Me será difícil contarlo,
aunque creo que la dificultad estriba en el hastío sobre todo de ver que no
siempre las cosas terminan como a uno le gustaría, aunque a fuer de sincero
como uno desearía que fuesen las cosas sea algo extremo y vagamente ilógico.
Además me resulta doloroso, y
sin embargo excitante, tener que recordarlo desde esta cama en la que parece
que se me consume la vida sin dolor, aunque sin placer. Me sorprende incluso el
saber que volvería a entregarme al vértigo loco de la extinción con tal de
exprimir a esta miserable naturaleza un plus de goce al que seguramente a mi
edad, cercana la senectud, no tengo derecho, por lo que tengo oído, pues la
juventud a la que solo por el hecho de ser mas nueva en el negocio de la vida, se le reservan los
bocados mas dulces y en sazón, mientras que a los viejos solo nos queda la
amargura del desamor y el desengaño de cualquier cercano que solo espera cerca
de nosotros a que expiremos para aprovechar
lo poco que pueda ser útil. Maldita sea cualquier tipo de
herencias, que solo sirve para travestir
el mayor y más cruel deseo de rapiña de desinteresada y honesta caridad con el desvalido.
Los recuerdos son anárquicos, no
se ponen en fila ordenadamente como una tropa bien adiestrada, son unos niños
revoltosos a la hora del bocadillo en el patio, se amontonan a la puerta donde
se les reparte el condumio. Me pasa lo mismo; cuando abrí los ojos no estaba
muy claro en mi cabeza si el tener las piernas estiradas era cuestión de
ensoñación que me ofrecía una tregua en mi sufrir o se trataba de la pastosa
realidad de blanco y perfumado algodón otra vez. Tuve que volver a cerrarlos,
la luz me hería los ojos y al hacerlo me laceraba el alma con recuerdos
desagradablemente dulces. Me sentía confortable y eso me relajaba pero de
alguna manera me producía ansiedad; no sufría, pero tampoco gozaba. Que la vida
es una incesante sucesión de dolores y disconfores que de forma aleatoria y
escasa se ven salpicados de momentos de placer, era algo a la que estaba
acostumbrado y la ausencia del sufrir se me venía haciendo ya entre aquella
blancura mas doloroso que otra cosa.
Debí quedarme dormido porque me
despertó un dolor agudo en las nalgas, igual que una quemazón urente. Volví a
abrir los ojos debido a la impresión y vi restallar un látigo en el aire, la
quemazón en el trasero se transformó de alguna forma en placentera sin dejar de
ser dolorosa, mi instinto aconsejaba la huida pero mi deseo era seguir siendo
castigado, sometido a penitencia como pago por las migajas del placer que
ansiaba.
Al poco tome conciencia de un
olor extraño, una sensación que destacaba por estar tan fuera de lugar. La
vejez consiste en dejar de sorprenderse por todo y a mi me sorprendía ese olor,
no lo aceptaba ni lo justificaba en función de antiguas experiencias, me
estimulaba a responderme de su porqué. El olor que sentía era, si no neutro,
por lo menos no desagradable aunque tampoco me provocaba ninguna sensación
excitante, no olía a orines o heces que me parecía que era a lo que debería
oler, y sobre la piel me rozaba un tejido calido y agradable, olor a limpio y burgués.
Estaba tumbado, no tirado, y la sensación era muelle, grata, aunque algo sosa,
nada apasionante. Intenté mover mi brazo izquierdo pero algo le sujetaba por el
codo y me irritaba. El brazo derecho estaba vendado aunque la mano quedaba
libre. Debí volverme a quedar dormido o a perder el conocimiento.
