A
Pilar y a Domingo los conocí cinco años antes del episodio con que abrí este
relato. Llevaban cinco años casados y empezaban a aburrirse del siempre lo
mismo. Habían pasado por la sodomización de ella, los 69 de sexo primero y
finalmente de ano y las auto
filmaciones, los aparatitos comprados en una reunión domestica de una amiga por
Pilar y que le descubrieron a Domingo que los hombres también tiene un ano que
hace gozar si se le sabe tratar, para llegar a la conclusión de que les hacía
falta algo más: un tercero e incluso un cuarto. Se anunciaron en páginas de la
red y de la prensa. Acudían a su reclamo macarras penosos que buscaban o bien
dinero o bien demostrar su potencia o las dos cosas que en absoluto satisfacían
sus deseos. Vi su anuncio en un tablón de un sex shop al que solía ir a comprar
juguetes. “Somos Pilar y Domingo de 27 y 29 años, sin tabúes. Queremos gozar de
algo más que el sexo en pareja. Llámanos” y numero de teléfono. A los seis
meses volví al sex shop y el anuncio seguía allí. Pensé que a mis sesenta y
cuatro iba a recibir un rotundo no, pero aquel día estaba yo muy optimista
debido a una reciente experiencia bastante gratificadora. Tres muchachas de
menos de 25 años conocidas en un Chat de fantaseos sexuales, habían consentido jugar conmigo y a mis juegos
en mi piso negro utilizándome como coartada para dedicarse entre ellas a sus
devaneos sáficos utilizando mi virilidad a modo de dildo de carne cuando a
ellas les apetecía. Las inicie en el arte del dolor y hasta dos de ellas se
dejaron anillar las ninfas. Llevábamos unas semanas gozando de lo lindo en la
que las tres habían decidido probar la penetración anal activa, es decir, ellas
se ensartaban en mi pene que yo mantenía erguido en mi cuerpo inmóvil y ellas
hacían los movimientos y combinaciones que deseaban unas con otras, porque lo
último que deseaban era un hombre haciéndoselo con ellas como si fueran unas putas
cualquiera, eso decían. Les enseñé el arte del azote y del atado genital y
mamario. Les encantó y he de decir que han sido las mujeres que con más dulzura
pero firmeza al tiempo me han azotado los genitales hasta hacerme gemir de
dolor e implorar por caridad que dejasen de castigarme. Las mujeres cuando
quieren son los seres más crueles y eso me convenía.
Llamé
pues a Domingo y a Pilar, según iba diciendo, y nunca oculte ni quien era, ni
la edad que tenía. Debió de intrigarles el arrojo y la sinceridad, solo eso, y
quizá pensaron en pasar unas risas con
un pobre viejo al que a duras penas se le podría poner el sexo con la dureza de
la plastilina.
Me
recibieron con curiosidad y me invitaron a sentarme y tomar algo. Me negué y
eso les sorprendió pero más aún lo hicieron cuando le comuniqué que únicamente
me tumbaría a sus pies pues iba en calidad de perro esclavo, incluso sexual ya
que lo que querían eran experiencias diferentes y ésta seguramente no la habían
explorado. Si así lo admitían a partir de humillarme ante ellos dejaría de
hablar pues los animales no hablan. Se miraron entre ellos, sonrieron y asintieron. Cada vez que iba a su casa era
su perro fiel, solo eso, no hablaba solo gemía, gruñía o me dolía como lo haría
un perro y obedecía cualquier orden, o dejaba de obedecerla cuando deseaba el
correctivo. Eso me proporcionaba a mi un placer extremo y a ellos les hacia
explorar esa parte del alma que todo ser humano tiene en la que reside la
omnipotencia y la necesidad de colmar los caprichos, sojuzgando cruelmente a
los semejantes. Mediante conversaciones a través de Internet les daba
instrucciones de cómo ser unos amos con autoridad y como al ser propiedad de
ellos debían ser responsables de mi, gratificándome cuando me portaba bien o
castigándome incluso con crueldad cuando desobedecía. No hay que ser muy
despierto para comprender que lo que más deseaban cuando pasaba algunos días en
su casa era que gruñese y me resistiese a sus órdenes que a veces eran
difíciles de acatar y eso me acarreaba latigazos, patadas o ayuno. Aprendieron
pronto y en cuanto en verano tuvieron vacaciones me propusieron pasarlas en una
casita que alquilaban todos los años en la sierra. Serían quince días de puesta
en práctica continua de todo lo aprendido durante los meses anteriores.
