martes, 29 de enero de 2013

LA VENTANA V



Entré con paso vacilante y lo que vi me hizo perder la respiración y para mi desconsuelo me devolvió a cinco años antes en casa de Soberana aderezado todo de una explosiva erección que me satisfacía por creer que estaba perdido, como me entristecía al darme de cuenta de que cinco años de abstinencia es nada cuando la semilla de la lujuria ha conseguido anidar en el morada del deseo y solo espera el goteo aunque sea escaso de una imagen o la palabra sálica de un fauno vicioso para germinar con toda la pujanza que solo da el fertilizante de la memoria.
- Trágatela hasta dentro zorra.
De espaldas a mi una figura desnuda de medio cuerpo para arriba con los pantalones medio caídos dejando adivinar la convexidad casi perfecta de su trasero rebuznaba su orden imperiosa de más intensidad en la felación por parte de la esclava de turno. Pero había más, el timbre de la voz que urgía a tragarse más profundo aún su pene, aunque ronco por la lascivia era ya plenamente identificable aunque me sumiese en la mas absoluta perplejidad y no me permitiese inhibir la exclamación más afirmativa que interrogativa:
- ¡Oscar! – y en mi tono de voz solo me pude escuchar  a mi pesar vacilación y estupidez.
Que estaba pasando. Que hacia yo en aquella casa viajando en el tiempo a momentos que deseaba olvidar pero deseaba recrear a la vez. Jamás sentí un placer más viscoso y adictivo que en aquella sesión con Soberana y Oscar y jamás había sentido después tanto asco y tanto deseo de repetirlo, por eso me había impuesto el voto de castidad, por eso me había negado el sexo, para evitar caer en lo que ahora sabía que iba a ser imposible rechazar.
Oscar volvió la cabeza sin desenganchar de la boca de Braulia su miembro y con su más esplendida sonrisa me animó a unirme al goce.
- Me ha costado ponerte en suerte, cabrón, pero otra vez te tengo y se que ahora no vas poderte negar a follar con nosotros. Por cierto, pedazo de maricón, la hostia que me metiste en casa de Soberana, aún me duele y me la habrás de pagar caro por mucho placer que se, te terminará por dar.
Y ahí estaba yo, pasmado y empalmado como un gilipollas viendo a Braulia hacerle una felación a Oscar y sin saber como defenderme, como desembarazarme del lazo que me acababan de tender. No se trataba entonces como había imaginado en mi pensamiento paranoico de un embarazo, era mucho más elaborado. Braulia estaba metida hasta el cuello y no tenía idea de cómo.
- Me costó echarte el lazo, cabrón – Braulia había soltado el pene de Oscar y con una voz ronca de haberle llegado la verga hasta el esófago y distinta entonación de la que usaba en la oficina me guiñaba un ojo al tiempo que con la mano me animaba a acercarme a su juerga.
Oscar no dejó pasar ni diez segundos sin tener su polla otra vez al abrigo húmedo y caliente de la boca de Braulia, la agarró por los pelos y con un violento y contenido “mama, zorra” le condujo la cabeza otra vez a sus genitales. Luego volvió a su tono festivo y desenvuelto y me animo a acercarme.
- Venga hombre no seas tímido, vete sacando la polla y acércate, Vero tiene el coño caliente y espera que le hagas los honores otra vez.
Braulia estaba de rodillas y levantó el culo al instante para de esa manera, agachada se pudiera acceder a su sexo. Empezó a menear el trasero para incitarme. En ese momento Vane de la que me había olvidado con todo lo que se me agolpaba delante de los ojos de la mente, me dio un empujón que me hizo trastabillar y tener que apoyarme en la espalda de Oscar para no caer. No pude evitar que mi erección impactase en el trasero del chico.
- Perdona…, - no supe que decir, sabía que había pisado línea roja sin querer.
- ¿Perdona? Eso es lo único que sabes decir – estaba burlón y afectado falsamente – si quieres mi culo en lugar del coño de ésta, lo dices abiertamente y ya veremos – babeaba al decirlo.
