sábado, 30 de marzo de 2013

LOS CAÑOS



Algunas partes de la costa son en Cádiz auténticos paraísos de blancura de arena fina como polvo impalpable, mar las más de las veces una fiera domesticada, salvo que haya temporal de poniente, escalofríos produce y una infinitud tanto de longitud como de anchura en las bajamares interminables de Julio. Son trozos de edén que al dios de turno se le pasó arrebatarnos cuando expulsó a los primeros padres de su cobijo. Tiene la costa otras partes no tan tranquilas y deleitosas, sino agrestes y soberbias a las que es menester mirar de frente y tratar con respeto pero sin miedo y pueden proporcionarnos placeres más allá de lo que se podría imaginar. Y todo esto viene a cuento de lo que detallaré a continuación.

Estábamos pasando una mala racha en nuestro matrimonio, esa de los veinte años en que comprendes que tu vida está por terminar de cocerse en forma de una vasija que ya no va  darte opción a variar ni la forma ni el color y que sospechas que posiblemente te equivocaste al elegir el pigmento del esmalte, además de que la temperatura que se eligió para la cocción, no era la más adecuada para el resultado que imaginaste. Es entonces cuando te entran ganas de romper el vaso y empezar de nuevo, ahora que todavía queda algo de barro virgen que podría moldearse y si no se le pone color pues da igual.

Cada uno por su lado nos pasábamos los días rumiando la relación, comprobando, o creyéndolo al menos,  que la metedura de pata era ya imposible de modificar, intentando crear escenarios donde cada cual comenzaba de nuevo solo, con toda la libertad intacta para hacer lo que a cada cual le conviniese, que en mi caso sería complicarme en una nueva relación con alguien mas joven y fresco y para mi mujer entregarse en alma y cuerpo a su prole y descendencia. No discutíamos ya, porque el aburrimiento había conseguido una buena entrada de preferente en nuestras vidas y nos dejábamos llevar sin que ninguno se decidiese a hacer lo lógico y valiente: separarse.

Cayó en mis manos un folleto de mano con la dirección y teléfono de un hotel, pequeño, colgado materialmente sobre la playa con una bajada privada a la misma y unas vistas de una parte de la costa que por coger a trasmano, nunca había tenido la fortuna de visitar. Dicho y hecho. Miré el calendario, era jueves, junio, el lunes siguiente fiesta  y no me lo pensé. Habitualmente soy reflexivo y para cuando he tomado la decisión se ha pasado la oportunidad, pero en esta ocasión fui muy otro, aquel día tocaba estar eufórico. Llamé primero al hotel, quedaba una habitación de matrimonio, perfecto me dije, la contraté hasta el lunes, desde el viernes. A continuación me planté en el despacho de mi jefe y con cara compungida le dice que sin remedio al día siguiente debía ir al medico, por un problema urgente que él iba a comprender de inmediato. Los hombres en cuestión de braguetas somos los seres más comprensivos y solidarios de la creación; fue decirle que tuve un encuentro casual con una niña de esas de órdago a la grande pero sin preservativo y que, claro, cualquiera sabía lo que tenía la zorrita, para que me diese el permiso, “sin que se entere la gerencia, y si necesitas algún otro día me lo dices”. Estaba hecho. A continuación llamé a mi mujer, le dije que había cometido una locura y se me echó a llorar con un “¿ya te has decidido, verdad?”, para sacarla de su error diciéndole que al día siguiente, nos marchábamos a los Caños de Meca, al Hotel Mar de Frente, cuatro días enteros para nosotros, sin decir nada a nadie. “Pero” y le dije que sin peros, que en veinte años iba a ser la primera vez que nos diésemos un homenaje nosotros dos solos.

Al llegar a casa, me preguntó muy solemne, que si estaba seguro y que desde luego de desnudarse en la playa nada de nada, en todo caso un poquito de top-less pero solo si había poca gente. Zanjé la cuestión con un “aquello es una playa nudista y cada uno  hace lo que le viene en gana y se hará lo que tu quieras; ahora, yo pienso despelotarme, no sabes lo sensual que es la sensación de sentir el agua acariciarte la entrepierna”. Ella me miró con cara interrogativa pero sin llegar a decirme lo que pensaba de mi y mi deseo de desnudez al sol, aunque yo lo sabía de sobra, a saber, que era un poco degenerado en cuestiones de sexo.

Los Caños de Meca son de esas partes de la costa de las que hablaba al comienzo que tienen, genio y carácter. Mucha roca, una playa que desciende vertiginosa en pocos metros hasta no dejarte dar pie, unas corrientes temibles que son capaces de llevar tu cadáver al moro en cuanto te despistes un segundo, y unas mareas que dejan unas cuantas calas totalmente aisladas durante horas y horas. Tiene la contrapartida de que si tienes los suficientes redaños para llegar hasta el final de la playa después de sortear rocas y más rocas, a la última calita te encuentras en uno de los paraísos más propios de los mares del sur que de la costa de sur de Europa. Un farallón de rocas de más de cincuenta metros cae a pico hasta la playa que se encuentra salpicada de rocas cubiertas de un sudario esmeralda hecho de algas sobre las que caen a modo de cascadas lentas y civilizadas unos chorros de agua dulce fría como el beso de una esquimal. Irrepetible. Ni que decir que tiene que tomar el sol con algo más que la piel desnuda es motivo de curiosidad por cualquiera de los que por allí se aventuran a disfrutar de su cuerpo y del de los demás en plena naturaleza agreste y salvaje.

 

Llegamos el viernes al hotelito, coqueto, escaso en comodidades pero con el mejor servicio de todos intacto: la vista al mar, irrepetible, y su  escalera que bajaba directa hasta la arena, lo que te permitía salir desde tu habitación con un escaso pareo puesto para quedarte desnudo en cuanto pisabas la playa. Colocamos las escasas cuatro cosas que llevamos y convenientemente desvestidos bajamos. Ella con su bañador y yo con mi pareo negro y las toallas. Nada más llegar estiré la toalla y me tendí cuan largo era con el deleite del sol en toda mi anatomía. Me recriminó inmediatamente mi actitud. Le hice dar un vistazo a su alrededor para que se cerciorase de lo fuera de lugar de su apuro y se tranquilizó. A la media hora con esa capacidad de las mujeres para adaptarse, esa virtud de camaleonismo que les hace inmediatamente confundirse, si así lo desean, con el paisaje, a la media hora digo, estaba mirando descaradamente los atributos de todo bañista, fuera cual fuese su sexo, criticando tamaños, colores, formas o descaros en su ostentación. Una de las veces que me levanté para pedirle un cigarrillo comprobé con alegría que se había despojado de la parte de arriba del bañador dejando su pecho al sol. Le hice ver que nadie se había escandalizado ni los GEO habían llegado para detenerla y que lo que si era ridículo era mantener el bañador enrollado en torno a la cintura; “esa es la mejor manera de llamar la atención, cariño”, le dije mientras me dejaba caer una vez más en la toalla. Cuando me harté de sol decidí ir a  darme un baño y al levantarme me di cuenta de que el bañador ya se lo había quitado y lucía hermosa de espaldas sobre su toalla. Me senté, entonces, a su lado y le besé suavemente el cuello. Respingó asustada, enfadándose por el susto. Me reí, festivo quitándole hierro al asunto y le animé a que me acompañará a darse un baño. Me costó diez minutos convencerla y creo que si en ese tiempo ella hubiese llegado a siquiera sospechar que alguien la miraba con algún tipo de interés por su persona no lo habría conseguido, pero no, en aquella playa cada quien va a lo suyo y nadie reparó en mis esfuerzos por convencerla ni en su oposición finalmente vencida. Le di la mano y con la mayor naturalidad la conduje al rompeolas, donde a los pocos pasos de adentrarnos ya estábamos nadando por la imposibilidad de hacer pie. Disfrutamos de lo lindo durante al menos media hora y cuando decidimos salir del agua ella ya ni se acordaba de que estaba como Eva. Cuando al cabo de otra media hora sobre la toalla charlando le recordé que estaba desnuda y nadie, ni ella misma había reparado puso cara de sorpresa y me reconoció que la experiencia era de tal calibre que lamentaba haber perdido tanto tiempo en experimentarla.

