III
Cuando consideró que meterme el brazo
hasta el sobaco una y otra vez era suficiente para prepararme me volvió a dar
un palmetazo en los huevos y después un beso en lo quedaba de ano, que era más
bien como un sexo monstruoso de mujer acabada de parir, me preguntó si estaba
preparado.
- Es lo que más deseo Oscar.
- Eres consciente de lo que se trata.
Es el placer total, lo sabes.
- Lo que más deseo, pero antes quiero
que una vez más me metas el pie en el culo, a solas, de ti para mí, sin
cámaras, para sentirte mío, Oscar, solo mío.
Me besó suavemente los labios, como
hacia años que no lo hacia y mi pene, desde hacia años también, empalmó con
pujanza de juventud.
Oscar se descalzó la bota de montar que
llevaba y antes de meterme el pie en el culo me pateó con la dureza que sabía
que a mi me gustaba en los testículos. Luego sin demasiadas precauciones fue
perdiendo su pie y su tobillo dentro de mí. Empecé a correrme como nunca y el
placer fue tal que perdí el conocimiento. Cuando lo recobré ya estaba atado en
el bastidor rodeado de gente desnuda, con copas en la mano y ambiente festivo,
reconocí a algunos y algunas, sabía que eran duros e inmisericordes. Llevaban
unos, azotes en las manos y otros, varas de avellano. Había cubos con pinzas
chinas y muchos metros de cuerda. Me recorrió un escalofrió la espina dorsal.
Acababa de comenzar la cuenta atrás. Cerré los ojos y supe que sonreí
beatíficamente. Al fin todo iba a terminar. Ya era la victima del sacrificio,
esperaba que durase una eternidad.
Estábamos Braulia y yo medio tirados en
el sofá viendo películas de sexo extremo en las que se sucedían las escenas más
crueles y salvajes que nadie pudiera contemplar. Pero cuanto más salvajes y más
piedad pedían las victimas que aceptaban, supuestamente de forma libre el
correctivo más nos excitábamos los dos. Nos acariciábamos los sexos
hipnotizados por la imágenes sin consentirnos alcanzar orgasmo alguno esperando
la visita de Oscar. A eso de las cuatro de la madrugada, llegó Oscar seguido de
unas siete personas más y toda una parafernalia de equipos de imagen y sonido.
Instintivamente intenté taparme el sexo, pero viendo que ni Braulia hacía el
menor movimiento evasivo ni los demás parecían interesados me relajé.
Colocaron los focos y los trípodes de
las cámaras estáticas.
- ¿Solo aquí, o vamos a rodar en el
dormitorio también? – preguntó de forma profesional uno de los técnicos a
Oscar.
- No, es tarde ya, aquí. El dormitorio
lo dejamos para mañana – y dirigiéndose al fin a nosotros por vez primera se
disculpó – es que estábamos haciendo un rodaje de sexo callejero y pasaba
demasiada gente, hemos tenido que esperar hasta tarde.
- ¿Te dedicas al porno? – pregunté con
extrañeza.
- Por afición, no por negocio, lo que
pasa es que se me da tan bien, me gusta tanto que las pelis me las quitan de
las manos, tienen mucha salida y no se gana mal. Sin ir más lejos lo que
estabais viendo es mío, es bueno, ¿eh?, os ha puesto cachondos.
-Estábamos a punto de corrernos por
tercera vez – terció Braulia.
- ¿Por tercera?, joder, que queréis,
¿reventarme el metraje?, espero que os quede algo para mí – dijo esto en tono
admonitorio al tiempo que comenzaba a desnudarse.
No sabría decir porqué, pero en cuanto
vi a Oscar desnudo con su pene ya erecto dando instrucciones técnicas al
personal, no pude reprimirme y me arrodillé delante de él y lo que pocos días
antes me había repugnado hasta el vomito lo deseé de la forma más natural.
Empecé la felación y él dio orden de comenzar a filmar con un “acción”, que me
sonó profesional, muy frío e impersonal, pero su pene no me decía lo mismo.
Sentí como me crecía su capullo en la boca y me recriminé no haber llegado a
este punto anteriormente.