Aquella
experiencia de dos semanas sacó a flote en los tres los demonios que anidan en
lo mas profundo de cada uno y que la moral y la educación imbuida durante toda
la vida hacen que permanezcan encadenados en la sentina de la conciencia.
Los
primeros días me tenían atado con una cadena al collar que llevaba y me
golpeaban cuando se querían excitar, yo aullaba de dolor y deseaba participar
obedeciendo sus deseos por extravagantes que fuesen para lo que llamaba su
atención con gañidos y quejidos deseando que me usasen para lo que quisieran.
En cuatro días descendieron al fondo de todas aquellas variantes del sexo que
pueden proporcionar placer e hicieron que yo conociese que el querer ser esclavo
de otro es muy duro y es preciso comprender que la imaginación de esos otros
puede llegar aún más lejos que la nuestra, como cuando mientras ellos se
excitaban el uno al otro mediante masturbación a mi me obligaban a comerme mis
propios excrementos o beber los orines que ellos expulsaban. Lo hice porque era
un esclavo obediente y quería serlo y aprendí a experimentar placer con el
sabor amargo de las heces o el salado de los orines. Cada vez se cebaban más en
mi miseria y llegaron a atarme las manos para que tuviera que utilizar la boca
como hocico para comer lo que ellos me presentasen sobre el suelo mismo. Me
prohibieron tocarme y el pene me babeaba precum de la excitación a todas
horas. Cuando gemía suplicando un roce me azotaban las nalgas lo que me
provocaba aún más placer. En alguna ocasión eyaculaba sin más mientras orinaba
en medio de calambres dolorosos que me obligaban a quejarme lo que era motivo
de mas golpes y recriminaciones. Nunca pude llegar a imaginar que pudiera
alcanzarse tal grado de postración moral, ni que pudiera proporcionar tanto
placer, no ya solo físico, que tenía su limite, sino intelectual; porque tener
que lamer un ano de cualquiera de los dos de la pareja justo después de haber
eyaculado yo, en pleno periodo refractario, era repulsivo pero gratificante en
cuanto que representaba la aceptación de mi esclavitud libremente aceptada y el
pensar en ello hacía que volviese a la erección mas dolorosa y placentera. Me
sacaban a pasear por el bosque con la correa y me obligaban a lamerles mientras
ellos gozaban al aire libre.
En
mí hizo comprender que no existe más
vida que la que se consume en el placer que proporciona el castigo constante.
El hambre y dolor provocado por otros con el único fin de provocarlo, y gozar
viendo como el esclavo sufre es lo que mas enfangamiento en el placer produce
en el esclavo que acepta con deseo lujurioso ese castigo y hace desear que el
castigo llegue a ser tan extremo que linde la muerte o la muerda entera con lo
que el placer llegue a ser tan infinito como el desaparecer.
En
Pilar por no se sabe que vericueto hizo aflorar su vertiente lésbica revestida
de cuero. Poco a poco encontraba menos placer en castigarme a mí y se excitaba
cuando en alguna película pornográfica una hembra fiera y envuelta en látex
azotaba a otra mujer desnuda que le lamía las botas. Poco a poco en aquellos
días dejó de prestarme atención hasta que finalmente en una ocasión en que
Domingo me ordenaba que le lamiese el ano a Pilar después de hacer sus
necesidades, mientras el se masturbaba lentamente, ella se apartó y le espetó
en la cara a su marido que ella se iba, que aquello ya no le gustaba y que se
corría solo con pensar que azotaba a otra mujer. Al parecer Domingo, que no
dejó de masturbarse debió de excitarle al extremo la imagen de Pilar azotando
otra mujer y derramo su semen sobre mi espalda desnuda.
Domingo
después de aquella declaración y vaciarse encima de mí, paso a confesar que
necesitaría aquello mismo pero con más gente alrededor, pues solo imaginar que
Pilar disciplinaba a otra mujer y ver como un esclavo como yo, o cualquier otro
permanecía dispuesto a lo que se quisiese ordenar le hacia gozar en extremo,
mas que el sexo que ellos tenían conmigo como esclavo catalizador del placer.
Tal como lo dijo en aquel momento y con la mayor naturalidad me ofreció su pene
para que le limpiase el semen que restaba después de la eyaculación, me negué
sabiendo que ello redundaría en disciplina de obediencia y como el amo
implacable que yo quería que fuese me pateo el culo sin temor a que pudiera
lastimarme. Ella en un acto casi automático agarró el látigo y golpeo duro en
los muslos acompañándose de un “obedece, perro”. Luego, con un gesto que no
admitía dudas, Domingo, con una sonrisa maliciosa en la cara me ofreció el pene
a mi boca, que yo sumisamente lamí hasta retirarle todo rastro de semen.