Cuando abrí los ojos otra vez
ya no se filtraba luz que hería los ojos por el ventanal, solo una tenue luz blanca,
fría y desapasionada me iluminaba a la cabecera de manera indirecta. Recuerdos
desordenados volvieron a mi cabeza. Había gente a mí alrededor, parecía ser yo el
centro de atención; eran hombres y mujeres en actitud festiva, mirándome,
estrafalariamente vestidos, parecían disfrutar y me derramaban por encima sus
copas. Mi piel, fina y ajada por los años estaba expuesta y desnuda, como la de
un San Sebastián expuesto a los dardos. El liquidó al impactar sobre mi piel me
producía una sensación excitante, muy deseable. Todos llevaban mascaras,
expresando gestos diferentes pero todos burlones y festivos, que se confundían
con las de otros que también se inclinaban sobre mi, pero las de estos eran del
mismo color todas, idénticas, y los que
las portaban estaban aburridamente uniformados y sobre mi piel desnuda, solo se
derramaba un potente chorro de luz blanquísima.
Esa luz se oscureció al
instante, debí perder la conciencia una vez más, y ocupó su cegador lugar una
jaula sucia medio desdibujada y desenfocada, que tuvo la virtud de hacerme
marear de ansiedad. Empecé a agitarme sobre el lecho en el que me encontraba
tendido y a lo lejos, muy a lo lejos comenzó a sonar una alarma desagradable y neutra.
El mareo se intensificó y al tiempo que entraba mucha gente acercándose en
actitud amenazadora a mi entorno, volví a sumirme en un sopor pegajoso e
inquieto pero sin dejar de tener presenta aquella jaula sucia con una fiera enferma
dentro que antes que desear liberarse del encierro, deseaba ser sometida con
mayor contundencia.
Estaba dormido, pero me daba
cuenta de que lo estaba, y así mismo sabía que me manipulaban por el cuerpo lo
que me resultaba agradable. Sentía varias manos sobre mi piel y me chocaba y
hasta irritaba, que no fuesen más contundentes en sus maniobras; de haber sido
algo más severos con las manos, siendo tantas, me habría mareado el placer,
pero solo con aquellos masajes no era suficiente para mí en ese momento. De
repente otra vez la luz perturbadora sobre la cara, pero en esta ocasión era
capaz de abrir los ojos sin que me pareciese tener acericos en lugar de
cuencas. Intenté mover los brazos e instintivamente me llevé las manos a la
entrepierna, me asombró tener los genitales tan grandes y en el pene noté algo
extraño, que en ese momento no supe de lo que podría tratarse, pero de
inmediato hubo movimiento a mí alrededor y alguien me separó delicadamente pero
con decisión los dedos de mis partes. Escuché unas palabras dirigidas a mí quizá en tono de reproche y luego otras que
se referían a otra persona; hubo algún sollozo, posiblemente acabase de morir y
alguien, era incapaz de saber quien, se dolía de mi abandono de entre los vivos.
No me dolía nada, lo que abonaba la idea de que estuviese muerto. Me invadió un
sueño que era ahora dulce y reparador. Me dejé llevar. Efectivamente estaba
muerto.
Cuando desperté, una luz tenue
y perezosa se filtraba por el ventanal de la habitación, era como luz dorada de
otoño, lánguida y dormilona, almelada y
polvorienta, aunque mi último recuerdo era de las flores de almendro de la
finca donde fui invitado a pasar el fin de semana. Empecé a recordar ahora por
fin con mayor nitidez y a medida que iba colocando cada recuerdo en su anaquel
y por su orden, la nalga y la entrepierna me comenzó a doler, sentía mis
genitales enormes y doloridos entre las piernas, pero era reconfortante aquel
dolor sordo, continuaba con los ojos cerrados pero sabía que aquel dolor me
hacia sonreír de felicidad. Me escocía el ano y me felicitaba por ello, me lo
imaginaba dilatado y enorme como dispuesto a recibir el falo de una acémila,
suponía que las heces me resbalarían sin obstáculo saliéndose de mi cuerpo.
