Algunas partes de la costa son en
Cádiz auténticos paraísos de blancura de arena fina como polvo impalpable, mar
las más de las veces una fiera domesticada, salvo que haya temporal de
poniente, escalofríos produce y una infinitud tanto de longitud como de anchura
en las bajamares interminables de Julio. Son trozos de edén que al dios de
turno se le pasó arrebatarnos cuando expulsó a los primeros padres de su
cobijo. Tiene la costa otras partes no tan tranquilas y deleitosas, sino
agrestes y soberbias a las que es menester mirar de frente y tratar con respeto
pero sin miedo y pueden proporcionarnos placeres más allá de lo que se podría
imaginar. Y todo esto viene a cuento de lo que detallaré a continuación.
Estábamos pasando una mala racha
en nuestro matrimonio, esa de los veinte años en que comprendes que tu vida
está por terminar de cocerse en forma de una vasija que ya no va darte opción a variar ni la forma ni el color
y que sospechas que posiblemente te equivocaste al elegir el pigmento del
esmalte, además de que la temperatura que se eligió para la cocción, no era la
más adecuada para el resultado que imaginaste. Es entonces cuando te entran
ganas de romper el vaso y empezar de nuevo, ahora que todavía queda algo de
barro virgen que podría moldearse y si no se le pone color pues da igual.
Cada uno por su lado nos
pasábamos los días rumiando la relación, comprobando, o creyéndolo al
menos, que la metedura de pata era ya
imposible de modificar, intentando crear escenarios donde cada cual comenzaba
de nuevo solo, con toda la libertad intacta para hacer lo que a cada cual le
conviniese, que en mi caso sería complicarme en una nueva relación con alguien
mas joven y fresco y para mi mujer entregarse en alma y cuerpo a su prole y
descendencia. No discutíamos ya, porque el aburrimiento había conseguido una
buena entrada de preferente en nuestras vidas y nos dejábamos llevar sin que
ninguno se decidiese a hacer lo lógico y valiente: separarse.
Cayó en mis manos un folleto de
mano con la dirección y teléfono de un hotel, pequeño, colgado materialmente
sobre la playa con una bajada privada a la misma y unas vistas de una parte de
la costa que por coger a trasmano, nunca había tenido la fortuna de visitar.
Dicho y hecho. Miré el calendario, era jueves, junio, el lunes siguiente
fiesta y no me lo pensé. Habitualmente
soy reflexivo y para cuando he tomado la decisión se ha pasado la oportunidad,
pero en esta ocasión fui muy otro, aquel día tocaba estar eufórico. Llamé
primero al hotel, quedaba una habitación de matrimonio, perfecto me dije, la
contraté hasta el lunes, desde el viernes. A continuación me planté en el
despacho de mi jefe y con cara compungida le dice que sin remedio al día
siguiente debía ir al medico, por un problema urgente que él iba a comprender
de inmediato. Los hombres en cuestión de braguetas somos los seres más
comprensivos y solidarios de la creación; fue decirle que tuve un encuentro
casual con una niña de esas de órdago a la grande pero sin preservativo y que,
claro, cualquiera sabía lo que tenía la zorrita, para que me diese el permiso,
“sin que se entere la gerencia, y si necesitas algún otro día me lo dices”.
Estaba hecho. A continuación llamé a mi mujer, le dije que había cometido una
locura y se me echó a llorar con un “¿ya te has decidido, verdad?”, para
sacarla de su error diciéndole que al día siguiente, nos marchábamos a los
Caños de Meca, al Hotel Mar de Frente, cuatro días enteros para nosotros, sin
decir nada a nadie. “Pero” y le dije que sin peros, que en veinte años iba a
ser la primera vez que nos diésemos un homenaje nosotros dos solos.
Al llegar a casa, me preguntó muy
solemne, que si estaba seguro y que desde luego de desnudarse en la playa nada
de nada, en todo caso un poquito de top-less pero solo si había poca gente.
Zanjé la cuestión con un “aquello es una playa nudista y cada uno hace lo que le viene en gana y se hará lo que
tu quieras; ahora, yo pienso despelotarme, no sabes lo sensual que es la
sensación de sentir el agua acariciarte la entrepierna”. Ella me miró con cara
interrogativa pero sin llegar a decirme lo que pensaba de mi y mi deseo de
desnudez al sol, aunque yo lo sabía de sobra, a saber, que era un poco
degenerado en cuestiones de sexo.
Los Caños de Meca son de esas
partes de la costa de las que hablaba al comienzo que tienen, genio y carácter.
Mucha roca, una playa que desciende vertiginosa en pocos metros hasta no dejarte
dar pie, unas corrientes temibles que son capaces de llevar tu cadáver al moro
en cuanto te despistes un segundo, y unas mareas que dejan unas cuantas calas
totalmente aisladas durante horas y horas. Tiene la contrapartida de que si
tienes los suficientes redaños para llegar hasta el final de la playa después
de sortear rocas y más rocas, a la última calita te encuentras en uno de los
paraísos más propios de los mares del sur que de la costa de sur de Europa. Un
farallón de rocas de más de cincuenta metros cae a pico hasta la playa que se
encuentra salpicada de rocas cubiertas de un sudario esmeralda hecho de algas
sobre las que caen a modo de cascadas lentas y civilizadas unos chorros de agua
dulce fría como el beso de una esquimal. Irrepetible. Ni que decir que tiene
que tomar el sol con algo más que la piel desnuda es motivo de curiosidad por
cualquiera de los que por allí se aventuran a disfrutar de su cuerpo y del de
los demás en plena naturaleza agreste y salvaje.
Llegamos el viernes al hotelito,
coqueto, escaso en comodidades pero con el mejor servicio de todos intacto: la
vista al mar, irrepetible, y su escalera
que bajaba directa hasta la arena, lo que te permitía salir desde tu habitación
con un escaso pareo puesto para quedarte desnudo en cuanto pisabas la playa.