Mientras esto hacía y vista la reacción de ambos me goce tanto que eyaculé en
medio del regocijo general al ver como sin rozar ni siquiera el sexo yo era
capaz de alcanzar el orgasmo solo a
través del dolor que ocasiona el castigo del amo. Naturalmente tuve que
limpiar con la lengua mi semen derramado nada mas expulsarlo.
Cuando
salió por la puerta y me quedé a solas con mis dolores y mis recuerdos quise
moverme para ir a orinar pero las piernas no me respondían. Me asustó pensar
que podría haber quedado parapléjico de la paliza pero al instante comprobé que
podía flexionar las rodillas, aunque con dolor y caí en la cuenta de que si no
podía bajarme de la cama era sencillamente porque estaba debilitadísimo por los
últimos meses de desenfreno, encierros a hambre, enjaulamientos, azotes y
orgasmos hasta la extenuación. Al sentirme inmóvil en la cama recordé aquella
otra vez.
Rememorando
a la luz de mis años y mis experiencias, que por todo habían pasado, aquella
vez que mi padre me dejo incapacitado en la cama para una semana. La paliza tan
tremenda que me dio cuando me sorprendió a los ocho años en el cuarto de baño
con mi hermana de seis. Solo intentaba averiguar el porqué de algunas
diferencias anatómicas, lo que provocaba en mi, algunos cambios notablemente
placenteros, pero él debió comprender que había algo tan abyecto en lo que yo
intentaba entender como si él fuese el
que estuviera haciéndolo y con otras intenciones. Se castigaba él maltratando
mi cuerpo. Mi padre me pegaba en
cualquier parte del cuerpo, si bien el apuntaba sobre todo a las nalgas, sin
que pareciese que aquel martirio pudiera acabar nunca, yo al final ni intentaba
defenderme y me deje hacer como si de un muñeco de trapo se tratase. Quedé
tirado en aquel desvencijado dormitorio, como un deshecho, y alguien me recogió
y me encamó. Cada vez que de más mayor recordaba con tristeza aquel episodio,
al tiempo sentía una tirantez en la entrepierna que me acongojaba, haciéndome
creer que el episodio con la niña (¿y yo que era?) no era sino una tendencia
pederastica mía, por lo que concluía siempre entre lamentos muy dolorosos para
mi alma que merecía el castigo. Ya de muy mayor, cuando me entregué al placer
más inteligente, el de querer sentir dolor para alcanzar el máximo placer
lamenté haber desperdiciado aquel acontecimiento para haberme entregado a la
lujuria del castigo a cargo de mi propio padre. Aún sueño alguna noche, que
después de molerme a palos, me viola en venganza de mi salacidad para con mi
hermana entre dolores inimaginables y termino, sin excepción, por mojarme con
mi semen.
Me
despertó con sobresalto una luz muy blanca en la cara y el sonido metálico de
un mueble arrastrándose sobre unas ruedas, que por el ruido que provocaban
deberían haber sido cuadradas. Abrí los ojos prácticamente al tiempo que una
enfermera me trasteaba sin ninguna consideración el brazo por el que me entraba
el suero que colgaba de una percha al lado de la cama. “Se acabaron los
goteros, ahora a sentarse en la cama y a desayunar”. No bien me hubo destrozado
el brazo me destapó por completo y manipulándome el pene me extrajo la sonda y
ahí no pude resistirme y la erección que le regalé fue de adolescente. Se me
quedó mirando entre sorprendida y hastiada: “no le parece que ya es muy
mayorcito para estas porquerías”. Yo le respondí con una sonrisa muy dulce, y
muy bajito, le rogué que volviera a sondarme con una sonda mas gruesa, sin usar
lubricante y luego me pusiese un enema
de al menos tres litros. Se llevó el carrillo de curas con el gotero retirado y
la sonda lanzando gritos de indignación como “viejo verde” o “habrase visto
tamaño degenerado, ya te daría yo a ti”.