- No había sido mi intención…, - estaba haciendo el canelo y me estaba dando cuenta pero no sabía como sacarme a mi mismo de la situación.
De repente, Oscar se salió de la boca de Braulia y se encaró conmigo, retándome, tan cerca, que ahora era su polla la que se estrellaba contra mi cuerpo. Sentía su dureza, debía extrañarme y repelerme, pero me excitaba. Su nariz estaba a escasos milímetros de la mía y sentía en mi boca el aliento de la suya. Antes de que pudiera darme cuenta y sin mover ni un músculo estaba mordisqueando mi labio inferior. Sentí una punzada en la entrepierna y enseguida una mano, la suya que me apretaba con fuerza el sexo.
- Vamos, cabroncete, decídete, que prefieres efebo o hetaira, y no me digas que no has leído “Caligula”. Yo soy Caligula y tu Tiberio, ¿que prefieres? – hablaba rozándome los labios con los suyos.
Me tenía absolutamente dominado, era incapaz de separarme de él aunque en lo más profundo sintiese una sensación de nausea que era incapaz de diferenciar del vértigo que produce un placer tan extraño como extremo. Transcurrida toda una eternidad llegó un momento en que él apartó la mano de mi entrepierna y me sujeto la cara con fuerza estrellando sus labios con los míos y horadando mi boca con su lengua. Reaccioné entonces de manera automática, como el animal que roza el fuego, salté hacia atrás y enfile la puerta.
Vanesa me estaba esperando y me impidió salir.
- De aquí no vas a salir sin dar una respuesta a Oscar, muchachito – me sujetaba con una garra de acero los brazos inmovilizándome. Parecía imposible que esa mujer desarrollase esa fuerza sobrehumana.
Intenté desembarazarme pero aquella Vane tenía la fuerza de dos hombres como yo y no lo conseguí. Sin saber porqué y abrumado por mi destino comencé a llorar.
- Me excita su debilidad, pero es al tiempo despreciable. No nos vale, que se vaya – Oscar emitía una voz desapasionada, decepcionada al parecer con mi reacción. Iba a decir algo más pero se calló – Que se vaya – elevó la voz en esta segunda ocasión al volver a hablar visiblemente irritado ya.
La garra de Vanesa se soltó como si un automatismo hubiese dejado de tener efecto y dando trompicones y traspiés pude ganar la calle.
Tenía la impresión de que la gente estaba pendiente de cada paso que daba. Necesitaba un espejo en el que mirarme, porque la sensación de estar desgalichado por completo, despeinado y ajado me producía sonrojo. En un escaparate me atusé un poco el cabello que no estaba como yo imaginaba de despeinado y me coloqué las prendas que llevaba, subiéndome la cremallera de la bragueta. Conseguí serenar el paso y confundirme en mi imaginación con el resto de los viandantes. Tenía que sosegarme y pensar en lo sucedido. ¿Qué hacia Oscar ayuntando con Braulia en mi presencia y la de su amiga y con esa seguridad que da el saberse en posesión de todas las claves?, ¿cómo habían conseguido hacerse con mi voluntad hasta ese punto de llevarme a su terreno?
Iba a volverme majareta si seguía con las interrogantes. Decidí que lo mejor era dejar de pensar en ello y caminar pausadamente a casa donde ducharme para desembarazarme del olor del aliento de Oscar que aún me daba nauseas aposentado en mi nariz y de paso sentirme seguro a buen recaudo de mis propias inclinaciones, porque estaba fuera de duda que la presencia de Braulia felando a Oscar y el posterior sobeo de éste de mi entrepierna besándome con violencia para hacerme sentir su altura sobre mi, habían conseguido hacer tener una erección tan placentera como asqueroso era el que me la provocaba besándome de la manera más procáz. Todo quedó aparcado.