Empezaban a azuzar las ganas de comer así que decidimos irnos a comer algo. Ella se volvió a colocar su bañador y yo mi pareo y volvimos al hotel. Después de comer algo en una venta cercana, volvimos al hotel dispuestos a echar una siestecita, pero no fue exactamente así.

Cuando no tumbamos en la cama me miró con esos ojos que hacía siglos que no me miraban y supe que había hecho lo correcto al llamar aquel jueves al hotel. Hacia años que mi mujer no era la que yo conocí y debió de sucederle algo parecido a ella, porque me confesó que le parecía estar con un extraño muy familiar. Cuando agotamos todas las posturas que sabíamos me rogó que le dijese absolutamente en serio que me gustaría hacer, quería complacerme en todo. Se lo dije sin ambages: “correrme en tu boca y sodomizarte”. Quedó callada largos minutos en los que solo la posibilidad de que aquello pudiese suceder me hizo reduplicar mi erección. Yo mientras jugueteaba con su sexo como yo sabía que a ella le complacía hasta que se volvió hacia mi me besó dulcemente en los labios y me dijo que adelante, que la enseñase, pero que lo del ano, no sabía si soportaría el dolor, yo le contesté “¿dolor?, querrás decir que no vas a saber como soportar el placer”, ella se rió al tiempo que yo me ponía de rodillas sobre su cabeza apuntando mi sexo a su boca. Inmediatamente comprendió que empezaba la función, dejó de reírse, abrió la boca y aposentó dentro de ella mi pene que se peleaba con su lengua por el sitio. Tuve que instruirle varias veces sobre el inconveniente que suponía, en mi caso, que arrastrase sus dientes sobre la sensible piel de mi glande y que el suave deslizamiento de toda su lengua, no solo la punta,  sobre la base de mi pene, no solo el glande, era la clave de hacerme tocar el paraíso. Aprendió rápidamente, cuando saltó la linde del supuesto asco que le daría hacerlo, hasta que empezó a disfrutar de hacerlo tanto como yo de que me lo hiciera. Mi pene entraba y salía despacio de su boca que era un terciopelo cálido que le envolvía  y adoraba. Cuando más entusiasmada estaba le hice detenerse para hablar, que disfrutase, que fuese consciente de lo que estaba haciendo y de lo que iba a suceder y de paso me permitía a mi alargar el placer pues estaba a punto de sufrir un orgasmo inenarrable. Le dije que cuando volviese a acoger mi pene en su vagina de la cara en pocos segundos me derramaría en su boca; “¿estás segura?”. Cerró suavemente los ojos asintiendo e hizo intención de seguir, pero le detuve porque aún debía darle algunas instrucciones. Le dije que una vez se le llenase la boca de mi semen, que ni se lo tragase, ni lo escupiese porque quería compartirlo con ella mediante un beso prolongado y apasionado. Abrió mucho los ojos y puso una cara que se parecía bastante a una cara de rechazo y prevención pero le hice ver que era mi semen, era su boca y estábamos los dos para disfrutar de nuestros cuerpos, había muchas maneras de hacerlo y antes o después tendríamos que explorarlas todas. Se relajó y me asintió, me pareció más resignada que entusiasta, pero se dispuso a volver a la felación.

Efectivamente pasaron unos pocos segundos  y me sobrevino un orgasmo que me quitó el aliento. Sentía que el semen salía a raudales por mi uretra y explotaba en la boca de mi mujer que sin la más mínima arcada lo recibía con amorosa golosinería. Cuando terminé de eyacular resbalé hasta quedarme a la altura de su cara y acercando mis labios a los suyos se inicio un prolongado beso en el que saboreé mi semen mezclado con su saliva. La lisura de su lengua  con la mía lubricadas por mi semen nos excitaba y ella deseaba más y más. Me cogió el pene para que se lo introdujese en su sexo y poder ella tener su orgasmo también, pero me retiré de su boca con el semen rezumando por la comisura de mi boca, tragué lo que me quedaba y continué. Puso cara de no entender nada pero de inmediato se lo aclaré. “Cariño mío, ahora estás salida del todo, ¿cierto?”, ella asintió con la cara bañada en sudor y roja de excitación acompañándolo de un gemido que sonó a un “por favor”.

Negué con la cabeza y le dije que mantuviese esa excitación sexual hasta que yo me recuperase pasado un rato, que recordase que lo siguiente era sodomizarla. Al escucharlo emitió un gemido que esta vez era casi animal, de deseo de ser tomada sin más preámbulos. Me levanté, me sujeté el pareo y le tendí a ella su bañador. De un salto se levantó, despreció el bañador y cogió otro pareo celeste, casi transparente. Le dije que con esa ropa si que iba a ser blanco de miradas porque estaba realmente excitante. “Me chorrean las piernas de excitación” fue toda su contestación. Volvimos a la playa, ella bastante seria y yo conciliador haciéndole ver lo gloriosa que se esperaba la noche. Nada más pisar la playa se despojó del pareo y me invitó a mí a hacer lo mismo para pasear desnudos por el borde del agua. Estaba realmente salida; “para exhibirnos, eso me excita aún más” a lo que le contesté que iba tomando onda de por donde quería hacer transitar yo nuestra relación sexual. Unos nos miraban y otros eran indiferentes alejándonos de las zonas más concurridas hacia la zona de rocas más intransitable. Le hice ver que de seguir adelante la marea acabaría por darnos un disgusto, aislándonos durante ocho horas en alguna cala apartada, sin agua ni refugio; me contestó que quería que la sodomizase allí en la playa en un lugar apartado donde no hubiese nadie pero existiese la posibilidad de que alguien nos sorprendiese. Me reí recriminándole ser una alumna tan aventajada para lo que tenía su respuesta preparada “no creerás que siempre he sido la tonta beata que tu conociste, yo también he tenido mi verano loco de adolescencia, cuando aún no te conocía”. Me dejó de piedra y me hizo replantearme mi habilidad para convencerla primero y enseñarla después a hacer una felación decente. Quede callado un trecho, absorto en lo que acababa de decirme cuando una ola mayor de la cuenta me sacó de mis reflexiones y a ella de sus calenturas lo que puso cordura en el paseo y nos hizo regresar. Le hice saber que al día siguiente con la marea bajando iríamos al final de la playa y haríamos lo que a ella se le antojase, me miró con ojos picaros, me dio un beso casi robado y salió corriendo para que la persiguiese iniciando un juego que pronto fue blanco de más de una mirada. Mi mujer tiene un cuerpo moreno, solo entrado en carnes lo suficiente para ser creíble como mujer normal de la calle sin haber visitado quirófano ninguna vez. Verla correr con sus nalgas, aun prietas  agitándose por efecto de la carrera hizo que mi sexo se encabritase e hiciese evidente lo que se cocía en mi cabeza. No me dio ninguna vergüenza enseñar mi sexo excitado, envidia y deseo de unos y otras, pero fue mi mujer la que tras la alocada carrera, se percató, le faltó tiempo para echarme su pareo encima dejándomelo colgado de mi perchero particular lo que si fue motivo de hilaridad por los presentes que no se perdían un detalle de la aventura. Le devolví su pareo ensañándole el mío que llevaba en la mano, ella se lo puso, yo también y volvimos al hotel. Nos cambiamos. Paseamos por el bosque de pinos que había cerca queriendo ella a cada nuevo árbol que la tomase allí mismo teniendo que recordarle que teníamos mejor cita después de cenar. A cada paso que daba más se excitaba y llegó un momento que jadeaba de gusto sin querer, solo con el roce de sus muslos entre sí. Llegamos a una zona más densa de vegetación y ella no paraba de solicitarme que por favor la consolase siquiera  un poco. Yo estaba también muy excitado porque ver a tu mujer jadeante como una perra salida a tu lado constantemente pidiéndote guerra termina por hacerte perder los nervios. “Está bien” le dije, “te voy a aliviar con la boca, quiero resérvame para tu culo esta noche, que te lo voy a partir”. En cuanto me escuchó esto se estremeció y sin pensárselo dos veces se echó abajo el short que llevaba bajo el que apareció su bajo vientre con su mata de negro y ensortijado vello púbico. No se había puesto bragas. “Quiero que me folles el culo ahora, por favor, que mas da esta noche que ahora aquí al aire libre”. Me di cuenta que estaba  .más fuera de si de lo que yo me había calculado y al tiempo también comprendí que yo estaba aún más excitado que ella con una erección que me haría saltar las costuras del vaquero en pocos minutos. Fue todo rápido y ajeno a cualquier corrección, como dos animales a los que se les acaban las oportunidades de aparearse, y han de darse toda la prisa que puedan. Ella estaba  delante de mí en una agonía de sexo interminable con los ojos entrecerrados, desnuda de medio cuerpo para abajo y componiendo un ballet lubrico más animal que humano contoneando las caderas y sobándose su sexo de la forma más procáz. Creo que perdí la razón, porque no recuerdo como me desembaracé de los pantalones pero se, porque encontré un placer inexplicable en hacerlo, que cogí a mi mujer de un brazo le di la vuelta y la puse boca abajo sobre una roca que sobresalía del suelo. Ella al verse de esa forma dominada no supo más que elevar las caderas y abrir exageradamente las piernas para exponerme su sexo al mío pero rugiendo con desesperación: “por el culo, cabrón, follame por el culo”. Y lo hice. Escuché un lamento prolongado e inhumano clamando piedad por el dolor que acababa de infringir y supe que estaba dentro. Yo lo había imaginado de otra forma, de verdad, intentando lubricar y dilatar, para acostumbrar, a base de crema, vaselina o cualquier otro lubricante. Primero un dedo, luego dos y así sin prisas hasta que entrase el pene, despacio, placentero, sin traumas, con placer, solo placer. Pero no. Fue como he contado, como un animal posee a su hembra, sin remilgos. Ella lloraba de dolor al tiempo que animaba más y más a empujar con más violencia cada vez. Me llegó el orgasmo casi sin querer  en un momento en que sentí que su cuerpo se desmadejaba, dejaba de vociferar su deseo y comprendí que se estaba corriendo. Se había desmayado de placer o de dolor que a la postre… Me salí de su cuerpo trastabillando, mareado  de la intensidad del acto. Recogí a mi mujer de la roca donde yacía, preocupado. Le corría el semen, mi semen, por las piernas. La bese tiernamente y la desperté. Me miró a los ojos, totalmente feliz y entregada. “Esto debería habernos pasado hace veinte años” fue lo único que fue capaz de articular, luego se quedo dormida otra vez. Dejé sobre la roca donde antes habíamos consumado nuestra locura particular su cuerpo totalmente relajado. Me dio tiempo a vestirme y vestirla limpiándonos toscamente con unos kleenex que llevaba y al cabo de media hora estaba ya despierta. Nos volvimos al hotel y aquella noche que se anunciaba como de insomnio de placer delirante se convirtió en otra de descanso merecido.

