miércoles, 30 de enero de 2013

SUMISO Y FIEL I




Me será difícil contarlo, aunque creo que la dificultad estriba en el hastío sobre todo de ver que no siempre las cosas terminan como a uno le gustaría, aunque a fuer de sincero como uno desearía que fuesen las cosas sea algo extremo y vagamente ilógico.
Además me resulta doloroso, y sin embargo excitante, tener que recordarlo desde esta cama en la que parece que se me consume la vida sin dolor, aunque sin placer. Me sorprende incluso el saber que volvería a entregarme al vértigo loco de la extinción con tal de exprimir a esta miserable naturaleza un plus de goce al que seguramente a mi edad, cercana la senectud, no tengo derecho, por lo que tengo oído, pues la juventud a la que solo por el hecho de ser mas nueva en  el negocio de la vida, se le reservan los bocados mas dulces y en sazón, mientras que a los viejos solo nos queda la amargura del desamor y el desengaño de cualquier cercano que solo espera cerca de nosotros a que expiremos para aprovechar  lo poco que pueda ser útil. Maldita sea cualquier tipo de herencias,  que solo sirve para travestir el mayor y más cruel deseo de rapiña de desinteresada y  honesta caridad con el desvalido.
Los recuerdos son anárquicos, no se ponen en fila ordenadamente como una tropa bien adiestrada, son unos niños revoltosos a la hora del bocadillo en el patio, se amontonan a la puerta donde se les reparte el condumio. Me pasa lo mismo; cuando abrí los ojos no estaba muy claro en mi cabeza si el tener las piernas estiradas era cuestión de ensoñación que me ofrecía una tregua en mi sufrir o se trataba de la pastosa realidad de blanco y perfumado algodón otra vez. Tuve que volver a cerrarlos, la luz me hería los ojos y al hacerlo me laceraba el alma con recuerdos desagradablemente dulces. Me sentía confortable y eso me relajaba pero de alguna manera me producía ansiedad; no sufría, pero tampoco gozaba. Que la vida es una incesante sucesión de dolores y disconfores que de forma aleatoria y escasa se ven salpicados de momentos de placer, era algo a la que estaba acostumbrado y la ausencia del sufrir se me venía haciendo ya entre aquella blancura mas doloroso que otra cosa.
Debí quedarme dormido porque me despertó un dolor agudo en las nalgas, igual que una quemazón urente. Volví a abrir los ojos debido a la impresión y vi restallar un látigo en el aire, la quemazón en el trasero se transformó de alguna forma en placentera sin dejar de ser dolorosa, mi instinto aconsejaba la huida pero mi deseo era seguir siendo castigado, sometido a penitencia como pago por las migajas del placer que ansiaba.
Al poco tome conciencia de un olor extraño, una sensación que destacaba por estar tan fuera de lugar. La vejez consiste en dejar de sorprenderse por todo y a mi me sorprendía ese olor, no lo aceptaba ni lo justificaba en función de antiguas experiencias, me estimulaba a responderme de su porqué. El olor que sentía era, si no neutro, por lo menos no desagradable aunque tampoco me provocaba ninguna sensación excitante, no olía a orines o heces que me parecía que era a lo que debería oler, y sobre la piel me rozaba un tejido calido y agradable, olor a limpio y burgués. Estaba tumbado, no tirado, y la sensación era muelle, grata, aunque algo sosa, nada apasionante. Intenté mover mi brazo izquierdo pero algo le sujetaba por el codo y me irritaba. El brazo derecho estaba vendado aunque la mano quedaba libre. Debí volverme a quedar dormido o a perder el conocimiento.