Al
poco entró una auxiliar que sin dejar de mirarme con una cara maliciosa
depositó una bandeja con el desayuno sobre la mesilla. Al tiempo que se daba la
vuelta para marcharse y como una rutina mil veces repetida, me dijo que me
levantase y desayunase que en la visita de la mañana me darían el alta y podría
irme. Dejó la puerta de la habitación bien de par en par y pude comprobar que
no quedaba nadie de los que en días anteriores había estado haciendo guardia,
imagino que para ver si entregaba mi alma al diablo y podían tirarse a rebatiña
sobre mis pertenencias. Me dolía el cuerpo pero en esta ocasión si hice un
esfuerzo y me levanté, quede sentado en la cama y desayuné con apetito lo que
me habían traído.
A
la media hora Juanita, que así se llamaba la auxiliar vino a retirar la
bandeja. Se iba ya cuando al llegar a la puerta se volvió y me preguntó con una
entonación de sinceridad que me convenció, si todo aquel castigo y las palizas
que había recibido producía placer de verdad o es que estaba tan avergonzado de
haberme dejado pegar que me inventaba aquella excusa de que yo lo deseaba para
justificarme. Le respondí con otra pregunta: “¿nunca te han sodomizado?”, con
la sana intención de ahuyentarla y mostrarle a las claras que no pensaba hacer
de mis inclinaciones ni mis gustos primera plana de los diarios locales, ni
justificarme por hacer lo que me viniese en gana..
Juanita
era graciosilla en la cuarentena más cercana a la cincuentena que a la
treintena, bajita, regordeta, con unos ojillos muy vivos y escasilla de pelo.
Me miró con sorpresa por la pregunta y se ruborizó, pero no se marchó airada,
se quedó mirándome interrogativa como preguntándome que hasta donde quería
llegar. Sin retirarle la mirada le dije sin malicia alguna, que seguramente era
lo que mas deseaba pero su marido nunca se lo había reclamado y ella nunca se
había atrevido a pedírselo. Me dijo que ya estaba separada, que tenía un hijo pero
que vivía a su aire, pero que era verdad, siempre le había intrigado y en
alguna ocasión ella misma se había metido alguna zanahoria delgada por ver que
se sentía con aquello. Una vez hecha la
confesión me retiró la mirada algo aturdida y se turbó, luego me dijo de
verdad estupenda: “es increíble, esto no lo sabe nadie, ni jamás se lo habría
dicho a nadie y sin embargo con usted no se porqué, es diferente, me ha parecido
natural contárselo”. Salió por la puerta y al poco llegó una batahola de blanco
que hizo el silencio cuando el que venía a la cabeza alzó la mano. Todos,
jovenzuelos y alguno imberbes, contenían la risa como mejor podían, salvo uno
que me miraba desde sus casi dos metros muy severo y grave. El principal me
dijo que aunque aún tardaría en recobrarme del todo ya estaba a salvo y podría
irme a mi casa aunque eso sí, no podía garantizar mi supervivencia si
continuaba entregado a esas practicas sexuales aberrantes. Alguno de los
imberbes que le escoltaban se removieron incómodos y alguno hasta se ruborizó.
Me dejaron un papel firmado, que era el permiso para salir de aquella cárcel
horrenda tan limpia y aséptica y me dispuse a vestirme para largarme a mi casa.
Echaba de menos mi mazmorra fría y húmeda, y mi piso oscuro y tenebroso donde
se podía uno defecar en el suelo si quería, para sentarse después encima
mientras se masturbaba lentamente. Durante el tiempo que tuve que invertir en
vestirme, ordenaba mentalmente los teléfonos a los que tendría que llamar en
cuanto llegase a mi santuario y me ponía nervioso el solo pensar de la manera
que iba a resarcirme y con quien, de los días pasados. Ni que me hubiese vuelto
loco la paliza como para pensar en hacer vida de jubilado con paseitos al sol y
partidita de tute con carajillo incluido a la hora del café.
Me
disponía a salir de la habitación 969, que también tenía lo suyo el numerito de
la habitación en la que fueron a meterme, cuando entró Juanita. Le debió
sorprender verme tan de cerca que se quedó sin habla. La dejé que se recuperase
y después atropelladamente me preguntó si yo podría enseñarle eso…, y ya no
supo como terminar la frase. Le pregunté que si deseaba conocer la sodomización
y sus deleites conmigo, y aliviada, aunque
ruborizada se limitó a asentir con la cabeza. Se le notaba que volvía a ser una
adolescente tímida y encantada con el atisbo de los misterios que la vida
adulta proporciona. Sonreí de la manera más encantadora que pude, le rocé los
labios con los míos y le dije que se preparase para aprender a gozar del sexo
como nunca lo hubiera imaginado. Le di mi teléfono y le emplacé a llamarme
cuando quisiera, pero que meditase bien lo que iba a emprender, porque le
condicionaría el resto de su vida. Se limitó a sonreír muy cortada y agachando
la cabeza se fue con el papelito con mi número de teléfono apuntado.