Nada más llegar a la casa me desnudé y eché toda la ropa que llevaba a lavar, como si de esa manera se perdiese también para siempre todo recuerdo del suceso. El agua caliente de la ducha me confortó y así estuve hasta que el gas de la botella dio a su fin. El agua helada sobre la piel me hizo despertar del letargo en el que me había sumido la peripecia y salté fuera de la ducha como la rana del caldero de agua hirviendo. Frotándome con una toalla recia no pude evitar evocar la presa de Oscar sobre mi sexo. Y me empalmé en segundos. Odiaba, odiaba con todas mis fuerzas ese sexo que se excitaba con imágenes de homosexualidad explicita y más sabiendo que una mujer daba placer al que me sumía a mi en la degeneración de la homofilía. Pero el pene reclamaba su trozo de gloria en ese instante y no pude resistirme a empezar a acariciar el glande con suavidad. Delante del espejo del cuarto de baño sin siquiera abrazar el tallo del pene, con dos dedos de la mano izquierda mimaba con lenta suavidad el frenillo del capullo que estaba a punto de estallar de excitación. El placer que se despertaba era inenarrable y me sentía a gusto y feliz de procurarme tal placer. Pasaban los minutos y el cuerpo me pedía alcanzar su clímax con presteza. Aceleré los movimientos arriba y abajo ejerciendo aún más presión con los dedos sobre la tersa piel del capullo pero el orgasmo estaba siempre al borde del precipicio sin conseguir dar el ultimo saltó para caer por él y que la efusión de semen me llevase al parnaso de la gloria física mas exquisita. Cerré los ojos entonces y me vi en  el vestíbulo de los ascensores con Braulia sintiendo como el pene entraba profundamente en su abrigo húmedo y caliente y los movimientos lúbricos hacían que mi cuerpo gozase de la mano de mi sexo, como si mi sexo fuese en ese momento todo mi cuerpo. Y conseguí casi caer por el abismo profundo del placer pero no terminaba de despeñarme del todo por el abismo de la lujuria y entonces fue, como si de un ladrón se tratara, la imagen de la boca de Oscar rozando la mía, se coló en mi imaginación rompiendo todas las medidas de seguridad y alcanzó lo que antes no había conseguido, que un surtidor de liquido blanco opalescente impactase en el espejo que devolvía, a mi pesar, la imagen de un rostro que gozaba de una manera total con lo que estaba sucediendo. Estaba mareado del placer y me abandone a la sugestión de la lengua del corruptor invadiendo la mía y escudriñándome hasta los más oscuros abrigos. Cuando el placer fue remitiendo y retirándose como la ola del tsunami, solo dejó a la vista la cruda realidad del desastre producido y es que lo que mayor placer había desencadenado había sido el contacto de la lengua de un tío en mi boca.
Me negaba, yo no era gay, disfrutaba, me empalmaba con la contemplación de un culo gelatinoso y bamboleante bajo la tela ajustada de una falda estrecha, me hacía perder la cabeza el olor a sexo de mujer y la estrechez que se hunde en el escote formaba por dos senos convexos y duros. La visión de dos pezones duros resaltando bajo una camisa ajustada me hacía barritar de excitación como una bestia salvaje. ¡No me gustan los hombres!, me desgañité dentro del cuarto de baño con la retina aún iluminada del surtidor de semen que salía a impulsos de la imagen de Oscar besándome. Me estaba volviendo loco, rechazaba la idea de ser como Oscar, no me consentía ni la frivolidad de una bisexualidad ocasional.
Volví a ducharme y salí del agua a escape, para no volver a ver mi figura retratada en el espejo, me daba asco.
Decidí entonces que al toro se le coge por los cuernos. Me vestí de la mejor forma posible, me acicalé y perfume y abrí la alcancía de las ocasiones. En la cocina al lado del azúcar, en el bote del café, bajo un doble fondo guardaba el dinero de las emergencias. Y esto lo era. Me iba a alquilar un par de putas con las que pasar la noche, pero no de las putas esas de polígono, tiradas y zarandeadas por el chulo de turno. Iba por un par de zorras de las de altos vuelos, de las que parecen señoritas de compañía de congreso de políticos y me iba a desquitar; me iba a demostrar quien era yo realmente. Conté los ahorros, cerca de seis mil €, lo cogí todo.