Cuando abrí los ojos otra vez ya no se filtraba luz que hería los ojos por el ventanal, solo una tenue luz blanca, fría y desapasionada me iluminaba a la cabecera de manera indirecta. Recuerdos desordenados volvieron a mi cabeza. Había gente a mí alrededor, parecía ser yo el centro de atención; eran hombres y mujeres en actitud festiva, mirándome, estrafalariamente vestidos, parecían disfrutar y me derramaban por encima sus copas. Mi piel, fina y ajada por los años estaba expuesta y desnuda, como la de un San Sebastián expuesto a los dardos. El liquidó al impactar sobre mi piel me producía una sensación excitante, muy deseable. Todos llevaban mascaras, expresando gestos diferentes pero todos burlones y festivos, que se confundían con las de otros que también se inclinaban sobre mi, pero las de estos eran del mismo color todas, idénticas,  y los que las portaban estaban aburridamente uniformados y sobre mi piel desnuda, solo se derramaba un potente chorro de luz blanquísima.
Esa luz se oscureció al instante, debí perder la conciencia una vez más, y ocupó su cegador lugar una jaula sucia medio desdibujada y desenfocada, que tuvo la virtud de hacerme marear de ansiedad. Empecé a agitarme sobre el lecho en el que me encontraba tendido y a lo lejos, muy a lo lejos comenzó a sonar una alarma desagradable y neutra. El mareo se intensificó y al tiempo que entraba mucha gente acercándose en actitud amenazadora a mi entorno, volví a sumirme en un sopor pegajoso e inquieto pero sin dejar de tener presenta aquella jaula sucia con una fiera enferma dentro que antes que desear liberarse del encierro, deseaba ser sometida con mayor contundencia.
Estaba dormido, pero me daba cuenta de que lo estaba, y así mismo sabía que me manipulaban por el cuerpo lo que me resultaba agradable. Sentía varias manos sobre mi piel y me chocaba y hasta irritaba, que no fuesen más contundentes en sus maniobras; de haber sido algo más severos con las manos, siendo tantas, me habría mareado el placer, pero solo con aquellos masajes no era suficiente para mí en ese momento. De repente otra vez la luz perturbadora sobre la cara, pero en esta ocasión era capaz de abrir los ojos sin que me pareciese tener acericos en lugar de cuencas. Intenté mover los brazos e instintivamente me llevé las manos a la entrepierna, me asombró tener los genitales tan grandes y en el pene noté algo extraño, que en ese momento no supe de lo que podría tratarse, pero de inmediato hubo movimiento a mí alrededor y alguien me separó delicadamente pero con decisión los dedos de mis partes. Escuché unas palabras dirigidas a mí  quizá en tono de reproche y luego otras que se referían a otra persona; hubo algún sollozo, posiblemente acabase de morir y alguien, era incapaz de saber quien, se dolía de mi abandono de entre los vivos. No me dolía nada, lo que abonaba la idea de que estuviese muerto. Me invadió un sueño que era ahora dulce y reparador. Me dejé llevar. Efectivamente estaba muerto.
Cuando desperté, una luz tenue y perezosa se filtraba por el ventanal de la habitación, era como luz dorada de otoño, lánguida y dormilona,  almelada y polvorienta, aunque mi último recuerdo era de las flores de almendro de la finca donde fui invitado a pasar el fin de semana. Empecé a recordar ahora por fin con mayor nitidez y a medida que iba colocando cada recuerdo en su anaquel y por su orden, la nalga y la entrepierna me comenzó a doler, sentía mis genitales enormes y doloridos entre las piernas, pero era reconfortante aquel dolor sordo, continuaba con los ojos cerrados pero sabía que aquel dolor me hacia sonreír de felicidad. Me escocía el ano y me felicitaba por ello, me lo imaginaba dilatado y enorme como dispuesto a recibir el falo de una acémila, suponía que las heces me resbalarían sin obstáculo saliéndose de mi cuerpo. Escuché una voz familiar que me interrogaba doliente y reprochona del porqué.  Porqué ¿qué? me preguntaba yo para mis adentros. Abrí los ojos y vi una figura de mujer que me resultaba familiar, cerca de la cama, que me sujetaba la mano apretándola como apoyo a su inquisitiva pregunta de porqué, me sujetaba la mano entre las suyas como una forma de violencia, posiblemente no se atrevía a pegarme y lo vicariaba apretándome con fuerza. Estaba perplejo, porque no sabía a que porqué se refería. Porqué ¿Qué? no tenía idea de la respuesta, me aburría aquella forma de indagarme tan inquisitorial, así que cerré los ojos otra vez y volvió a invadirme la modorra y me aletargué.