Dormimos realmente relajados y temprano nos despertamos felices y llenos de ganas de amarnos y de vivir. Desayunamos y pedimos que nos preparasen unos bocadillos para comer en la cala a la que nos disponíamos a llegar para quedarnos. Sentir la sensación de saberse aislados del mundo con algo de comida y agua era en aquel momento nuestro Grial. Iba a ser un día memorable.

Era temprano cuando bajamos a la playa, la marea estaba bajando y dejaba espacio de arena libre suficiente para iniciar la marcha hacía la cala de destino. Íbamos encantados de sentir la brisa fresca de la mañana atemperada por los rayos de sol que ya calentaban lo suficiente como para presagiar un día de sol justiciero. Llevábamos los dos el pareo puesto sin darnos cuenta de que podíamos ya quitarlo. Así lo hicimos y continuamos nuestro paseo, desnudos, sintiendo como la mañana resbalaba por nuestra piel multiplicando la sensualidad de ir en contacto con la naturaleza. Pensando en el día que nos esperaba de sexo sin trabas y sin prisas, como de niños sin preocupaciones, hizo que despertase mi virilidad. Estaba feliz de ver como reaccionaba, me encantaba sentir la tensión que arrancaba de mi ano y estallaba en mi glande. En no mucho mi pene empezó a destilar esmegma que goteaba filante hasta alcanzar la arena fina y blanca como sal de mesa. Mi mujer me miraba a hurtadillas y me acariciaba de vez en cuando lo que a mi me satisfacía haciéndome sentir plenamente libre e inocente. Llegamos después de pasar cuatro calitas pequeñas a la última, la que recibía los chorros que daban nombre a esa zona de la costa. El espectáculo nos hipnotizó. Era inconcebible que aquella belleza agreste y primordial existiese a escasos minutos de la civilización que poluciona y trasmuta en fealdad y basura lo que mas bellamente nos aporta la naturaleza. Cerca de uno de los chorros principales  que nos amenizaba con su cantarina caída el reposo en la arena extendimos las toallas donde tumbarnos al sol. No pudo pasar mucho tiempo sin que la boca de mi mujer volviese sobre lo aprendido en el día anterior con el pretexto de remachar lo aprendido haciendo que degustase registros de placer que no sabía que estuviesen tan dentro. Con una morosidad pasmosa  paseaba todo el cuerpo de la lengua por el fuste de mi pene controlando los tiempos y aprendiendo de los espasmos de mi sexo  cuando detenerse y cuando acelerar el ritmo acariciador de la lengua para prolongar hasta el infinito la agonía del placer extremo. Llegó el momento en que ella poco a poco fue girando su cuerpo hasta ofrecerme su sexo en mi boca y allí con el cielo como testigo nos entregamos a la ceremonia de sexo oral más completa. Yo entraba y salía de su cueva con la punta de mi lengua provocando en ella la reacción de apretar sus labios sobre mi verga, jugueteaba con su clítoris provocando en ella espasmos de placer que interrumpían subitamente su lamer. Avaricioso de sexo, siempre a punto del orgasmo que ella sabía retardar con maestría de meretriz necesitaba ampliar mi campo de acción. Con los ojos cerrados para no distraerme en nada de mi actividad lamí y exploré humedades y lisuras prolongándome en mis devaneos de lengua hasta dar con el orificio más cercano al de su sexo. Aquello me excitó aún más y me aplique a recorrer su ano con la punta de mi lengua introduciéndola hasta donde podía llegar. Aquello fue una idea que le di porque de inmediato ella me imitó y abandonó mi verga para desplazarse primero a mis bolsas y luego al ano que comenzó a trabajar de la misma manera que yo lo hacía, reduplicando el placer que ya de por si me estaba dando mí pene. En medio de la locura, ella guiada por no se que tipo de fantasías me introdujo su dedo mientras regresaba a trabajarme el pene con una lengua cada vez mas experta. Después del primer dedo introdujo otro y aún un tercero y en ese momento sin poder resistirlo más me vacié en su boca. En cuanto acabé de eyacular sin esperar a más, tomó la iniciativa y me plantó un beso para intercambiar el semen dándomelo todo en mi boca. “Cómeme ahora mi sexo con tu semen y haz que me corra así”, me casi gritó colocándome su entrepierna en la cara. Había empezado a lamer con fruición su clítoris cuando escuchamos voces que se acercaban, rápido como el rayo se descabalgó de mi cabeza y se acostó a mi lado simulando que allí no estaba pasando nada. Yo me trague mi semen de un golpe y al poco sentimos un “Buenos días” coral que venía de tres muchachos que venían haciéndose lenguas de la belleza del paisaje. Ninguno de ellos estaba desnudo, llevaban bañadores de lo más convencional. Uno de ellos parecía más mayor que los otros dos aunque los tres eran insultantemente jóvenes.  Se dieron una vuelta por toda la cala admirándose de cada detalle, de cada color, de cada forma de roca. Finalmente se acercaron a preguntar si se podía llegar mas allá. Entablamos una amena conversación dando cada cual pinceladas de su vida de una forma genérica interesándose cada cual por uno u otro aspecto. Finalmente cuando se acabaron los lugares comunes y nos quedamos en silencio unos segundos aproveché para invitar a mi mujer a tomar un baño, el sol empezaba a estar alto y calentar de lo lindo y necesitaba refrescarme. Mi pene aunque ya fláccido conservaba buen tamaño aún y no se me pasó por alto que el mas mayor de los tres se le iban los ojos detrás pero no le di más importancia que la que le quise dar, o sea ninguna. Nos metimos en el agua y los tres se sentaron en las toallas que traían. Desde el agua observamos como charlaban animadamente como discutiendo. Finalmente, uno detrás de otro, fueron quitándose los bañadores hasta quedar los tres desnudos  sentados o tumbados sobre la arena. Mi mujer dentro del agua intentó satisfacerse restregándose conmigo pero los movimientos del agua y la inestabilidad propia de la flotabilidad, unido a que los tres visitantes no nos quitaban ojo impidió que consumase su objetivo. Finalmente nos salimos del agua y al tumbarme en la toalla el relax de mi orgasmo más el baño, obró el milagro de descerrajarme un disparo de sueño entre ceja y ceja que me dejó profundamente dormido.