Colocamos las escasas cuatro cosas que llevamos y convenientemente desvestidos
bajamos. Ella con su bañador y yo con mi pareo negro y las toallas. Nada más
llegar estiré la toalla y me tendí cuan largo era con el deleite del sol en
toda mi anatomía. Me recriminó inmediatamente mi actitud. Le hice dar un
vistazo a su alrededor para que se cerciorase de lo fuera de lugar de su apuro
y se tranquilizó. A la media hora con esa capacidad de las mujeres para
adaptarse, esa virtud de camaleonismo que les hace inmediatamente confundirse,
si así lo desean, con el paisaje, a la media hora digo, estaba mirando
descaradamente los atributos de todo bañista, fuera cual fuese su sexo,
criticando tamaños, colores, formas o descaros en su ostentación. Una de las
veces que me levanté para pedirle un cigarrillo comprobé con alegría que se
había despojado de la parte de arriba del bañador dejando su pecho al sol. Le
hice ver que nadie se había escandalizado ni los GEO habían llegado para
detenerla y que lo que si era ridículo era mantener el bañador enrollado en
torno a la cintura; “esa es la mejor manera de llamar la atención, cariño”, le
dije mientras me dejaba caer una vez más en la toalla. Cuando me harté de sol
decidí ir a darme un baño y al
levantarme me di cuenta de que el bañador ya se lo había quitado y lucía
hermosa de espaldas sobre su toalla. Me senté, entonces, a su lado y le besé
suavemente el cuello. Respingó asustada, enfadándose por el susto. Me reí,
festivo quitándole hierro al asunto y le animé a que me acompañará a darse un
baño. Me costó diez minutos convencerla y creo que si en ese tiempo ella hubiese
llegado a siquiera sospechar que alguien la miraba con algún tipo de interés
por su persona no lo habría conseguido, pero no, en aquella playa cada quien va
a lo suyo y nadie reparó en mis esfuerzos por convencerla ni en su oposición
finalmente vencida. Le di la mano y con la mayor naturalidad la conduje al
rompeolas, donde a los pocos pasos de adentrarnos ya estábamos nadando por la
imposibilidad de hacer pie. Disfrutamos de lo lindo durante al menos media hora
y cuando decidimos salir del agua ella ya ni se acordaba de que estaba como Eva.
Cuando al cabo de otra media hora sobre la toalla charlando le recordé que
estaba desnuda y nadie, ni ella misma había reparado puso cara de sorpresa y me
reconoció que la experiencia era de tal calibre que lamentaba haber perdido
tanto tiempo en experimentarla.
Empezaban a azuzar las ganas de
comer así que decidimos irnos a comer algo. Ella se volvió a colocar su bañador
y yo mi pareo y volvimos al hotel. Después de comer algo en una venta cercana,
volvimos al hotel dispuestos a echar una siestecita, pero no fue exactamente
así.
Cuando no tumbamos en la cama me
miró con esos ojos que hacía siglos que no me miraban y supe que había hecho lo
correcto al llamar aquel jueves al hotel. Hacia años que mi mujer no era la que
yo conocí y debió de sucederle algo parecido a ella, porque me confesó que le
parecía estar con un extraño muy familiar. Cuando agotamos todas las posturas
que sabíamos me rogó que le dijese absolutamente en serio que me gustaría hacer,
quería complacerme en todo. Se lo dije sin ambages: “correrme en tu boca y
sodomizarte”. Quedó callada largos minutos en los que solo la posibilidad de
que aquello pudiese suceder me hizo reduplicar mi erección. Yo mientras
jugueteaba con su sexo como yo sabía que a ella le complacía hasta que se
volvió hacia mi me besó dulcemente en los labios y me dijo que adelante, que la
enseñase, pero que lo del ano, no sabía si soportaría el dolor, yo le contesté
“¿dolor?, querrás decir que no vas a saber como soportar el placer”, ella se
rió al tiempo que yo me ponía de rodillas sobre su cabeza apuntando mi sexo a
su boca. Inmediatamente comprendió que empezaba la función, dejó de reírse,
abrió la boca y aposentó dentro de ella mi pene que se peleaba con su lengua
por el sitio. Tuve que instruirle varias veces sobre el inconveniente que
suponía, en mi caso, que arrastrase sus dientes sobre la sensible piel de mi
glande y que el suave deslizamiento de toda su lengua, no solo la punta, sobre la base de mi pene, no solo el glande,
era la clave de hacerme tocar el paraíso. Aprendió rápidamente, cuando saltó la
linde del supuesto asco que le daría hacerlo, hasta que empezó a disfrutar de
hacerlo tanto como yo de que me lo hiciera. Mi pene entraba y salía despacio de
su boca que era un terciopelo cálido que le envolvía y adoraba. Cuando más entusiasmada estaba le
hice detenerse para hablar, que disfrutase, que fuese consciente de lo que
estaba haciendo y de lo que iba a suceder y de paso me permitía a mi alargar el
placer pues estaba a punto de sufrir un orgasmo inenarrable. Le dije que cuando
volviese a acoger mi pene en su vagina de la cara en pocos segundos me
derramaría en su boca; “¿estás segura?”. Cerró suavemente los ojos asintiendo e
hizo intención de seguir, pero le detuve porque aún debía darle algunas
instrucciones. Le dije que una vez se le llenase la boca de mi semen, que ni se
lo tragase, ni lo escupiese porque quería compartirlo con ella mediante un beso
prolongado y apasionado. Abrió mucho los ojos y puso una cara que se parecía
bastante a una cara de rechazo y prevención pero le hice ver que era mi semen,
era su boca y estábamos los dos para disfrutar de nuestros cuerpos, había
muchas maneras de hacerlo y antes o después tendríamos que explorarlas todas.
Se relajó y me asintió, me pareció más resignada que entusiasta, pero se
dispuso a volver a la felación.
Efectivamente pasaron unos pocos
segundos y me sobrevino un orgasmo que
me quitó el aliento. Sentía que el semen salía a raudales por mi uretra y
explotaba en la boca de mi mujer que sin la más mínima arcada lo recibía con amorosa
golosinería. Cuando terminé de eyacular resbalé hasta quedarme a la altura de
su cara y acercando mis labios a los suyos se inicio un prolongado beso en el
que saboreé mi semen mezclado con su saliva. La lisura de su lengua con la mía lubricadas por mi semen nos
excitaba y ella deseaba más y más. Me cogió el pene para que se lo introdujese
en su sexo y poder ella tener su orgasmo también, pero me retiré de su boca con
el semen rezumando por la comisura de mi boca, tragué lo que me quedaba y
continué. Puso cara de no entender nada pero de inmediato se lo aclaré. “Cariño
mío, ahora estás salida del todo, ¿cierto?”, ella asintió con la cara bañada en
sudor y roja de excitación acompañándolo de un gemido que sonó a un “por favor”.
