II
Los últimos cinco años los dediqué al
trabajo como el sacerdote que se entrega en alma y cuerpo al pastoreo de sus
feligreses. Solo existía trabajo y rendición de cansancio al cabo del día para
levantarse sin necesidad de reloj despertador horas antes del alba para
preparar trabajo antes de entrar a la oficina.
De mi vida desapareció cualquier atisbo
de relación de ningún tipo. Se me acercaron mujeres de toda laya y a todas las
rehuía como si la peste me sobrevolase la cabeza, incluso de forma grosera las
despedía sin compasión. Casi con precisión matemática cada tres semanas sufría
una polución que me provocaba un calambre tan doloroso que me despertaba de
madrugada y a la que yo intentaba cohibir como si la eyaculación inconsciente
derramase acido que me abrasaría la piel si no procuraba que no saliese el
semen. En alguna ocasión pude comprobar con horror como al orinar por la mañana
despedía orina mezclada con sangre para finalmente eyacular semen rameado de
rojo en medio de espasmos y nauseas que me hacían creer que era el final de mis
días. Las fechas siguientes a orinar sangre por vez primera transcurrieron bajo
la sombra espesa del terror esperando el mazazo final en forma de hemorragia
masiva que acabase con mi vida. Al verme la cara más verde que pálida en el
trabajo me urgían a ir al médico pero yo
respondía con evasivas pues me aterraba solo tener que contar a alguien cual
era la razón de mi malestar. Pasados los días viendo que la orina cuando salía
era solo eso, orina, y no volvía a expulsar sangre me fui tranquilizando hasta
olvidarme de ello. Me sucedió más veces después pero ya lo veía como algo
natural y efecto de mi comportamiento abstinente en el plano sexual pero con el
que me sentía a gusto, tan a gusto que estaba ya decidido a que ninguna mujer
accediese a ese compartimiento estanco al que pretendía mantener aislado en
régimen de amenaza constante para mi integridad como persona sobria y gris,
pero sosegada.
B
R A U L I A
Llegó un día tormentoso y sucio una
chica nueva. Estaba puesta en eso de los ordenadores y a ello se dedicaba con
ahínco. Nos sorprendió a todos por su hermetismo y sobriedad; hablaba solo si
se le preguntaba y lo hacía con monosílabos si eso era pertinente, porque si
con un gesto de la cabeza era suficiente no gastaba saliva. Era guapa, pero era
preciso mirarla bien para darse cuenta, pues su actitud con los demás la
presentaban como una persona despectiva y huraña. No gastaba en ropa y ésta era
anchota y de mercadillo, parecía a veces que se la daban en Caritas. Pero bajo
los trapos de malas hechuras con los que cubría su piel se podía apreciar para
quien estuviese dispuesto a hacerlo que existía una figura que de haberse
querido exhibir habría dejado sin respiración a parte de la humanidad. Para
colmo de males cuando menudeó entre los compañeros el comentario que su
verdadero nombre no era Verónica sino Braulia pasó a ser causa de rechifla a
cuenta de sus ocultaciones tanto de nombre como de curvas. Braulia, así la
llamaba yo cuando tenía que dirigirme a ella, no parecía sentirse especialmente
afectada por las risitas a su paso o los comentarios mas o menos sangrientos
que le dejaban caer cuando pasaban por su vera. Era una mujer de hielo, o de
acero, de algo muy frío, parecía inmune a todo lo que le pudiera atañer y nunca
se le espiaba un mal gesto de rechazo o de incomodo por la forma en la que se
la trataba. Quizá por eso, pronto la gente de la oficina se olvidó de ella que
pasó a formar parte del paisaje y se diluyó en el trafago diario de la empresa.
Pero a mi me seguía intrigando. Después de cinco años en los que me negué de
forma numantina a cualquier tipo de relación tuviera la expectativa que
tuviera, aquella mujer, y la llamo mujer porque ese era el sexo asignable al
llevar falda siempre, aquella mujer digo empezó a intrigarme. Tanto despego a
nada que no fuese su ordenador me suponía a modo de reto para desvelar su
secreto y coloreaba un poco mi grisácea y monótona existencia.
Uno de tantos días en los que me
quedaba más allá de la hora de salida para ordenar papeles y sacar trabajo
adelante y de paso ahorrarme el llegar a casa pronto, me sorprendió comprobar
que ella hacia lo propio. Seguía trabajando a la par que yo lo hacía y en
cuanto me ponía a recoger ella se levantaba y se iba antes de que yo terminara.