Creí que aquello era la muerte y se me
antojó incomoda y sorprendente. Acababa de hacer el descubrimiento del siglo,
estaba muerto y sin embargo experimentaba la desagradable sensación de la
incomodidad. Abrí los ojos esperando no ver más que la oscuridad de una caja de
madera y palpar el raso de un ataúd barato, pero me hirió los ojos una débil
luz, tenua y lejanamente celeste, fría. Palpé el entorno y el tacto era de tela
recia, nada que se me asemejase al concepto que yo tenía de lo que debería ser
un féretro guarnecido por dentro. Intenté moverme pero un macarrón de plástico
me ataba a un sistema de goteo y al tocarme los genitales con la otra mano, me
disgustó reconocer que estaba sondado. Ya no había duda, aquello era un
hospital, la fiesta no había terminado como yo había previsto porque no sentía
por ninguna parte de mi cuerpo laceración o contusión alguna. Entonces escuché
una voz amiga.
- Menudo susto nos diste – era la voz
de Oscar que se timbraba de preocupación y deseo de consolar.
- ¿Qué pasó? Lo último que recuerdo es
a toda la gente disfrutando y yo en el cadalso para el sacrificio final
Me di cuenta que me costaba articular
las palabras y no pensaba a la velocidad que hubiera querido. Estaba cansado y
de improvisó comenzó a sonar una chicharra de desagradable redoble, la
habitación se llenó de gente y volví a caer en un sueño profundo.
Cuando volví a despertar estaba solo.
Intenté abrir los ojos pero me fatigaba el deseo de hacerlo. Sentí abrirse una
puerta y una mano cálida que me estrechaba la mía.
- Te ha repetido Antonio. No intentes
hablar ni recordar. Todo se arreglará, cuando salgas te lo contaré todo.
Adiviné un aliento familiar cerca de mi
cara y recibí un beso de cariño en la mejilla que olía a tabaco, especias y
madera. Solo Oscar olía de esa manera. Me sentí por primera vez desde que entendí
que no estaba muerto confortable, feliz y satisfecho.
Cuando terminó el rodaje de la película
estaba exhausto, pero no por eso harto, le pedí a Oscar continuar hasta el
desfallecimiento total.
Desde aquella noche en casa de Braulia
las sesiones de filmación habían sido interminables. La sordidez y el vicio que
se representaban, era tan real que la cotización de las cintas subió como la
espuma. Yo no interpretaba en aquellas maratonianas sesiones, yo gozaba hasta
el extremo llegando a fornicar con animales y hacer toda clase de
excentricidades. Llegué a necesitar que el pequeño asno que se introdujo en
alguna de las películas me sodomizase a diario.
- Ya era rico con el dinero que me dio
la vieja Soberana por hacerle realidad todas sus fantasías, pero es que contigo
me estoy haciendo doblemente rico y tu, de paso también.
Estaba sobre un sofá manchado de semen
de varios de los actores de la filmación que acaba de terminar, rendido, me
habían sodomizado uno tras otro sin pausas en la filmación, pero con ganas de
continuar. Estaba entregado al sexo total. Quería sentir que existía después,
cuando se iba la conciencia a otros mundos. Tenía la impresión de que si
sucedía en medio del placer mas intenso pasaría a otro nivel en el que placeres
serían de distinto color, más llenos, menos monótonos.
- El dinero no es nada Oscar, solo
existe algo de valor eterno y es el sexo a turno completo, el sexo hasta la
finalización del hálito postrero.
- Ya, ya, pero tu conduces un Ferrari –
me contestó medio en serio, medio en broma.
- ¿Y qué?, no vale para nada, no puedo
sentirme poseído por él, como cuando me dan por culo, que me siento ensartado,
sometido, a merced de otra voluntad y me deleito gustando lo extremo de la
docilidad que he de ofrecer ante las penetraciones mas abruptas, más salvajes.
Necesito ser esclavo, el vértigo de la sumisión me marea.
- Siempre lo supe. Desde aquel día que
te presentaste en casa de Soberana. Serías un vicioso, eras un degenerado
vicioso, solo te hacia falta descubrirlo dentro de ti para sacarlo a la luz y
desarrollarlo, dejarlo crecer hasta que fuese más grande que tu y te consumiese
en el fuego de la lujuria.
Solo escuchar a Oscar mientras el
personal recogía el material hizo que volviese a sentir una erección gratísima.