No tenía ni idea del tiempo trascurrido cuando desperté bañado en sudor, el sol caía a plomo. Hice intención de acariciar a mi mujer pero en vano porque después de tantear con la mano su toalla tuve finalmente que levantarme para comprobar que no estaba a mi lado. Los otros tres tampoco, así que me quedé tranquilo desperezándome pensando que  estaría dando una vuelta o duchándose en alguno de los chorros. Al poco me levanté y empecé a buscarla, primero con la vista sin moverme del sitio y luego intentando recorrer el itinerario que suponía podría haber hecho. No aparecía y comenzaba a intranquilizarme, no sabía por donde empezar después de recorrer la playa de punta a cabo. Estaba realmente perplejo, ella jamás me dejaría de esta manera. De repente recordé que pasada una roca bastante incomoda hacía el final de la playa vimos al explorar, una gruta que siglos y siglos de enfurecidas mareas se habían tomado la molestia de excavar. Después de mirar detrás de cada roca era el único lugar que me quedaba. Comencé a sobrepasar la roca que interrumpía la playa y antes de terminar de coronarla escuche gemidos inconfundibles. Me detuve con la respiración contenida y agucé el oído lo que me permitió distinguir, por detrás de los gemidos que no podían ser más que de mi mujer, gruñidos y gañidos de varón. Se me pintó en la cara una sonrisa malévola al tiempo que me repetía “mmm, vaya zorrilla que estas hecha”. Lejos de irritarme en un furibundo ataque de celos me sorprendí con un furibundo ataque de erección pensando en como habría de pasármelo si conseguía espiarlos sin que se diesen cuenta de mi presencia, al fin  al cabo el voyerismo no dejaba de ser otra forma de experimentar placer que tenía completamente desatendida. Teniendo cuidado de no delatar mi presencia continué avanzando hasta que estuve en la boca de la cueva, apostado en uno de sus lados desde donde observaba un cuadro compuesto por tres personas que se movía en un lento ballet en el que mi mujer era el centro y los otros dos personajes, uno por delante y otro por detrás penetraban a mi esposa  con su mas que evidente regocijo. Me dije que debí satisfacerla cuando yo tuve mi orgasmo, pero la dejé tan salida que en cuanto tuvo la más mínima incitación por parte de unos machos jóvenes y fogosos no pudo, o no quiso negarse, estando su marido como estaba profundamente dormido y totalmente inhabilitado para dar placer. Mi mujer culeaba como una loca incitando al de atrás a arremeter con más fuerza mientras se atragantaba con lo que desde mi posición parecía un enorme pene. Yo no podía más que acariciarme mi sexo experimentando un inmenso placer viendo como gozaba mi mujer, siendo además la que dirigía la puesta en escena. Me atragantaba yo babeando con lo que veía y estaba a punto del orgasmo sin perder de vista al trío cuando sentí una suave sensación muy placentera en mis bolsas y todo el periné. Miré y me vi al tercero en discordia que no veía por ningún lado agachado bajo mis piernas pasándome la lengua por mi sexo con verdadera habilidad. Estaba tan magnetizado por lo que tenía ante mis ojos que le deje hacer, incluso cuando se metió mi pene en su boca. Nunca había tenido ese tipo de experiencia, aunque cuando era adolescente tuve alguna que otra fantasía de este estilo pero que perdí en cuanto empecé a tontear con las amigas de la pandilla. Le dejé hacer y continué gozando al punto del mareo viendo y sintiendo. Pero lo que yo no podía imaginar sucedió. El del pene enorme que se la tenía metida en la boca se salió de ella a indicación suya y se paso a su retaguardia cambiándose con el que antes la penetraba su vagina. Cuando el del pene grande apunto a su sexo ella volvió la cabeza y con la voz ronca de lascivia le grito “por el culo, cabrón, por el culo, deja el coño para otro momento”, y siguió mamándole la verga al que antes había tenido detrás. Aquel falo enorme iba a tener dificultades para entrar en el ano de mi mujer, su dueño hizo tres intentos de penetrarla pero era demasiado joven como para tener el arrojo necesario para hacerse cargo de que iba a producir mucho dolor. Desesperada mi esposa se saco el pene del otro de la boca, giró la cabeza y le gritó loca de rabia “clávamela con fuerza maricón, destrózame el ojete”. El otro muchacho apunto el glande a su ano desvirgado y empujo un poco para tomar dirección, el glande entró con evidente ansía de mi mujer que deseaba más y cerrando los ojos, apretando los dientes y dando un grito para animarse dio un furibundo golpe de caderas que enterró profundamente su verga todo lo larga que era en el ano de mi mujer, ella dio un grito desgarrador y se aplico con furia a dar placer al que tenía delante mientras el otro comenzaba a bombear afuera, adentro sacando gemidos terribles de dolor a mi mujer que quería ser así tratada. Al cabo de unos tres minutos el dolor debió ceder porque ella dejó de quejarse y empezó a mover el culo gimiendo, esta vez de placer. Miraba toda la escena a punto de mi orgasmo que el que estaba chupando ayudaba a precipitar. Llegó un momento en que avisé por señas al que me chupaba con evidente delectación y maestría que iba a eyacular en su boca y él asintió mostrándose de acuerdo. Coincidiendo con el orgasmo del que sodomizaba a mi mujer tuve yo mi orgasmo que recibió el otro en su boca. Inmediatamente me retiré sin despedirme siquiera de mi felador para no delatarme. Ahora tenía un arma enorme en mi poder; mi mujer no era tan mojigata como yo la había tenido durante veinte años. Llegando a la toalla para volver a tumbarme y esperar haciéndola creer que seguía dormido  volví a empalmarme pensando ya en como habrían de ser las orgías en las que iba a meterla en cuanto volviésemos a casa.

Haciéndome el dormido sentí como ella llegaba con algo de sigilo hasta mi lado y se tumbaba a tomar el sol. Sus compañeros de orgía también hacían evidente ruido debido al jolgorio con el que celebraban la aventurita. Simulé, siguiendo el jueguecito, que me despertaba de un profundo y caluroso sueño y me hice de nuevas como si nada hubiese pasado incluso pidiendo disculpas por haber permanecido tantas horas dormido haciendo hincapié en lo que era capaz de hacer el sol sobre un cuerpo, en este caso el mío, que provocaba unos empalmes medio regulares. Ella río de compromiso y me animó a irnos los dos a darnos un baño. Cuando nos levantábamos para dirigirnos a la orilla nuestros tres visitantes se disculparon con el pretexto de querer intentar salir de la calita a pesar de que la marea ya estaba subiendo y quizá no lo consiguiesen pero supuse que eran incapaces de mirarme a la cara sin enrojecer hasta las trancas, pensando en lo que acababan de hacer con mi mujer. Ya en el agua intenté, arteramente, un acercamiento libidinoso que ella rechazo, como yo había supuesto, de muy buenas maneras, sin querer disgustarme, pero harta de sexo por el momento, que las mujeres también sufren su correspondiente periodo refractario, por muy multiorgasmicas que se las quiera considerar. Entre risas, bromas y veras, me dijo que estaba muy rijoso, yo le pregunte con toda la malicia del mundo por su trasero y le eché mano para comprobar su estado, hizo como intento de rechazarme, pero insistí dejándole claro que no tenía más intención que la puramente exploratoria de su salud esfinteriana después de la irrupción que tuve dentro de ella el día anterior, se dejó y palpé un ano enormemente dilatado y al explorar con el dedo la apertura dejó escapar un quejido que hizo que mi erección explotase. Le miré a la cara con aspecto  de estar sorprendido y le pregunté por si ella se había introducido algún juguetito o si la dilatación era efecto directo de mi sodomización; “la verdad, cariño, nunca supuse que te dejase el ojete de esta manera, cualquiera diría que te has visto con un borriquito, después de conmigo, porque tienes el ano como para que te entre cualquier cosa, mas abierto que el coño”, ella se limito a sonrojarse débilmente, abrazarme y besarme, luego se acercó a mi oído susurrándome que deseaba ser penetrada por detrás dentro del agua. Yo estaba a punto de hacer hervir el agua del mar con el calor de mi verga y recordando las imágenes que vi en la gruta ni me lo pensé, la di la vuelta y el pene, como si se conociese el camino de antemano, se coló materialmente dentro de ella que culeaba de placer. Yo, recién corrido, a pesar de haber traspasado ya el periodo refractario y estar excitadísimo, me costaba  alcanzar un nuevo orgasmo y ella lo notó. Me llevó mi mano a su coño incitándome a meterle los dedos al tiempo que me sugería un maldad: “Imagina que otro tío me la clava por delante mientras tu me la metes por detrás y para colmo llega un tía de bandera con un pene artificial y te sodomiza a ti como tu a mí”. Fue definitivo, solo pensarlo e imaginarme que pudiera hacerse me sacó tal orgasmo que si no llega a ser porque estábamos cerca de la orilla y pude hacer pie me habría ahogado. Mi mujer se mostró satisfechísima del placer que me había hecho pasar con la fantasía apuntada, pero ella no llegó a correrse, pero no me sorprendió sabido lo sabido.