Me chocó su conducta y como me lo hiciera un par de veces más, me quedé una de
los días después de hacer intento de irme, a lo que Braulia remoloneó en el
vestíbulo de ascensores al ver volverme y regresó de inmediato a su puesto de
trabajo. No fue meditado, ni mucho menos, de haber parado mientes en ello ni se
me habría ocurrido, pero como fue tan descarado, descarado fui yo y no supe
calibrar bien las consecuencias. Un hombre ayuno de mujer después de cinco años
puede volverse y de hecho se vuelve, imprevisible y tan vulnerable como la
larva de una mariposa.
- ¿Quieres algo de mí y te da apuro
abordarme o es que estás contratada de espía para vigilarme? – me planté en
jarras delante de su mesa con cara sobreactuada de policía de película serie B,
solo me faltaba el cigarrillo humeante en los labios irritándome los ojos.
Levantó la cabeza de sus asuntos
lentamente. Yo supuse que se cortaría o reaccionaría con torpeza al verse
sorprendida pero en lugar de eso me sujetó con su mirada fría y severa durante
unos segundos para volver a sus papeles haciendo un gesto de suficiencia
impertinente. Su reacción me sorprendió y me irritó a un tiempo de manera que
esta vez levantando la voz y abdicando de mi postura de galán apuesto le
increpé.
- ¿Qué que pretendes, Braulia de los
cojones, quien te crees que eres?
Volvió a levantar la cabeza pero esta
vez le temblaba la barbilla y sus ojos brillaron por las lágrimas que
comenzaban a derramar. Se enjugó las lágrimas con un pañuelito que se sacó del
escote de la blusa y a toda prisa se levantó haciendo caer la silla al suelo
con gran estrépito corriendo hacia el ascensor.
Me dejó algo sorprendido pero reaccioné
a tiempo y antes de que pudiera llegar a pulsar el botón del elevador la detuve
disculpándome por mi brusquedad.
- Perdona, Braulia, he sido un
maleducado.
No se porqué supuse que ella se
desembarazaría de mi mano con cierta violencia para dejar bien claro que no
quería nada conmigo pero en lugar de eso se sumergió en mi pecho con los
antebrazos por delante y llorando ya abiertamente sin consuelo. De manera
instintiva la rodeé con mis brazos e inmediatamente ella hizo lo propio con los
suyos pasándolos por debajo de los míos enlazándome la cintura.
Cinco años son muchos años para estar
sin sentir el calor del pecho de una mujer contra el pecho de uno. El efecto
fue instantáneo. Una erección brutal. En un instante me sonrojé al darme cuenta
de cómo mi pene pugnaba impetuoso por abrirse paso en el cuerpo de Braulia
esperando que en una décima de segundo ella me apartase de un empujón
escupiéndome un “Cerdo” en la cara y me montase un espectáculo. Pero para mi
sorpresa, como casi siempre nos sucede a los hombres cuando tratamos en las
distancia cortas a las mujeres no sucedió nada de eso. Al notar mi dureza se
aplastó contra mi cuerpo como el tigre se agazapa antes de saltar sobre su
victima, y comenzó un lento baile de frotación pelvis contra pelvis que me hizo
olvidar en un segundo todas mis consignas de no sexo y prevención de relación
sexual alguna. Sentí con deleite como su mano me exploraba la bragueta y con
autentica destreza permitía que mi pene encontrase la libertad del calzoncillo,
luego se levantó su faldita tableada y oh sorpresa, como no llevaba bragas me
albergó en su cuerpo en un parpadear de ojos y en un par de suspiros estaba
eyaculando dentro de ella en la explosión de orgasmo mas electrizante que nunca
había sentido. Sus acompasados quejidos cada vez más rápidos me informaban de
que a continuación era ella la que venia pidiendo pista hasta que con un grito
animal y dos golpes tremendos de caderas quedó desmadejada entre mis brazos. De
haberla soltado habría caído como un fardo.
Quedé sin aliento y sin saber muy bien
que acababa de suceder. Ella abrió los ojos como la que acaba de salir de un
trance maravilloso, de ver a todos los santos del cielo juntos y sonriendo como
creo que nadie la hubiere visto nunca me dijo que me quería.
- Lo deseaba hacia tanto tiempo, eres
tan atractivo, tan bello, tan imponente que nunca creí que pudiese llegar este
instante.