- No me lo pidas así, verbalízalo,
deseo escucharte como me suplicas que te regale mi semen, me excita como nada –
se acercó hasta quedar a centímetros de mí el glande terso y escarlata de
Oscar.
- Déjame que me beba tu semen, alimenta
mi espíritu con tu licor animal, deseo pertenecerte sin que me ames – le
respondí con un estremecimiento de lujuria, en el extremo de mi deseo de ser
vejado.
Me senté en el sofá y Oscar me
introdujo su pene enhiesto que asomaba por su bragueta hasta lo más profundo de
la garganta haciéndome atragantar y babear de forma abundante. El electricista
que se afanaba recogiendo los cables, de forma cansina nos lo reprochó.
- ¡Joder!, ¿no os cansáis?, no seáis
más agonía que mañana tenemos sesión en el bosque y va a ser más de lo mismo. Descansad.
- Anda, envidioso, termina de recoger y
lárgate. Y mañana a las seis, recuerda – le dijo Oscar sin siquiera mirarle y
sin dejar de embolarme el pene tieso en la boca.
El de la electricidad se marchó
renegando entre dientes.
Cuando Oscar acabó y yo me relamí del
semen eyaculado, me dijo que me invitaba a una copa. Acepté encantado.
Me llevó a un local que yo no conocía,
en las afueras. Lo servían unas autenticas diosas provistas de un exquisito y
mínimo tanga; ninguna alcanzaría más de los veinticinco.
- Esto si que son hembras, ¿eh,
Antonio? Y no las guarras de las pelis. Además todas aficionadas que se pagan
los estudios o los caprichos, hacen lo que las pidas y no fingen. Vamos a
llevarnos a un par, a gozar de verdad, y de paso las enseñas como se hace una
mamada de profesional.
- Espera. De acuerdo, ahora vamos, si
eso te apetece tanto, pero antes, delante de esta malta de tantos años voy a
pedirte algo.
- Lo que quieras. Dispara.
- Júrame que me dejarás gozar del sexo,
del dolor y del deseo hasta la expiración, en una sesión de sexo en grupo, sin límite,
en la que la victima del sacrificio sea yo y en la que todos se produzcan sobre
mi persona sin miedo al desenlace final. Quiero acabar mis días hecho sexo en
carne viva.
Oscar me miró con una expresión grave
que no le había conocido nunca, guardó un silencio como de respeto, litúrgico, de
reverencia hacia una decisión tomada de forma libre, una celebración sagrada
que se consuma comulgando con un güisqui como sacramento. De repente relajó la
musculatura mímica, comprendió mí suplica, desplegó toda su sonrisa mas
cautivadora y solo contestó: “Lo juro”, y estaba comprometiendo en ese
juramento su vida entera; le conocía.
- Ahora ya podemos elegir un par de
chicas – le dije como si no hubiese pasado nada.
- No, déjalo Antonio, de verdad, es
tarde – no abandonó su sonrisa seductora, pero ahora me parecía una mueca triste
y cínica – y mañana recuerda que tenemos trabajo en el bosque y allí ya sabes
que siempre es más penoso rodar. Te llevo a tu Ferrari.
- Antes de eso – los vapores del
alcohol enturbiaban la mirada de Antonio y empastaban su dicción - espera
Oscar. Nunca me llegaste a contar tu historia con Arturo, recuerdo
perfectamente como me dijiste que la polla te podía oler a coño de Braulia o a
culo de Arturo. Tu tuviste una historia con ese tío al margen de Soberana, no
me lo puede negar.
- Ahora es tarde Antonio y mañana hay
que filmar temprano, luego se llena el bosque de espontáneos y todos se creen
que son actores cuando apenas saben hacerse una pajita.
- Pero mañana me lo tienes que contar,
promételo.
- Lo prometo – y Oscar levantó
cinematográficamente su mano derecha mientras se llevaba la izquierda al
corazón – Lord Protector.
Reímos los dos de lo lindo con la
ocurrencia y cuando me dejó otra vez delante del estudio para recoger mi coche,
me recomendó finalmente que me llevase el todo terreno al bosque.
- Filmaremos bien dentro, en la
espesura y el Ferrari no va a poder llegar.
- Cuando abrí los ojos me encontraba
bien, me sentía con fuerzas. Entró una enfermera mayor y abrió la ventana.