Me despertó una mano que me rodeaba la cabeza para levantármela un poco, luego me animaba a abrir la boca para introducirme en ella algo. Abrí la boca, deseoso de ceder a esos apetitos pero la sensación desagradable de un objeto metálico cuando yo esperaba algo tierno, tenso y aterciopelado me hizo rechazarlo. Al parecer quien me levantaba la cabeza no estaba dispuesto a dejarse convencer y reinsistió. La insistencia, la voluntad de sometimiento me convenció. Me dejé llevar. Un liquido caliente me resbaló por la lengua e instintivamente tragué, era salado y agradable al gusto, me trajo recuerdos de una infancia tan lejana que no parecía haberla vivido yo, quizá no hubiese sido mía, quizás solo fue leída o escuchada, pero en cualquier caso no era desagradable y venía acompañada de otros recuerdos olorosos que me invadían de ternura y bienestar. No recordaba haber experimentado  nunca esa felicidad, aunque la realidad es que no recordaba casi nada. Después de ingerir varias cucharadas de líquido caliente y sabroso (aunque yo lo habría deseado algo más grumoso y denso)  me dejaron reposar otra vez la cabeza en una almohada mullida. Sentí una sensación reconfortante y me deje llevar del sueño una vez más.
Me despertó un cuchicheo lejano. La habitación estaba oscura, débilmente iluminada por un haz de luz macilenta que entraba por una puerta medio cerrada. Me intrigaron los susurros. Estaba bastante despierto y tenía dolorido todo el cuerpo, eché mano a mis partes y las seguí encontrando muy grandes aunque algo menos lastimadas, sentí decepción sin proponérmelo. Notaba que la presión del lecho contra mi espalda empezaba a ser molesta y las nalgas me escocían. Con el malestar generalizado se me despertaron aún mas los sentidos y agucé el oído por si podía cazar al vuelo alguna palabra, pero solo escuchaba exclamaciones ahogadas de sorpresa o escándalo y algún que otro “que locura” o bien “repugnante”, y  “que dolor”. Después silencio hasta que alguien con un timbre de voz muy penetrante exclamó pleno de indignación “en una cuneta y desnudo, molido a golpes, para haberlo matado”, que estupidez, me sonreí para mis adentros, era precisamente para ser matado como un animal de establo llevado al degüello, que tenía que haber sido mi destino elegido, deseado, como supremo final de la sumisión y fidelidad total a cualquiera que quisiera hacerme su esclavo.
El “molido a golpes”, tuvo la extraña virtud de abrir una escotilla en mi memoria por la que comenzaron a salir recuerdos más o menos hilados en tropel. Se me entremezclaban las imágenes. Una sala de audiencia, una mirada asesina y liquida, rabiosa y enrojecida me hacia estar incomodo, una conversación telefónica bastante picante y jocosa y un largo paseo en coche. Una habitación absolutamente pintada de negro con una jaula grande en medio atravesada de palos, gente saludando interesada en mi persona y otra vez la mirada perversa deseándome lo peor. Una habitación de hotel desangelada y más gente sonriéndome de manera cómplice y la siguiente imagen me sobresaltó al punto de hacer ulular otra vez la alarma anterior que volvió a congregar en torno a mi cama a una legión de intrusos pero que en esta ocasión salieron de inmediato con un “falsa alarma, habrá sido un sueño”. La imagen causante del alboroto era la de una bofetada dada sin compasión en mi cara por uno de los personajes que se encontraban en aquella casa de campo. En la cara del agresor había pintada una tenue y malévola sonrisa de satisfacción por lo que estaba haciendo y el resto de presentes reaccionaron ante el golpe con un suspiro de complacencia y festivos aplausos. La cara me escocía por el castigo pero consiguió que una sensación de vértigo se aposentase en mi estomago y como si disparase un fulminante a la vez  hiciese que mi sexo se estirase con una intensidad que no recordaba desde la adolescencia.