Escuché una voz familiar que me interrogaba doliente y reprochona del porqué. Porqué ¿qué? me preguntaba yo para mis
adentros. Abrí los ojos y vi una figura de mujer que me resultaba familiar,
cerca de la cama, que me sujetaba la mano apretándola como apoyo a su
inquisitiva pregunta de porqué, me sujetaba la mano entre las suyas como una
forma de violencia, posiblemente no se atrevía a pegarme y lo vicariaba apretándome
con fuerza. Estaba perplejo, porque no sabía a que porqué se refería. Porqué
¿Qué? no tenía idea de la respuesta, me aburría aquella forma de indagarme tan
inquisitorial, así que cerré los ojos otra vez y volvió a invadirme la modorra
y me aletargué.
Me despertó una mano que me
rodeaba la cabeza para levantármela un poco, luego me animaba a abrir la boca
para introducirme en ella algo. Abrí la boca, deseoso de ceder a esos apetitos
pero la sensación desagradable de un objeto metálico cuando yo esperaba algo
tierno, tenso y aterciopelado me hizo rechazarlo. Al parecer quien me levantaba
la cabeza no estaba dispuesto a dejarse convencer y reinsistió. La insistencia,
la voluntad de sometimiento me convenció. Me dejé llevar. Un liquido caliente
me resbaló por la lengua e instintivamente tragué, era salado y agradable al
gusto, me trajo recuerdos de una infancia tan lejana que no parecía haberla
vivido yo, quizá no hubiese sido mía, quizás solo fue leída o escuchada, pero
en cualquier caso no era desagradable y venía acompañada de otros recuerdos
olorosos que me invadían de ternura y bienestar. No recordaba haber
experimentado nunca esa felicidad,
aunque la realidad es que no recordaba casi nada. Después de ingerir varias
cucharadas de líquido caliente y sabroso (aunque yo lo habría deseado algo más
grumoso y denso) me dejaron reposar otra
vez la cabeza en una almohada mullida. Sentí una sensación reconfortante y me
deje llevar del sueño una vez más.
Me despertó un cuchicheo lejano.
La habitación estaba oscura, débilmente iluminada por un haz de luz macilenta
que entraba por una puerta medio cerrada. Me intrigaron los susurros. Estaba
bastante despierto y tenía dolorido todo el cuerpo, eché mano a mis partes y
las seguí encontrando muy grandes aunque algo menos lastimadas, sentí decepción
sin proponérmelo. Notaba que la presión del lecho contra mi espalda empezaba a
ser molesta y las nalgas me escocían. Con el malestar generalizado se me
despertaron aún mas los sentidos y agucé el oído por si podía cazar al vuelo alguna
palabra, pero solo escuchaba exclamaciones ahogadas de sorpresa o escándalo y
algún que otro “que locura” o bien “repugnante”, y “que dolor”. Después silencio hasta que
alguien con un timbre de voz muy penetrante exclamó pleno de indignación “en
una cuneta y desnudo, molido a golpes, para haberlo matado”, que estupidez, me
sonreí para mis adentros, era precisamente para ser matado como un animal de
establo llevado al degüello, que tenía que haber sido mi destino elegido,
deseado, como supremo final de la sumisión y fidelidad total a cualquiera que
quisiera hacerme su esclavo.
El “molido a golpes”, tuvo la
extraña virtud de abrir una escotilla en mi memoria por la que comenzaron a
salir recuerdos más o menos hilados en tropel. Se me entremezclaban las
imágenes. Una sala de audiencia, una mirada asesina y liquida, rabiosa y
enrojecida me hacia estar incomodo, una conversación telefónica bastante
picante y jocosa y un largo paseo en coche. Una habitación absolutamente
pintada de negro con una jaula grande en medio atravesada de palos, gente
saludando interesada en mi persona y otra vez la mirada perversa deseándome lo
peor. Una habitación de hotel desangelada y más gente sonriéndome de manera
cómplice y la siguiente imagen me sobresaltó al punto de hacer ulular otra vez
la alarma anterior que volvió a congregar en torno a mi cama a una legión de
intrusos pero que en esta ocasión salieron de inmediato con un “falsa alarma,
habrá sido un sueño”. La imagen causante del alboroto era la de una bofetada dada
sin compasión en mi cara por uno de los personajes que se encontraban en
aquella casa de campo. En la cara del agresor había pintada una tenue y
malévola sonrisa de satisfacción por lo que estaba haciendo y el resto de
presentes reaccionaron ante el golpe con un suspiro de complacencia y festivos
aplausos. La cara me escocía por el castigo pero consiguió que una sensación de
vértigo se aposentase en mi estomago y como si disparase un fulminante a la
vez hiciese que mi sexo se estirase con
una intensidad que no recordaba desde la adolescencia.