Negué con la cabeza y le dije que
mantuviese esa excitación sexual hasta que yo me recuperase pasado un rato, que
recordase que lo siguiente era sodomizarla. Al escucharlo emitió un gemido que
esta vez era casi animal, de deseo de ser tomada sin más preámbulos. Me
levanté, me sujeté el pareo y le tendí a ella su bañador. De un salto se
levantó, despreció el bañador y cogió otro pareo celeste, casi transparente. Le
dije que con esa ropa si que iba a ser blanco de miradas porque estaba
realmente excitante. “Me chorrean las piernas de excitación” fue toda su
contestación. Volvimos a la playa, ella bastante seria y yo conciliador
haciéndole ver lo gloriosa que se esperaba la noche. Nada más pisar la playa se
despojó del pareo y me invitó a mí a hacer lo mismo para pasear desnudos por el
borde del agua. Estaba realmente salida; “para exhibirnos, eso me excita aún
más” a lo que le contesté que iba tomando onda de por donde quería hacer
transitar yo nuestra relación sexual. Unos nos miraban y otros eran
indiferentes alejándonos de las zonas más concurridas hacia la zona de rocas
más intransitable. Le hice ver que de seguir adelante la marea acabaría por
darnos un disgusto, aislándonos durante ocho horas en alguna cala apartada, sin
agua ni refugio; me contestó que quería que la sodomizase allí en la playa en
un lugar apartado donde no hubiese nadie pero existiese la posibilidad de que
alguien nos sorprendiese. Me reí recriminándole ser una alumna tan aventajada
para lo que tenía su respuesta preparada “no creerás que siempre he sido la
tonta beata que tu conociste, yo también he tenido mi verano loco de
adolescencia, cuando aún no te conocía”. Me dejó de piedra y me hizo
replantearme mi habilidad para convencerla primero y enseñarla después a hacer
una felación decente. Quede callado un trecho, absorto en lo que acababa de
decirme cuando una ola mayor de la cuenta me sacó de mis reflexiones y a ella
de sus calenturas lo que puso cordura en el paseo y nos hizo regresar. Le hice
saber que al día siguiente con la marea bajando iríamos al final de la playa y
haríamos lo que a ella se le antojase, me miró con ojos picaros, me dio un beso
casi robado y salió corriendo para que la persiguiese iniciando un juego que
pronto fue blanco de más de una mirada. Mi mujer tiene un cuerpo moreno, solo
entrado en carnes lo suficiente para ser creíble como mujer normal de la calle
sin haber visitado quirófano ninguna vez. Verla correr con sus nalgas, aun
prietas agitándose por efecto de la
carrera hizo que mi sexo se encabritase e hiciese evidente lo que se cocía en
mi cabeza. No me dio ninguna vergüenza enseñar mi sexo excitado, envidia y
deseo de unos y otras, pero fue mi mujer la que tras la alocada carrera, se
percató, le faltó tiempo para echarme su pareo encima dejándomelo colgado de mi
perchero particular lo que si fue motivo de hilaridad por los presentes que no
se perdían un detalle de la aventura. Le devolví su pareo ensañándole el mío
que llevaba en la mano, ella se lo puso, yo también y volvimos al hotel. Nos
cambiamos. Paseamos por el bosque de pinos que había cerca queriendo ella a
cada nuevo árbol que la tomase allí mismo teniendo que recordarle que teníamos
mejor cita después de cenar. A cada paso que daba más se excitaba y llegó un
momento que jadeaba de gusto sin querer, solo con el roce de sus muslos entre
sí. Llegamos a una zona más densa de vegetación y ella no paraba de solicitarme
que por favor la consolase siquiera un
poco. Yo estaba también muy excitado porque ver a tu mujer jadeante como una
perra salida a tu lado constantemente pidiéndote guerra termina por hacerte
perder los nervios. “Está bien” le dije, “te voy a aliviar con la boca, quiero
resérvame para tu culo esta noche, que te lo voy a partir”. En cuanto me
escuchó esto se estremeció y sin pensárselo dos veces se echó abajo el short
que llevaba bajo el que apareció su bajo vientre con su mata de negro y
ensortijado vello púbico. No se había puesto bragas. “Quiero que me folles el
culo ahora, por favor, que mas da esta noche que ahora aquí al aire libre”. Me
di cuenta que estaba .más fuera de si de
lo que yo me había calculado y al tiempo también comprendí que yo estaba aún
más excitado que ella con una erección que me haría saltar las costuras del
vaquero en pocos minutos. Fue todo rápido y ajeno a cualquier corrección, como
dos animales a los que se les acaban las oportunidades de aparearse, y han de
darse toda la prisa que puedan. Ella estaba
delante de mí en una agonía de sexo interminable con los ojos
entrecerrados, desnuda de medio cuerpo para abajo y componiendo un ballet
lubrico más animal que humano contoneando las caderas y sobándose su sexo de la
forma más procáz. Creo que perdí la razón, porque no recuerdo como me
desembaracé de los pantalones pero se, porque encontré un placer inexplicable
en hacerlo, que cogí a mi mujer de un brazo le di la vuelta y la puse boca
abajo sobre una roca que sobresalía del suelo. Ella al verse de esa forma
dominada no supo más que elevar las caderas y abrir exageradamente las piernas para
exponerme su sexo al mío pero rugiendo con desesperación: “por el culo, cabrón,
follame por el culo”. Y lo hice. Escuché un lamento prolongado e inhumano clamando
piedad por el dolor que acababa de infringir y supe que estaba dentro. Yo lo
había imaginado de otra forma, de verdad, intentando lubricar y dilatar, para
acostumbrar, a base de crema, vaselina o cualquier otro lubricante. Primero un
dedo, luego dos y así sin prisas hasta que entrase el pene, despacio,
placentero, sin traumas, con placer, solo placer. Pero no. Fue como he contado,
como un animal posee a su hembra, sin remilgos. Ella lloraba de dolor al tiempo
que animaba más y más a empujar con más violencia cada vez. Me llegó el orgasmo
casi sin querer en un momento en que
sentí que su cuerpo se desmadejaba, dejaba de vociferar su deseo y comprendí
que se estaba corriendo. Se había desmayado de placer o de dolor que a la
postre… Me salí de su cuerpo trastabillando, mareado de la intensidad del acto. Recogí a mi mujer
de la roca donde yacía, preocupado. Le corría el semen, mi semen, por las
piernas. La bese tiernamente y la desperté. Me miró a los ojos, totalmente
feliz y entregada. “Esto debería habernos pasado hace veinte años” fue lo único
que fue capaz de articular, luego se quedo dormida otra vez. Dejé sobre la roca
donde antes habíamos consumado nuestra locura particular su cuerpo totalmente
relajado. Me dio tiempo a vestirme y vestirla limpiándonos toscamente con unos
kleenex que llevaba y al cabo de media hora estaba ya despierta. Nos volvimos
al hotel y aquella noche que se anunciaba como de insomnio de placer delirante
se convirtió en otra de descanso merecido.