En el barrio de negocios de la ciudad, en el ensanche de lujo, proliferaban los Púb de poca luz, mucha madera, mucha pajarita y gorila a la puerta alérgico a todo lo que no sonase a dinero fresco y con la zarpa siempre dispuesta a ahuyentar hienas de mal pelaje o a recoger lo que cayese. Yo iba disfrazado de animal de bolsa, oliendo a parqué, traje informal, pelo cuidadamente alborotado y aliño de triunfador. Fui decidido a la puerta con el corazón galopando y el gorila no tuvo más que darme las buenas noches, abrirme la puerta al tiempo que como si de un ballet perfectamente ensayado se tratase, cogía con mano excusada los cincuenta euros que yo le deslizaba sin detenerme a mirar la cara de desencanto que ponía por la tacañería del cliente.
Me fui directo a la barra, agité un billete de doscientos euros al tiempo que solicitaba un trago largo a base de güisqui de malta con un botellín de Perrier. Se me acercó una chica castaña de ojos verdes, preciosa, que me preguntó si ella podría también tomar algo.
- Naturalmente, guapa pero a condición de que te vengas con una amiga tuya para pasárnoslo de cine los tres.
- ¿Tú vas a poder con las dos? – pregunto burlona con una media sonrisa saboreando ya los billetes.
- Llama a una de tus amigas, a aquella rubia por ejemplo – le señalé una muñeca de no mas de veinticinco años que me puso ardiendo en cuanto fijó su ojos en los míos – por ejemplo y verás de lo que soy capaz.
Hizo un gesto con la cabeza y la rubia se acercó con un contoneo elegante que me excitó aún más de lo que ya lo estaba.
Ajustamos el precio rápidamente. Las dos en el apartamento que ellas tenían al lado por tres mil euros la hora. Si quería toda la noche eran quince mil. Me pareció hasta barato. Me pidieron el dinero por adelantado, les di la mitad, mil quinientos y quedamos que el resto al termino.
No perdonaron la copa de falso alcohol de la que se llevaban su buena comisión y salimos al edificio de apartamentos de justo enfrente. Con un frío y profesional buenas noches nos recibió el portero de turno, con su uniforme de almirante de una flota que naufragaba cada noche. En la planta duodécima, puerta H tenían el puesto de trabajo. Un apartamento impersonal y decorado para lo que de él se esperaba, no ser habitado por nadie, solo vivido por horas para sacarse el jornal. El salón era pequeño, porque la parte del león de la casa se la reservaba el dormitorio, o por mejor decir y ser más correcto el jodedero. Como autenticas profesionales procedieron sin perder minuto a despojarse de sus vaporosas y minúsculas ropas para quedarse en sujetador y la rubia con las braguitas puestas. La castaña se explicó:
- Ella es más pudorosa, hasta que no está metida en faena no se desnuda del todo, pero luego verás, es pura brasa incandescente.
