Con la treintena ya cumplida se, mas o
menos, donde me aprieta el zapato, me
protejo de posibles incomodidades y anticipo supuestos conflictos, por eso, a
pesar de que Maria siempre me presiona para que suba a su casa a recogerla, me
encastillo en mi negativa significándole
que no podría seguir tratándola con la libertad que exige la relación entre
adultos si me viese comprometido emocionalmente de alguna manera con su madre;
prefería ser presentado a su familia y yo presentarle a la mía cuando la
decisión de asumir la vida en común fuese ya firme.
Cada día al salir del trabajo encaminaba
mis pasos disfrutando de la ciudad y el paseo hasta su domicilio y la esperaba
sentado en un banco del jardincillo que hacía las veces de parque privado
delante de su edificio. Era de esos edificios que se construían por el antiguo
régimen para funcionarios privilegiados que rodeados de una valla perimetral
conservaban de milagro un pequeño espacio ajardinado para dar aspecto señorial
al conjunto, luego interiormente en el edificio, el lujo eran los espacios,
solían ser casas muy amplias si bien los materiales para su construcción eran
de calidad aunque modestos.
Hacia ya unas semanas que matando el
tiempo de espera, observaba como en el tercer piso se recortaba a esas horas la
figura de una persona joven, con el pelo corto y a la distancia que tenía la
ventana no podría afirmar si era hombre o mujer, pero de cabello corto como
decía. María, mi novia no solía hacerme esperar mas de quince minutos y una vez
percatado del habitante de la ventana entretenía ese lapso de tiempo fijándome
en sus evoluciones, salidas de cuadro y entradas en escena imaginando al tiempo
cuales serían las motivaciones que justificaban esos movimientos.
Uno de los días que más me estaba
haciendo esperar María y más movimiento daba a su escena el personaje de la
ventana, se me quedó mirando fijamente al banco donde me encontraba, con tanta
y descarada intensidad, que hube de apartar la vista; me salvó del apuro el que
María apareciese por el portal para recogerme.
Después, los días posteriores, cada vez
que llegaba a esperar a mi novia procuraba apartar la vista de aquella ventana,
pero una especie de imán me la conducía hasta orientarla hacia aquel hueco
iluminado en el que como si supiese que yo estaba mirando aparecía la figura
que se quedaba congelada en mi dirección con igual descaro al que yo miraba
cuando ella no se había percatado de mi vigilancia.
Aquel día decidí no apartar la mirada y
a pesar de la inquietud que me provocaba la mantuve. Desde aquella distancia
era difícil saber que aquellos ojos eran verde oscuro, para mí eran solo
oscuros, pero taladraban con su actitud. Tan hipnotizado estaba que no me di
cuenta de que María estaba a mi lado y dirigía la mirada donde yo la tenía
depositada.
- Es un tío raro – me comentó con
desinterés – vámonos.
- ¿Un tío?, pensé que…,
Y en ese momento fue cuando caí en la
cuenta de que a pesar de no haberle asignado sexo de forma consciente, de forma
inconsciente le había asignado el de fémina.
- Pensaste, ¿Qué?
- No sé, me había hecho a la idea de
que era una mujer.
- Eres un salido, venga vámonos y que
sea la última vez que miras a esa ventana.
- Pero si es un tío, has dicho, a mi no
me interesan y espero que a él tampoco yo.
Quedó zanjada la cuestión.
En las semanas siguientes, a pesar de
saber que tras aquella dichosa ventana no había más que un hombre su figura me
martilleaba en la cabeza y no podía evitar mirar de reojo a ver si la sombra
siquiera aparecía por aquel recuadro. Hubo un momento en que a propósito
llegaba más de media hora antes a la cita con María para precipitar un
encuentro visual que me convenciese que aquella figura era de un hombre y no
una mujer como yo había creído, pues empecinado, continuaba creyendo que
aquella sensualidad en los ademanes no podía ser llevaba a cabo más que por una
mujer. Hasta que dije basta, estaba obsesionándome, y empecé a quedar con mi
novia en otro sitio, pero hasta en sueños, aquella figura, de la que no vi nunca
más que el torso y la cara, se me presentaba con un rostro pálido y hierático
que me señalaba con el dedo, como si fuese yo reo de algún delito.
Pasaron los días y las semanas y María,
sin yo apercibirme bien porqué, fue enfriando nuestra relación. Con el
alejamiento de citas de su casa que le propuse ella leyó que no querría conocer
a su familia nunca y de esa manera ella no iba a consentir enredarse más allá
conmigo. Una tarde, sin permitirme siquiera darle un beso de bienvenida,
asomando esas lagrimas de pena tan grande y tan corrosivas para el hombre, que
no son sino el lubricante de su maquina de machacarnos me dijo que aquella
situación no podía seguir de aquella manera y que me dejaba, aún amándome como
nunca amaría a ningún hombre. Ya se sabe que las eternidades en boca de la
mujer son de duración relativa.
De repente me encontré sin mi rutina
diaria y comprendí que María había sabido entender perfectamente la situación;
tenía razón, lo nuestro no iba a tener futuro nunca, porque yo de ninguna
manera quería compromiso y ella lo necesitaba como el oxigeno.