- Que entré la gracia de Dios, Antonio.
¿Se encuentra mejor, verdad? Le han colocado cuatro muelles.
- ¿En el colchón? – pregunté con sorna.
- Ya tiene ganas de broma, eso es buena
señal, ahora vengo a tomarle la tensión. Luego vendrá el médico. Me parece que
le pasan a planta.
Hice repaso de todos mis miembros,
explorándome mentalmente por ver si mi cuerpo se encontraba en condiciones de
volver a ser violentado. Me llevé la mano al ano y lo encontré grande y dilatado.
Me introduje cuatro dedos y me complací en ello. Sentí que el pene respondía al
envite y crecía en torno a la sonda. Eso me excitó aún más. Nunca había sido
sondado como parte de una sesión de sexo y ahora al estar sondado y empalmado
encontré un registro nuevo a mi demencial pasión. El pene hacia resalte en la
sabana que me cubría y gocé viendo como mi cuerpo reaccionaba.
Entró el médico.
- Vaya, ya veo que está muchísimo mejor
– sin dejar de mirar el bulto exagerado que dibujaba un montículo a la altura
de la entrepierna – ahora dentro de un rato, una vez que se le pasen esos
vapores que le aquejan, le van a retirar la sonda y luego le pasaran a planta.
Los análisis y las pruebas que le hemos hecho son ya normales y en la UCI hacen falta camas.
Oscar tenía razón, la zona del bosque
escogida para la filmación era espesa, a la que se llegaba por caminos
forestales prácticamente impracticables. Hice caso y me llevé el Cayenne que se
comportó como debía, llevándome hasta el punto justo de filmación una especie
de claro en el bosque presidido por un quejigo gigante del que colgaban
abundante epifitas y con el suelo tapizado de helechos enanos que le daban al
escenario un ambiente misterioso y de cuento encantado.
El equipo técnico ya había montado el
set de filmación. Me felicité al ver al burrito de otras ocasiones yéndoseme la
vista inmediatamente a sus hijares observando goloso como le pendía un miembro
largo y balanceante. Cuando se pusiese duro seguramente sería para mí. Mi pene
respondió a la visión endureciéndose de manera extraordinaria, sintiendo al
tiempo como el ano se me relajaba y empezaba a destilar fluidos. Al desnudarme
me toqué el pliegue entre las nalgas y lo noté húmedo lo que me excito aún más y lo que terminó de ponerme en situación
de rodaje fue llevarme los dedos impregnados de fluido a la nariz oliendo el
perfume acre a cuerpo que reclama sexo. Luego volví a llevarme la mano al ano y
me introduje todos los dedos hasta llegar a los nudillos para empezar a adecuar
el espacio a la verga animal que me iba a penetrar en breves instantes con toda
seguridad.
Estaba en estas cuando se acercó Oscar
con un par de folios.
- Toma, es el guión, léetelo mientras
llegan un par de cachas que faltan que te van a gustar. Hacen de salvajes que
viven en el bosque y violan a todo lo
que se mueve sin piedad. Toma – me entregó unos harapos – ponte esto, que te lo
tienen que arrancar para violarte. Uno de ellos es negro y es un “big cock”,
prepárate, la tiene más grande que el borrico y le gusta sentir que hace daño.
¡Ah! y no mires con esos ojos de avaricia al borrico que es para que se lo
folle el negro mientras el otro le mama el vergajo y tu solo miras sobrecogido
escondido por lo que pudiera suceder que luego sucede y…, bueno léete el guión
que es cortito y lo explica todo.
Me llevé la mano al pene un tanto
cariacontecido de que el animal no fuese para mí y sentí la detumescencia de la
decepción y cierta molestia.
Miré mi pene y observé como unas manos
expertas calzadas de guantes quirúrgicos lo manipulaban para retirar la sonda.
Me acababa de despertar del sueño del
recuerdo de la última filmación que hice, la del bosque. Me concentré en las
habilidosas manos que me manipulaban y olvide el reciente sueño. El roce del
tubo de goma al salir por el conducto me provocaba una punzada entre dolorosa y
agradable para una persona acostumbrada al goce de las incomodidades que hizo
que el pene comenzase a crecer otra vez. La enfermera hizo caso omiso, terminó
de retirar la sonda, me cubrió y se marchó sin decir nada.