No era la Braulia que hacia meses
que llegaba trabajaba y se largaba sin mirar a derecha o izquierda. Esas
palabras debían estar grabadas en algún dispositivo y me las hacían llegar para
que creyese que era Braulia quien las decía y así comprometerme. El pene en ese
momento se me salió de su acomodo, ya fláccido y goteando, momento que ella
aprovechó para con las piernas cruzadas decirme que se tenía que ir a lavar el
río de vida que le corría por las piernas. En cuanto la vi desaparecer, atenazado
por un acceso de terror pánico, como alma que lleva el diablo, me abroché la
bragueta y salí corriendo escaleras abajo. Huía, simplemente huía como si
acabase de cometer el crimen de Cuenca, estaba asustado y ansioso por llegar
tan lejos como pudiese, lo malo es que intentaba escapar de mi misma estupidez
al haberme visto sorprendido por el aguijón de la carne y haberme deleitado con
su dulce veneno.
Llegué a casa con el corazón al galope
y echando el hígado por la boca. Sin más dilación me desnudé y me lancé a la
ducha intentando que el agua hiciese olvidar el incidente o accidente quizá,
que lo arrastrase todo al sumidero del olvido y sucediese que nada de lo
ocurrido hubiese sucedido. Me froté con desesperación, pero cuanto más quería
olvidar, mas terco era el cuerpo que alimentado de las imágenes lubricas del
descansillo del ascensor comenzaba otra vez a reclamar protagonismo en forma de
erección impertinente. De inmediato cerré el grifo del agua caliente y el
chorro frío me aplacó los ánimos de momento. Me vestí y comencé sin porqué a
dar vueltas por la casa preguntándome que coño me había pasado, o más bien que
había pasado.
Me fui calmando poco a poco pensando
que al fin y al cabo no había sucedido nada anormal. Un polvo en la escalera
como cualquier hijo de vecino y no había porque darle mas vueltas. Con este autoengaño
me tranquilicé, pude tener algo de sosiego para sentarme a no ver la TV y me acosté sin más
problemas.
A las tres de la madrugada me desperté
bañado en sudor, con el corazón pasado de revoluciones y martilleándome la
cabeza la idea de que acababa de dejar embarazada a Braulia. No se me había
ocurrido o si se me había ocurrido pero lo había reprimido por ser demasiado
bocado para tan poca dentadura. Durmiendo y al abrigo de todo temor había
podido plantearlo y estaba aterrorizado. Tendría que abortar. Ya no dormí en
toda la noche. A las seis de la mañana me tiré a la calle, busque un café y
allí me reconfortó una copa de coñac y un café solo; compre la prensa y estuve
leyendo hasta que dio la hora de entrar al trabajo esperando ver a Braulia para
exigirle que abortase al tiempo que le afeaba la manera que tuvo de violarme.
Estuve toda la mañana esperando que
llegase y a la hora del bocadillo no pude más y pregunté de la forma que yo
creí más inocente.
- ¿Es que Braulia no va a venir hoy?
- ¿Y a ti de que te interesa tanto
Vero, si nunca le has hecho ni puñetero caso? – Saltó una compañera, Vane, de
las que siempre le acompañaba a la hora del bocadillo – además, sabes que le
sienta fatal que le llamen Braulia y tu erre que erre. ¿No será que tienes algo
con ella?
Me dejó cortado por la respuesta, debí
ponerme mas colorado que un morrón y me delaté delante de todos. Me excusé de
la forma menos torpe que pude y me encaminé a mi mesa de trabajo. Me siguió la
compañera de Braulia y nada más sentarme me afeó que me escapase como lo hice.
Todas son así, parecen un sincitio,
distintos cuerpos con un solo alma que las engloba a todas; si lo sabe una lo
saben todas, para ellas el sigilo es un concepto alienígena.
Intenté defenderme balbuceando excusas
para al final, terminar por callar pues la honrilla de machote rompecorazones
me halagaba el ego y ver a la amiga indignada me hacia aparecer ante mi como
una especie de héroe, aunque esa sensación de plenitud estupida desapareció
cuando ella mencionó la palabra mágica.
- Te corriste dentro cabronazo, ¿y si
se queda preñada? – me dijo con toda la carga de violencia que pudo y
mascullándolo entre dientes para que el asunto no trascendiese.
- Fue ella… - intenté una defensa
endeble
- Si claro, que ella fue la que te obligó,
tu no querías – estaba ahora a medias irónica, a medias indignada – pero tu
bien que te corriste…, y a continuación seguiste corriendo como un cobarde, con
el rabo goteando entre las piernas.
Hizo una pausa a ver si yo argumentaba
alguna disculpa más o tenía la gallardía de responsabilizarme de mis actos,
mirándome a los ojos con los suyos como carbones encendidos.
- Quiere verte esta tarde. En su casa.