Dormimos realmente relajados y
temprano nos despertamos felices y llenos de ganas de amarnos y de vivir.
Desayunamos y pedimos que nos preparasen unos bocadillos para comer en la cala
a la que nos disponíamos a llegar para quedarnos. Sentir la sensación de
saberse aislados del mundo con algo de comida y agua era en aquel momento
nuestro Grial. Iba a ser un día memorable.
Era temprano cuando bajamos a la
playa, la marea estaba bajando y dejaba espacio de arena libre suficiente para
iniciar la marcha hacía la cala de destino. Íbamos encantados de sentir la
brisa fresca de la mañana atemperada por los rayos de sol que ya calentaban lo
suficiente como para presagiar un día de sol justiciero. Llevábamos los dos el
pareo puesto sin darnos cuenta de que podíamos ya quitarlo. Así lo hicimos y
continuamos nuestro paseo, desnudos, sintiendo como la mañana resbalaba por
nuestra piel multiplicando la sensualidad de ir en contacto con la naturaleza.
Pensando en el día que nos esperaba de sexo sin trabas y sin prisas, como de
niños sin preocupaciones, hizo que despertase mi virilidad. Estaba feliz de ver
como reaccionaba, me encantaba sentir la tensión que arrancaba de mi ano y
estallaba en mi glande. En no mucho mi pene empezó a destilar esmegma que
goteaba filante hasta alcanzar la arena fina y blanca como sal de mesa. Mi
mujer me miraba a hurtadillas y me acariciaba de vez en cuando lo que a mi me
satisfacía haciéndome sentir plenamente libre e inocente. Llegamos después de
pasar cuatro calitas pequeñas a la última, la que recibía los chorros que daban
nombre a esa zona de la costa. El espectáculo nos hipnotizó. Era inconcebible
que aquella belleza agreste y primordial existiese a escasos minutos de la
civilización que poluciona y trasmuta en fealdad y basura lo que mas bellamente
nos aporta la naturaleza. Cerca de uno de los chorros principales que nos amenizaba con su cantarina caída el
reposo en la arena extendimos las toallas donde tumbarnos al sol. No pudo pasar
mucho tiempo sin que la boca de mi mujer volviese sobre lo aprendido en el día
anterior con el pretexto de remachar lo aprendido haciendo que degustase
registros de placer que no sabía que estuviesen tan dentro. Con una morosidad
pasmosa paseaba todo el cuerpo de la
lengua por el fuste de mi pene controlando los tiempos y aprendiendo de los
espasmos de mi sexo cuando detenerse y
cuando acelerar el ritmo acariciador de la lengua para prolongar hasta el
infinito la agonía del placer extremo. Llegó el momento en que ella poco a poco
fue girando su cuerpo hasta ofrecerme su sexo en mi boca y allí con el cielo
como testigo nos entregamos a la ceremonia de sexo oral más completa. Yo
entraba y salía de su cueva con la punta de mi lengua provocando en ella la
reacción de apretar sus labios sobre mi verga, jugueteaba con su clítoris
provocando en ella espasmos de placer que interrumpían subitamente su lamer.
Avaricioso de sexo, siempre a punto del orgasmo que ella sabía retardar con
maestría de meretriz necesitaba ampliar mi campo de acción. Con los ojos
cerrados para no distraerme en nada de mi actividad lamí y exploré humedades y
lisuras prolongándome en mis devaneos de lengua hasta dar con el orificio más
cercano al de su sexo. Aquello me excitó aún más y me aplique a recorrer su ano
con la punta de mi lengua introduciéndola hasta donde podía llegar. Aquello fue
una idea que le di porque de inmediato ella me imitó y abandonó mi verga para
desplazarse primero a mis bolsas y luego al ano que comenzó a trabajar de la
misma manera que yo lo hacía, reduplicando el placer que ya de por si me estaba
dando mí pene. En medio de la locura, ella guiada por no se que tipo de
fantasías me introdujo su dedo mientras regresaba a trabajarme el pene con una
lengua cada vez mas experta. Después del primer dedo introdujo otro y aún un
tercero y en ese momento sin poder resistirlo más me vacié en su boca. En
cuanto acabé de eyacular sin esperar a más, tomó la iniciativa y me plantó un
beso para intercambiar el semen dándomelo todo en mi boca. “Cómeme ahora mi
sexo con tu semen y haz que me corra así”, me casi gritó colocándome su
entrepierna en la cara. Había empezado a lamer con fruición su clítoris cuando
escuchamos voces que se acercaban, rápido como el rayo se descabalgó de mi
cabeza y se acostó a mi lado simulando que allí no estaba pasando nada. Yo me
trague mi semen de un golpe y al poco sentimos un “Buenos días” coral que venía
de tres muchachos que venían haciéndose lenguas de la belleza del paisaje. Ninguno
de ellos estaba desnudo, llevaban bañadores de lo más convencional. Uno de
ellos parecía más mayor que los otros dos aunque los tres eran insultantemente
jóvenes. Se dieron una vuelta por toda
la cala admirándose de cada detalle, de cada color, de cada forma de roca.
Finalmente se acercaron a preguntar si se podía llegar mas allá. Entablamos una
amena conversación dando cada cual pinceladas de su vida de una forma genérica
interesándose cada cual por uno u otro aspecto. Finalmente cuando se acabaron
los lugares comunes y nos quedamos en silencio unos segundos aproveché para
invitar a mi mujer a tomar un baño, el sol empezaba a estar alto y calentar de
lo lindo y necesitaba refrescarme. Mi pene aunque ya fláccido conservaba buen
tamaño aún y no se me pasó por alto que el mas mayor de los tres se le iban los
ojos detrás pero no le di más importancia que la que le quise dar, o sea
ninguna. Nos metimos en el agua y los tres se sentaron en las toallas que
traían. Desde el agua observamos como charlaban animadamente como discutiendo.
Finalmente, uno detrás de otro, fueron quitándose los bañadores hasta quedar
los tres desnudos sentados o tumbados
sobre la arena. Mi mujer dentro del agua intentó satisfacerse restregándose
conmigo pero los movimientos del agua y la inestabilidad propia de la
flotabilidad, unido a que los tres visitantes no nos quitaban ojo impidió que
consumase su objetivo. Finalmente nos salimos del agua y al tumbarme en la
toalla el relax de mi orgasmo más el baño, obró el milagro de descerrajarme un
disparo de sueño entre ceja y ceja que me dejó profundamente dormido.
