajé para que Klaus pudiera disfrutar y yo
con ella del beso negro que se trasformaría en blanco cuando recogiese en su
boca el semen de Brunilda que iba a salir de mi cuerpo. Sentir como Klaus hacia
aquello y ver como Brunilda se echaba sobre mi para meterme en la boca su pene semiflaccido
hizo que volviese a ponerme duro otra vez. Klaus se alzó luego triunfante de mi
cuerpo y se acerco sobre mi hasta Brunilda y la besó una vez más para
intercambiar fluidos, yo al verlo y perdida ya la conciencia de lo bueno o lo
malo, lo excelso o lo asqueroso, reclame
mi parte y los tres participamos del semen de Brunilda. Luego caímos rendidos
los tres. Quedamos dormidos.
Antes del alba me despertó un
suave cosquilleo en mi entrepierna. Klaus me lamía el pene con delicadeza.
Enseguida volví a mi dureza y mas enseguida ella se acabalgó sobre mí con un
quejido de placer. Yo no me movía, Brunilda dormía y Klaus con una cadencia
suave se levantaba y se agachaba sobre mí. La sensación de estiramiento del
anillo de mi glande era muy placentera, y
a ella o le provocaba un gran placer o algo de dolor porque a cada caída
sobre mi pubis con el peso de su cuerpo emitía un dulce quejido que podía ser
de placer pero lo mismo podía ser de dolor, del mismo dolor que ella me provocó
a mi anteriormente golpeándome los testículos, un dolor que no es más que una
tortuosa calle que conduce a la plaza del placer por un camino más largo y así
prolonga la agonía del éxtasis. Poco a poco fue acelerando su ritmo y yo me
daba cuenta de que su orgasmo se acercaba y con el suyo el mío que ya iba
pidiendo espacio para el consuelo. Klaus emitió finalmente un grito ahogado de
desfallecimiento y cayó sobre mi pecho sin dejar de moverse de manera
imperceptible adelante y atrás lo que provocó el orgasmo en mí que me vacié
dentro de ella. Así permanecimos mucho rato hasta que pesadamente Klaus se sacó
mi pene de su cuerpo y reptando me llegó hasta la cara colocándome el sexo
sobre mi boca y entonces con voz ronca de lujuria me ordenó que me comiese mi
leche. Brunilda había despertado sin que nos diésemos cuenta y tironeaba ya de
mis pezones al tiempo que me animaba a hacer lo que decía Klaus. Lo acepté y
empecé a chupar el semen que salía del sexo de Klaus. Me di cuenta entonces que
lo deseaba hacer como el que más y lamí y succioné y chupé hasta que dejo de
salir, luego nos besamos los tres y volvimos a caer dormidos.
Cuando nos despertamos era ya
avanzada la mañana. De un salto me fui a la ducha y baje a la cocina a preparar
café. Cuando menos cuenta me di tenía detrás a Brunilda que me pedía espacio en
mi ano para su pene. De la forma más natural, separé un poco las piernas y ella
me introdujo con dos golpes de cadera el pene. No sentí dolor, solo un placer
extraño por ser penetrado. No llegué a ponerme duro aunque el pene me creció.
Brunilda bombeó varias veces hasta que sentí como gozaba con mi cuerpo, luego
se retiro, me dio un beso y me dijo que se iba a duchar. Yo sentí como su semen
me resbalaba por las piernas. Dejé el café para luego y me fui a la ducha con
él.
Estábamos los dos terminando de
ducharnos cuando llegó Klaus. Nada más verle el sexo a la mujer me volví a
poner duro otra vez. Miré a Brunilda y ella contestó.
- Por mi no lo hagas, además es
lo que mas te gusta. Adelante y seguro que Klaus lo desea.
Se me acercó Klaus y le metí el
pene en su cuerpo. Nos movimos bajo el agua caliente con mucha lentitud, como
si se tratase de un baile lentísimo y cuando sentí que llegaba un nuevo orgasmo
no aceleré, seguí despacio, más despacio aún, sintiendo en cada milimetro de mi
cuerpo el orgasmo que estaba experimentando. Klaus se estremeció entonces y
consumamos delante de Brunilda el orgasmo mas lento, dulce, suave y placentero
que haya sentido jamás. Terminamos de ducharnos y nos fuimos a desayunar.
Cuando volvimos de desayunar nos
esperaba una sorpresa.
Fuera estaba el coche de Cristina
con el chofer del bufete esperando.
- ¿Está la señora aquí? – le
pregunté alarmado.
- No, señor. He traído al
señorito Roberto desde el aeropuerto. Tiene una semana de vacaciones y la
señora está en Malasia. Le ruega que se haga usted cargo.
- Por supuesto. Puede usted
marcharse. ¿Está dentro?
- Si, señor. Regresaré en una
semana para llevarle al aeropuerto otra vez.
- Aquí estará. Que tenga buen
viaje de regreso.
- Gracias señor.
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