La
casa estaba revuelta. Los bastardos de mis hijos y la zorrona de mi mujer se
habían empleado a fondo. Habían encontrado hasta mis fotos más queridas, las
que me hice en Alemania cuando me deje torturar por dos muchachas enormes poco
vestidas, la verdad, de nazis. Al recordarlo me sentí la tirantez tan agradable
en la ingle y me eché mano a las nalgas que ellas se encargaron de dejarme
cicatrizadas de tanto como me azotaron. Había restos de ellas por el suelo, así
como dildos ya muy usados que yo tenía en la planta de abajo para enseñar más
que nada y sondear al que se acercaba a
verme con cualquier intención.
Bajé
al sótano. Olía a humedad, una humedad agobiante que me hacía recordar momentos
estelares de torturas asumidas encadenado a la pared sometido a sed y hambre, a
veces tanta sed que la lluvia dorada en mi boca era ambrosia divina y fuente de
erecciones que sabiamente combinadas con los azotes me hacían alcanzar varias
veces el nirvana. La debilidad del hambre que me provocaba mareo con la
aspiración ansiosa del nitrito de amilo que hacía que la cabeza y el pene me
estallase de congestión me permitían muchas veces desvanecerme colgado de mis
argollas de las muñecas para despertarme por los azotes de mis dueños del
momento y hacerme regresar al dolor y al placer que lleva encadenado. La sala
estaba en ese momento limpia como yo la había dejado. Cerré la puerta y regresé
a la planta baja. Me quedé al pie de las escalera que conducía al cuarto oscuro
y no pude evitar empezar a desnudarme como impulsado por un resorte. Mi pene
pugnaba por salirse aun antes de liberarlo de la ropa que lo constreñía deseando
alcanzar la habitación oscura y alta. Desnudo como rezaba mi propia norma
alcance el primer piso y entré en la sala. Nada más entrar orine en el suelo.
Era como hacer declaración de intenciones, marcar el territorio, la seña de que
todo lo que se hiciese dentro estaba en el catalogo de lo permitido. Encendí
las luces y comprobé que todo estaba en orden. Nadie había abierto los
armarios, quizá porque se disimulaban con la pared, negra como ellos, y a nadie
le dio por buscar interruptores de iluminación. Me dirigí a uno de los armarios
del que saqué el cordón de algodón con el que poder atarme las bolsas, para
comenzar la auto tortura que tanto añoraba y deseaba. Me ate con fuerza dando
sucesivas vueltas al cordón con lo que las bolsas quedaron como sometidas a
vendaje y firmemente prietas, las venas de los testículos y del pene se
ingurgitaron, el glande se hinchó de la excitación. Cogí entonces la cajita de
las anillas y saqué uno de los candados.
En
el hospital lo había echado de menos y nadie se había percatado del orificio
para anillado del balano, o quizá sí lo vieron y lo pasaron por alto.
Me
mandé hacer mi primer Príncipe Alberto al poco de divorciarme. En una de las
fiestecitas a las que asistí se lo vi a
uno de los asistentes y me encapriché, me parecía el summun del encadenamiento
al dolor. Colgarse una argolla atravesando el pene del que poder enganchar una
cadena de la que un amo te llevase me hacía imaginar el dolor que produciría y
me provocaba una sensación tan próxima al orgasmo que no hacía mas que pensar
en ello y desearlo con todas mis fuerzas. Me anillé primero con una argolla
pequeña y hube de ampliar el orificio en otra intervención pues me encapriché
de un candado, el que ahora me iba a colocar, de buen tamaño, que hacía que el
pene no pudiese levantarse por mucha que fuera la erección provocando de esa
forma un dolor y un anhelo que solo me hacía gozar.
Estaba
seguro que llevaba una argolla gruesa de oro puesta en el glande cuando me
tiraron en la cuneta, pero debieron quitármela para sondarme y “perderla” pensando
que a mí ya de poco me serviría.