No tenía ni idea del tiempo
trascurrido cuando desperté bañado en sudor, el sol caía a plomo. Hice
intención de acariciar a mi mujer pero en vano porque después de tantear con la
mano su toalla tuve finalmente que levantarme para comprobar que no estaba a mi
lado. Los otros tres tampoco, así que me quedé tranquilo desperezándome
pensando que estaría dando una vuelta o
duchándose en alguno de los chorros. Al poco me levanté y empecé a buscarla,
primero con la vista sin moverme del sitio y luego intentando recorrer el
itinerario que suponía podría haber hecho. No aparecía y comenzaba a
intranquilizarme, no sabía por donde empezar después de recorrer la playa de
punta a cabo. Estaba realmente perplejo, ella jamás me dejaría de esta manera.
De repente recordé que pasada una roca bastante incomoda hacía el final de la
playa vimos al explorar, una gruta que siglos y siglos de enfurecidas mareas se
habían tomado la molestia de excavar. Después de mirar detrás de cada roca era
el único lugar que me quedaba. Comencé a sobrepasar la roca que interrumpía la
playa y antes de terminar de coronarla escuche gemidos inconfundibles. Me
detuve con la respiración contenida y agucé el oído lo que me permitió
distinguir, por detrás de los gemidos que no podían ser más que de mi mujer,
gruñidos y gañidos de varón. Se me pintó en la cara una sonrisa malévola al
tiempo que me repetía “mmm, vaya zorrilla que estas hecha”. Lejos de irritarme
en un furibundo ataque de celos me sorprendí con un furibundo ataque de
erección pensando en como habría de pasármelo si conseguía espiarlos sin que se
diesen cuenta de mi presencia, al fin al
cabo el voyerismo no dejaba de ser otra forma de experimentar placer que tenía
completamente desatendida. Teniendo cuidado de no delatar mi presencia continué
avanzando hasta que estuve en la boca de la cueva, apostado en uno de sus lados
desde donde observaba un cuadro compuesto por tres personas que se movía en un
lento ballet en el que mi mujer era el centro y los otros dos personajes, uno
por delante y otro por detrás penetraban a mi esposa con su mas que evidente regocijo. Me dije que
debí satisfacerla cuando yo tuve mi orgasmo, pero la dejé tan salida que en
cuanto tuvo la más mínima incitación por parte de unos machos jóvenes y fogosos
no pudo, o no quiso negarse, estando su marido como estaba profundamente
dormido y totalmente inhabilitado para dar placer. Mi mujer culeaba como una
loca incitando al de atrás a arremeter con más fuerza mientras se atragantaba
con lo que desde mi posición parecía un enorme pene. Yo no podía más que
acariciarme mi sexo experimentando un inmenso placer viendo como gozaba mi
mujer, siendo además la que dirigía la puesta en escena. Me atragantaba yo
babeando con lo que veía y estaba a punto del orgasmo sin perder de vista al
trío cuando sentí una suave sensación muy placentera en mis bolsas y todo el
periné. Miré y me vi al tercero en discordia que no veía por ningún lado
agachado bajo mis piernas pasándome la lengua por mi sexo con verdadera
habilidad. Estaba tan magnetizado por lo que tenía ante mis ojos que le deje
hacer, incluso cuando se metió mi pene en su boca. Nunca había tenido ese tipo
de experiencia, aunque cuando era adolescente tuve alguna que otra fantasía de
este estilo pero que perdí en cuanto empecé a tontear con las amigas de la
pandilla. Le dejé hacer y continué gozando al punto del mareo viendo y
sintiendo. Pero lo que yo no podía imaginar sucedió. El del pene enorme que se
la tenía metida en la boca se salió de ella a indicación suya y se paso a su
retaguardia cambiándose con el que antes la penetraba su vagina. Cuando el del
pene grande apunto a su sexo ella volvió la cabeza y con la voz ronca de
lascivia le grito “por el culo, cabrón, por el culo, deja el coño para otro
momento”, y siguió mamándole la verga al que antes había tenido detrás. Aquel
falo enorme iba a tener dificultades para entrar en el ano de mi mujer, su
dueño hizo tres intentos de penetrarla pero era demasiado joven como para tener
el arrojo necesario para hacerse cargo de que iba a producir mucho dolor.
Desesperada mi esposa se saco el pene del otro de la boca, giró la cabeza y le
gritó loca de rabia “clávamela con fuerza maricón, destrózame el ojete”. El
otro muchacho apunto el glande a su ano desvirgado y empujo un poco para tomar
dirección, el glande entró con evidente ansía de mi mujer que deseaba más y
cerrando los ojos, apretando los dientes y dando un grito para animarse dio un
furibundo golpe de caderas que enterró profundamente su verga todo lo larga que
era en el ano de mi mujer, ella dio un grito desgarrador y se aplico con furia
a dar placer al que tenía delante mientras el otro comenzaba a bombear afuera,
adentro sacando gemidos terribles de dolor a mi mujer que quería ser así
tratada. Al cabo de unos tres minutos el dolor debió ceder porque ella dejó de
quejarse y empezó a mover el culo gimiendo, esta vez de placer. Miraba toda la
escena a punto de mi orgasmo que el que estaba chupando ayudaba a precipitar.
Llegó un momento en que avisé por señas al que me chupaba con evidente
delectación y maestría que iba a eyacular en su boca y él asintió mostrándose
de acuerdo. Coincidiendo con el orgasmo del que sodomizaba a mi mujer tuve yo
mi orgasmo que recibió el otro en su boca. Inmediatamente me retiré sin
despedirme siquiera de mi felador para no delatarme. Ahora tenía un arma enorme
en mi poder; mi mujer no era tan mojigata como yo la había tenido durante
veinte años. Llegando a la toalla para volver a tumbarme y esperar haciéndola
creer que seguía dormido volví a
empalmarme pensando ya en como habrían de ser las orgías en las que iba a
meterla en cuanto volviésemos a casa.
Haciéndome el dormido sentí como
ella llegaba con algo de sigilo hasta mi lado y se tumbaba a tomar el sol. Sus
compañeros de orgía también hacían evidente ruido debido al jolgorio con el que
celebraban la aventurita. Simulé, siguiendo el jueguecito, que me despertaba de
un profundo y caluroso sueño y me hice de nuevas como si nada hubiese pasado
incluso pidiendo disculpas por haber permanecido tantas horas dormido haciendo
hincapié en lo que era capaz de hacer el sol sobre un cuerpo, en este caso el
mío, que provocaba unos empalmes medio regulares. Ella río de compromiso y me
animó a irnos los dos a darnos un baño. Cuando nos levantábamos para dirigirnos
a la orilla nuestros tres visitantes se disculparon con el pretexto de querer
intentar salir de la calita a pesar de que la marea ya estaba subiendo y quizá no
lo consiguiesen pero supuse que eran incapaces de mirarme a la cara sin
enrojecer hasta las trancas, pensando en lo que acababan de hacer con mi mujer.