Fue rápido el hecho de quitarse la ropa y me pilló desprevenido, tanto que me quedé como pasmado sin saber que acción tomar. Entre las dos, enseguida, se dedicaron a mí. Con mucho oficio y sensualidad comenzaron a desnudarme mientras se rozaban contra mi cuerpo, entre ellas y me sobaban a conciencia. Mi cuerpo respondió como un resorte y me atropellé desabrochándome el pantalón, algo que, al parecer, para ellas no era una prioridad. Cuando, orgulloso de mi cuerpo viril, enhiesto como un mástil, me contemplaron, me pareció distinguir entre ellas una ráfaga de mirada cómplice, una sonrisa medio esbozada que me aturdió pero el momento no era propicio para sutilezas de gestos y lo pasé por alto. La rubia se fue resbalando por mi pecho hasta quedar a la altura del sexo que se introdujo profundamente en la boca. No era posible que le cupiese mi pene en su boca pero sin embargo yo veía con asombro como se perdía dentro de su cabeza la polla entera hasta que los labios se hundían en mis bolsas. En esta situación sentía un masajeo vigoroso en el glande que me hizo creer que iba a correrme en cualquier instante, sin embargo el haberme masturbado esa misma tarde evitó que tal cosa sucediera y aguanté la embestida de la rubia mientras la morena se dedicaba a mordisquearme los pezones. De pronto me vi empujado por las dos, la una desde abajo y la otra desde el pecho hasta ser tumbado sobre la cama, inevitablemente de agua. El cuerpo se meció al compás de las olas del colchón, sin que por eso la rubia dejase de hacer la perfecta felación tragándose el pene entero una y otra vez y quizá sorprendida de que yo no alcanzase el orgasmo tras semejante muestra de maestría mamadora. La castaña entre tanto me cabalgó la cabeza, dejando su sexo reposar sobre mis labios. Sorbí, chupe, lamí, saboreé y mamé sus labios con delectación focalizando todo el placer en el sexo al que la rubia se dedicaba cada vez con más empeño.
De repente, sentí la verga libre y pude comprobar que la rubia había dejado de chupar para cabalgarme el sexo, sin terminar de quitarse su braguita. El pene entró en un orificio estrecho, que me produjo un placer extraño y no desconocido. La castaña no dejaba de bascular, adelante y atrás sobre mi boca para que mordisquease las ninfas y el clítoris cada vez con más fuerza. La rubia dedicada a la parte de abajo, subía y bajaba por su parte produciéndome un placer enloquecedor. En un momento la castaña creyó que iba a correrse y se levantó de sobre mi boca y miré a la rubia que se gozaba de mi polla y lo que vi me sorprendió de tal manera que sentí como alcanzaba el orgasmo sin poder remediarlo, aunque yo habría preferido no llegar a él.
La rubia fuera de si de lujuria, subía y bajaba sobre mi verga pero en la locura de su placer dejó escapar por uno de los lados de la braguita un pene pequeño pero bien tieso con un capullo rojo terso. Saber que estaba sodomizando a un tío por muchas tetas que tuviese me desencadenó un orgasmo intenso y doloroso al tiempo. Todo se confabulaba contra mí. La mujer castaña al ver que yo ponía cara de incredulidad ante lo que veía volvió a caer sobre mi boca y me aplastó su clítoris contra los labios. Yo mordí con rabia y ella berreó de dolor para a continuación emitir un chillido desfallecido que me indicaba que se estaba corriendo, al tiempo que yo lo hacia. Lo último que se es que un líquido viscoso y templado se derramaba sobre mi vientre. La rubia también se acababa de correr. En cuanto pude, salté de la cama, me limpie con la sabana de la cama como pude el semen de la rubia (o el rubio) y sin lavarme siquiera me vestí como pude y corrí a la  puerta. Con el pomo en la mano y la ira en  la lengua las insulte:
- Ya no hay más dinero, pedazo de guarras o de guarros o de lo que quiera coño seáis, me habéis estafado, yo quería dos mujeres y tú, rubia asquerosa, eres un tío.
- Pero a ti te ha gustado, maricón – respondió sin el mas leve atisbo de sonrojo – y de eso que no hay más dinero ya me contarás el próximo día.
Cuando enfilaba el portal me salió al paso el almirante que con cara de pocos amigos y sonrisa cínica me preguntó si no habría olvidado dejar algo en el apartamento de las chicas con las que había subido.
Con desesperación y furia mal contenida, saqué los mil quinientos que faltaban y se los tiré a la cara, él sin inmutarse y con la velocidad de un ninja me cruzó la cara de una bofetada y la sangre me comenzó a manar por la nariz y la comisura de la boca.