Un aumento de murmullo fuera de
la habitación me distrajo de la evocación y sentí entonces que ésta había
tenido la virtud de ponerme duro el pene. Las bolsas comenzaron a dolerme pero
lejos de relajarme el sexo hicieron que su erección se intensificase. Una voz
muy familiar se produjo clara. No hizo falta que pusiese demasiada atención
para escuchar “es un degenerado, eso ha
sido con su consentimiento”. La voz actuó de resorte para que por la brecha
abierta en mi memoria saliese otra vez la imagen de los ojos llorosos y llenos
de odio que querían fulminarme “siempre
fue así, vosotros no le conocéis, si yo contara…” a continuación otra imagen
que me deleitó. De alguna manera me sorprendía, pero era yo el que estaba de
rodillas, desnudo de medio cuerpo para abajo lamiendo los zapatos de aquellas
personas. Algunas de ellas sobre todo las mujeres levantaban el zapato
exigiéndome que lamiese las suelas; si me demoraba nada más que un segundo en
obedecer el que me dio la bofetada me propinaba un latigazo en el culo con una
especie de fusta con varias tiras de cuero atadas a la empuñadura. Recordé,
ahora sí, con toda viveza como uno de los vergajazos destinados a mis nalgas
lamieron desde detrás mis bolsas lo que me hizo aullar de dolor y retirarme
intentando la defensa instintiva, lo que provocó que no solo aquel hombre sino
otros mas, junto a mas mujeres se aplicasen a azotarme con la consigna de que no
me quejase sino que ofreciese mis partes mas sensibles voluntariamente al
castigo como sacrificio agradable a ellos, mis amos, porque los esclavos nunca
se duelen de los deseos de sus señores, antes bien los jalean y admiran, y de
que continuase lamiendo las suelas de los zapatos de los presentes, a pesar del
castigo o a causa de él. Recordaba con toda claridad que cuando me llovieron
los golpes desde todas partes hiriéndome nalgas, sexo y piernas el pene se me
puso a punto de estallar de excitación. Deseé lamer no solo las suelas de los
zapatos sino todo lo que aquellos presentes quisieran ponerme por delante.
Deseaba el castigo que tanto me hacía gozar a fuerza de dolor más que la propia vida que pretendía perder
al elevado precio del placer.
Unas personas entraron en la
habitación interrumpiendo el hilo que intentaba reconstruir de lo sucedido,
alguien se había dado cuenta de que estaba despierto. Mi sexo hacía bulto en la
sabana que me cubría debido al recuerdo y los “que asco, que vergüenza” fueron
un saludo antes que nada. “Os lo dije, es un degenerado, a saber en que está
pensando”. El desprecio y la voz cercana sin disimulo alguno precipitaron toda
la secuencia de acontecimientos. Ya estaba consciente, ya sabía a que se debía
mi presencia en aquel hospital., de quien era la voz dura y despectiva, de
quien eran esos ojos de veneno. La efervescencia de la indignación por haber
sido llevando al cuidado de aquellas personas que tanto detestaba volvió a
dispararme el corazón que alocadamente inició una carrera cuyo destino no podía
ser mas que la detención brutal en forma de accidente cardiaco brusco. La
alarma una vez más se disparó y otra vez una nube de innumerables cabezas
volvió a cubrir mi cielo manipulándome sobre el tórax, luego una especie de
calambre intenso y deslumbrante y luego nada, solo sueño en el que una pregunta
formulada como en neón me martilleaba la cabeza, “esta no era la forma de
acabar, reclamo mi derecho a elegir” y así siguió repitiéndose hasta que perdí
todo sentido de orientación.