Con
dedos temblorosos de lujuria me
introduje el extremo del candado por el orificio del capullo y sentí una cierta
punzada de sabor agridulce. Seguí profundizando con el metal buscando el
orificio por el que poder meter el cabo. Sentía dolor que acentuaba la
excitación hasta que encontré el espacio. La punta se fue abriendo sitio hasta que salió por el otro lado justo a la
derecha del frenillo; el glande alcanzó en ese momento su máxima congestión y
los testículos se inflamaron todavía más provocando un dolor que me hizo
enloquecer de deseo de sufrir. Jadeando de gusto cerré el candado y lo deje
caer. Con su peso arrastró el pene haciéndole balancearse entre las piernas; me
produjo una sensación de tirantez tan excitante que abriéndome de piernas me
balancee adelante y atrás para que, como un péndulo de gran peso todo mi sexo
se agitase. Llegó un momento que comprendí que si seguía balanceando el pene
alcanzaría el orgasmo y preferí parar, necesitaba gozar todavía más, necesitaba
más excitación. Después con toda la ceremonia que se merecía el momento introduje
la llave del candado en mi boca y ayudado por un vaso de agua trague y tragué
hasta que la llave se perdió camino del estomago. Estaba hecho. Tardaría al
menos un día en recorrer todo el trayecto hasta salir mezclado con las heces y
si me sometía a dieta absoluta, mas de dos lo que tardaría la llave en salir
por el ano, lo que haría que tuviera que hurgar entre la mierda fresca para
encontrar la llave si quería alguna vez quitarme el candado. Pensé en ayunar
hasta que la llave saliese y cuanto más tarde, mejor.
Me
quedé sentado en el suelo jadeante mirándome el sexo intentando hacer fuerza
con el pene a ver si conseguía levantar el candado pero era imposible, pesaba
demasiado, era grande. Viéndome de esas hechuras solo pensaba en aumentar la tortura,
no encontraba el límite a mis deseos de goce, deseaba más padecimiento, como el
que me podía procurar otro que no estuviese refrenado por el instinto de
conservación o le importase poco si alcanzaba el orgasmo cuando quería o no.
Tal como estaba, llamé a Domingo.
Desde
la experiencia de los quince días en el bosque, Pilar y él estaban separados.
Pilar se había engolfado con una escuálida y palidísima ucraniana que al
parecer colmaba sus aspiraciones de látex y dominación, de vez en cuando
quedaba con Domingo, que por lo que me dijo él, su ex solo buscaba tener
publico que observase la manera tan cruel que tenía de tratar a la eslava. La
ucraniana por su parte estaba encantada de ser dominada por Pilar en la
presencia de un macho que había sido el marido de su ama sin que él la pudiese tocar,
aunque eso sí, tuviese que enseñarle constantemente el pene bien tieso algo que
a Domingo no le resultaba difícil presenciando como Pilar cubría de pinzas sexo
y pezones de su esclava para luego azotarla con saña muslos y nalgas con una
fina vara. Domingo me conocía bien, supo al instante, seguramente por la
respiración entrecortada del dolor y el anhelo del placer, lo que yo buscaba.
Con entonación severa me preguntó lo que quería. Le dije lo que había hecho y
le rogué que llamase a Pilar para que viniese con ella a mi casa a terminar el
trabajo que yo había iniciado. Estuvo en silencio un buen rato, supongo que
relamiéndose de lo que iba a venir y finalmente me puso sus condiciones:
“Buscare a Pilar y haré todo lo posible por ir con ella, con la condición de
que para buscar la llave no utilices ni las manos ni los pies…”, luego soltó
una carcajada para terminar “eso te encantará pedazo de cerdo cabrón” y colgó.
Al pensar en que tendría que rebuscar con la boca entre lo que cagase para
encontrar la llave mientras Domingo y Pilar seguramente me azotaban y reían,
sin poderlo evitar eyaculé. Me quedé desfallecido. El semen resbalaba por el
fuste del pene al no poder salir con la fuerza requerida por el obstáculo del candado, lo recogí con
los dedos y me lo lleve a la boca mientras sonreía de gusto por la degeneración
que eso suponía y por la que tendría que venir todavía mayor, desee en ese
momento tener el sexo de Pilar en mi boca destilando el semen que Domingo le
hubiera acabado de echar, pero eso ya llegaría.
Al
cabo de los minutos el pene desfalleció y se aplacó algo la tensión en las
bolsas. Tenía calor. Me acerqué a la ducha y me lavé, eso hizo que las ataduras
de los testículos se aflojasen algo más. Me sentía bien ahora después de la
eyaculación, sintiendo el peso del candado estirando el glande y el pene y las
bolsas bien sujetas por el cordón húmedo. Mojado como estaba bajé al primer
piso y en ese momento sonó el teléfono.
No hay comentarios:
Publicar un comentario