- Eso es solo por maleducado. Y es la última vez que pones un pie en este edificio – y el tono en el que me lo dijo no admitía más interpretaciones que las literales.
Comprimiéndome para cohibir la hemorragia y las lágrimas de impotencia y furia resbalándome por las mejillas y diluyendo en los labios la sangre que rodaba de la nariz, puse rumbo medio aturdido por el tortazo y el desaire a mi casa.
Los hados se confabulaban contra mí, yo buscaba mujeres y éstas se trasmutaban en hombres solo porque era yo el que las solicitaba. Estaba condenado y además ya no podía ocultármelo por más tiempo, gozaba con mayor intensidad cuando el contacto carnal incluía un pene en el atrezzo, además del mío.
Me recluí en mi casa. La pensaba como una gruta oscura y húmeda a la que llega la fiera herida para recluirse, avergonzada de seguir viviendo y morir en paz. Esta vez estaba herido de muerte. Me hundí en la cama revuelta sin desvestirme y la cabeza empezó a trabajar cuando yo quería exactamente lo contrario, que no funcionase, que se quedase en blanco, que olvidase la vida pasada, que muriese en suma. Me venía a la cabeza una vez y otra la sensación viscosa del semen ajeno derramado sobre mi vientre, estafando mi deseo, engañando mi hombría. Un hombre no debe ayuntar con un hombre, el apareamiento no es entre iguales, han de ser macho y hembra, lo natural; ese era el mantra que me martilleaba la cabeza y me martirizaba el alma hasta hacerme querer meter mis manos dentro de mi cuerpo para arrancarme la macula indeleble, que como un parasito infecto me estrangulaba el corazón, que me trasformaba en lo que siempre abominé. Vinieron a mi memoria las primeras y explosivas erecciones cuando pude rozar en la oscuridad de la sala de cine la rodilla de la muchacha con la que salí por vez primera. La eyaculación dolorosa y fresca que tuve al conseguir rozar pelvis contra pelvis, cuando me dejó hacerlo, a la tercera vez que fuimos a un guateque de un amigo y volví a enrojecer cuando mi madre me preguntó por la mancha delatora. Ahora todo se confundía y perdía valor; estaba precipitado en una sima profunda, cayendo sin parar, con el vértigo instalado en el estomago, mientras observaba como el mundo de luz se hacía cada vez mas pequeño allá arriba en el mundo real cayendo yo hacia los infiernos.
Escuché el teléfono que insistía una y otra vez aporreándome la cabeza y preparándome una jaqueca de proporciones colosales. Cegado por la luz que me hería desde la ventana del dormitorio, a tientas fui tropezando hasta dar con el auricular. Me limité a descolgarlo, no comprendía que era preciso decir algo al tomarlo entre las manos.
- ¿Estas enfermo? – la voz de mi jefe me aturdía con la exigencia, porque más que una pregunta era un reproche
- No, no…, no se, en realidad… - estaba muy confuso.
- Pues si no lo estás espero que tengas una buena explicación, porque el cliente que estaba citado contigo hoy, está que echa humo y como se pierda su cuenta, con él te vas a ir tú por el sumidero del paro – acabó su discurso con un volumen de voz chirriante y a propósito faltona que terminó por irritarme. Y recuperé de golpe la cordura.
Comprendí que nada servía para nada y que todo el esfuerzo no era más que pastar mierda para poder seguir comiéndola al día siguiente y al otro y al otro. Me surgió de dentro como una fuerza inexplicable, y de repente lo vi todo claro y acompañado de la sensación de poder arrancarme la lacra que me torturaba el alma y que durante toda la noche me estuvo haciendo penar, exploté.
- Por el sumidero, pedazo de cabrón te vas a ir tu y tu puta madre y al cerdo ese de cliente como tu le llamas que se joda, que a mi nunca más va a tenerme para lamerle los pies y reírle sus chistes estupidos y malos como tú.