Al poco se presentó un enfermero con
una carpeta bajo el brazo y leyó de forma interrogativa dirigiéndose a mi: “A
ver…, Antonio…”, y no le dejé terminar.
- Si, soy yo, sácame ya de este antro,
que quiero marcharme a mi casa.
- A tu casa no se, pero a la planta
unos días si que te voy a llevar.
Mientras empujaban mi cama desde la UCI a la planta la voz de
Oscar me resonó en la memoria. Mientras los dos cachas que tenían que penetrar
al borrico y abusar de él llegaban, le recordé a Oscar su promesa. Con cierto
grado de fastidio accedió a contármelo.
En realidad las cosas no habían sido
exactamente como me las había relatado en un principio, pero le parecía que si
era demasiado explicito conmigo en un principio nunca me conseguiría para sus
propósitos de llevarme a dar gusto a Soberana que me deseaba.
Pasaron cinco días espantosos en los
que nadie vino a verme. Oscar el primer día vino a decirme que se iba a
Canarias a rodar en los desiertos grises de la lava cenicienta una historia con
reminiscencias de historia antigua y mágica. No volvió.
Me echaron. Una enfermera me trajo una
carpeta como de inmobiliaria con mucho folleto a todo color con las excelencias
de llevar una vida sana y muchos papeles en los que se me sentenciaba a ser un
ser sin futuro solo pendiente de lo que mi corazón quisiese mandar. Pedí un
taxi y regresé a mi casa. Estaba vacía de vida y olía a muerte húmeda.
Gasté batería del teléfono llamando a
Oscar, a Braulia y a todo el que se me ocurrió. El mundo debía haberse acabado
o el cielo debía haberse estrellado contra la humanidad entera. Seguramente una
conspiración mundial se había confabulado para aislarme y volverme loco. Harto
y desesperado, llorando de rabia y desengaño tiré el móvil contra una vitrina
que saltó desecha en añicos y entonces me fijé en una caja envuelta en papel
marrón de embalaje. Me quedé parado, la lágrima seca y sorpresa pintada en la
cara.
Me levanté despacio y alcance el
envoltorio con más estupefacción cada momento que pasaba. Llevaba un marbete
con mi nombre y sin dirección. No había sellos ni signos de que aquello hubiese
sido enviado por ningún procedimiento. Alguien debería haberlo dejado ahí
encima, esperando que yo lo recogiese.
Rasgué el envoltorio con la misma
ansiedad que el niño pequeño desenvuelve el regalo de cumpleaños. Una nota cayó
al suelo. Solté la caja sin fijarme en el icono que la decoraba y volví al sofá
a sentarme a leerla.
“Querido Antonio. Como cuando vuelvas
del hospital yo no voy a estar presumiblemente aquí, te he comprado en la Feria del sexo de Barcelona
este aparatito tan curioso. Es un dildo eléctrico, que no vibra, solo da
descargas en el punto en el que impacta, al introducirlo por el ano con la
próstata y ello provoca, según la intensidad que ajustes de las descarga, un
orgasmo continuo en un constante dolor-placer que tu habrás de ajustar a tus
necesidades. Yo ya lo he probado, es lo más placentero, pero también de lo más
agotador, utilízalo con tiento y espero que pronto podamos volver a trabajar y
a gozar juntos. Oscar.”
Me lancé a la caja y entonces si vi la
ilustración de la portada. Un dildo plástico con una de las caras metálica y
algo convexa y abombada que acababa en un cordón de unos dos centímetros que se
continuaba con una placa mas gruesa para bloquear la salida en el ano y colocar
en posición el artilugio. Luego unos cables que surgían del aparato y que se
conectaban a un reóstato en el que se cargaban cuatro pilas de 9 voltios, de
las cuadradas.
Sin dudarlo me desnude y mi cuerpo
reaccionó de inmediato al estimulo del dildo eléctrico aún antes de
insertármelo.