Un aumento de murmullo fuera de la habitación me distrajo de la evocación y sentí entonces que ésta había tenido la virtud de ponerme duro el pene. Las bolsas comenzaron a dolerme pero lejos de relajarme el sexo hicieron que su erección se intensificase. Una voz muy familiar se produjo clara. No hizo falta que pusiese demasiada atención para escuchar  “es un degenerado, eso ha sido con su consentimiento”. La voz actuó de resorte para que por la brecha abierta en mi memoria saliese otra vez la imagen de los ojos llorosos y llenos de odio que querían fulminarme  “siempre fue así, vosotros no le conocéis, si yo contara…” a continuación otra imagen que me deleitó. De alguna manera me sorprendía, pero era yo el que estaba de rodillas, desnudo de medio cuerpo para abajo lamiendo los zapatos de aquellas personas. Algunas de ellas sobre todo las mujeres levantaban el zapato exigiéndome que lamiese las suelas; si me demoraba nada más que un segundo en obedecer el que me dio la bofetada me propinaba un latigazo en el culo con una especie de fusta con varias tiras de cuero atadas a la empuñadura. Recordé, ahora sí, con toda viveza como uno de los vergajazos destinados a mis nalgas lamieron desde detrás mis bolsas lo que me hizo aullar de dolor y retirarme intentando la defensa instintiva, lo que provocó que no solo aquel hombre sino otros mas, junto a mas mujeres se aplicasen a azotarme con la consigna de que no me quejase sino que ofreciese mis partes mas sensibles voluntariamente al castigo como sacrificio agradable a ellos, mis amos, porque los esclavos nunca se duelen de los deseos de sus señores, antes bien los jalean y admiran, y de que continuase lamiendo las suelas de los zapatos de los presentes, a pesar del castigo o a causa de él. Recordaba con toda claridad que cuando me llovieron los golpes desde todas partes hiriéndome nalgas, sexo y piernas el pene se me puso a punto de estallar de excitación. Deseé lamer no solo las suelas de los zapatos sino todo lo que aquellos presentes quisieran ponerme por delante. Deseaba el castigo que tanto me hacía gozar a fuerza de dolor  más que la propia vida que pretendía perder al elevado precio del placer.
Unas personas entraron en la habitación interrumpiendo el hilo que intentaba reconstruir de lo sucedido, alguien se había dado cuenta de que estaba despierto. Mi sexo hacía bulto en la sabana que me cubría debido al recuerdo y los “que asco, que vergüenza” fueron un saludo antes que nada. “Os lo dije, es un degenerado, a saber en que está pensando”. El desprecio y la voz cercana sin disimulo alguno precipitaron toda la secuencia de acontecimientos. Ya estaba consciente, ya sabía a que se debía mi presencia en aquel hospital., de quien era la voz dura y despectiva, de quien eran esos ojos de veneno. La efervescencia de la indignación por haber sido llevando al cuidado de aquellas personas que tanto detestaba volvió a dispararme el corazón que alocadamente inició una carrera cuyo destino no podía ser mas que la detención brutal en forma de accidente cardiaco brusco. La alarma una vez más se disparó y otra vez una nube de innumerables cabezas volvió a cubrir mi cielo manipulándome sobre el tórax, luego una especie de calambre intenso y deslumbrante y luego nada, solo sueño en el que una pregunta formulada como en neón me martilleaba la cabeza, “esta no era la forma de acabar, reclamo mi derecho a elegir” y así siguió repitiéndose hasta que perdí todo sentido de orientación.