Nadie se atrevió a acabar lo
iniciado, por lo que los maldigo a todos ellos. Uno a uno se fueron echando
para atrás cuando vieron mi determinación; nadie cubrió mi valiente apuesta, nadie
quiso hacerme tocar la gloria bañado en laceraciones y sangre permitiéndome que
se me escapase la vida para que reinase el placer en mi podrido y dolorido
cuerpo, nadie ejecutó el contrato firmado en la ondas aquel día en la soledad
de mi cubículo, yo estaba dispuesto, yo siempre fui serio cuando tomaba una
decisión, las cláusulas eran claras, torturas con el máximo dolor para
rematarme al final mientras experimentaba un orgasmo de intensidad celestial. Se
limitaron a tirarme en una cuneta cerca de una gasolinera casi inconsciente y
sin ninguna sensación placentera en mis genitales salvo los azotes y los
tirones de mis grandes bolsas firmemente amarradas, laceradas y congestionadas
por el firme atado. Cuando sentí el frió de la tierra mojada bajo mi cuerpo me
dispuse a morir al fin, no como yo habría deseado pero…, al menos con el
recuerdo vivo de la vejaciones que como un resorte permitía que mi sexo
permaneciese enhiesto y cercano a la efusión.
Nunca en mis veinticinco años
de casado mi mujer había querido encender la luz. Mala suerte, destino, feliz
cumplimiento inconsciente de mis deseos.
Cualquiera sabe. Pero ella quiso encender la luz.
A oscuras conocía mi cuerpo,
toda mi piel centímetro a centímetro como un ciego conoce su casa, a la
perfección, y algo debió notar en la entrepierna y el trasero que le llamaría
la atención…, y encendió la luz con un inocente “¿a ver?”, y lanzó un grito
ahogado que habría despertado a toda la casa si hubiese habido alguien, que no
lo había porque hacía ya algún año que el ultimo de los hijos se emancipó para
poder vivir a su antojo. Después del “a ver” y del grito, dio un salto de la
cama tal que la hubieran sembrado de espinas y tapándose la boca no paraba de
mirar con horror mi cuerpo.
Era cierto que la última vez
fue más salvaje de lo habitual y quizá a mis acompañantes se les fue la mano en
el castigo y a mi en el permiso para producirlo pero como el gusto obtenido era
mucho se pasaban por alto algunos detalles insignificantes, como que los golpes
devenían al fin en moratones ocasionados en el fragor de la batalla y decoraban
de negro mate la piel de los glúteos y que gracias a un especial castigo ocasionado
por una bella bota de alto tacón en los testículos, de placentero recuerdo, las
bolsas que los contienen también exhibían un bello color violáceo. La verdad es
que no acostumbro a mirarme en el espejo cuando me ducho y esos detalles del
colorido de mi piel me habían pasado por alto y cuando a mi mujer le dio por
los aspavientos fui raudo a mirarme lo que lejos de provocarme escándalo me
procuró una erección como la que hasta ese momento no había podido provocarme
los galanteos previos con mi mujer previos a la encendida de luz.
No volvió a dirigirme la
palabra, ni para bien ni para mal. Se fue a una de las alcobas de los chicos y
allí se quedó. Esa misma noche me trasladé a un hotel y al día siguiente
alquile un estudio. Les comuniqué a mis hijos mi nueva dirección por lo de las
actuaciones judiciales y notificaciones y empecé a mis sesenta años a vivir
para y por el sexo. Nadie, ningún hijo, ni familiar, salvo un sobrino mío,
metidito en la treintena, a quien hacia años que no veía, lo que me sorprendió,
volvió a preguntar por mi salud, ni mis motivaciones. Este sobrino, Teo me llamó ofreciéndome su
apoyo para lo que fuera menester recalcando en “lo que fuera menester”. Para
mis adentros le contesté que nada de lo que fuera menester para él me podría
interesar a mí, salvo que alguna vez tuviera la ocurrencia de cambiarse de
sexo.