Ya en el agua intenté, arteramente, un acercamiento libidinoso que ella
rechazo, como yo había supuesto, de muy buenas maneras, sin querer disgustarme,
pero harta de sexo por el momento, que las mujeres también sufren su
correspondiente periodo refractario, por muy multiorgasmicas que se las quiera
considerar. Entre risas, bromas y veras, me dijo que estaba muy rijoso, yo le
pregunte con toda la malicia del mundo por su trasero y le eché mano para
comprobar su estado, hizo como intento de rechazarme, pero insistí dejándole
claro que no tenía más intención que la puramente exploratoria de su salud
esfinteriana después de la irrupción que tuve dentro de ella el día anterior,
se dejó y palpé un ano enormemente dilatado y al explorar con el dedo la
apertura dejó escapar un quejido que hizo que mi erección explotase. Le miré a
la cara con aspecto de estar sorprendido
y le pregunté por si ella se había introducido algún juguetito o si la
dilatación era efecto directo de mi sodomización; “la verdad, cariño, nunca
supuse que te dejase el ojete de esta manera, cualquiera diría que te has visto
con un borriquito, después de conmigo, porque tienes el ano como para que te
entre cualquier cosa, mas abierto que el coño”, ella se limito a sonrojarse
débilmente, abrazarme y besarme, luego se acercó a mi oído susurrándome que
deseaba ser penetrada por detrás dentro del agua. Yo estaba a punto de hacer
hervir el agua del mar con el calor de mi verga y recordando las imágenes que
vi en la gruta ni me lo pensé, la di la vuelta y el pene, como si se conociese
el camino de antemano, se coló materialmente dentro de ella que culeaba de
placer. Yo, recién corrido, a pesar de haber traspasado ya el periodo
refractario y estar excitadísimo, me costaba
alcanzar un nuevo orgasmo y ella lo notó. Me llevó mi mano a su coño
incitándome a meterle los dedos al tiempo que me sugería un maldad: “Imagina
que otro tío me la clava por delante mientras tu me la metes por detrás y para
colmo llega un tía de bandera con un pene artificial y te sodomiza a ti como tu
a mí”. Fue definitivo, solo pensarlo e imaginarme que pudiera hacerse me sacó
tal orgasmo que si no llega a ser porque estábamos cerca de la orilla y pude
hacer pie me habría ahogado. Mi mujer se mostró satisfechísima del placer que
me había hecho pasar con la fantasía apuntada, pero ella no llegó a correrse,
pero no me sorprendió sabido lo sabido.
Volvimos a la playa, nos secamos
y comimos algo. Después de permanecer en silencio durante un buen rato,
sentados fijando la vista en la nada de la belleza de la lejanía horizontal,
podía casi cortarse la muralla de mutismo que se estaba levantando entre
nosotros. Por fin ella se volvió hacia mí, poniendo esa cara que hace
estremecer, porque detrás de ella se encuentra una de esas disyuntivas en las
que te pone la vida y que condicionan el resto de la que te queda. Yo sabía que
ella me estaba reclamando mi mirada para poder zambullirse en mi cabeza sin
darme ocasión a la escondida; me estaba poniendo, sin abrir la boca aún, en el
disparadero. Finalmente, como yo no me atrevía a encararla fue ella la que me
tocó el hombro reclamando mi atención: “Mírame, por favor”, pensé que me iba a
confesar lo que yo ya sabía y no quería conocer de forma oficial porque me
arrebataría un arma esplendida para futuras contiendas conyugales, pero no
había escapatoria. Le miré a los ojos y le hice saber que para el lugar tan
relajado y lúdico en el que nos encontrábamos me parecía que se estaba poniendo
demasiado seria y trascendente con ese mírame por favor, tan sentencioso y
cortante. Solo me formuló una pregunta, era una sencilla pregunta de la que iba
a depender el resto de mi existencia: “Ahora que no estás enfebrecido por el
sexo, fríamente, contéstame, la fantasía que te he propuesto en el agua, ¿te
gustaría que se materializase?”. Así, con forma judicial casi, me estaba
poniendo en un brete en el que ni por ensalmo se me hubiese ocurrido ponerme a
mí. Lo que hacía escasos minutos se había planteado exclusivamente al servicio
de un orgasmo que tardaba en llegar se convertía de manos a boca en una
pregunta casi existencial y para colmo no se me daba un plazo para analizar y
responder con conocimiento de causa. Es cierto que cuando columbré que una
hermosa valquiria provista de un enorme pene, artificial o no, eso en aquel
momento me pareció lo de menos, me violaba el ano, me sorprendí experimentando
una especie de vértigo placentero desconocido lo que me produjo un orgasmo
tremebundo como jamás lo había conseguido ni siquiera aquella vez en Barcelona
que, con escasos años, me lo hice con dos chicas muy progres que se besaban
mientras yo entraba y salía de una en otra. El que otro propio penetrase a mi
mujer ensartándola entre los dos, si lo tenía yo en mi imaginario inconfesable,
pero lo malévolo de introducir una hembra provista de verga penetrándome a mi
fue exactamente lo que me precipitó el orgasmo por lo que la contestación que
mi mujer me urgía con sus gesto me parecía axial para el resto de mi vida,
porque no era inocente esa inquisitoria sabiendo yo como ya sabía que ella era
capaz de buscárselas por su cuenta y acceder a tejemanejes sexuales de los que
la creía incapaz. Me la quedé mirando queriéndola gritar que era una zorra mal
nacida por ponerme en ese brete cuando hacia nada que se lo había estando
haciendo con dos desconocidos, conmigo delante, sin desvelarle el pequeño
detalle de que un tío me la había estado a mi mamando mientras a ella se la
hacían los otros dos. Pero no lo hice y en lugar de ello intenté ganar tiempo:
“porqué me preguntas eso ahora”, la voz casi ni me salía de la garganta. Ella
esbozó una sonrisa que yo ya había visto en su rostro en otras ocasiones en las
que ella sabe que tiene la sartén por el mango. “Contéstame, es importante”. Yo
sabía que mi contraataque era endeble y fácilmente desmontable como así había
sido y yo seguía donde estaba, al borde del abismo. Pero de repente pensé que
una vez que volviésemos a nuestra rutina aquella estupidez en forma de pregunta
sobre una fantasía sexual quedaría desactivada de manera que le seguiría el
juego contestándole de una forma que ella jamás habría podido esperar de mí, es
decir, ya que estábamos cerca como se decía por el entorno le salí por la vía
de Tarifa y apostando fuerte, a pesar de no sentir lo que decía, para dejarla
tirada del todo, le tenía coraje por intentar ponerme entre la espada y la
pared: “claro, y sin que sea necesario camuflar al que me folla por el culo, de
mujer, un tío con polla de verdad
también vale, mientras que no me coma la boca”. Ella acusó el golpe
porque reaccionó como lo hacia siempre que se encontraba cogida en un renuncio,
riéndose a carcajadas celebrando la ocurrencia. Yo me sumé a la hilaridad pero
mientras lo hacía mi cabeza volaba, ¿Qué acababa de decir?, porque, no creía
que fuese a suceder, pero ¿y si ella recogía el guante y me ponía en un
autentico apuro cualquier día?, yo sabía que ella tenía suficiente sentido del
humor y mala leche como para hacerme una jugarreta de esas y en otra vertiente
del problema, ¿Qué había de cierto y que parte de farol en lo que acababa de
decir? Y al plantearme esa disyuntiva un sensación de pánico me invadió al
tiempo que mi pene reaccionaba ante la
posibilidad de que un tío que poseyese. Empalidecí al sopesar la posibilidad y
ella se percató. “¡Que era un broma hombre!, no seas tan radical. No quiero ni
pensar en lo que podía suceder si alguien se te acercase a la retaguardia con
malas intenciones, lo de la caída del Muro de Berlín iba a ser de Mortadelo”.