Nadie se atrevió a acabar lo iniciado, por lo que los maldigo a todos ellos. Uno a uno se fueron echando para atrás cuando vieron mi determinación; nadie cubrió mi valiente apuesta, nadie quiso hacerme tocar la gloria bañado en laceraciones y sangre permitiéndome que se me escapase la vida para que reinase el placer en mi podrido y dolorido cuerpo, nadie ejecutó el contrato firmado en la ondas aquel día en la soledad de mi cubículo, yo estaba dispuesto, yo siempre fui serio cuando tomaba una decisión, las cláusulas eran claras, torturas con el máximo dolor para rematarme al final mientras experimentaba un orgasmo de intensidad celestial. Se limitaron a tirarme en una cuneta cerca de una gasolinera casi inconsciente y sin ninguna sensación placentera en mis genitales salvo los azotes y los tirones de mis grandes bolsas firmemente amarradas, laceradas y congestionadas por el firme atado. Cuando sentí el frió de la tierra mojada bajo mi cuerpo me dispuse a morir al fin, no como yo habría deseado pero…, al menos con el recuerdo vivo de la vejaciones que como un resorte permitía que mi sexo permaneciese enhiesto y cercano a la efusión.

Nunca en mis veinticinco años de casado mi mujer había querido encender la luz. Mala suerte, destino, feliz cumplimiento inconsciente de  mis deseos. Cualquiera sabe. Pero ella quiso encender la luz.
A oscuras conocía mi cuerpo, toda mi piel centímetro a centímetro como un ciego conoce su casa, a la perfección, y algo debió notar en la entrepierna y el trasero que le llamaría la atención…, y encendió la luz con un inocente “¿a ver?”, y lanzó un grito ahogado que habría despertado a toda la casa si hubiese habido alguien, que no lo había porque hacía ya algún año que el ultimo de los hijos se emancipó para poder vivir a su antojo. Después del “a ver” y del grito, dio un salto de la cama tal que la hubieran sembrado de espinas y tapándose la boca no paraba de mirar con horror mi cuerpo.
Era cierto que la última vez fue más salvaje de lo habitual y quizá a mis acompañantes se les fue la mano en el castigo y a mi en el permiso para producirlo pero como el gusto obtenido era mucho se pasaban por alto algunos detalles insignificantes, como que los golpes devenían al fin en moratones ocasionados en el fragor de la batalla y decoraban de negro mate la piel de los glúteos y que gracias a un especial castigo ocasionado por una bella bota de alto tacón en los testículos, de placentero recuerdo, las bolsas que los contienen también exhibían un bello color violáceo. La verdad es que no acostumbro a mirarme en el espejo cuando me ducho y esos detalles del colorido de mi piel me habían pasado por alto y cuando a mi mujer le dio por los aspavientos fui raudo a mirarme lo que lejos de provocarme escándalo me procuró una erección como la que hasta ese momento no había podido provocarme los galanteos previos con mi mujer previos a la encendida de luz.
No volvió a dirigirme la palabra, ni para bien ni para mal. Se fue a una de las alcobas de los chicos y allí se quedó. Esa misma noche me trasladé a un hotel y al día siguiente alquile un estudio. Les comuniqué a mis hijos mi nueva dirección por lo de las actuaciones judiciales y notificaciones y empecé a mis sesenta años a vivir para y por el sexo. Nadie, ningún hijo, ni familiar, salvo un sobrino mío, metidito en la treintena, a quien hacia años que no veía, lo que me sorprendió, volvió a preguntar por mi salud, ni mis motivaciones.  Este sobrino, Teo me llamó ofreciéndome su apoyo para lo que fuera menester recalcando en “lo que fuera menester”. Para mis adentros le contesté que nada de lo que fuera menester para él me podría interesar a mí, salvo que alguna vez tuviera la ocurrencia de cambiarse de sexo.