Volvimos a la playa, nos secamos y comimos algo. Después de permanecer en silencio durante un buen rato, sentados fijando la vista en la nada de la belleza de la lejanía horizontal, podía casi cortarse la muralla de mutismo que se estaba levantando entre nosotros. Por fin ella se volvió hacia mí, poniendo esa cara que hace estremecer, porque detrás de ella se encuentra una de esas disyuntivas en las que te pone la vida y que condicionan el resto de la que te queda. Yo sabía que ella me estaba reclamando mi mirada para poder zambullirse en mi cabeza sin darme ocasión a la escondida; me estaba poniendo, sin abrir la boca aún, en el disparadero. Finalmente, como yo no me atrevía a encararla fue ella la que me tocó el hombro reclamando mi atención: “Mírame, por favor”, pensé que me iba a confesar lo que yo ya sabía y no quería conocer de forma oficial porque me arrebataría un arma esplendida para futuras contiendas conyugales, pero no había escapatoria. Le miré a los ojos y le hice saber que para el lugar tan relajado y lúdico en el que nos encontrábamos me parecía que se estaba poniendo demasiado seria y trascendente con ese mírame por favor, tan sentencioso y cortante. Solo me formuló una pregunta, era una sencilla pregunta de la que iba a depender el resto de mi existencia: “Ahora que no estás enfebrecido por el sexo, fríamente, contéstame, la fantasía que te he propuesto en el agua, ¿te gustaría que se materializase?”. Así, con forma judicial casi, me estaba poniendo en un brete en el que ni por ensalmo se me hubiese ocurrido ponerme a mí. Lo que hacía escasos minutos se había planteado exclusivamente al servicio de un orgasmo que tardaba en llegar se convertía de manos a boca en una pregunta casi existencial y para colmo no se me daba un plazo para analizar y responder con conocimiento de causa. Es cierto que cuando columbré que una hermosa valquiria provista de un enorme pene, artificial o no, eso en aquel momento me pareció lo de menos, me violaba el ano, me sorprendí experimentando una especie de vértigo placentero desconocido lo que me produjo un orgasmo tremebundo como jamás lo había conseguido ni siquiera aquella vez en Barcelona que, con escasos años, me lo hice con dos chicas muy progres que se besaban mientras yo entraba y salía de una en otra. El que otro propio penetrase a mi mujer ensartándola entre los dos, si lo tenía yo en mi imaginario inconfesable, pero lo malévolo de introducir una hembra provista de verga penetrándome a mi fue exactamente lo que me precipitó el orgasmo por lo que la contestación que mi mujer me urgía con sus gesto me parecía axial para el resto de mi vida, porque no era inocente esa inquisitoria sabiendo yo como ya sabía que ella era capaz de buscárselas por su cuenta y acceder a tejemanejes sexuales de los que la creía incapaz. Me la quedé mirando queriéndola gritar que era una zorra mal nacida por ponerme en ese brete cuando hacia nada que se lo había estando haciendo con dos desconocidos, conmigo delante, sin desvelarle el pequeño detalle de que un tío me la había estado a mi mamando mientras a ella se la hacían los otros dos. Pero no lo hice y en lugar de ello intenté ganar tiempo: “porqué me preguntas eso ahora”, la voz casi ni me salía de la garganta. Ella esbozó una sonrisa que yo ya había visto en su rostro en otras ocasiones en las que ella sabe que tiene la sartén por el mango. “Contéstame, es importante”. Yo sabía que mi contraataque era endeble y fácilmente desmontable como así había sido y yo seguía donde estaba, al borde del abismo. Pero de repente pensé que una vez que volviésemos a nuestra rutina aquella estupidez en forma de pregunta sobre una fantasía sexual quedaría desactivada de manera que le seguiría el juego contestándole de una forma que ella jamás habría podido esperar de mí, es decir, ya que estábamos cerca como se decía por el entorno le salí por la vía de Tarifa y apostando fuerte, a pesar de no sentir lo que decía, para dejarla tirada del todo, le tenía coraje por intentar ponerme entre la espada y la pared: “claro, y sin que sea necesario camuflar al que me folla por el culo, de mujer, un tío con polla de verdad  también vale, mientras que no me coma la boca”. Ella acusó el golpe porque reaccionó como lo hacia siempre que se encontraba cogida en un renuncio, riéndose a carcajadas celebrando la ocurrencia. Yo me sumé a la hilaridad pero mientras lo hacía mi cabeza volaba, ¿Qué acababa de decir?, porque, no creía que fuese a suceder, pero ¿y si ella recogía el guante y me ponía en un autentico apuro cualquier día?, yo sabía que ella tenía suficiente sentido del humor y mala leche como para hacerme una jugarreta de esas y en otra vertiente del problema, ¿Qué había de cierto y que parte de farol en lo que acababa de decir? Y al plantearme esa disyuntiva un sensación de pánico me invadió al tiempo que  mi pene reaccionaba ante la posibilidad de que un tío que poseyese. Empalidecí al sopesar la posibilidad y ella se percató. “¡Que era un broma hombre!, no seas tan radical. No quiero ni pensar en lo que podía suceder si alguien se te acercase a la retaguardia con malas intenciones, lo de la caída del Muro de Berlín iba a ser de Mortadelo”. Se había apiadado de mí y la tregua estaba en pie. Respiré salvado y disimule como pude mi terror ante aquella posibilidad: “¡Claro que era una broma!, por eso yo te la seguí”, y nos reímos los dos dejando aparcado el tema, pero mi mujer acababa de abrir la caja de los truenos y el pacto tácito al que acabábamos de llegar no era más que un alto el fuego que sería todo lo dilatado que nosotros pudiéramos hacer que fuese.

Permanecimos el resto del tiempo que nos dejó la marea aislados en aquella cala paradisíaca bastantes enfrascados cada uno en sus pensamientos, charlando de cosas mas o menos intrascendentes para al final hacer acto de presencia la inefable jaqueca que creíamos haber dejado en casa y que por arte de magia acabó con el hechizo que se había creado.

Se pasaron los dos días que nos restaban sin pena ni gloria. Se alejaron de nuestra relación los alicientes imaginados e imaginables volviendo a instalarnos en la rutina sexual mediante la cual yo esperaba pacientemente a que ella tuviera un exclusivo y aburrido orgasmo para tener yo el mío para el que necesitaba ineludiblemente echar mano de mi imaginoteca en la que guardaba con cuidado y dedicación los mejores y mas abyectos recuerdos de encuentros sexuales reales o imaginados que tenían la virtud de hacerme llegar al puerto del placer con rapidez y elegancia. Sirvió aquella corta estancia al menos para que los dos tomáramos un bonito color canela con el que poder presumir cuando regresamos y para que nos llevásemos cada uno dentro una buena ración de demonios que sacaríamos a pasear a no mucho tardar y me harían renegar de aquel infausto jueves en que se me ocurrió intentar arreglar lo nuestro a base de imaginación y arrojo.