Con el insertado me senté a ver una de
las películas en las que yo era el protagonista y dos fornidos muchachotes me
tenían amarrado fuertemente y me torturaban a base de fustas y pértigas
eléctricas. Recordaba aquella filmación como muy estimulante por lo dolorosa y
lo al limite que me llevó pues a mitad de filmación no pude evitar correrme y
no había tiempo para recuperaciones, de manera que la parte mas dolorosa de la
película la tuve que pasar sin el impulso del deseo. Lo pasé mal los siguientes
quince minutos hasta que resucitó mi libido otra vez y entonces fue el placer
elevado a la quinta potencia lo que sentí ante las embestidas de aquellas
bestias, armados con los garrotes eléctricos que usaban sobre todo, sobre mi
capullo y mis bolsas.
Al empezar a visionar la película una
vez más giré con cuidado el reóstato sintiendo un cosquilleo sobre mi meato que
anunciaba una inminente eyaculación. Efectivamente a los pocos segundos en medio de unos espasmos muy
placenteros empezó a salir líquido prostático que no dejé que resbalase, pene
abajo, lo recogí y me llevé con fruición a la boca saboreando el salobre y
pegajoso exudado. Pero el placer seguía y exigía más intensidad. Avance un poco
más con la rueda del reóstato y el dolor y el placer aumentaron parejos. Vi
como el capullo crecía y se abrillantaba con la tirantez de los tejidos
ingurgitados sobre un fuste de pene en el que las venas se marcaban como si
tuviese una banda elástica estrangulando la circulación. El pene estaba como
nunca lo había visto. Hice avanzar, entonces ya de una sola vez la rueda hasta
el tope final. La descarga era ahora de los veinticuatro voltios sobre el
delicado tejido de la próstata a escasas micras de la pared del recto. Un
calambre me recorrió entero el cuerpo y lo último que pude retener en mi
memoria fue un surtidor de semen que salía proyectado a gran altura. Me
sorprendió porque ni en las películas de Jeff Streiker había vista nada igual.
Luego todo fue silencio y oscuridad.
De alguna manera mi cuerpo había
rechazado aquel electrodo maldito y permanecía en el suelo entre mis pies. Bajo
mi cuerpo había una gran mancha de sangre que empapaba el cojín del sofá. Me
alarmé. Sentía ganas como de defecar. Fui al cuarto de baño pero solo conseguí
orinar sangre. Fui a mi cama y me tendí, desnudo como estaba a esperar lo que
tuviera que venir.
Abrí los ojos y lo primero que vi fue
la cara de Oscar, con rictus de angustia. Sonreí y volví a caer en un sueño
espeso.
Al volver a despertar Oscar seguía a mi
lado.
- No me voy a andar con circunloquios
Antonio. Te has cargado la próstata, la has electrocutado y el recto lo has
salvado de milagro. Pero, y aquí va lo gordo: no vas a poder empalmar nunca
más. Ha habido que llevarse por delante los nervios que hacen que se ponga
tiesa la polla, para que lo entiendas…, estaban achicharrados…
- ¿Qué más? ten huevos para acabar con
las malas noticias – Antonio tenía ganas de estrangular a Oscar, había
disfrutado con el aparatito pero el desavío era algo más que una faena.
- No vas a poder volver a ser
sodomizado, y mucho menos a practicar fisting. El medico me ha dicho que al
principio las deposiciones serán difíciles y muy dolorosas; tenías el recto
como un cartón, el cirujano ha intentado por todos los medios no ponerte una
bolsa y así y todo habrá que esperar la evolución. No se descarta la
colóstomia…, esperemos que no…
- Ya vale, Oscar, ya vale…, déjame
solo, ahora déjame solo. Y no vuelvas, por favor si no te llamo. Se me tiene
que olvidar y va a ser difícil…
- Lo siento – contestó compungido
Oscar.
- Vete ya y no me irrites más.
No podía llorar. Quería hacerlo, pero no
podía. Estaba impactado. Toda mi vida orientada al territorio de Kundalini y la
diosa se vengaba negándome su adoración, la entrega al placer más terrenal de
todos, el sexo como pura genitalidad, la negación del espíritu y la asunción de
la materia como única coartada para existir y ahora se me condenaba a la
inacción. Como anclado a una silla, de por vida, hasta la muerte.
Me llevé las manos al sexo intentando
estimularlo. Evoqué las imágenes más excitantes que pude encontrar de episodios
pasados, lo más impactante, lo que más cielo me hizo beber. Conseguí desear
volver a revivirlo pero mi sexo seguía muerto. Abandoné la idea de conseguir lo
imposible y pensé en la cantidad de dinero que tenía disponible; no lo sabía
exactamente pero tenía que ser mucho.