Sin saber cómo, mis pasos se
encaminaban una y otra vez hacia el domicilio de María pero ahora sin atreverme
a entrar en su jardincillo pues el salvoconducto que me permitía acceder a
aquel recinto había sido anulado con la ruptura, pero daba igual, desde la
acera se vislumbraba con la misma precisión la ventana, con su iluminación
perenne, del tercer piso y contra la que se recortaba aquella obsesiva imagen.
Muchas veces me paraba en medio de la acera, plantado con un cigarrillo en la
boca dando grandes caladas, como el que está nervioso esperando algo en la
esperanza de que la figura se recortase contra la luz, pero al poco, a medias
corrido por temer que María pudiera creer que la acosaba y a medias avergonzado
por estar allí esperando a que un tío (¿un tío?) apareciese, aceleraba el paso
y me perdía entre la gente.
Mi jefe me llamó a su despacho y me
preguntó si tenía problemas. Yo, que nunca había tenido una mala nota en todos
los años que llevaba en la empresa había recibido dos quejas de clientes en el
último mes. Le hice saber lo de mi ruptura y eso me salvó los muebles de
momento; me dio dos semanas de vacaciones, sin pagar, naturalmente, y me
prohibió que apareciese por el despacho hasta primeros del siguiente mes.
Fue peor todavía. De alguna manera la
ventana del tercer piso me había inoculado un virus de obsesión y ahora que
tenía todo el tiempo del mundo era todo para pensar en la ventana.
Me desperté a la tercera noche de
vacaciones empapado en sudor y con el corazón desbocado, no sabía que era lo que
acababa de soñar pero debió ser algo horrible porque estaba espantado y con el
sueño en huelga. Encendí un cigarrillo sentado en la cama y me lo fume de tres
profundas caladas. Fui al baño y me miré la cara, estaba deplorable, con los
ojos rojos, profundas y negras ojeras y las facciones demacradas; decidí
entonces que me iba a la calle a tomar el relente de la noche, quizá eso me
despejaría y me aparecerían las ganas de dormir. Con el pijama puesto y una
gabardina encima, fumando un cigarro detrás de otro no me di cuenta que acababa
de llegar a la maldita ventana que a pesar de las horas de la madrugada seguía
encendida. Estaba solo en la acera y me quedé insolente, sin recato alguno
mirando, retador y sin dejar de fumar. Y ocurrió.
Apareció la silueta una vez mas, pero
en esta ocasión era difícil no darse cuenta que estaba sin vestir. Pensé que
estaría en la cama sin la chaqueta del pijama, pero no me dio tiempo a
articular la excusa cuando por detrás apareció otra silueta, que dejaba dudas
sobre si pudiera ser un hombre, pero eso sí ya entrado en años, aunque dada la
senectud aparente pudiera muy bien ser una mujer virilizada; yo por mi parte
asumí convencido que era un hombre y que no había duda la silueta joven había de
ser una mujer; María estaba rotundamente equivocada. Cogió la silueta anciana
por los hombros a la silueta joven y la giró hasta dejarla de frente a él luego
le empujó los hombros hacia abajo, para que se agachase hasta hacerlo
desaparecer de la ventana. Inmediatamente la silueta anciana echó la cabeza
hacía atrás en inequívoco gesto de clímax. Me quedé hecho una estatua mirando
lo que ocurría en la ventana y comprobé con horror y placer a un tiempo que mi
pene se levantaba con inusitada potencia y frescura y de repente la figura que
se había quedado en pie comenzó a estremecerse a base de espasmos hasta que se
detuvo, momento en el que el otro oficiante se levantó y estampó un beso lento
y prolongado al que acaba de, a todas luces hacer una soberbia mamada. Cuando
pude darme cuenta estaba hecho un exhibicionista solitario masturbándome en
medio de la acera húmeda del rocío de la noche, a altas horas de la madrugada.
Vergonzoso, y me daba cuenta de que lo era, pero no tenía fuerza de voluntad suficiente para detenerme
en mis lubricidades onanistas.
Fue un orgasmo rápido y muy
satisfactorio, lo que me escandalizó. Me había excitado con lo que había parecido
ser una felación de una joven a un viejo, no me lo creía pero ver en el suelo
el producto de mi orgasmo me avergonzó. Mire a un lado y otro temiendo haber
sido visto y me di media vuelta muy azorado para volver a casa.
Me metí en la cama y me quedé
profundamente dormido. Desperté mas allá de las diez, lo que me sorprendió,
desde que era un adolescente no había dormido tanto y además estaba relajado y
descansado. Recordé el episodio de la noche anterior y me quise convencer de
que todo fue un maldito sueño. Me quedaban aún doce días para disfrutar de mis
vacaciones, iba a olvidar todo aquel enojoso asunto de la ventana y estaba
decidido, lo iba a hacer.
Hice unas llamadas a algunos amigos y
quedamos para tomar unas copas por donde solíamos cuando yo no estaba ligado a
una mujer. Iba a recuperar mis hábitos de soltería que tan buenos frutos me
habían dado. Desayuné en la calle, leí relajadamente el periódico y me acerqué
por la casa de comidas donde sabía que a esas horas estarían mis compañeros de
trabajo. Los encontré, comí con ellos, me encontraron bien y relajado y me
gastaron las bromas habituales acerca de mi vagancia y mis buenas mañas para
convencer al jefe y dejar de trabajar unos días. Cuando ellos volvieron al
trabajo yo me quedé degustando ese café de después de comer que nunca podía
disfrutar. Pedí un copazo de coñac para terminar de rematar la faena cuando una
persona joven, pausadamente, casi con reposada familiaridad se sentó a mi mesa.