Se había apiadado de mí y la tregua estaba en pie. Respiré salvado y disimule
como pude mi terror ante aquella posibilidad: “¡Claro que era una broma!, por
eso yo te la seguí”, y nos reímos los dos dejando aparcado el tema, pero mi
mujer acababa de abrir la caja de los truenos y el pacto tácito al que
acabábamos de llegar no era más que un alto el fuego que sería todo lo dilatado
que nosotros pudiéramos hacer que fuese.
Permanecimos el resto del tiempo
que nos dejó la marea aislados en aquella cala paradisíaca bastantes
enfrascados cada uno en sus pensamientos, charlando de cosas mas o menos
intrascendentes para al final hacer acto de presencia la inefable jaqueca que
creíamos haber dejado en casa y que por arte de magia acabó con el hechizo que
se había creado.
Se pasaron los dos días que nos
restaban sin pena ni gloria. Se alejaron de nuestra relación los alicientes
imaginados e imaginables volviendo a instalarnos en la rutina sexual mediante
la cual yo esperaba pacientemente a que ella tuviera un exclusivo y aburrido
orgasmo para tener yo el mío para el que necesitaba ineludiblemente echar mano
de mi imaginoteca en la que guardaba con cuidado y dedicación los mejores y mas
abyectos recuerdos de encuentros sexuales reales o imaginados que tenían la
virtud de hacerme llegar al puerto del placer con rapidez y elegancia. Sirvió
aquella corta estancia al menos para que los dos tomáramos un bonito color
canela con el que poder presumir cuando regresamos y para que nos llevásemos
cada uno dentro una buena ración de demonios que sacaríamos a pasear a no mucho
tardar y me harían renegar de aquel infausto jueves en que se me ocurrió
intentar arreglar lo nuestro a base de imaginación y arrojo.
A la semana de haber regresado de
Los Caños nuestro convoy volvió a su primitivo raíl con su cansino traquetear,
sin peligro evidente de descarrile pero sin visos de aventura que enciende el
animo y trasciende la vida oliendo los peligros del envite.
Paso un mes más en que ya estaba
decidido a plantear la cuestión que aparcamos con mi idea de reconducción de
nuestra relación cuando al llegar a casa a mediodía, me encontré una nota de mi
mujer que rezaba: ‘no voy a estar para comer, ya te contaré. Intentaré regresar
esta noche’. Me quedé petrificado. Esa no era la forma de llevarse de mi mujer,
aquí había algo raro, rarísimo, me dije.
Tenía pensado salir esa tarde a ver la exposición de un amigo que se
estrenaba en una galería que había tenido a bien creer en su arte. Estuve
esperando hasta las cuatro de la tarde en que viendo la tele me quedé dormido.
Me despertó el timbre desagradable y afónico del móvil. Pensé que era mí mujer
y sin mirar la pantallita le medio grité que donde se había metido. Me encontré
que al otro lado de la línea la voz de mi hijo me preguntaba que a que se debía
esa imprecación tan destemplada. Nuestro hijo llevaba tres años ya en Londres
estudiando un master de administración de empresas que debía ser la reoca por
el dineral que me estaba costando, después del otro dineral que me había
costado su ingeniería en una privada de Barcelona. Llamaba el muchacho para
darnos el notición de que una multinacional alemana se había interesado
vivamente por él para una joint venture con una empresa de Bangla Desh a la que
iría como gerente para implantarla hasta ponerla en marcha y si funcionaba
acabaría en la central en Dusseldorf como adjunto a la dirección general;
total, algo de lo que un padre se siente tan orgulloso que es capaz de morirse
de gusto. Le contesté con la mayor ilusión de que pude hacer gala prometiéndole
que su madre y yo estaríamos en Bengala cuando el llegase para darle ánimos, me
dio las gracias por el apoyo, me preguntó intrigado una vez mas si me pasaba
algo y colgó. Me dejó muy mal sabor de boca la conversación y lastima al tiempo
por no haber podido ser mas cariñoso pero al mezclarse con la irritación mas
enconada por la falta de señales de vida de mi mujer se aliviaba la sensación
de culpa. Cuando dieron las once de la noche decidí meterme en la cama. Estaba
a punto de caer rendido de preocupación y disgusto cuando se escuchó la puerta.
El corazón se me aceleró de indignación y alivió al tiempo; al menos no le
había pasado nada o eso creía yo. Antes de que llegase al dormitorio apagué la
luz de la habitación para darle la salida de creerme dormido y que se acostase
en silencio, el día siguiente sin la efervescencia de la inmediatez, mas frío y
sosegado podríamos hablar. No hizo demasiado por no hacer ruido, pero tampoco
armó escándalo para acostarse, eso sí se llevó su tiempo desmaquillándose y
dándose sus cremas de noche, después se metió con algo de sigilo en la cama y
la sentí dormir enseguida. Me acerqué a sus cabellos, me gustaba olerle su
perfume a limpio y vivido mezclado con el olor a sus potingues revitalizantes.