No le di opción a contestar. Colgué y sentí un bálsamo que se derramaba sobre mis entrañas y me absolvía de cualquier pecado cometido o por cometer. Una experiencia superior a la de cualquier orgasmo. Me sentí hombre de verdad y como si hubiese sido tocado por una varita mágica pensé en Oscar y en sus manejos como algo lúdico y divertido, recordé el trío con el travestido de la noche pasada y no me hizo daño el recuerdo del semen fertilizando mi piel. Era yo otra persona y solo por el hecho de haber sido por una vez sincero y haberme mostrado como realmente era yo, como un hombre. Acababa de romper las cadenas de esclavitud con que la sociedad entera me aherrojaba y con ellas se disolvían por medio de no se que ensalmo todos los prejuicios. Al sentirme libre, era también limpio, inocente, feliz y deseoso de comunicar mi nuevo estado. Sentirse hombre pertenece a la esfera de la ética, practicar sexo de la manera que sea a la esfera de lo lúdico. Se puede ser un hombre integro y aceptar el sexo que a uno le proporcione placer, era así de sencillo y lo acababa de comprender. Antes de saberme hombre era incapaz de aceptar el sexo de otro hombre, necesitaba el sexo de una mujer para afirmarme mediante la posesión. A partir de ese momento podía mirar a los ojos de otro hombre y gozar con él en pie de igualdad y eso me llevaba a saber aceptar en pie de igualdad a una mujer. Efectivamente acababa de conquistar la libertad.
Renovado, radiante, me duché, y acicalé y salí a respirar el espíritu de humanidad que solo podía encontrarse en la proximidad de otros seres libres. Pero no los encontré. No en la calle.
Me sorprendieron las caras adustas y tristes de los viandantes. Me apenaban, no habían conseguido ver la luz aún. Nunca antes había reparado en que la gente no era feliz y la cara lo reflejaba a la perfección. Se me vino a la mente la cara de Oscar y supe en que consistía esa felicidad que yo sentía como un chorro de agua limpia que salía a borbotones de mi corazón y apagaba la sed de vida que me tenía atenazado desde años.
Resuelto y feliz me dirigí, ahora sí, sin temor y dispuesto a la entrega, a casa de Braulia. Deseaba ardientemente fundirme con todo aquel que quisiera hacerlo conmigo sin fronteras ni juicios previos, con la sencillez y naturalidad que un niño acepta que el sol supone día y la luna noche. Era libre para manifestarme ante mi mismo y desear sin remordimientos. Acababa de digerir la culpa y me disponía a quemarme en el altar de mis deseos, los que fuesen en cada momento, ya solo existía yo y mis placeres, ya solo existía mi cuerpo y lo que él me solicitase.
Llegué a casa de Braulia mas joven, no estaba encogido, apocado. Desde que hice sonar el timbre, cada segundo que pasaba era un siglo, hasta que pasados bastantes de mil siglos caí en la cuenta de que estaba en horario laboral, y eso me contrarió. Braulia estaría en el trabajo. Nadie iba a abrir ninguna puerta, pero yo necesitaba gritar que ya era libre.
Resuelto, sin importarme una higa que me increpase el ogro del que ya no era el jefe me dirigí al trabajo en busca de Braulia.
Como una hiena al acecho, aventándome a distancia, el jefe apareció en cuanto yo entré en la oficina desde el vestíbulo de los ascensores. Ya tenía mi respuesta preparada para responder a la agresión cuando me dejó sorprendido su reacción.
- Antonio, venga a mi despacho, he sido algo brusco con usted, lo siento de veras – me colocaba una mano cálida en mi espalda como consolándome – pero reconozca que usted tampoco ha estado muy fino…
Sentí un estremecimiento que me sacudió el esqueleto entero. Me estaba pidiendo perdón en lugar de expulsarme, flamígera en mano. Pero yo había degustado ya el fruto prohibido de la lealtad a mi mismo, de la libertad de mi sangre para circular por el cuerpo entero y no estaba dispuesto a renunciar a ello. Si me dejaba enredar en los cantos de sirena del jefe acabaría destrozado contra los bajíos de la razón social, de la corrección cultural y ya solo me quedaría la tediosa espera, rutinaria espera de la muerte física porque la ontológica se consumaría en ese momento. Y ya no existiría posible resurrección como la que había experimentado hacia nada más que unas horas.