.
Negocié mi jubilación antes de
que el juez dictase el asunto de las particiones de manera que el monto de la
indemnización pude camuflarlo y poner a buen recaudo donde me rentase de forma
anónima y para no tener que dar parte a mi ex y de paso que la cantidad que
hubiera de pasarle por orden judicial fuese menor; ¡que se jodiese por
puritana!, aunque todo sea dicho en honor a la verdad, yo salí perdiendo porque
el patrimonio de ella heredado de su padre era bastante mayor de lo que se
pudiera imaginar, pero no lo quería, para ella, pero sin mí.
Obtenido tiempo para entregarme
a mi obsesión, de consumir mi vida en el sexo, toda mi vida empezó a girar en
torno a ese deleitoso submundo de lo que remilgadamente la buena sociedad llama
parafilias. Bien es cierto que yo tenía mis devaneos estando casado. El sexo en
el matrimonio como le pasa a todo bicho viviente, aunque se resistan todos a
reconocerlo, se volvió enseguida aburrido y tedioso necesitando de alguna que
otra experiencia excitante para poder disfrutar de lo que, era evidente, que no
tenía ya como finalidad la procreación.
Fue cerca de la cuarentena
cuando un amigo de la infancia, bastante golfo, eso si lo sabía yo de oídas por
otros amigos comunes, que me encontré
por casualidad, me invitó a su casa a cenar un viernes, con mi mujer, que
precisamente esa noche tenía una jaqueca de muerte (siempre esa jaqueca) e
insistió en que fuese yo solo. A regañadientes, pues soy poco sociable, pero
fui, y ese fue el comienzo de mi despeñadero, o de mi fortuna.
Con los humores del alcohol, la
guasita de los recuerdos de la adolescencia, la relajación de la voluntad y la
detección de una supuesta insinuación, que me sonrojó, por parte de la mujer de
Jaime hizo que cuando se me propuso ver una peli guarra, aceptase sin
rechistar. El resto de lo sucedido aquella noche se puede suponer en
dimensiones superlativas desplegándoseme ante los ojos todo un universo de goce nunca imaginado que me enganchó de
inmediato. Entendí entonces algo que siempre había intuido pero nunca me atreví
a razonar y desarrollar de una forma civilizada, a saber, que el sexo no era
posible que solo sirviese para procrear, debía tener alguna que otra función, comprendí
que esa función era en gran parte procurarse y procurar el máximo placer
posible sin detenerse ante ningún valladar ni cautela previo. Se debía usar de
la misma manera que un niño utiliza un juguete; dándole la función que le de la
gana, que es la que mas le satisface,
independientemente de la función que los adultos le hayan asignado
mediante la conformación como una cosa especifica (dos tapas de cacerola son
mucho más lúdicas haciendo la función de platillos estridentes, que de tapadera
de olla) Además, aquella noche iniciatica todo se filmó para goces personales posteriores.
Jaime y Rita me introdujeron en
las artes, porque más que ciencia son, de Sade y Masoc y con ellos fui poco a poco
obteniendo los diferentes cinturones de maestría por el intrincado laberinto
que conforman enroscándose uno en el otro, dolor y placer, descendiendo, o
elevándome, según se mire, en el conocimiento de la sumisión, la esclavitud, la
dominación y entrega a las conductas mas animales, perversas y repulsivas, pero aceptadas por voluntad,
para satisfacer a otro u otros y satisfacerse a si mismo y de esa manera
encontrar el máximo placer que se atesora en las sentinas mas hondas del
espíritu humano y que solo son capaces de aflorar a la superficie los demás a
palos, latigazos, oscuridad o reclusión en sucias y frías mazmorras sometido a
hambre y a vejación constante. El sometimiento a mazmorra, autentico deleite de
sufrimiento, nunca pude llevarlo a cabo más de dos días; un fin de semana, y
eso engatusando a mi mujer con diferentes engaños que eran siempre respaldados
por Jaime y Rita que se beneficiaban de
mi deseo. Aquel fin de semana en que me pegaron tanto y disfrute como un poseso
poniéndome de verdugones todo el culo negro fue debido a que mis amigos
invitaron a una pareja joven y deseosa de emociones fuertes que no tuvieron
excesivo cuidado y pegaban duro, aunque yo lo disfruté, todo hay que decirlo.