No vayas a faltar o mañana te monto un escandalito en medio de la oficina que
no te van a quedar ganas de volver a mirarte ni al espejo. ¿Lo has entendido? –
no daba lugar a dudas de que efectivamente lo había entendido todo de la pe a
la pa.
Me entregó un papel con la dirección de
Braulia garabateada y volvió a remachar.
- Esta tarde a eso de las seis. Ni se
te ocurra cualquier jugarreta, yo no estoy de broma ni soy Vero.
- O sea, Braulia – tuve la ocurrencia
de corregir de forma algo balbuceante.
- Vero, se llama Verónica, bonito de
cara y déjate de ocurrencias que al final verás como te meto.
No me dejó ni rechistar, se dio media
vuelta y con andares ¿machunos? Se alejó en plan John Waine. Toda la oficina se
acababa de dar cuenta de la epopeya que se acababa de organizar en torno a mi
mesa de trabajo pero a nadie se le ocurrió preguntar, ni mucho menos comentar.
En cuanto dio la hora salté como una
liebre de mi silla y gané la calle. Estaba atrapado, porque ahora estaba seguro
que había sido todo urdido para cazarme. Braulia se quedaba preñada y no me
quedaba más remedio que hacerme cargo del regalo, porque su amiga era algo peor
que un basilisco cuando le tocaban la moral.
No tuve estomago para comer nada. Todo
mi cuerpo se concentraba en mi barriga como si pelease por residir todo allí y
no cabía nada más, ni una brizna de perejil, solo tenía humor para pasear de
arriba, abajo toda la casa respirando aceleradamente y sopesando la posibilidad
real de suicidarme como mejor manera de no beber el amargo vaso de bilis que me
tendría preparado Braulia. Al final hasta el suicidio me parecía una montaña
para la que no iba a tener valor suficiente para escalar. Solo me quedaba como
opción mirar el reloj cada diez segundos y frotarme unas manos frías como si en
realidad estuviese ya hecho un cadáver nervioso.
Finalmente acepté en mi interior la
condena de tener que casarme con Braulia y el dogal de tener que ocuparme para
los restos de un hijo que sería o no mío pero que estaba fuera de dudas que me
iban a encasquetar en cuanto entrase por la puerta.
A las cinco de la tarde como si yo
fuese el protagonista del rito eterno de la muerte y la vida solo que sin
cuernos, de momento, me dirigí a la casa de Braulia a la que llegué con
irritante antelación, así que estuve paseando y midiendo la acera hasta que
dieron las seis en punto. Entonces como el que pulsa el botón que sabe acabará
con toda su vida de un solo golpe, toque el timbre de su casa.
Era una casa baja de una planta de un
barrio, de clase media baja, en la que todas las casas eran de una o dos
plantas, medianeras entre si, pero como luego pude comprobar con un gran patio
interior de altas paredes que le hacían excusado a miradas indiscretas.
Transcurrían los segundos y nadie daba
señales de vida. Mi regocijo y alivio iban en aumento. Pulsé el timbre una vez
más y esperé. Nada. Estaba que no salía de mi gozo. Me dispuse a dejar una nota
con la hora para que después esa energúmena de amiga no me fuese a reprochar
nada cuando detrás de mi sentí una vozarrona que reconocí al instante.
- No, si Vero, no te va a poder abrir,
a estas horas la tienen ocupada, para eso vengo yo, listo – remarcó lo de listo
por lo que supe enseguida que aquello estaba dicho de manera amistosa.
- No, si yo…, - intenté excusarme pero
comprendí al instante escuchándome mi pobre y poco convincente voz que no había
nada que hacer.
Me apartó de la puerta de la que no
había conseguido despegarme y metió la llave. Abrió y se apartó para dejarme
entrar, al tiempo que gritaba hacia dentro de la casa: “ya está aquí el
gorrión”
Empezaron a temblarme las piernas y sin
saber porqué, pues yo podía poner pies en polvorosa y aún a sabiendas de lo que
me esperaría al día siguiente aguantar el chaparrón ante lo que no iba a
encontrarme solo; yo sabía de varios compañeros y compañeras que harían causa
común conmigo y más tratándose de Braulia que no es que cayese bien al resto de
compañeros. Pero no, algo me retenía en aquella puerta y me maldecía por ello. Al
tiempo escuché que junto a la voz de Braulia, desde dentro, se oía otra voz,
casi radiofónica que no resultaba extraña del todo y pensé que estaría viendo la
televisión.
- Vamos, entra, no vayas a joderlo todo
ahora.
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