- Perdón, pero aún no he terminado… – y
al levantar la vista para cruzarla con el intruso se me heló la frase en la
boca, se me secó la garganta y enrojecí sin saber porqué.
No abrió la boca, se limitó a mirarme, con
sonrisa inocente y delicada, divirtiéndose con la situación y cuando había
pasado lo que parecía una eternidad y yo había tenido tiempo de agradecer a
todos los dioses que mis compañeros se hubiesen ido ya, me sonrió abiertamente
lo que me obligó a apartar la mirada.
Indudablemente era la figura que estaba
harto de ver tras aquella maldita ventana, pero de cerca llamaba la atención.
No tendría arriba de los veinticinco años, era varón, tenía razón al final
María, de apenas uno ochenta, bien vestido en plan casual, los ojos de color
turquesa tirando a violeta, una nariz griega ligeramente desviada a la
izquierda, pelo castaño oscuro despeinado admirablemente y unos carnosos labios
carmesí de los que dudaba que no tuviesen pintalabios encima. Era delgado y la
sonrisa casi infantil invitaba a la confianza. Pensé de inmediato en aquellos
labios rodeando el pene del otro hombre viejo (o sería una mujer, estaba
realmente confundido) que acabó vaciándose en aquella boca que sonreía tan
inocentemente y se me vino la nausea a la boca, pero sin saber explicar cómo y
muy irritado conmigo mismo se me hinchó el pene hasta provocarme dolor.
- Cuando quieras, no tienes más que
subir, es el mismo piso de María pero inmediatamente por debajo. Te esperaremos
impacientes.
Y dicho lo cual, me tendió la mano como
si nos acabaran de presentar. Me levanté muy azorado sin saber a causa de qué y
le ofrecí la mía, nos dimos un apretón de manos, de esos con los que se
reconoce la franqueza y regalándome su mejor y más sincera sonrisa salió del
establecimiento.
Quedé como una marioneta inanimada
sentado delante de la copa de coñac y transcurrido un tiempo que pudo durar un
segundo o una vida entera, me bebí la copa de un trago y salí de la casa de
comidas como alma que lleva el diablo.
No se porqué pero me metí en el cine,
no quería volver a casa pero tampoco quería que nadie conocido me viese, me
sentía reo de un gran delito, no sabía cual, pero debía ser gravísimo, porque
estaba avergonzado de haber visualizado una felación entre hombres y haberme
empalmado por ello y en el colmo de la desfatachez le había dado la mano al
felador.
Entré en una sala de las de barrio, pequeña,
y me acomodé en la primera butaca que creí ver vacía. Proyectaban una película
de tiros, pero yo no la veía, la miraba, pero no la veía, estaba mediatizado
absolutamente por el muchacho que acaba de saludarme y que me había provocado
la erección y la nausea más explosiva.
Nada más sentarme a no ver la película
otro espectador me pidió disculpas y pasando por delante de mí se sentó en la
butaca de al lado. A los dos minutos sentí como mi pierna era empujada. La
retiré suavemente, con seguridad, pensé, yo había invadido el espacio del
vecino de butaca, pero al poco volví a sentir la misma presión y entonces
decidí defender mis derechos de butaca y presioné yo más que él. Y sucedió lo
imprevisto. Sentí como una mano se depositaba en mi pierna y progresaba peligrosamente
hacia mi bragueta a la que asaltó con una habilidad prodigiosa consiguiendo
abrirla en una décima de segundo. De un salto me puse en pie y más nervioso que
una colegiala en su primera cita, sin saber como reaccionar, montar un
espectáculo mayor que el de la pantalla o irme a la carrera, opté por lo
segundo y salí huyendo del cine.
¿Qué me estaba pasando, joder?, el
mejor refugio sin ponerlo en duda era mi casa. Al día siguiente iría al trabajo
a decirle al jefe que estaba cansado de hacer el vago y que lo que no
necesitaba en ese momento eran vacaciones, sino trabajar.
Achaqué a la mala suerte el que un
bujarrón carroza me asaltase al amparo de la oscuridad de un cine de barrio y
decidí amortizarlo en la sentina más oscura de mi memoria, como si no hubiese
sucedido. En cuanto al episodio de la casa de comidas antes de buscarle una
explicación prefería dejarlo como no entendido y en tal caso como no concernido.
Me dediqué en cuanto hube llegado a
casa a ordenar papeles por mantener la cabeza ocupada y no dejar campar la
imaginación como una cabra por un prado sin vallado devastando cualquier
recuerdo, devorando toda imagen. Quise cenar algo de fruta, no por hambre sino
por obligación y me metí en la cama con la intención de levantarme temprano
para llegar a la oficina antes que el jefe, que me viese la disposición.