El estudio al que me mudé
pronto se me quedó pequeño porque yo ansiaba poder celebrar fiestas a mi antojo,
también con gente nueva y tuve que comprar un pequeño chalé aislado en el campo,
donde los alaridos de dolor y los gemidos de placer no se escuchasen y así
poder sentir mejor la orfandad y desesperación que se siente ante el verdugo
que se ensaña contigo sabiendo que nadie podrá venir en tu ayuda. Saberse a merced de quien te castiga te hace
alcanzar la cima del placer. Allí podría
entregarme a todo lo aprendido a lo
largo de los años y que nunca pude ejercer como me habría gustado por el
obstáculo de mi mujer.
Tenía el chalé una planta baja
y un primer piso con dos habitaciones y un baño. También un semisótano que
recibía luz de unos ventanales que se abrían en la parte más alta de las
paredes y daban a la habitación un aire como de calabozo o mazmorra. Tenía tiempo
y dinero por lo que me apliqué a derribar los tabiques del piso de arriba,
incluso los tabiques del baño y dejarlo diáfano. Efectuaba estos trabajos, desnudo como un
Hércules, héroe divino con mis perforaciones genitales perfectamente ocupadas y
las ataduras testiculares firmes, para sentir la pertenencia, la sujeción a esclavitud. Era
excitante el sudoroso trabajo destructivo sintiendo una erección salvaje con el
glande perforado por una gruesa anilla. Muchas veces se me imponía la
suspensión de la labor para masturbarme en aquel escenario de escombros regando los mismos con mi semen que
después lamía directamente de donde caía
el oloroso y grumoso licor, en un acto de narcisismo sin limite lo que
alimentaba aún más el ansía de ser sometido a férula con la complicidad de los
espectadores, que jaleaban gozosamente los castigos del amo de turno.
Quité la bañera y dejé el
sumidero a ras de suelo preocupándome de la impermeabilización, no quería
goteras en el piso de abajo, pues seguramente después de alguna de las sesiones
que pensaba montar tendría que baldear. Le tapié las ventanas por dentro, lo
insonoricé todo con corcho blanco espeso y le puse suelo de linóleo negro. Le
pinté paredes y techo así mismo de negro humo. Cerrada la puerta que al final
de la escalera daba a la habitación así ahora definida, todo el gran espacio creado
se sumía en la más absoluta oscuridad con las piezas sanitarias en uno de los
extremos hundidas también en la negrura. Las luces las dispuse para que cuando
se encendieran fueran indirectas y solo
permitieran la penumbra. He de confesar que lo mismo que demoliendo me
entregaba a fantasías de castigo, reconstruyendo la habitación me entregué a
otras fantasías, esta vez de oscuridad y desnudez total en grupo y a flagelación con una disciplina de cuerda que
yo me había fabricado hasta obtener el orgasmo por el castigo viendo la sangre
saltarse a consecuencia de los vergajazos. A veces excitado por el dolor
llegaba a tener orgasmos sin tan siquiera tocarme el sexo, solo pensando en lo
que sería aquello en unas semanas cuando fuésemos varias las personas que
unidas por el mismo prurito no entregásemos sin freno a nuestras fantasías y
depravaciones. Me propuse en ese momento que todo aquel que quisiera entrar en
aquel santuario lo haría con todas las consecuencias y sin ropa ninguna, fuese
macho o hembra, o no entraría.