.
Negocié mi jubilación antes de que el juez dictase el asunto de las particiones de manera que el monto de la indemnización pude camuflarlo y poner a buen recaudo donde me rentase de forma anónima y para no tener que dar parte a mi ex y de paso que la cantidad que hubiera de pasarle por orden judicial fuese menor; ¡que se jodiese por puritana!, aunque todo sea dicho en honor a la verdad, yo salí perdiendo porque el patrimonio de ella heredado de su padre era bastante mayor de lo que se pudiera imaginar, pero no lo quería, para ella, pero sin  mí.
Obtenido tiempo para entregarme a mi obsesión, de consumir mi vida en el sexo, toda mi vida empezó a girar en torno a ese deleitoso submundo de lo que remilgadamente la buena sociedad llama parafilias. Bien es cierto que yo tenía mis devaneos estando casado. El sexo en el matrimonio como le pasa a todo bicho viviente, aunque se resistan todos a reconocerlo, se volvió enseguida aburrido y tedioso necesitando de alguna que otra experiencia excitante para poder disfrutar de lo que, era evidente, que no tenía ya como finalidad la procreación.
Fue cerca de la cuarentena cuando un amigo de la infancia, bastante golfo, eso si lo sabía yo de oídas por otros amigos comunes,  que me encontré por casualidad, me invitó a su casa a cenar un viernes, con mi mujer, que precisamente esa noche tenía una jaqueca de muerte (siempre esa jaqueca) e insistió en que fuese yo solo. A regañadientes, pues soy poco sociable, pero fui, y ese fue el comienzo de mi despeñadero, o de mi fortuna.
Con los humores del alcohol, la guasita de los recuerdos de la adolescencia, la relajación de la voluntad y la detección de una supuesta insinuación, que me sonrojó, por parte de la mujer de Jaime hizo que cuando se me propuso ver una peli guarra, aceptase sin rechistar. El resto de lo sucedido aquella noche se puede suponer  en  dimensiones superlativas desplegándoseme ante los ojos todo un universo de  goce nunca imaginado que me enganchó de inmediato. Entendí entonces algo que siempre había intuido pero nunca me atreví a razonar y desarrollar de una forma civilizada, a saber, que el sexo no era posible que solo sirviese para procrear, debía tener alguna que otra función, comprendí que esa función era en gran parte procurarse y procurar el máximo placer posible sin detenerse ante ningún valladar ni cautela previo. Se debía usar de la misma manera que un niño utiliza un juguete; dándole la función que le de la gana, que es la que mas le satisface,  independientemente de la función que los adultos le hayan asignado mediante la conformación como una cosa especifica (dos tapas de cacerola son mucho más lúdicas haciendo la función de platillos estridentes, que de tapadera de olla) Además, aquella noche iniciatica todo se filmó para goces personales posteriores.
Jaime y Rita me introdujeron en las artes, porque más que ciencia son,  de Sade y Masoc y con ellos fui poco a poco obteniendo los diferentes cinturones de maestría por el intrincado laberinto que conforman enroscándose uno en el otro, dolor y placer, descendiendo, o elevándome, según se mire, en el conocimiento de la sumisión, la esclavitud, la dominación y entrega a las conductas mas animales, perversas  y repulsivas, pero aceptadas por voluntad, para satisfacer a otro u otros y satisfacerse a si mismo y de esa manera encontrar el máximo placer que se atesora en las sentinas mas hondas del espíritu humano y que solo son capaces de aflorar a la superficie los demás a palos, latigazos, oscuridad o reclusión en sucias y frías mazmorras sometido a hambre y a vejación constante. El sometimiento a mazmorra, autentico deleite de sufrimiento, nunca pude llevarlo a cabo más de dos días; un fin de semana, y eso engatusando a mi mujer con diferentes engaños que eran siempre respaldados por Jaime y Rita que se beneficiaban  de mi deseo. Aquel fin de semana en que me pegaron tanto y disfrute como un poseso poniéndome de verdugones todo el culo negro fue debido a que mis amigos invitaron a una pareja joven y deseosa de emociones fuertes que no tuvieron excesivo cuidado y pegaban duro, aunque yo lo disfruté, todo hay que decirlo.