A eso de las dos de la madrugada otra
vez el sobresalto, el corazón galopando furibundo y la polla empalmada como si
tuviese quince años. Me toqué de forma refleja y me embadurne los dedos de preseminal, pringoso y frío ya. Tuve que sentarme al borde la cama con los ojos
como los de un búho escudriñando su presa en la noche y la sensación de
estar aterido en medio de un témpano de
hielo. Pero el empalme no cedía. Intenté acordarme de la ruptura de María, de
la nausea que me produjo la mano del desconocido en mi bragueta y del profundo
asco que me asaltó al sospechar que el viejo se había vaciado en la boca del
desconocido de la ventana, pero al contrario de lo que era mi intención, se
reduplicaba la dureza de la polla que pugnaba por ser aliviada en sus exigencias.
Finalmente decidí, que como un púber, debía dar consuelo al sexo y me masturbé
rápidamente sin conseguir apartar de mi cabeza la figura de la ventana
desapareciendo hacia la entrepierna del viejo para posteriormente levantarse y
supuestamente compartir con el boca a boca, el producto de su lascivia, y en
ese preciso momento, el de mayor asco, efusionó un surtidor de leche que me
produjo un placer como no sentía desde
los tiempos de las pajas cada dos horas de los quince. A continuación me invadió
un sueño pesado que me sumió en el coma más profundo.
Entraba el sol por las rendijas de la
persiana de mi dormitorio y me golpeaba en los ojos lo que me sirvió de toque
de diana. Me puse de pie inquieto y me contrarió que el reloj marcase las diez
y media de la mañana, me volví a echar en la cama a gandulear puesto que al
trabajo no pensaba ir a esas horas. Toqué restos duros como de plástico que
enredaban los vellos del pubis y recordé la paja que me hice la noche anterior
y dado que estaba abandonado a la molicie de la cama, me dije ¿porqué no?, una
boca es una boca y si da gusto que más da, de cualquier forma yo, maricón ni lo
era ni lo llegaría a ser nunca, me gustaban demasiado las mujeres. Estaba
decidido, le echaría narices e iría apostando fuerte a la casa de la ventana, a
ver donde estaba el truco. Todos estos apestosos fantasmas no tenían mejor
remedio que plantarles cara y espantarlos de una vez por todas.
Después de ducharme y acicalarme me
dirigí, muy seguro yo a la casa de la ventana. Para mí ya no era la casa de
María, sin darme cuenta la había rebautizado con el nombre de la casa de la
ventana, era revelador, pero aún no había tenido claridad de juicio para
comprender su verdadera dimensión.
Dudé antes de traspasar la cancela del
jardín pero me animó el pensar que quizá me cruzase con María y todo se
arreglase otra vez entre nosotros, estaría dispuesto hasta a pasar por tener
que soportar tediosas tardes de invierno con mesa camilla y pan tostado con tal
de que se acabase esta pesadilla absurda de los calentones causados por
parafilias degeneradas.
Subí hasta el tercer piso y me planté
delante de la puerta. Iba a averiguar que estaba pasando detrás de aquella
ventana. No me crucé con María ni con nadie más; quizá abrigaba la esperanza de
que alguien me echase de la casa al no reconocerme y me librase de esa forma de
tener que tocar la puerta delante de la cual me encontraba. Ya no era un ser
libre, estaba condenado a tocar aquella puerta y a pasar por lo que tuviese que
pasar una vez traspasado el umbral. La legión de mariposas no paraban de
torturarme la boca del estomago pero cuanto más nauseosa era la sensación, más
necesidad de traspasar aquella puerta. Sabía que no debía tocar el timbre, que
me traería problemas.
Pero toqué.
Después del primer tímido timbrazo
silencio absoluto. Respiré aliviado, yo había cumplido la parte del trato que
había establecido conmigo mismo, es decir, sobreponerme a todo rechazó y pedir
entrar al reino de la ventana. Nadie había querido abrir, era libre de irme, respiré
aliviado. Estaba en estos razonamientos cuando atronó el pasillo el sonido de
los cerrojos al descorrerse y los pies se me atornillaron al suelo, como si ya
no hubiese escapatoria y estuviese obligado a cumplir los términos de un
contrato que no sabía cuando hube de firmar.
- Al final te has decidido – se apartó
el muchacho de los ojos violeta del hueco de la puerta y me franqueó la entrada
– pasa. La realidad es que habría apostado cualquier cosa a que no ibas a venir
hasta pasadas unas semanas, no se te notaba muy lanzado.
Cerró la puerta tras él y me indicó el
pasillo adelante hasta llegar a una habitación de mediano tamaño con una cama
de hospital, un sillón de orejas, un par de sillas, una mesa camilla y una
ventana desde la que se divisaba el jardincillo de entrada a la finca y la
acera por donde los transeúntes a esa hora se afanaban caminando en cumplir sus
obligaciones. Hacia un calor sofocante razón por la cual el muchacho estaba tan
ligero de ropa. Yo me quité la americana en un gesto inconsciente y me desanudé
la corbata.
- De manera que esta es la famosa
ventana – dije por romper el hielo, me encontraba totalmente descolocado.
- Siéntate, ahora viene la señora – me
dijo de la manera mas natural.
- ¿Señora?, ¿no vi el otro día por la
ventana como te agachabas delante de un viejo empujándote por los hombros?
- No es un viejo, es una anciana para
la que trabajo, solo que tiene el pelo muy ralo y es ya mayor, supera los
noventa.
En ese instante dando golpes con el
bastón en el suelo entró la anciana en la sala. Estaba sentado y de un respingo
me puse en pie y como un mango maduro, rojo morado de tan inflamadas las
mejillas de apuro ayudado, que duda podía caber, de la temperatura agobiante
que se respiraba en la casa.