El sótano lo pensé de otra
manera. Lo deje desnudo de todo mobiliario con un suelo de cemento basto con un
sumidero en el centro para poder baldearlo. Por detrás de este desagüe surgía
una especie de altar estrecho con la anchura de un cuerpo y el largo de un
tronco humano. Las paredes revocadas de cemento sin fratasar con argollas de
acero recibidas a la pared a diferentes alturas para poder encadenar en ellas a
aquellas personas que llevadas de su fantasía de esclavitud quisiesen ser
humilladas por mi mismo o mis amistades
mediante el encadenamiento para ser castigadas con torturas como azotes o
marcadas al fuego como signo de pertenencia a alguien que desde ese momento
fuese su amo y dueño.
La planta baja era de
distribución normal como un apartamento para dos personas al que pudiera
acceder cualquiera que no tuviese mis mismas aficiones sexuales sin
escandalizarse ni tildarme de loco peligroso o algo peor.
Era la primera vez que me
dirigía la palabra en años. Reconocía los ojos inyectados de asco y de ira con
que me obsequió la noche en que me
descubrió mis tatuajes del castigo. Se quedó junto a la cama con los brazos
caídos a lo largo del cuerpo y los labios apretados. Con un ligero movimiento
de cabeza expulsó al resto de acompañantes hasta quedarse a solas conmigo. Me
insultó con autentica saña; en sus palabras estaba el deseo de abofetearme. Me
reprochó el uso que hacía de mi vida y la vergüenza y el horror al que había
tenido la mala idea de someter a nuestros hijos. Luego volvió a permanecer en
silencio con la cara de cera y los ojos de muerte intentando atravesarme con
ellos y que muriese de una vez. Yo la miraba sin apasionamiento. Me daba igual.
Me habría gustado decirle que era el perro fiel de una pareja de chicos en la
treintena, mis amos, con los que pasaba algunas semanas al año absolutamente feliz durmiendo a los pies de
su cama con mi collar al cuello, desnudo sobre una manta. Totalmente sumiso y entregado
y fiel, pero no lo habría entendido. Querer ser por un tiempo perro y sentirse
seguro porque se tiene dueño queriendo todo lo que quiere el dueño y
sometiéndose en lo que no se quiere o no gusta porque el te lo ordena y
encontrando placer en ello. Se habría muerto si se hubiese enterado que a mis
amos lo que mas les excitaba era que yo le lamiese el sexo a ella mientras el
me penetraba lentamente y gozaba realmente al hacerlo. Cuando estaban de buen
humor me dejaban hasta que me masturbase delante de sus amistades mientras me
insultaban por guarro y por perro. Mientras pensaba en todo ello sonreía y eso
le ponía aún más frenética. Me recordó que no me merecía el haber pasado a mi
lado los últimos diez días que estuve a la muerte después de encontrarme tirado
en un charco, que debería caérseme la cara de vergüenza, aunque solo fuese
porque mis hijos habían estado en mi chalé y habían descubierto cómo había
organizado mi degeneración. Pensé que a mis sesenta y nueve años como podía
pensar ella con sesenta y siete que a mi me podían dar vergüenza cosas que
había hecho a conciencia sobre todo después de estar nueve años separados
legalmente.
Entorné lo ojos y le dije con
mucha parsimonia que no la necesitaba allí, que se largase con los
escandalizados de sus hijos y sus cónyuges y me dejase a mí con lo que me
quedaba de feliz e inútil vida. A nadie
había dañado y no me avergonzaba de nada. Se encendió de cólera, apretó aún más
los labios y salió de la habitación. Pensé en la dulzura con que mis amos me trataban
dándome las sobras de su comida o permitiéndome olerle sus entrepiernas y anos,
a veces me dejaban hasta lamerles los genitales por debajo de la mesa cuando
estaban comiendo. Domingo algunas veces también, permitía una vez llegado al
orgasmo dentro de Pilar que lamiese su semen mientras salía resbalando por la vagina de su mujer y me
acariciaba al hacerlo como se puede acariciar al perro fiel al que se tiene
cariño. Pilar se estremecía de placer. Nunca habría podido llegar a este grado
de familiaridad con mi mujer que jamás me dejó hacerla alcanzar a ella el
orgasmo con la boca una vez yo me hube vaciado dentro.
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