El estudio al que me mudé pronto se me quedó pequeño porque yo ansiaba poder celebrar fiestas a mi antojo, también con gente nueva y tuve que comprar un pequeño chalé aislado en el campo, donde los alaridos de dolor y los gemidos de placer no se escuchasen y así poder sentir mejor la orfandad y desesperación que se siente ante el verdugo que se ensaña contigo sabiendo que nadie podrá venir en tu ayuda.  Saberse a merced de quien te castiga te hace alcanzar la cima del placer. Allí  podría  entregarme a todo lo aprendido a lo largo de los años y que nunca pude ejercer como me habría gustado por el obstáculo de mi mujer.
Tenía el chalé una planta baja y un primer piso con dos habitaciones y un baño. También un semisótano que recibía luz de unos ventanales que se abrían en la parte más alta de las paredes y daban a la habitación un aire como de calabozo o mazmorra. Tenía tiempo y dinero por lo que me apliqué a derribar los tabiques del piso de arriba, incluso los tabiques del baño y dejarlo diáfano.  Efectuaba estos trabajos, desnudo como un Hércules, héroe divino con mis perforaciones genitales perfectamente ocupadas y las ataduras testiculares firmes, para sentir la  pertenencia, la sujeción a esclavitud. Era excitante el sudoroso trabajo destructivo sintiendo una erección salvaje con el glande perforado por una gruesa anilla. Muchas veces se me imponía la suspensión de la labor para masturbarme en aquel escenario de  escombros regando los mismos con mi semen que después lamía directamente de  donde caía el oloroso y grumoso licor, en un acto de narcisismo sin limite lo que alimentaba aún más el ansía de ser sometido a férula con la complicidad de los espectadores, que jaleaban gozosamente los castigos del amo de turno.
Quité la bañera y dejé el sumidero a ras de suelo preocupándome de la impermeabilización, no quería goteras en el piso de abajo, pues seguramente después de alguna de las sesiones que pensaba montar tendría que baldear. Le tapié las ventanas por dentro, lo insonoricé todo con corcho blanco espeso y le puse suelo de linóleo negro. Le pinté paredes y techo así mismo de negro humo. Cerrada la puerta que al final de la escalera daba a la habitación así ahora definida, todo el gran espacio creado se sumía en la más absoluta oscuridad con las piezas sanitarias en uno de los extremos hundidas también en la negrura. Las luces las dispuse para que cuando se encendieran fueran  indirectas y solo permitieran la penumbra. He de confesar que lo mismo que demoliendo me entregaba a fantasías de castigo, reconstruyendo la habitación me entregué a otras fantasías, esta vez de oscuridad y desnudez total en grupo  y a  flagelación con una disciplina de cuerda que yo me había fabricado hasta obtener el orgasmo por el castigo viendo la sangre saltarse a consecuencia de los vergajazos. A veces excitado por el dolor llegaba a tener orgasmos sin tan siquiera tocarme el sexo, solo pensando en lo que sería aquello en unas semanas cuando fuésemos varias las personas que unidas por el mismo prurito no entregásemos sin freno a nuestras fantasías y depravaciones. Me propuse en ese momento que todo aquel que quisiera entrar en aquel santuario lo haría con todas las consecuencias y sin ropa ninguna, fuese macho o hembra, o no entraría.