A la semana de haber regresado de Los Caños nuestro convoy volvió a su primitivo raíl con su cansino traquetear, sin peligro evidente de descarrile pero sin visos de aventura que enciende el animo y trasciende la vida oliendo los peligros del envite.

Paso un mes más en que ya estaba decidido a plantear la cuestión que aparcamos con mi idea de reconducción de nuestra relación cuando al llegar a casa a mediodía, me encontré una nota de mi mujer que rezaba: ‘no voy a estar para comer, ya te contaré. Intentaré regresar esta noche’. Me quedé petrificado. Esa no era la forma de llevarse de mi mujer, aquí había algo raro, rarísimo, me dije.  Tenía pensado salir esa tarde a ver la exposición de un amigo que se estrenaba en una galería que había tenido a bien creer en su arte. Estuve esperando hasta las cuatro de la tarde en que viendo la tele me quedé dormido. Me despertó el timbre desagradable y afónico del móvil. Pensé que era mí mujer y sin mirar la pantallita le medio grité que donde se había metido. Me encontré que al otro lado de la línea la voz de mi hijo me preguntaba que a que se debía esa imprecación tan destemplada. Nuestro hijo llevaba tres años ya en Londres estudiando un master de administración de empresas que debía ser la reoca por el dineral que me estaba costando, después del otro dineral que me había costado su ingeniería en una privada de Barcelona. Llamaba el muchacho para darnos el notición de que una multinacional alemana se había interesado vivamente por él para una joint venture con una empresa de Bangla Desh a la que iría como gerente para implantarla hasta ponerla en marcha y si funcionaba acabaría en la central en Dusseldorf como adjunto a la dirección general; total, algo de lo que un padre se siente tan orgulloso que es capaz de morirse de gusto. Le contesté con la mayor ilusión de que pude hacer gala prometiéndole que su madre y yo estaríamos en Bengala cuando el llegase para darle ánimos, me dio las gracias por el apoyo, me preguntó intrigado una vez mas si me pasaba algo y colgó. Me dejó muy mal sabor de boca la conversación y lastima al tiempo por no haber podido ser mas cariñoso pero al mezclarse con la irritación mas enconada por la falta de señales de vida de mi mujer se aliviaba la sensación de culpa. Cuando dieron las once de la noche decidí meterme en la cama. Estaba a punto de caer rendido de preocupación y disgusto cuando se escuchó la puerta. El corazón se me aceleró de indignación y alivió al tiempo; al menos no le había pasado nada o eso creía yo. Antes de que llegase al dormitorio apagué la luz de la habitación para darle la salida de creerme dormido y que se acostase en silencio, el día siguiente sin la efervescencia de la inmediatez, mas frío y sosegado podríamos hablar. No hizo demasiado por no hacer ruido, pero tampoco armó escándalo para acostarse, eso sí se llevó su tiempo desmaquillándose y dándose sus cremas de noche, después se metió con algo de sigilo en la cama y la sentí dormir enseguida. Me acerqué a sus cabellos, me gustaba olerle su perfume a limpio y vivido mezclado con el olor a sus potingues revitalizantes. Mi natural reflexivo me llevo a la conclusión que lo mejor sería esperar hasta el día siguiente, además el hecho de ser un optimista casi patológico, me  permitió conjeturar que no necesariamente aquello significaba que quería irritarme previo paso a una separación apelando a mi sentido de la civilización y buen sentido común, poco dado a los excesos en la expresión de las emociones. Sentí su calor en mi cuerpo y como un resorte mi naturaleza respondió con toda su intensidad viril. Alcancé tal erección que me dolía el glande, tan congestionado se me puso. Se me pasó por la cabeza iniciar el acercamiento pero pensé de inmediato que debía salvaguardar mi indignación por el feo de dejarme plantado toda la tarde y parte de la noche sin decirme siquiera donde estaba. Me tragué pues el deseo de penetrarla por detrás al estilo de cómo lo hicimos en aquella maravillosa playa y de cómo se lo hicieron aquellos muchachotes tan arriesgados, así que me di la vuelta intentando serenar mi cuerpo. Me dormí al final resistiéndome a masturbarme que era lo que me pedía a voces el pene. Cuando abrí los ojos  faltaban aún unos minutos para que se desgarrase el despertador en mis oídos y lo hice con una desagradable sensación entre viscosa y fría. Había tenido una polución nocturna y estaba pringado entero. Me sentí ofendido de mi mismo por haberme comportado de esa manera aún sabiendo que esa era una función totalmente fisiológica y autónoma; si al menos me hubiese masturbado yo le habría sacado algún reedito a la acción, pero así y sin enterarse era para sentirse descorazonado.

Me duché y aseé como todos los días sin que mi mujer se diese por aludida, si se despertó y se refugió en las sabanas, no lo sé, pero el caso es que me marché como  cotidiano sin despedirme en esta ocasión. Estuve toda la mañana esperando que me llamase sin centrarme en lo que hacía hacia y cuando aún faltaban dos horas para salir aduje una jaqueca y me marché a casa. Estaba en ascuas, hervía ya de indignación y necesitaba una explicación.

Cuando entré en casa encontré a mi mujer en bata y tomándose un café, perfectamente arreglada y maquillada a falta de vestido. Se mostró cariñosa conmigo y se volvió a disculpar por tener que marcharse una vez más, “va a ser esta semana y la que viene…, de momento”, me besó con bastante fogosidad y me entregó un sobre al tiempo que desaparecía camino del dormitorio, “ingrésalo en la cuenta cariño, yo no voy a poder” . Cada vez estaba más confuso, me quedé como un pasmadote, parado con el sobre en la mano y la boca abierta sin emitir ni un sonido porque se me agolpaban las preguntas en la boca y no era capaz de articular ninguna. Pasó lo que debió ser una eternidad porqué mi mujer salía ya del dormitorio perfectamente vestida y arreglada, casi sin detenerse me dio un beso de esposa, cariñoso y tierno me dedicó un te quiero sincero y me preguntó extrañada que hacía ahí sin moverme con el sobre en la mano, “¡ah!, hay también un CD, no es para el banco, es para que lo veas a ver que te parece, ahí están todas las respuestas a tus preguntas”, y con un leve chasquido de resbalón cerró la puerta llegando a escuchar como se abría y cerraba la puerta de ascensor que se llevaba a mi mujer donde solo ella sabía que tenía que ir.

Abrí con curiosidad el sobre, uno de esos tamaño cuartilla, color crema. Dentro había diez mil € y un CD como ella había dicho. Se me enfriaron las mejillas y me entraron ganas de vaciar el vientre. Me invadió el pánico. Temblando me dirigí al televisor, que encendí, metí el disco en su ranura y me senté con más miedo que un torero de tercera a ver salir el morlaco. Aquel sin duda era un Miura y de los de seiscientos kilos.

Las primeras imágenes eran números y letras como de claqueta de cine y sin más preámbulos un fotograma con la palabra maqueta-prueba y a continuación un fundido de un pene de tamaño de tamaño regular y la boca de mi mujer, inconfundible para mí, trabajando con fruición. Di un respingo en la butaca y de forma instintiva apagué el televisor. Saqué el disco del lector y con él en la mano me puse a medir a grandes pasos el salón de casa sin saber que determinación tomar. Cuando me serené y racionalicé las imágenes que acababa de ver me dije que bueno, que si había presenciado en vivo como se beneficiaban a mi mujer dos tíos, que más fuerte podía tener ver a lo que se dedicaba siendo grabado y además pagado, y bien pagado.

Decidí gozar en lugar de preocuparme. Me desnudé y como mi madre me parió me dispuse a ver el CD completo. Eran pruebas de habilidades más que nada, pero algunas de ellas que ni se me hubieran pasado por la imaginación que mi mujer podía llevar a cabo.