- Siento haberle contestado de esa manera – me detuve mirándole de fijo a los ojos y el jefe me dejó ver su cínica sonrisa que solo exultaba a los cuatro vientos que acababa de vencer una vez más – aunque si he de ser sincero, que ahora ya lo soy, he deseado vociferarle así desde que le conocí. No hay vuelta atrás. Solo he venido a buscar a Braulia.
Se quedó parado en el lugar donde escuchó las últimas palabras como una estatua de sal con una mano en la cabeza y la otra tapándose la boca, incrédulo a lo que sus oídos le decían. En su imaginario de jefe prepotente había hecho un esfuerzo de generosidad tan grande con el relapso pecador y trasgresor de sus dogmas que yo representaba, que no cabía en su cabeza que yo pudiera rechazarle la mano misericordiosa que me tendía; lo dejé fuera de juego y sin respuesta posible. Braulia apareció en ese instante.
- Podemos irnos – me agarró Braulia del brazo y me dejé conducir hasta la salida luciendo una sonrisa franca, satisfecha y despidiéndome de forma tácita de todos enarbolando el gesto de triunfador, sobre todo sobre mi mismo. Entrando al ascensor escuché un lejano “se acordará usted de mi…”
Me hubiera gustado decirles, explicarles a todos cual había sido mi metamorfosis, cual era mi estado de animo, mi felicidad en suma, pero sabía que muchos de mis compañeros jamás entenderían y si alguno lo entendiese preferiría el abrigo seguro de la mazmorra moderadamente caliente y cómoda, la moderada ausencia de color, la sucinta falta de horizonte con el que poder soñar, encadenado de por vida, al aire libre expuesto a todos los meteoros que pudieran acontecer y asumiendo con desparpajo los inconvenientes que esto pudiera conllevar, incluso el de no encontrar cobijo para la noche, que ese negocio es el de la libertad y no el de acumular techos que pudieran en su día llegar a cobijar.
Por la calle, felices como adolescentes que acaban de abrirse a los placeres de la vida y descubren con sorpresa que esos placeres los llevaban ellos dentro siempre, nos dirigimos a paso elástico, joven, a su casa.
- ¿Qué te pasó ayer?, creíamos que te habíamos perdido para siempre. Me ha sorprendido verte entrar a la oficina tan feliz y a deshora.
- Necesitaba ordenar un poco las ideas y buscar algo de oxigeno. Ahora ya se algo más de este extraño que yo era para mí y me encanta haberme conocido. Dentro de mí llevaba un yo disfrazado de ese Antonio al que tú conociste, el que te folló de esa manera tan burda y triste en el vestíbulo del ascensor. Las circunstancias me han permitido arrancar el disfraz que me desfiguraba; si me miras bien verás que soy diferente al de ayer, ahora soy más yo y me gusto, porque me puedo perdonar las estupideces o errores que pueda cometer y no hago propósito de no volver a cometerlos, algo que hace solo unas horas era incapaz de hacer, me escandalizaba de cualquier cosa a la que tendiese o me gustase y no fuese la tendencia de moda. Ayer no era más que una oveja más del rebaño. De repente he comprobado que no pertenezco a ese rebaño aunque pueda parecer que soy similar.
- Te comprendo a la perfección. Yo tampoco soy de ese rebaño al que te refieres. Sospecho que te apetecerá ver a Oscar.
- Naturalmente. Deseo que me enseñe todo lo que me he resistido a aprender durante todo el tiempo. Me estremece solo pensar que pueda practicar sexo con vosotros dos sin que la nausea de la culpa se me enrosque en el alma y me haga huir de mi propio deseo.
- En cuanto lleguemos a casa le llamamos.

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