No podía creer lo que estaba viendo. La
anciana estaba totalmente desnuda, con los pechos pellejosos colgándole del
tórax bamboleándose al compás del vacilante avance de la mujer apoyada en su
bastón. Las carnes fláccidas de las piernas caían en pliegues paralelos y
oblicuos desde las ingles hasta las rodillas dejando entrever entre ambos
muslos un escasísimo pelo gris sucio, que debía enmarcar su sexo que se
adivinaba colgando entre las piernas.
Miré alternativamente, con los ojos
desorbitados, al muchacho y la mujer desnuda, epígono de la repulsión sexual.
El chico de los ojos violetas me sonreía divertido gozando con mi sorpresa.
Finalmente accedió a explicarme mientras la anciana se arrellanaba en el sillón
de orejas abriéndose de piernas todo lo posible para que el sexo fuese bien
visible. Con la mayor repulsión posible me sorprendí de mi mismo, ahora, de que
estuviese empalmándome. La vieja comenzó a masajearse el clítoris delante de mi
presencia con el mayor descaro al tiempo que con la mano hacia señas al
muchacho para que se le acercase. El chico del pelo despeinado me miró, sonrió
y se desembarazó de la camiseta y del pantalón de chándal que llevaba quedando
igual de desnudo que la anciana. Sin dejar de mirarme con gesto de suficiencia
se dirigió al sillón y se arrodilló delante de la vieja, hundiendo la cabeza en
las piernas. Al poco la anciana comenzó a jadear de forma cada vez mas
insistente hasta que con grandes gritos y de forma extrañamente vivaz se
levantó de su posición recostada y abrazó con su cuerpo la cabeza del muchacho,
luego se desfalleció y cayó sumida en un sueño profundo.
El muchacho se retiró, se puso en pie
dejando ver con impudor su sexo grande pero no erguido y después de sonreírme,
acariciándose el pene me explicó:
- Es una nonagenaria rica, salida y
repulsiva que ha repudiado a toda su familia por escandalizarse de ella por ser
tan puta, que me paga
extraordinariamente bien. Cuando ella muera tendré una pequeña fortuna. Me
ingresa cada mes diez mil euros en mi cuenta y mientras se ocupa de todos mis
gastos con la única condición de que sea su ayudante sexual. Lo que más le
gusta es que le coma el chocho de forma salvaje; es admirable la forma tan
juvenil de correrse, claro que luego esas energías le pasan correspondiente
factura en forma de sopor comatoso que la tiene dormida por lo menos dos horas.
- ¿Solo le comes el coño, no pide nada
más? – pregunté intrigado y sin abandonar el empalme.
- Hay días que se empeña en que la
sodomicé, tiene el ojete más abierto que el coño, te lo aseguro, o bien otras
veces la insistencia es que le coma delante de la ventana, le excita sobre
manera que la vean hacérselo conmigo. Otras veces se empeña en sodomizarme ella
a mi con un dildo…, - se encogió de hombros a modo de justificación - ya estoy
acostumbrado y a ella le satisface. Cuando le comenté que mirabas mucho a la
ventana insistió que consiguiese que vinieras a contemplar el cuadro, por eso
se ha corrido tan pronto.
- ¿Pero no te repugna?, a mi me daría
asco. Y eso de sodomizarte…, qué dolor, y además, ¿eres maricón?
Sonrió y se me acercó descaradamente
acercando su mano a mi bragueta hasta sentir mi dureza, luego inclinó la
cabeza, me clavó la mirada más cínica y abrió los ojos de forma explicativa.
- A ti, tampoco te repugna, ese empalme
que he comprobado solo puede deberse a que te pone cachondo la vieja o yo o ver
como nos lo hacemos los dos. En cuanto a lo de la sodomización, no puedes
hacerte ni idea de mi sorpresa cuando la vieja me descubrió el punto G, que
debería ser el punto P, de próstata en los hombres. Es un placer de calidad que
te invito a que pruebes alguna vez. Y no, no soy maricón, ¿que clase de
taxonomía es esa de las personas?, somos lo que somos, no lo que hacemos y ser,
ser, somos todos homínidos inteligentes buscando de manera ininterrumpida y terca
nuestro mejor provecho.
Abrió entonces una caja antigua, que
parecía de música, pero que estaba llena de consoladores de diferentes tamaños.
Me enseñó uno y se ofreció a insertármelo.
Nada más hacer el ofrecimiento, la
indignación me subió como una espuma acida desde lo más profundo de mi hombría
e insultando a mi anfitrión entre dientes me di media vuelta y salí dando un
portazo. Cuando estaba ya al otro lado de la puerta, en medio del pasillo, me
di cuenta que con la indignación me había dejado la americana dentro. Me detuve
sin saber como hacer para recuperarla y en esas estaba cuando la puerta volvió
a abrirse y el chico de los ojos violeta me la ofreció al tiempo que con una
muy maliciosa sonrisa me anunció que antes o después querría probar y que él y
su ama estarían ahí para ayudarme.
- Nunca te harás idea del placer que se
puede llegar a sentir con un dildo de punto G insertado mientras sodomizas a la
vieja.
- ¡Degenerado! – le espeté con furia.