La primera felación que interrumpí duraba unos diez minutos y al final el tío uno con aspecto bastante asqueroso, con barriga oronda y de mediana edad eyaculaba en el rostro de mi mujer que ponía una cara de satisfacción que hasta donde yo la conocía era principalmente de desprecio. En la siguiente me fue difícil reconocer a mi mujer en la que le comía materialmente el sexo a otra mujer bastante mas joven que ella. Eso me puso bastante excitado lo que me llevó a acariciarme mi sexo haciendo que encontrase gran placer. Finalmente aparecía un hombre de bastante buen cuerpo y pene que se ponía por medio y penetraba a la compañera de sexo oral de mi mujer que se a su vez se dedicaba primero a lamerle al tío los huevos y el ano para coger una prótesis de pene, calzársela y taladrarle con bastante placer, según manifestaba el hombre, aunque a saber, pensé yo en ese momento. Cuando mi mujer estaba sodomizando al guaperas miraba a la cámara y ahí si que su cara era de autentica satisfacción y no sabría decir si por el placer que ella obtenía, que yo creo que ninguno, o por la satisfacción obtenida de saber que estaba jodiéndose a un tío tomándose la revancha por todas las veces que yo me la había jodido a ella solo por darme el gustazo de masturbarme utilizando su vagina como mano suavita y caliente. El caso es que la imagen me resultó tan excitante porque de alguna manera yo me veía encarnado en el tío envergado por mi propia mujer, que un leve roce con los dedos lubricados con saliva por el frenillo fue suficiente para que se me desencadenase un potente orgasmo que me dejó exhausto y con el cuero del sofá aspergido de semen. No acababa ahí el disco pero para mí, después de la corrida, había sido más que suficiente. Un  regusto amargo, después de satisfecha  mi ansia de sexo sin acomodos morales, se hizo hueco en mis entresijos más incómodos de soportar, pero una vez más lo dejé correr sin  querer dar razón al corazón que decía que lo hecho no hacía daño a nadie más que a mi mismo, pero como siempre, me dije, que el orgasmo había sido de campeonato y que aquellos remilgos morales no eran sino flecos del periodo refractario que se esfumarían con la siguiente pulsión que sin duda alguna habría de ser mas placentera y arriesgada que la anterior por mor de la trasgresión mas audaz.  Me duché, limpié el cuero del sofá, saqué el disco del aparato y apagué el televisor. Me fui a la calle a comer algo, porque estaba claro que mi mujer no iba a venir a comer; tenía muchas cosas que hacer que luego iba a tener que contarme. Regresé a casa y me eché una reparadora siesta hasta bien tarde. Luego me bebí un vaso de leche caliente y me dispuse, bien cómodo, a esperar que regresase mi mujer. La noche tendría que ser larga porque yo necesitaba respuestas y no estaba dispuesto a conformarme con cuatro topicazos.

Estaba empezando a dejarme llevar por la molicie del sueño cuando me rescató del sopor, el sonido de la puerta de la calle al cerrarse. Me despeje al instante y me dispuse a esperar con los ojos bien abiertos. Entró en la sala donde la esperaba con la arrogancia del que sabe que tiene todos los triunfos en la mano y no hay por donde trincarla. Se quedó de pie mirándome con una sonrisilla sardónica que no le recordaba desde hacia años, cuando nos reíamos de casi todo y que tenía la facultad de excitarme a la par que me abonaba la amnesia y relativizaba la afrenta con lo que me hacía perder la batalla aún antes de comenzada. Me costaba empezar el protocolo de petición de explicaciones, porque desarmado como estaba por su sonrisa juvenil y fresca lo menos que deseaba era hacerla el menor daño, aunque fuere justificado y justiciero. Pero no hizo falta que me hiciese ninguna violencia, porque antes ya estaba ella, inasequible, sobrada e inalcanzable explicándome lo que a mi me parecía imposible de explicación. Me dejó helado cuando comenzó a relatar como por casualidad coincidió en la peluquería con uno de los chicos que tanto juego nos habían dado en Los Caños, el más mayor que resultó ser guionista de cine porno, “valiente guionista”, le tuve que terciar intentando salvar algo de mi honor como marido engañado de alguna manera, honor que quedó hecho trizas cuando como de pasada me dio recuerdos que él me trasmitía con el deseo de que se repitiese lo de la felación. Solo puede balbucear un “entonces, tu, entonces, lo sabes todo de lo de…”. Me confirmo que efectivamente se enteró porque el tío aquel de la boca de seda le hizo saber como babeaba viendo como se la beneficiaban a ella sus otros dos amigos, que entre otras cosas nada tenían que ver con el porno. Necesitaba una mujer madura sin demasiados complejos que no pareciese puta para una cinta que llevaba ya dos semanas de retraso y si en cine eso es intolerable en porno es una eternidad. La actriz que tenían dispuesta y contratada no estaba para películas porque se le había declarado una fístula vaginal que la dejó fuera de juego, porque, como justificaba mi mujer, no era cuestión de que perder metros de película porque el garañón de turno la sacaba llena de mierda y esta no era una cinta escatológica. Al parecer era muy buena en lo suyo pero se pasó de rosca en los calibres que admitía por detrás y delante a la vez y se le rasgo la débil pared que separaba vagina de recto. Me impresionó aquello pero quise parecer hombre de mundo y le contesté con un “gajes del oficio”, algo que no le hizo ninguna gracia acusándome de frívolo. Al final resultaba que ella, en un arranque de rabia por sentirse inútil en la casa, ya sin críos a los que cuidar y conmigo dándole razones para sentirse sola, decidió apuntarse a la plaza de la desgraciada de la fístula fiada en su capacidad de hacer sexo con desconocidos tal y como había sucedido en la playa. Hizo la primera prueba, el CD que yo vi, y les gustó su actuación tanto que parecía que gozaba de verdad y le dieron los diez mil que me dio para ingresar a cuenta de tres películas que se comprometía a rodar, una de las cuales incluía un perrazo experto en las lides. Cuando me lo dijo por poco no me desmayo pero intente tenerme y que no se me notase, solo que no pude contener un “¡que asco, un perro!” y ella sin inmutarse contestó que mas asco daba dejarse follar gratis y sin ganas como la mayoría de las veces que lo hacia conmigo, lo que me dejó mudo y hecho papilla sin atreverme a decir ni una sola palabra en adelante.

Intenté en la cama acercarme a su piel. La verdad es que el hecho de imaginar a un perro violando a mi mujer me excitaba más que cualquier cosa y mi pene congestionado reclamaba su cuota de placer. Estaba de espaldas y le roce con el glande sus nalgas. Se movió remolona haciendo como que rechazaba la solicitud. Insistí y se apretó contra mi cuerpo. Sin moverse siquiera echó la mano atrás, levantó la pierna para dar espacio a la penetración y guió mi pene a su ano, cuando lo tenía apuntado con un movimiento exacto y magistral, sin que yo tuviese que hacer nada de nada, se introdujo el pene hasta donde pudo dada la posición y comenzó a culear. Yo permanecía quieto y excitado comprobando como se acercaba el orgasmo a pasos de gigante. De repente, se detuvo me sacó de su cuerpo, se dio la vuelta y me dijo que no había vuelta de hoja: “amor mío, ahora te toca a ti”.

Me quedé sin saber que pensar y menos aún que responder. Supuse que se había cansado de moverse para darme placer, pero no fui yo el que le pedí quedarme quieto, de manera que perplejo como estaba me mantuve a la expectativa, a ver por donde salía.

“¿de acuerdo?”, continuó con cierto tono de impaciencia. No sabía a que se refería, pero ese de acuerdo estaba pidiendo a voces un “por supuesto, cariño” incondicional. “pues recuerda que tu lo has consentido y ahora no vayas a echarte para detrás”. Se levantó de la cama y de un salto se plantó delante de la cómoda, rebuscó en los cajones para finalmente sacar algo de uno de ellos. Cuando pude reaccionar era ya tarde, volvía a la cama con un dildo protésico que se acababa de calzar de proporciones regulares explicándome que tenía por dentro a la altura del clítoris, una especie de botón erizado de púas de goma semirigidas y romas que con las arremetidas masajeaban su órgano de placer, de manera que cuanto más empujase y mas dentro llegase más placer obtenía ella. El aspecto de aquella cosa era amenazador con una superficie surcada de supuestas venas que se coronaba por un glande orgulloso de haber sido concebido con esa forma tronco cónica y con aspecto brilloso y terso. En la mano traía un tubo de lubricante. Me quiso recordar mi gentileza al penetrarla en aquel bosquecillo de Los Caños sin  más lubricación que su voluntad de darme placer y que recordando el dolor no iba a tener la mala leche de hacerme lo mismo, “no fue una experiencia agradable…, al principio, todo hay que decirlo”. Me recordó mi asentimiento y me rogó que me pusiera en posición, “imagínate que te has vuelto muy pío y te postras para la oración, el resto me lo dejas a mí”.