En el mundo de la pornografía se conoce
gente interesante y rara. Me quedé pensando. Hacía unos meses un muchacho
cubierto de perforaciones por todas partes, de no más de veinte años que
soportaba más latigazos y descargas eléctricas en el capullo que nadie y
mantenía erecciones prolongadas me dijo que cuando me quedase lisiado de alguna
de las barbaridades que hacía le llamase. El tenía la solución.
- ¿Bernardo? – No tardé ni un segundo
en buscar su número en la agenda del teléfono – soy Antonio. ¿Me recuerdas?
Coincidimos en un rodaje Bound hace unos meses, me dijiste…
- Ya pasó, ¿no? Estaba cantado tío,
eras muy bestia. Muy pasado de rosca. Todos decíais que yo esto, que yo lo
otro, pero se mantener la cabeza sobre los hombros a pesar de las palizas que
me meten en los rodajes. ¿Qué ha pasado?
Y contándoselo si lloré, con amargura,
con dolor. Él escuchaba en silencio sin responder, solo me acompañaba en mi
dolor dejándome que me explayara. Al escuchar de mis propios labios lo que
había hecho me di cuenta de la verdadera dimensión de lo que deseaba y
comprendí que lo deseaba de verdad.
- Así no voy a seguir. Me dijiste que…
- Estarás muy seguro, porque una vez se
deposite el dinero en la cuenta no habrá marcha atrás.
- Estoy seguro. ¿Cuánto?
- Déjame que haga un par de llamadas y
en diez minutos estoy contigo.
Esperé impaciente diez, quince, veinte
minutos, una hora y el teléfono no sonaba. Cuando estaba a punto de la
histeria, sonó.
- Antonio, te mando en mensaje de texto
el número de cuenta. Necesito una foto reciente y la dirección enviados al
número en el que te llegará el número de cuenta., sin este requisito no habrá
trato, aunque ingreses el dinero. Tienes que ingresar trescientos mil. Tú no te
vas a enterar cuando va a ser, si dentro de una hora o dentro de un año, pero
sucederá, será indoloro y sin sufrimiento, salvo el de saber que antes o
después sucederá. La forma en que sucederá tampoco la sabrás nunca. Estará a
cargo de un profesional de verdad, por eso es caro. Todo depende ya de ti.
Espero que medites bien lo que vas a hacer.
El teléfono colgó y a los pocos
segundos retumbó como una orquesta de timbales el sonido del móvil que anunciaba
un mensaje de texto. Me temblaban las manos al oprimir la tecla de apertura del
mensaje. Efectivamente era un número de cuenta, el nombre del banco y la
ciudad. Estuve mirándolo un rato hasta que la pantalla se apagó. Volví a
echarme mano a los genitales que seguían tan muertos como antes. De pronto
sentí que me humedecía y comprobé con horror que estaba orinando un chorrillo
muy débil sin que mi voluntad fuera capaz de detenerlo. Esto si que era ya
intolerable. Ya no había duda, pulsé la tecla de responder escribí la dirección
y le añadí una foto de la galería que tenía en el teléfono. Oprimí con decisión
la tecla “send”.
Miré la hora y me dije que aún estaba a
tiempo. Llamé a Fernán.
- Fernán, soy Antonio, ¿sabes?
- Si, si. Que deseas.
- Quiero que trasfieras trescientos mil
a la cuenta que te va a llegar en mensaje de texto.
- ¿Estás seguro? Es mucho dinero. Voy a
tener que comprobar unas cuantas cosas.
- Haz las comprobaciones que quieras
pero haz la transferencia.
Después de recitarle todos los números
secretos y palabras claves que solo yo podía saber se quedó tranquilo.
- En cuanto reciba el mensaje haré la
operación. Tengo que avisarte de los gastos que conlleva esto.
- Cobra lo que tengas que cobrar, pero
no des más por culo
Al otro lado de la línea solo escuche
un suspiro profundo y luego de un silencio prolongado Fernán continuó.
- Que abandonado me tienes Antonio.
- Venga ya, no mezcles el placer y los
negocios. Ya me llegaré por ahí.