- Ya conseguirás llegar a serlo tú, no
sufras, terminarás por entrar en el mundo de la libertad.
Profundamente irritado quizá más
conmigo mismo que con aquel par de locos, por mi propio empalme que no arriaba
a pesar de todo, me lancé escaleras abajo hasta ganar la calle en dos zancadas.
Al salir, encendí un cigarrillo y aspiré con rabia el humo, queriendo olvidar
lo vivido. Me prometí en ese momento que no volvería a pisar aquella calle
maldita. El empalme finalmente cedió, me sentí aliviado.
Dormí toda la noche sin pesadillas ni
malos sueños, me desperté pronto y fui a la oficina. Precisamente ese día el
jefe no iba a venir a trabajar y los compañeros me echaron prácticamente a mi
casa.
- Te queda mas de una semana de
vacaciones, aprovéchala imbecil, que luego lo vas a echar de menos – me
repitieron casi en canto coral todos los compañeros.
Estaba atrapado y no tenía idea de cómo
iba a poder pasar toda una semana yo solo a merced de mis contradicciones, porque
el recuerdo de la anciana corriéndose no cesaba de torturarme y excitarme
martilleando mi mente de forma recurrente, sin dejar espacio a la piedad. Nunca
pude imaginar que un ser tan acabado pudiera ser un ser tan disfrutante y
ojala, pensaba, yo pudiera llegar a los noventa con esa disposición sexual y
dinero suficiente para poder satisfacerla, claro, porque la vieja salida sin el
dinero que le pagaba al muchacho a buenas horas iba a encontrar a un adonis
como aquel que le hiciese esos trabajitos. Y en estos pensamientos, de los que
no podía abdicar, como un mazazo continuo desesperante, ya tenía yo una erección
de órdago otra vez. Una mujer de mediana edad se cruzó conmigo y se fijó en el
bulto tan descomunal que me hacía la bragueta, me miro alternativamente a los
ojos y a la bragueta y me escupió en toda la cara y con un volumen como el de
un concierto en directo, un “guarro”, que solo consiguió que las orejas se me
pusiesen mas rojas que el capullo y me hiciesen acelerar el paso para quitarme
de la exposición a la denigración publica por exhibicionista y degenerado.
Llegué a casa desolado dispuesto a no
salir de allí en todo lo que me quedaban de vacaciones y lo que era peor,
sabiendo que iba a ser incapaz de cumplir mi propia determinación.
Como si estuviese preso en Guantánamo
paseaba por la casa sin hacer nada deseando que las paredes se derribasen para
poder escapar, pero era difícil porque de donde quería escapar de verdad era de
mis obsesiones y esas, gozaban haciéndome sufrir con su martilleo constante de
imágenes lúbricas de sexos en flor y actitudes lascivas y voluptuosas, la
mayoría de ellas inaceptables para lo que yo entendía como un sexo decente y
aceptable.
Era ya de noche cuando decidí ampararme
en las sombras para salir a la calle y pasar desapercibido de mi mismo buscando
una salida al laberinto en el que me había metido sin darme cuenta. Recordé
entonces “El Infierno Celestial”, una especie de antro con privados y un buen
montón de tías que sin llegar a ser putas les gustaba el morbo de hacérselo con
el primer desconocido que las tratase como tales. Me felicité de acordarme del
antro y me dispuse a reconciliarme con mi vida monótona y predecible en la
esfera sexual.
El local no había cambiado mucho desde
hacia cinco años que yo no lo frecuentaba, solo que me daba la impresión de
estar algo fuera de lugar, pues la edad media de los asistentes no debería
estar mas allá de los veinticuatro años. Algunas tías eran más talluditas,
casadas muchas de ellas como era costumbre y otras de una edad dudosa de hacer
que uno se convirtiese en pederasta y que hacía necesaria la exigencia del
carné de identidad. Los reservados tenían espacio más que de sobra para más de
una pareja y la gente no se cortaba a la hora de entrar y salir.
El precio de las copas se había
disparado y ya no iba a ser factible cogerse un pedal colosal apalancado en la
barra mientras se elegía potranca a la que montar. Con los ojos ya
acostumbrados a la penumbra reinante y los oídos mecidos por la música sensual
que envolvía y relajaba la estricta moral imperante en la calle estaba marcando
al pedazo de mujer a la que iba a invitar a un apartado cuando alguien me tocó
el hombro.
Me volví sorprendido, hacia tiempo que
yo no aparecía por allí y nadie debería conocerme al punto de tocarme el
hombro. Cuando vi quien era, supe que el destino de cada uno está escrito en
las estrellas o en los infiernos y por más fuerza que se haga es imposible
distraerse de él.
- Me has seguido, ¿no es eso? – le
espeté con mucha mala leche al efebo que se dedicaba a comerle el coño a la
vieja comatosa.
- En absoluto – le cambió la sonrisa
esbozada del principio por un rostro duro que dejaba traslucir una personalidad
que en nada hacía presuponer cual era su trabajo – es mi noche libre, que
consumo, como me gusta. Adoro el sexo y desde luego con gente joven más. Aquí
tengo la oportunidad de practicarlo sin compromisos ni malos rollos y encima me
lo paga la vieja. Pero si te he molestado me disculpas y hasta otra.
- Perdona, es que todo este lío me está
afectando mi vida y no se como desembarazarme de él. Creí que venías a
malmeterme o a buscarme y yo no soy maricón.