Estaba al borde de la cama esperando y yo acostado, tapado hasta la boca, con cara de ir a defender el fuerte hasta la última gota de sangre. Me amenazó, me rogó, intentó hacer valer mi palabra, se cabreó y finalmente con una cara que no hacía presagiar nada bueno, desistió ante mi negativa a ser desvirginado de aquella manera. Sin un reproche, finalmente se desabrochó las correas del dildo que guardó cuidadosamente de donde lo había sacado y se acostó a mi lado, apagó la luz y antes de que me diese cuenta en la oscuridad de la alcoba resonó su voz hueca y amenazadora, “ni un pelo, no se te ocurra rozarme ni un pelo. Ya hablaremos de esto en otra ocasión”.

Pasaron días y días. Ella se levantaba temprano se arreglaba y se iba al estudio a grabar antes que me levantase yo para irme al trabajo. Cuando regresaba a casa, ella aún no había llegado, de manera que me acostumbré a prepararme algo de comer y terminé de dar por hecho que mi vida muelle de marido atendido por esposa dedicada y fiel había concluido. Llegaba tarde, casi siempre pasadas las once de la noche, me daba un beso la mayoría de la veces vacío, me dedicaba dos palabras que intentaban ser amables, reiteraba que el día había sido agotador y se disculpaba por tener que acostarse, yo la disculpaba a mi vez y la seguía a la cama como un perrillo. Si alguna vez intenté acercarme más de la cuenta con voz inoxidable me recordaba su cansancio y yo la dejaba en paz.

Recordaba a veces lo del dildo y me reprochaba no haberla dejado jugar con mi ojete, estaba seguro que no habría conseguido entrar, por mucho empeño que hubiera puesto y no se habría enfadado al punto de dejarme en dique seco durante los dos últimos meses. Me masturbaba alguna vez mirando alguna imagen en Internet pero no era lo mismo. Rememoraba los días en la playa, los chorros, la gruta con los dos zagalones aquellos trajinándosela y gemía de añoranza y deseo.

Aquel día sin embargo, entre dos sueños, serían sobre las cinco de la tarde, escuché como se abría la puerta y su voz en animada conversación con otras dos voces más de suave acento latino, me sacaron del sopor. Una escandalosa morena de mediana estatura y ojos intensamente verdes con más silicona en los labios y los pechos que en las juntas de la fontanería y un muchacho de cerca de los treinta que me resultaba vagamente familiar, que llevaba un bolso de bandolera que me resulto extrañamente grande. Me los presentó como Sandra y Raúl, compañeros de trabajo. Inmediatamente recordé de qué me era familiar el hombre. Pero se me adelanto él al darme la mano y declararse encantado de volver a verme desde aquel día en los Caños en los que al parecer congeniamos; se volvió a su amiga y le tuvo que contar la felación que me hizo mientras yo observaba a mi mujer dentro de la cueva. La chica se echó a reír dejando ver una perfecta hilera de dientes blancos al tiempo que le recordaba a Raúl que ya se lo había contado mi mujer. Se sentaron en el sofá delante de mi y mi mujer me comunicó que habían terminado antes de la cuenta y quería que Sandra me conociera, “Raúl, que es como es, insistió en acompañarnos, el sabrá”. Les ofrecí algo de beber y se mostraron conformes. Cuando volvía de la cocina con la cubeta del hielo, mi mujer y Sandra se estaban morreando, Raúl estaba metido en la entrepierna de Sandra y se afanaba con fruición. Solo supe decir “Las bebidas”. En un momento interrumpieron sus manejos y en un momento mi bragueta del pijama había formado una tienda de campaña vergonzosamente evidente. Intenté disimularlo como bien pude y pude bien poco. Ellos se sirvieron sus bebidas dieron unos tragos y continuaron su función. En un momento dado, Sandra se aparto de la boca de mi mujer y me invitó a acompañarles, “y no te hagas el estrecho, se que te gustan estas cosas”. Me quité el pantalón del pijama y puse el pene al alcance de la boca de Sandra. Mi mujer de inmediato se dedico a lamerme las bolsas, y la entrepierna, alternándose con Sandra en la atención al pene. Raúl seguía hundido en las profundidades de Sandra que mantenía exageradamente abiertas las piernas. Ser protagonista de lo que había imaginado en mis fantasías durante años hizo que notase que alcanzaba el orgasmo en décimas de segundo si no me retiraba de la boca de la chica. Lo hice rápidamente pero el mal estaba hecho, no pude controlar la eyaculación y fue peor comprobar como los tres casi se peleaban con sus bocas por mi semen. Fue satisfactorio. Mi mujer me miraba con cara de vicioso deseo de más y Raúl se quejaba de no haber alcanzado casi nada de semen. Después me prometió que me daría alguna que otra lección de sexo tántrico para que aprendiese a tener orgasmos sin eyacular y que no sufriese los periodos refractarios tan inoportunos.

Ellos tres siguieron a lo suyo como si  no existiese yo en la sala. Mientras consumía mi bebida no podía evitar sentirme hipnotizado por las posturas y las combinaciones que hacían entre los tres. Poco a poco la contemplación iba recuperándome y sintiendo la necesidad de incorporarme al cuadro. Mi pene se levantaba orgulloso una vez más y reclamaba su sitio. En ese momento Raúl se aplicaba con delirio a lamer y ha hundirse con la lengua en el ano de Sandra y cuando me acerqué a su cara para que volviese a repetir la felación, en lugar de hacerme ese servicio me hizo de mamporrero para penetrar por el ano a Sandra. Ella acusó el golpe ante el primer envite, pero luego llevó su mano hacia atrás para atraparme las bolsas y tirar hacia delante para que se la calzase entera mientras ella conseguía llegar hasta lo más profundo con su lengua en el sexo de mi mujer. Raúl cambió entonces el ano de Sandra por el mío y comenzó a lamerme; me excitaba mucho que me lo hiciese mientras yo sodomizaba, lo hacía realmente bien por lo que hice por abrir las piernas todo lo posible para ofrecer mi ano lo más expedito posible sin comprometer mi penetración y recibir de paso yo más placer. Sandra llegó a un punto de hacer alcanzar el orgasmo a mi mujer con la lengua y entre estertores me reclamó que le llevase mi pene, del ano de Sandra a su boca. Me dejó perplejo la proposición pues sabía lo que podría suceder al sacarla si es que Sandra no estuviese bien preparada para una penetración trasera, pero mi excitación era tal que pensé que si ella lo pedía sabía a lo que se exponía. Me retiré sin contemplaciones de Sandra en un instante, ella culeó algo protestando, pero se apartó de inmediato para que yo entrase en la boca de mi mujer. Tenía el pene limpio al sacarlo y mi mujer me lo atrapó con avidez y comenzó su orgasmo que se prolongaba más y más y cuanto mas largo, mas gemía con mi pene en su boca. Raúl a mi espalda se masturbaba tan cerca de mí trasero que a cada sacudida me golpeaba con su glande el cachete del culo. No sabría como explicarlo, pero eso también me excitaba, quizá por el peligro que suponía tener un pene tan cerca de mi ano. Llegó el momento en que no pude más y anuncié a gritos que me corría. Mi mujer en ese instante me atrapó el pene aún con más fuerza entre sus labios, para que no derramase una gota de semen fuera y sentí como Raúl a su vez, derramaba el suyo en mi espalda. Al acabar, entre Sandra y Raúl me lamieron el esperma que éste había derramado y en compensación por ayudarle Raúl hizo alcanzar el orgasmo a Sandra con la boca. Quedamos exhaustos los cuatro. Yo creí que con eso todo estaba terminado pero aún no había hecho sino empezar.

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