- Te esperaré.
A Fernán le conocí en un cuarto oscuro
en un viaje que hice a la costa una de las veces que me enfadé con Oscar.
Cuando se enteró que yo hacia porno duro se prendó y mantuve sexo con él un par
de veces, quizá tres, lo que contribuyó a que se quedase colgado del todo.
Cuando me dijo quien era y a lo que se dedicaba comenzamos una relación
profesional muy fecunda en la que colocando sabiamente el dinero me lo hizo
ganar a espuertas llevándose por supuesto él suculentas comisiones. Pero
siempre estaba citándome para practicar sexo del que yo representaba en las
películas, solo que el lo necesita de verdad y sufría de verdad tanto cuando me
azotaba como cuando yo le decoraba de pinzas chinas el cuerpo. Finalmente me
iba a prestar una ayuda impagable.
Cuando Fernán me llamó para comunicarme
que todo estaba hecho le dije que iba a hacerle un regalo.
- Escúchame bien Fernán y no me
interrumpas. Vas a recibir por correo un documento en el que te autorizo a que
vacíes mis cuentas y resuelvas mi cartera y te lo quedes o hagas con ello lo
que quieras, en el momento que te enteres que he fallecido, no antes. Es mi
particular forma de hacer testamento. Con el Ferrari y el Cayenne haces lo que
te de la gana, con la casa también y la casa de la playa.
- Pero… - Fernán solo sabía balbucear-
que ha pasado, no se…
- Ahora tengo que colgar.
Pulsé el timbre de la habitación. Entró
una enfermera y me preguntó.
- Quiero el alta voluntaria. Ahora
mismo. Me voy a mi casa.
- Pero Señor, aún no está recuperado.
- Repito, quiero el alta y con ella o
sin ella me voy a ir de igual manera.
Eché abajo la ropa de cama y me senté
en el borde.
- Vamos, vaya usted a preparar el alta
que la firme. Me voy.
De repente me sentí liberado. Estaba
feliz, hacia años que no me sentía tan seguro y tan a gusto. No tenía dudas,
sabía que tenía que hacer y lo hacía. Era una sensación que nunca había
experimentado. De nada importaba ya si el sexo funcionaba o no. Sin sexo era
feliz tomando decisiones que creía adecuadas. Me puse de pie y empecé a
vestirme. Cuando terminé entró el medico que intentó convencerme de que lo que
iba a hacer era una tontería. Yo le respondí que eso era precisamente lo que
hacían los tontos y yo hasta entonces era lo que había sido. Mi determinación
era tan evidente que no insistió, le firme el alta y salí.
Nada más llegar a casa escribí la carta
mediante la cual autorizaba a Fernán a usar a su discreción mis bienes, la
cerré y la puse en el correo. Luego, volví a la casa, me tumbé y puse un
nocturno de Chopin. Me quedé dormido.
Me desperté de madrugada. El silencio
me envolvía y la lejanía de la ciudad en mi casa del campo permitía gozarme con
la contemplación de una Vía Láctea espectacular. Salí al jardín a respirar la
humedad de la madrugada. Inspiré profundamente y me sentí lleno de vida. Un
chasquido sordo y grave resonó en la lejanía mientras seguía inspirando la
frescura del campo cerca del amanecer.
Del cañón del silenciador de la pistola
emergió un hilillo de humo. Jesús se agachó despacio cuidando de no tocar el
cadáver, recogió el casquillo del suelo con un guante para no quemarse y se lo
guardó. Mientras caminaba silenciosamente por el mullido césped en dirección al
callejón donde había dejado la bicicleta pensaba que quien podría haber hecho
aquel encargo, el hombre no parecía especialmente peligroso, aunque tenía
experiencia de no poderse fiar de nadie. El ya había cobrado sus cincuenta mil
y no quería saber nada más. Estaba deseando llegar a su casa y enviar el
mensaje para que le ingresasen los otros doscientos mil. Sabía que el
intermediario se llevaba otros cincuenta, pero algo tenía que sacar la
ferretería ambulante de Bernardo.
Sobre el césped del jardín Antonio
yacía con los ojos abiertos como si quisiese inundarse con toda la luz que le
mandaba la Vía Láctea.
El nunca sabría cuando, le habían dicho pero tampoco sabía que tan pronto.
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