- Ni yo. Solo soy sexualmente activo y
disfruto del placer allá donde se encuentre y te puedo asegurar que la vieja me
ha enseñado en todos los sitios en los que se puede encontrar y son mas de uno
y a veces mas divertidos.
En ese momento se acercó una muchacha
preciosa, cuerpo perfecto, y ligera de ropa.
- ¡Oscar! Cuanto tiempo hacia que no te
veía, te he echado de menos. Hay un reservado libre…, pero me gustaría tener
otro…, ya sabes lo que me gusta.
- Pues mira por donde, este amigo – y
se detuvo al darse cuenta de que no sabía mi nombre, como yo no sabía el suyo
hasta que la chica lo nombró.
- Antonio, es que Oscar es muy
olvidadizo. ¿Y tú?, como te llamas.
- Margarita, para el que quiera
deshojarme – entonó la voz de forma sugerente al tiempo que se levantaba los
pechos con las manos.
Mi cuerpo respondió como movido por un
resorte y una punzada en la misma punta del capullo me hizo creer que iba a
correrme allí mismo. De forma automática avancé la mano hacia su entrepierna y
más rápidamente que yo hice el gesto, Oscar me sujetó por la muñeca.
- Perdona pero el encargado estaba al
loro y si le llegas a tocar de esa manera te echa a la puta calle. Aquí en los
reservados lo que te de la gana pero en el local no te puedes pasar ni un pelo.
Si te parece vamos a un reservado y yo lo pago que la vieja me lo paga a mi
después cuando le cuento con pelos y señales lo que he hecho; le pone cachonda.
Y a ésta – dijo señalando con la cabeza a Margarita – no hay cosa que más le
ponga que el que le tapen los dos boquetes a la vez.
Margarita poseía un cuerpo menudo pero
proporcionado, tenía una mirada deliberadamente viciosa y te hacía saber de
forma tacita que era capaz de hacer todo lo que a ti se ocurriese por muy
extravagante que fuese. Oscar le echó el brazo por encima de los hombros y me
animó a mí para hacer lo mismo, ella nos pasó sus bracitos menudos por la
cintura. De esta manera los tres formados y encadenados por nuestros brazos nos
dirigimos a las cortinas tras de las cuales estaban los reservados.
Un impresionante y rapado hombre
montaña con cara de pocos amigos, vestido de cinchas de cuero, que dejaba buena
parte de su cuerpo a la vista y gorra de ángel del infierno cerraba el paso.
Oscar sacó de su cartera un billete de quinientos y se lo dio al cancerbero
diciéndole que se quedase con la vuelta. El guardián de los reservados le guiño
un ojo y le dijo que cualquier día le cogería por su cuenta y le iba a arreglar
el culo como pago por sus abultadas propinas.
- Le dejo que se lo crea y así me trata
bien y a veces me ha sacado de alguna gorda con su humanidad incuestionable. Es
una bestia dando hostias, aunque solo le gusten las colitas y mira que he
intentado convencerle que en la variedad esta el gusto, pero nada, es un
cabezota en esos asuntos.
- Entrar en el siete, esta vació y
limpio y recién restaurado – nos gritó
mientras caminábamos pasillo adelante en busca de los reservados.
El reservado siete era una habitación
amplia con una gran plataforma mullida circular en el centro con un mueble que
hacia las veces de bar y una bandeja con vasos y copas.
- Las bebidas van en el precio – dijo
como de pasada Oscar.
Y en ese momento Margarita con una
destreza digna de un prestidigitador se quedó desnuda del todo. Oscar se echaba
sobre la cama, vestido aún y yo me quedé plantado sin saber que hacer. La chica
de inmediato se me abalanzó a la bragueta, me saco la polla y comenzó a mamar
haciendo un uso de la lengua que nunca nadie me había hecho, acariciando
suavemente el frenillo con ella mientras con los labios bien ensalivados subía
y baja por el fuste. El pene le entraba una cantidad de centímetros increíble
para lo pequeña que era ella pero lo hacía con una naturalidad que hablaba de
las veces que tenía que haberlo hecho antes. Oscar miraba divertido desde la cama
viendo mi expresión de sorpresa y placer.
- No te vayas a correr que estropeas el
invento, tú, machito, se un poco responsable. Y tú, zorrita, que se que te
gusta de todo ven a comerme un poco a mí.
Mientras la chica me abandonaba a punto
del orgasmo, me desnude del todo y la seguí hasta la cama donde ya había
conseguido sacar a Oscar sus veinte centímetros de excitación. La chica estaba
de rodillas delante de él haciendo de las suyas y dejaba expuesto su sexo al
mantener las piernas un poco abiertas. Me metí boca arriba por debajo de ella y
comencé a mordisquearle sus labios y su clítoris. Al sentir el placer ella
abrió un poco más sus piernas para acercarme aún más su sexo a mi boca. La
excitación de la chica le abrió tanto las ninfas que mi lengua entraba con
facilidad en su vagina. Cuando estaba más entusiasmado, Oscar me informo que
debería dejarle descansar un poco el chocho y dedicarme a su ojete, que también
le volvía loca y así la preparaba para lo que venía luego. Yo estaba a punto de
estallar y estaba seguro que si me rozaba el capullo con algo me correría sin
remedio. Salí de debajo de ella y de rodillas, así mismo, por detrás me dedique
a hacerle el beso negro más profundo que nunca hubiera imaginado que pudiera
hacerle a una mujer. Cuando Oscar comenzó a decirle que como buena zorra me
estaban preparando el culo para que él la sodomizase me vino un calambre a la
punta del capullo y sentí que me corría sin remedio. Lo grité en ese momento
pues sabía que no iba a poder contenerme y como el rayo ya estaba ella de
frente a mí con las piernas en uve y ofreciéndome su coño. Nada más sentir el
calor y la humedad de su vagina comencé a eyacular entre espasmos de placer.
Fue inenarrable el placer conseguido. Nada más acabar, quedé tendido boca
arriba sobre la cama y ella se aplicó a recoger con su lengua los restos de
semen que quedaban en el capullo y se tendió también a mi lado boca arriba con
las piernas cruzadas, lo que me sorprendió.
- Es para que no se me escape tu semen
– me explicó ella muy coqueta – va a hacer falta.
Al tiempo que decía esto me iniciaba
una caricia muy suave en las bolsas y el fuste del pene pero sin llegar a tocarme
el capullo. Me estremecí de placer y sentí como la verga en lugar de decaer,
volvía a tomar consistencia y volverse dura. Deseé entonces volver a
penetrarla.
Oscar mientras tanto había terminado de
desnudarse y con su pene enhiesto se acercaba hacia nuestros pies. Se colocó de
rodillas delante de ella y pensé que iba a penetrarla él a continuación pero en
lugar de eso se inclinó hacia delante y ella se abrió de piernas para que Oscar
hundiera la cabeza en su sexo. Me incorporé para comprobar que iba a hacer lo
que me resistía a creer que iba a hacer. Y efectivamente, nada más abrirse de
piernas, mi semen comenzó a manar del sexo de Margarita y la lengua de Oscar de
forma experta a recogerlo y saborearlo, y cuando la fuente de semen pareció
extinguirse aplicó toda su boca al coño
de la chica para terminar de consumir lo que quedaba, rebañando con la lengua
lo que quedase en la vagina. Margarita mientras tanto, no había soltado mi pene
y lo agitaba con exquisita suavidad; yo, contemplaba la escena, extasiado.
Estaba a punto de volver a correrme cuando la mano de Oscar sujetó la de
Margarita en sus movimientos y de forma medida, en un casi imperceptible roce empezó a masajear con sus dedos mi frenillo.
La primera intención fue el rechazo pero yo ya no era dueño de mi voluntad,
ésta toda residía únicamente en mi sexo, el placer era de tal magnitud que me
abandone al goce provocado. Las vaharadas de mareo suscitado por la delicia
extrema hacían que me pareciese que flotaba en el espacio ingrávido, con los
ojos cerrados a lo que en la realidad sucedía, y esta era que un tío me estaba
sobando la polla y yo estaba disfrutando con ello. Si a partir de ese momento
yo iba a ser maricón, me importaba un bledo, la calidad e intensidad del goce
era de tal dimensión que anulaba cualquier prejuicio que yo pudiera haber
adquirido en mi devenir como hombre.
- Ahora que vuelves a estar a punto -
dijo Oscar con voz trémula de excitación y deseo - te dejo para ti el culo que
te va a ser aún más placentero y yo me apañaré con su coño que estoy más
excitado.
Se tendió con su sexo apuntando al
cielo y Margarita le cabalgó hasta quedar ensartada ahogando una exclamación de
goce extremo. Entonces se inclinó sobre el pecho de Oscar dejando expuesto su
ano, ofreciéndomelo. No me lo pensé, apunté el capullo a su ojete y de un golpe
de cadera le inserté en profundidad la polla, al tiempo ella emitió un grito
entre de dolor y placer que me hizo volver a correrme al instante sin casi
producir movimiento alguno. Sin sacársela y sin dejar de gozar, ella comenzó a
moverse hasta que escuché que Oscar le susurraba a la chica que la iba a
inundar de su semen, para que se sintiese plena. Después de eso, ella emitió un
grito animal de satisfacción y cayó desfallecida.
Yo me salí de ella y Oscar la empujó a
un lado dejándola rendida sobre aquel ruedo de lujuria, me invitó a vestirnos y
salir fuera. Le pregunté por ella y me contestó que el reservado estaba pagado
para toda la noche.
- Ahora le mandaré a alguien que
termine de satisfacerla; es una fiera, necesita algo más que dos hombres para
llenarla. El gorila que hay fuera lo sabe y también hará algo si llegase el caso,
aunque él es más de chavales como habrás podido comprobar antes.
Pensaba que nos íbamos a marchar pero
en lugar de eso Oscar me invitó a tomar una copa mas, “la penúltima”, me dijo
entre risas, mientras llegábamos a conocernos mejor.
Le pregunté intrigado, cómo había
llegado a tener ese extraño y repulsivo trabajo en que tenía que hacérselo con
una vieja como esa. Me sonrió de forma traviesa, encendió un cigarrillo, me
ofreció otro a mí y empezó a hablar.
Describes perfectamente los ambientes y las escenas. Me gusta el modo de narrar las emociones asociadas al deseo y al placer. Es una historia excitante, incluso si no se comparten los gustos con los protagonistas.
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