El sótano lo pensé de otra manera. Lo deje desnudo de todo mobiliario con un suelo de cemento basto con un sumidero en el centro para poder baldearlo. Por detrás de este desagüe surgía una especie de altar estrecho con la anchura de un cuerpo y el largo de un tronco humano. Las paredes revocadas de cemento sin fratasar con argollas de acero recibidas a la pared a diferentes alturas para poder encadenar en ellas a aquellas personas que llevadas de su fantasía de esclavitud quisiesen ser humilladas por mi mismo o  mis amistades mediante el encadenamiento para ser castigadas con torturas como azotes o marcadas al fuego como signo de pertenencia a alguien que desde ese momento fuese su amo y dueño.
La planta baja era de distribución normal como un apartamento para dos personas al que pudiera acceder cualquiera que no tuviese mis mismas aficiones sexuales sin escandalizarse ni tildarme de loco peligroso o algo peor.

Era la primera vez que me dirigía la palabra en años. Reconocía los ojos inyectados de asco y de ira con que me  obsequió la noche en que me descubrió mis tatuajes del castigo. Se quedó junto a la cama con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y los labios apretados. Con un ligero movimiento de cabeza expulsó al resto de acompañantes hasta quedarse a solas conmigo. Me insultó con autentica saña; en sus palabras estaba el deseo de abofetearme. Me reprochó el uso que hacía de mi vida y la vergüenza y el horror al que había tenido la mala idea de someter a nuestros hijos. Luego volvió a permanecer en silencio con la cara de cera y los ojos de muerte intentando atravesarme con ellos y que muriese de una vez. Yo la miraba sin apasionamiento. Me daba igual. Me habría gustado decirle que era el perro fiel de una pareja de chicos en la treintena, mis amos, con los que pasaba algunas semanas al año  absolutamente feliz durmiendo a los pies de su cama con mi collar al cuello, desnudo sobre una manta. Totalmente sumiso y entregado y fiel, pero no lo habría entendido. Querer ser por un tiempo perro y sentirse seguro porque se tiene dueño queriendo todo lo que quiere el dueño y sometiéndose en lo que no se quiere o no gusta porque el te lo ordena y encontrando placer en ello. Se habría muerto si se hubiese enterado que a mis amos lo que mas les excitaba era que yo le lamiese el sexo a ella mientras el me penetraba lentamente y gozaba realmente al hacerlo. Cuando estaban de buen humor me dejaban hasta que me masturbase delante de sus amistades mientras me insultaban por guarro y por perro. Mientras pensaba en todo ello sonreía y eso le ponía aún más frenética. Me recordó que no me merecía el haber pasado a mi lado los últimos diez días que estuve a la muerte después de encontrarme tirado en un charco, que debería caérseme la cara de vergüenza, aunque solo fuese porque mis hijos habían estado en mi chalé y habían descubierto cómo había organizado mi degeneración. Pensé que a mis sesenta y nueve años como podía pensar ella con sesenta y siete que a mi me podían dar vergüenza cosas que había hecho a conciencia sobre todo después de estar nueve años separados legalmente.
Entorné lo ojos y le dije con mucha parsimonia que no la necesitaba allí, que se largase con los escandalizados de sus hijos y sus cónyuges y me dejase a mí con lo que me quedaba de feliz  e inútil vida. A nadie había dañado y no me avergonzaba de nada. Se encendió de cólera, apretó aún más los labios y salió de la habitación. Pensé en la dulzura con que mis amos me trataban dándome las sobras de su comida o permitiéndome olerle sus entrepiernas y anos, a veces me dejaban hasta lamerles los genitales por debajo de la mesa cuando estaban comiendo. Domingo algunas veces también, permitía una vez llegado al orgasmo dentro de Pilar que lamiese su semen mientras salía  resbalando por la vagina de su mujer y me acariciaba al hacerlo como se puede acariciar al perro fiel al que se tiene cariño. Pilar se estremecía de placer. Nunca habría podido llegar a este grado de familiaridad con mi mujer que jamás me dejó hacerla alcanzar a ella el orgasmo con la boca una vez yo me hube vaciado dentro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario