jueves, 31 de enero de 2013

SUMISO Y FIEL II




A Pilar y a Domingo los conocí cinco años antes del episodio con que abrí este relato. Llevaban cinco años casados y empezaban a aburrirse del siempre lo mismo. Habían pasado por la sodomización de ella, los 69 de sexo primero y finalmente  de ano y las auto filmaciones, los aparatitos comprados en una reunión domestica de una amiga por Pilar y que le descubrieron a Domingo que los hombres también tiene un ano que hace gozar si se le sabe tratar, para llegar a la conclusión de que les hacía falta algo más: un tercero e incluso un cuarto. Se anunciaron en páginas de la red y de la prensa. Acudían a su reclamo macarras penosos que buscaban o bien dinero o bien demostrar su potencia o las dos cosas que en absoluto satisfacían sus deseos. Vi su anuncio en un tablón de un sex shop al que solía ir a comprar juguetes. “Somos Pilar y Domingo de 27 y 29 años, sin tabúes. Queremos gozar de algo más que el sexo en pareja. Llámanos” y numero de teléfono. A los seis meses volví al sex shop y el anuncio seguía allí. Pensé que a mis sesenta y cuatro iba a recibir un rotundo no, pero aquel día estaba yo muy optimista debido a una reciente experiencia bastante gratificadora. Tres muchachas de menos de 25 años conocidas en un Chat de fantaseos sexuales,  habían consentido jugar conmigo y a mis juegos en mi piso negro utilizándome como coartada para dedicarse entre ellas a sus devaneos sáficos utilizando mi virilidad a modo de dildo de carne cuando a ellas les apetecía. Las inicie en el arte del dolor y hasta dos de ellas se dejaron anillar las ninfas. Llevábamos unas semanas gozando de lo lindo en la que las tres habían decidido probar la penetración anal activa, es decir, ellas se ensartaban en mi pene que yo mantenía erguido en mi cuerpo inmóvil y ellas hacían los movimientos y combinaciones que deseaban unas con otras, porque lo último que deseaban era un hombre haciéndoselo con ellas como si fueran unas putas cualquiera, eso decían. Les enseñé el arte del azote y del atado genital y mamario. Les encantó y he de decir que han sido las mujeres que con más dulzura pero firmeza al tiempo me han azotado los genitales hasta hacerme gemir de dolor e implorar por caridad que dejasen de castigarme. Las mujeres cuando quieren son los seres más crueles y eso me convenía.
Llamé pues a Domingo y a Pilar, según iba diciendo, y nunca oculte ni quien era, ni la edad que tenía. Debió de intrigarles el arrojo y la sinceridad, solo eso, y quizá pensaron en pasar  unas risas con un pobre viejo al que a duras penas se le podría poner el sexo con la dureza de la plastilina.
Me recibieron con curiosidad y me invitaron a sentarme y tomar algo. Me negué y eso les sorprendió pero más aún lo hicieron cuando le comuniqué que únicamente me tumbaría a sus pies pues iba en calidad de perro esclavo, incluso sexual ya que lo que querían eran experiencias diferentes y ésta seguramente no la habían explorado. Si así lo admitían a partir de humillarme ante ellos dejaría de hablar pues los animales no hablan. Se miraron entre ellos, sonrieron  y asintieron. Cada vez que iba a su casa era su perro fiel, solo eso, no hablaba solo gemía, gruñía o me dolía como lo haría un perro y obedecía cualquier orden, o dejaba de obedecerla cuando deseaba el correctivo. Eso me proporcionaba a mi un placer extremo y a ellos les hacia explorar esa parte del alma que todo ser humano tiene en la que reside la omnipotencia y la necesidad de colmar los caprichos, sojuzgando cruelmente a los semejantes. Mediante conversaciones a través de Internet les daba instrucciones de cómo ser unos amos con autoridad y como al ser propiedad de ellos debían ser responsables de mi, gratificándome cuando me portaba bien o castigándome incluso con crueldad cuando desobedecía. No hay que ser muy despierto para comprender que lo que más deseaban cuando pasaba algunos días en su casa era que gruñese y me resistiese a sus órdenes que a veces eran difíciles de acatar y eso me acarreaba latigazos, patadas o ayuno. Aprendieron pronto y en cuanto en verano tuvieron vacaciones me propusieron pasarlas en una casita que alquilaban todos los años en la sierra. Serían quince días de puesta en práctica continua de todo lo aprendido durante los meses anteriores.
Aquella experiencia de dos semanas sacó a flote en los tres los demonios que anidan en lo mas profundo de cada uno y que la moral y la educación imbuida durante toda la vida hacen que permanezcan encadenados en la sentina de la conciencia.
Los primeros días me tenían atado con una cadena al collar que llevaba y me golpeaban cuando se querían excitar, yo aullaba de dolor y deseaba participar obedeciendo sus deseos por extravagantes que fuesen para lo que llamaba su atención con gañidos y quejidos deseando que me usasen para lo que quisieran. En cuatro días descendieron al fondo de todas aquellas variantes del sexo que pueden proporcionar placer e hicieron que yo conociese que el querer ser esclavo de otro es muy duro y es preciso comprender que la imaginación de esos otros puede llegar aún más lejos que la nuestra, como cuando mientras ellos se excitaban el uno al otro mediante masturbación a mi me obligaban a comerme mis propios excrementos o beber los orines que ellos expulsaban. Lo hice porque era un esclavo obediente y quería serlo y aprendí a experimentar placer con el sabor amargo de las heces o el salado de los orines. Cada vez se cebaban más en mi miseria y llegaron a atarme las manos para que tuviera que utilizar la boca como hocico para comer lo que ellos me presentasen sobre el suelo mismo. Me prohibieron tocarme y el pene me babeaba precum de la excitación a todas horas. Cuando gemía suplicando un roce me azotaban las nalgas lo que me provocaba aún más placer. En alguna ocasión eyaculaba sin más mientras orinaba en medio de calambres dolorosos que me obligaban a quejarme lo que era motivo de mas golpes y recriminaciones. Nunca pude llegar a imaginar que pudiera alcanzarse tal grado de postración moral, ni que pudiera proporcionar tanto placer, no ya solo físico, que tenía su limite, sino intelectual; porque tener que lamer un ano de cualquiera de los dos de la pareja justo después de haber eyaculado yo, en pleno periodo refractario, era repulsivo pero gratificante en cuanto que representaba la aceptación de mi esclavitud libremente aceptada y el pensar en ello hacía que volviese a la erección mas dolorosa y placentera. Me sacaban a pasear por el bosque con la correa y me obligaban a lamerles mientras ellos gozaban al aire libre.
En  mí hizo comprender que no existe más vida que la que se consume en el placer que proporciona el castigo constante. El hambre y dolor provocado por otros con el único fin de provocarlo, y gozar viendo como el esclavo sufre es lo que mas enfangamiento en el placer produce en el esclavo que acepta con deseo lujurioso ese castigo y hace desear que el castigo llegue a ser tan extremo que linde la muerte o la muerda entera con lo que el placer llegue a ser tan infinito como el desaparecer.
En Pilar por no se sabe que vericueto hizo aflorar su vertiente lésbica revestida de cuero. Poco a poco encontraba menos placer en castigarme a mí y se excitaba cuando en alguna película pornográfica una hembra fiera y envuelta en látex azotaba a otra mujer desnuda que le lamía las botas. Poco a poco en aquellos días dejó de prestarme atención hasta que finalmente en una ocasión en que Domingo me ordenaba que le lamiese el ano a Pilar después de hacer sus necesidades, mientras el se masturbaba lentamente, ella se apartó y le espetó en la cara a su marido que ella se iba, que aquello ya no le gustaba y que se corría solo con pensar que azotaba a otra mujer. Al parecer Domingo, que no dejó de masturbarse debió de excitarle al extremo la imagen de Pilar azotando otra mujer y derramo su semen sobre mi espalda desnuda.
Domingo después de aquella declaración y vaciarse encima de mí, paso a confesar que necesitaría aquello mismo pero con más gente alrededor, pues solo imaginar que Pilar disciplinaba a otra mujer y ver como un esclavo como yo, o cualquier otro permanecía dispuesto a lo que se quisiese ordenar le hacia gozar en extremo, mas que el sexo que ellos tenían conmigo como esclavo catalizador del placer. Tal como lo dijo en aquel momento y con la mayor naturalidad me ofreció su pene para que le limpiase el semen que restaba después de la eyaculación, me negué sabiendo que ello redundaría en disciplina de obediencia y como el amo implacable que yo quería que fuese me pateo el culo sin temor a que pudiera lastimarme. Ella en un acto casi automático agarró el látigo y golpeo duro en los muslos acompañándose de un “obedece, perro”. Luego, con un gesto que no admitía dudas, Domingo, con una sonrisa maliciosa en la cara me ofreció el pene a mi boca, que yo sumisamente lamí hasta retirarle todo rastro de semen. Mientras esto hacía y vista la reacción de ambos me goce tanto que eyaculé en medio del regocijo general al ver como sin rozar ni siquiera el sexo yo era capaz de alcanzar el orgasmo solo a  través del dolor que ocasiona el castigo del amo. Naturalmente tuve que limpiar con la lengua mi semen derramado nada mas expulsarlo.

Cuando salió por la puerta y me quedé a solas con mis dolores y mis recuerdos quise moverme para ir a orinar pero las piernas no me respondían. Me asustó pensar que podría haber quedado parapléjico de la paliza pero al instante comprobé que podía flexionar las rodillas, aunque con dolor y caí en la cuenta de que si no podía bajarme de la cama era sencillamente porque estaba debilitadísimo por los últimos meses de desenfreno, encierros a hambre, enjaulamientos, azotes y orgasmos hasta la extenuación. Al sentirme inmóvil en la cama recordé aquella otra vez.
Rememorando a la luz de mis años y mis experiencias, que por todo habían pasado, aquella vez que mi padre me dejo incapacitado en la cama para una semana. La paliza tan tremenda que me dio cuando me sorprendió a los ocho años en el cuarto de baño con mi hermana de seis. Solo intentaba averiguar el porqué de algunas diferencias anatómicas, lo que provocaba en mi, algunos cambios notablemente placenteros, pero él debió comprender que había algo tan abyecto en lo que yo intentaba entender como si él  fuese el que estuviera haciéndolo y con otras intenciones. Se castigaba él maltratando mi cuerpo. Mi padre me pegaba  en cualquier parte del cuerpo, si bien el apuntaba sobre todo a las nalgas, sin que pareciese que aquel martirio pudiera acabar nunca, yo al final ni intentaba defenderme y me deje hacer como si de un muñeco de trapo se tratase. Quedé tirado en aquel desvencijado dormitorio, como un deshecho, y alguien me recogió y me encamó. Cada vez que de más mayor recordaba con tristeza aquel episodio, al tiempo sentía una tirantez en la entrepierna que me acongojaba, haciéndome creer que el episodio con la niña (¿y yo que era?) no era sino una tendencia pederastica mía, por lo que concluía siempre entre lamentos muy dolorosos para mi alma que merecía el castigo. Ya de muy mayor, cuando me entregué al placer más inteligente, el de querer sentir dolor para alcanzar el máximo placer lamenté haber desperdiciado aquel acontecimiento para haberme entregado a la lujuria del castigo a cargo de mi propio padre. Aún sueño alguna noche, que después de molerme a palos, me viola en venganza de mi salacidad para con mi hermana entre dolores inimaginables y termino, sin excepción, por mojarme con mi semen.

Me despertó con sobresalto una luz muy blanca en la cara y el sonido metálico de un mueble arrastrándose sobre unas ruedas, que por el ruido que provocaban deberían haber sido cuadradas. Abrí los ojos prácticamente al tiempo que una enfermera me trasteaba sin ninguna consideración el brazo por el que me entraba el suero que colgaba de una percha al lado de la cama. “Se acabaron los goteros, ahora a sentarse en la cama y a desayunar”. No bien me hubo destrozado el brazo me destapó por completo y manipulándome el pene me extrajo la sonda y ahí no pude resistirme y la erección que le regalé fue de adolescente. Se me quedó mirando entre sorprendida y hastiada: “no le parece que ya es muy mayorcito para estas porquerías”. Yo le respondí con una sonrisa muy dulce, y muy bajito, le rogué que volviera a sondarme con una sonda mas gruesa, sin usar lubricante y  luego me pusiese un enema de al menos tres litros. Se llevó el carrillo de curas con el gotero retirado y la sonda lanzando gritos de indignación como “viejo verde” o “habrase visto tamaño degenerado, ya te daría yo a ti”.
Al poco entró una auxiliar que sin dejar de mirarme con una cara maliciosa depositó una bandeja con el desayuno sobre la mesilla. Al tiempo que se daba la vuelta para marcharse y como una rutina mil veces repetida, me dijo que me levantase y desayunase que en la visita de la mañana me darían el alta y podría irme. Dejó la puerta de la habitación bien de par en par y pude comprobar que no quedaba nadie de los que en días anteriores había estado haciendo guardia, imagino que para ver si entregaba mi alma al diablo y podían tirarse a rebatiña sobre mis pertenencias. Me dolía el cuerpo pero en esta ocasión si hice un esfuerzo y me levanté, quede sentado en la cama y desayuné con apetito lo que me habían traído.
A la media hora Juanita, que así se llamaba la auxiliar vino a retirar la bandeja. Se iba ya cuando al llegar a la puerta se volvió y me preguntó con una entonación de sinceridad que me convenció, si todo aquel castigo y las palizas que había recibido producía placer de verdad o es que estaba tan avergonzado de haberme dejado pegar que me inventaba aquella excusa de que yo lo deseaba para justificarme. Le respondí con otra pregunta: “¿nunca te han sodomizado?”, con la sana intención de ahuyentarla y mostrarle a las claras que no pensaba hacer de mis inclinaciones ni mis gustos primera plana de los diarios locales, ni justificarme por hacer lo que me viniese en gana..
Juanita era graciosilla en la cuarentena más cercana a la cincuentena que a la treintena, bajita, regordeta, con unos ojillos muy vivos y escasilla de pelo. Me miró con sorpresa por la pregunta y se ruborizó, pero no se marchó airada, se quedó mirándome interrogativa como preguntándome que hasta donde quería llegar. Sin retirarle la mirada le dije sin malicia alguna, que seguramente era lo que mas deseaba pero su marido nunca se lo había reclamado y ella nunca se había atrevido a pedírselo. Me dijo que ya estaba separada, que tenía un hijo pero que vivía a su aire, pero que era verdad, siempre le había intrigado y en alguna ocasión ella misma se había metido alguna zanahoria delgada por ver que se sentía con aquello. Una vez hecha la  confesión me retiró la mirada algo aturdida y se turbó, luego me dijo de verdad estupenda: “es increíble, esto no lo sabe nadie, ni jamás se lo habría dicho a nadie y sin embargo con usted no se porqué, es diferente, me ha parecido natural contárselo”. Salió por la puerta y al poco llegó una batahola de blanco que hizo el silencio cuando el que venía a la cabeza alzó la mano. Todos, jovenzuelos y alguno imberbes, contenían la risa como mejor podían, salvo uno que me miraba desde sus casi dos metros muy severo y grave. El principal me dijo que aunque aún tardaría en recobrarme del todo ya estaba a salvo y podría irme a mi casa aunque eso sí, no podía garantizar mi supervivencia si continuaba entregado a esas practicas sexuales aberrantes. Alguno de los imberbes que le escoltaban se removieron incómodos y alguno hasta se ruborizó. Me dejaron un papel firmado, que era el permiso para salir de aquella cárcel horrenda tan limpia y aséptica y me dispuse a vestirme para largarme a mi casa. Echaba de menos mi mazmorra fría y húmeda, y mi piso oscuro y tenebroso donde se podía uno defecar en el suelo si quería, para sentarse después encima mientras se masturbaba lentamente. Durante el tiempo que tuve que invertir en vestirme, ordenaba mentalmente los teléfonos a los que tendría que llamar en cuanto llegase a mi santuario y me ponía nervioso el solo pensar de la manera que iba a resarcirme y con quien, de los días pasados. Ni que me hubiese vuelto loco la paliza como para pensar en hacer vida de jubilado con paseitos al sol y partidita de tute con carajillo incluido a la hora del café.
Me disponía a salir de la habitación 969, que también tenía lo suyo el numerito de la habitación en la que fueron a meterme, cuando entró Juanita. Le debió sorprender verme tan de cerca que se quedó sin habla. La dejé que se recuperase y después atropelladamente me preguntó si yo podría enseñarle eso…, y ya no supo como terminar la frase. Le pregunté que si deseaba conocer la sodomización  y sus deleites conmigo, y aliviada, aunque ruborizada se limitó a asentir con la cabeza. Se le notaba que volvía a ser una adolescente tímida y encantada con el atisbo de los misterios que la vida adulta proporciona. Sonreí de la manera más encantadora que pude, le rocé los labios con los míos y le dije que se preparase para aprender a gozar del sexo como nunca lo hubiera imaginado. Le di mi teléfono y le emplacé a llamarme cuando quisiera, pero que meditase bien lo que iba a emprender, porque le condicionaría el resto de su vida. Se limitó a sonreír muy cortada y agachando la cabeza se fue con el papelito con mi número de teléfono apuntado.

La casa estaba revuelta. Los bastardos de mis hijos y la zorrona de mi mujer se habían empleado a fondo. Habían encontrado hasta mis fotos más queridas, las que me hice en Alemania cuando me deje torturar por dos muchachas enormes poco vestidas, la verdad, de nazis. Al recordarlo me sentí la tirantez tan agradable en la ingle y me eché mano a las nalgas que ellas se encargaron de dejarme cicatrizadas de tanto como me azotaron. Había restos de ellas por el suelo, así como dildos ya muy usados que yo tenía en la planta de abajo para enseñar más que nada y  sondear al que se acercaba a verme con cualquier intención.
Bajé al sótano. Olía a humedad, una humedad agobiante que me hacía recordar momentos estelares de torturas asumidas encadenado a la pared sometido a sed y hambre, a veces tanta sed que la lluvia dorada en mi boca era ambrosia divina y fuente de erecciones que sabiamente combinadas con los azotes me hacían alcanzar varias veces el nirvana. La debilidad del hambre que me provocaba mareo con la aspiración ansiosa del nitrito de amilo que hacía que la cabeza y el pene me estallase de congestión me permitían muchas veces desvanecerme colgado de mis argollas de las muñecas para despertarme por los azotes de mis dueños del momento y hacerme regresar al dolor y al placer que lleva encadenado. La sala estaba en ese momento limpia como yo la había dejado. Cerré la puerta y regresé a la planta baja. Me quedé al pie de las escalera que conducía al cuarto oscuro y no pude evitar empezar a desnudarme como impulsado por un resorte. Mi pene pugnaba por salirse aun antes de liberarlo de la ropa que lo constreñía deseando alcanzar la habitación oscura y alta. Desnudo como rezaba mi propia norma alcance el primer piso y entré en la sala. Nada más entrar orine en el suelo. Era como hacer declaración de intenciones, marcar el territorio, la seña de que todo lo que se hiciese dentro estaba en el catalogo de lo permitido. Encendí las luces y comprobé que todo estaba en orden. Nadie había abierto los armarios, quizá porque se disimulaban con la pared, negra como ellos, y a nadie le dio por buscar interruptores de iluminación. Me dirigí a uno de los armarios del que saqué el cordón de algodón con el que poder atarme las bolsas, para comenzar la auto tortura que tanto añoraba y deseaba. Me ate con fuerza dando sucesivas vueltas al cordón con lo que las bolsas quedaron como sometidas a vendaje y firmemente prietas, las venas de los testículos y del pene se ingurgitaron, el glande se hinchó de la excitación. Cogí entonces la cajita de las anillas y saqué uno de los candados.
En el hospital lo había echado de menos y nadie se había percatado del orificio para anillado del balano, o quizá sí lo vieron y lo pasaron por alto.
Me mandé hacer mi primer Príncipe Alberto al poco de divorciarme. En una de las fiestecitas a las que asistí se lo vi  a uno de los asistentes y me encapriché, me parecía el summun del encadenamiento al dolor. Colgarse una argolla atravesando el pene del que poder enganchar una cadena de la que un amo te llevase me hacía imaginar el dolor que produciría y me provocaba una sensación tan próxima al orgasmo que no hacía mas que pensar en ello y desearlo con todas mis fuerzas. Me anillé primero con una argolla pequeña y hube de ampliar el orificio en otra intervención pues me encapriché de un candado, el que ahora me iba a colocar, de buen tamaño, que hacía que el pene no pudiese levantarse por mucha que fuera la erección provocando de esa forma un dolor y un anhelo que solo me hacía gozar.
Estaba seguro que llevaba una argolla gruesa de oro puesta en el glande cuando me tiraron en la cuneta, pero debieron quitármela para sondarme y “perderla” pensando que a mí ya de poco me serviría.
Con dedos temblorosos  de lujuria me introduje el extremo del candado por el orificio del capullo y sentí una cierta punzada de sabor agridulce. Seguí profundizando con el metal buscando el orificio por el que poder meter el cabo. Sentía dolor que acentuaba la excitación hasta que encontré el espacio. La punta se fue abriendo sitio  hasta que salió por el otro lado justo a la derecha del frenillo; el glande alcanzó en ese momento su máxima congestión y los testículos se inflamaron todavía más provocando un dolor que me hizo enloquecer de deseo de sufrir. Jadeando de gusto cerré el candado y lo deje caer. Con su peso arrastró el pene haciéndole balancearse entre las piernas; me produjo una sensación de tirantez tan excitante que abriéndome de piernas me balancee adelante y atrás para que, como un péndulo de gran peso todo mi sexo se agitase. Llegó un momento que comprendí que si seguía balanceando el pene alcanzaría el orgasmo y preferí parar, necesitaba gozar todavía más, necesitaba más excitación. Después con toda la ceremonia que se merecía el momento introduje la llave del candado en mi boca y ayudado por un vaso de agua trague y tragué hasta que la llave se perdió camino del estomago. Estaba hecho. Tardaría al menos un día en recorrer todo el trayecto hasta salir mezclado con las heces y si me sometía a dieta absoluta, mas de dos lo que tardaría la llave en salir por el ano, lo que haría que tuviera que hurgar entre la mierda fresca para encontrar la llave si quería alguna vez quitarme el candado. Pensé en ayunar hasta que la llave saliese y cuanto más tarde, mejor.
Me quedé sentado en el suelo jadeante mirándome el sexo intentando hacer fuerza con el pene a ver si conseguía levantar el candado pero era imposible, pesaba demasiado, era grande. Viéndome de esas hechuras solo pensaba en aumentar la tortura, no encontraba el límite a mis deseos de goce, deseaba más padecimiento, como el que me podía procurar otro que no estuviese refrenado por el instinto de conservación o le importase poco si alcanzaba el orgasmo cuando quería o no. Tal como estaba, llamé a Domingo.
Desde la experiencia de los quince días en el bosque, Pilar y él estaban separados. Pilar se había engolfado con una escuálida y palidísima ucraniana que al parecer colmaba sus aspiraciones de látex y dominación, de vez en cuando quedaba con Domingo, que por lo que me dijo él, su ex solo buscaba tener publico que observase la manera tan cruel que tenía de tratar a la eslava. La ucraniana por su parte estaba encantada de ser dominada por Pilar en la presencia de un macho que había sido el marido de su ama sin que él la pudiese tocar, aunque eso sí, tuviese que enseñarle constantemente el pene bien tieso algo que a Domingo no le resultaba difícil presenciando como Pilar cubría de pinzas sexo y pezones de su esclava para luego azotarla con saña muslos y nalgas con una fina vara. Domingo me conocía bien, supo al instante, seguramente por la respiración entrecortada del dolor y el anhelo del placer, lo que yo buscaba. Con entonación severa me preguntó lo que quería. Le dije lo que había hecho y le rogué que llamase a Pilar para que viniese con ella a mi casa a terminar el trabajo que yo había iniciado. Estuvo en silencio un buen rato, supongo que relamiéndose de lo que iba a venir y finalmente me puso sus condiciones: “Buscare a Pilar y haré todo lo posible por ir con ella, con la condición de que para buscar la llave no utilices ni las manos ni los pies…”, luego soltó una carcajada para terminar “eso te encantará pedazo de cerdo cabrón” y colgó. Al pensar en que tendría que rebuscar con la boca entre lo que cagase para encontrar la llave mientras Domingo y Pilar seguramente me azotaban y reían, sin poderlo evitar eyaculé. Me quedé desfallecido. El semen resbalaba por el fuste del pene al no poder salir con la fuerza requerida  por el obstáculo del candado, lo recogí con los dedos y me lo lleve a la boca mientras sonreía de gusto por la degeneración que eso suponía y por la que tendría que venir todavía mayor, desee en ese momento tener el sexo de Pilar en mi boca destilando el semen que Domingo le hubiera acabado de echar, pero eso ya llegaría.
Al cabo de los minutos el pene desfalleció y se aplacó algo la tensión en las bolsas. Tenía calor. Me acerqué a la ducha y me lavé, eso hizo que las ataduras de los testículos se aflojasen algo más. Me sentía bien ahora después de la eyaculación, sintiendo el peso del candado estirando el glande y el pene y las bolsas bien sujetas por el cordón húmedo. Mojado como estaba bajé al primer piso y en ese momento sonó el teléfono.

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