Mi natural reflexivo me llevo a la conclusión que lo mejor sería esperar hasta
el día siguiente, además el hecho de ser un optimista casi patológico, me permitió conjeturar que no necesariamente
aquello significaba que quería irritarme previo paso a una separación apelando
a mi sentido de la civilización y buen sentido común, poco dado a los excesos
en la expresión de las emociones. Sentí su calor en mi cuerpo y como un resorte
mi naturaleza respondió con toda su intensidad viril. Alcancé tal erección que
me dolía el glande, tan congestionado se me puso. Se me pasó por la cabeza
iniciar el acercamiento pero pensé de inmediato que debía salvaguardar mi
indignación por el feo de dejarme plantado toda la tarde y parte de la noche
sin decirme siquiera donde estaba. Me tragué pues el deseo de penetrarla por
detrás al estilo de cómo lo hicimos en aquella maravillosa playa y de cómo se
lo hicieron aquellos muchachotes tan arriesgados, así que me di la vuelta
intentando serenar mi cuerpo. Me dormí al final resistiéndome a masturbarme que
era lo que me pedía a voces el pene. Cuando abrí los ojos faltaban aún unos minutos para que se
desgarrase el despertador en mis oídos y lo hice con una desagradable sensación
entre viscosa y fría. Había tenido una polución nocturna y estaba pringado
entero. Me sentí ofendido de mi mismo por haberme comportado de esa manera aún
sabiendo que esa era una función totalmente fisiológica y autónoma; si al menos
me hubiese masturbado yo le habría sacado algún reedito a la acción, pero así y
sin enterarse era para sentirse descorazonado.
Me duché y aseé como todos los
días sin que mi mujer se diese por aludida, si se despertó y se refugió en las
sabanas, no lo sé, pero el caso es que me marché como cotidiano sin despedirme en esta ocasión.
Estuve toda la mañana esperando que me llamase sin centrarme en lo que hacía
hacia y cuando aún faltaban dos horas para salir aduje una jaqueca y me marché
a casa. Estaba en ascuas, hervía ya de indignación y necesitaba una explicación.
Cuando entré en casa encontré a
mi mujer en bata y tomándose un café, perfectamente arreglada y maquillada a
falta de vestido. Se mostró cariñosa conmigo y se volvió a disculpar por tener
que marcharse una vez más, “va a ser esta semana y la que viene…, de momento”,
me besó con bastante fogosidad y me entregó un sobre al tiempo que desaparecía
camino del dormitorio, “ingrésalo en la cuenta cariño, yo no voy a poder” .
Cada vez estaba más confuso, me quedé como un pasmadote, parado con el sobre en
la mano y la boca abierta sin emitir ni un sonido porque se me agolpaban las
preguntas en la boca y no era capaz de articular ninguna. Pasó lo que debió ser
una eternidad porqué mi mujer salía ya del dormitorio perfectamente vestida y
arreglada, casi sin detenerse me dio un beso de esposa, cariñoso y tierno me
dedicó un te quiero sincero y me preguntó extrañada que hacía ahí sin moverme
con el sobre en la mano, “¡ah!, hay también un CD, no es para el banco, es para
que lo veas a ver que te parece, ahí están todas las respuestas a tus
preguntas”, y con un leve chasquido de resbalón cerró la puerta llegando a
escuchar como se abría y cerraba la puerta de ascensor que se llevaba a mi
mujer donde solo ella sabía que tenía que ir.
Abrí con curiosidad el sobre, uno
de esos tamaño cuartilla, color crema. Dentro había diez mil € y un CD como
ella había dicho. Se me enfriaron las mejillas y me entraron ganas de vaciar el
vientre. Me invadió el pánico. Temblando me dirigí al televisor, que encendí,
metí el disco en su ranura y me senté con más miedo que un torero de tercera a
ver salir el morlaco. Aquel sin duda era un Miura y de los de seiscientos
kilos.
Las primeras imágenes eran
números y letras como de claqueta de cine y sin más preámbulos un fotograma con
la palabra maqueta-prueba y a continuación un fundido de un pene de tamaño de
tamaño regular y la boca de mi mujer, inconfundible para mí, trabajando con
fruición. Di un respingo en la butaca y de forma instintiva apagué el
televisor. Saqué el disco del lector y con él en la mano me puse a medir a
grandes pasos el salón de casa sin saber que determinación tomar. Cuando me
serené y racionalicé las imágenes que acababa de ver me dije que bueno, que si
había presenciado en vivo como se beneficiaban a mi mujer dos tíos, que más
fuerte podía tener ver a lo que se dedicaba siendo grabado y además pagado, y
bien pagado.
Decidí gozar en lugar de
preocuparme. Me desnudé y como mi madre me parió me dispuse a ver el CD
completo. Eran pruebas de habilidades más que nada, pero algunas de ellas que
ni se me hubieran pasado por la imaginación que mi mujer podía llevar a cabo.
La primera felación que
interrumpí duraba unos diez minutos y al final el tío uno con aspecto bastante
asqueroso, con barriga oronda y de mediana edad eyaculaba en el rostro de mi
mujer que ponía una cara de satisfacción que hasta donde yo la conocía era
principalmente de desprecio. En la siguiente me fue difícil reconocer a mi
mujer en la que le comía materialmente el sexo a otra mujer bastante mas joven
que ella. Eso me puso bastante excitado lo que me llevó a acariciarme mi sexo
haciendo que encontrase gran placer. Finalmente aparecía un hombre de bastante
buen cuerpo y pene que se ponía por medio y penetraba a la compañera de sexo
oral de mi mujer que se a su vez se dedicaba primero a lamerle al tío los
huevos y el ano para coger una prótesis de pene, calzársela y taladrarle con
bastante placer, según manifestaba el hombre, aunque a saber, pensé yo en ese
momento. Cuando mi mujer estaba sodomizando al guaperas miraba a la cámara y
ahí si que su cara era de autentica satisfacción y no sabría decir si por el
placer que ella obtenía, que yo creo que ninguno, o por la satisfacción
obtenida de saber que estaba jodiéndose a un tío tomándose la revancha por
todas las veces que yo me la había jodido a ella solo por darme el gustazo de
masturbarme utilizando su vagina como mano suavita y caliente. El caso es que
la imagen me resultó tan excitante porque de alguna manera yo me veía encarnado
en el tío envergado por mi propia mujer, que un leve roce con los dedos
lubricados con saliva por el frenillo fue suficiente para que se me
desencadenase un potente orgasmo que me dejó exhausto y con el cuero del sofá
aspergido de semen. No acababa ahí el disco pero para mí, después de la corrida,
había sido más que suficiente. Un
regusto amargo, después de satisfecha
mi ansia de sexo sin acomodos morales, se hizo hueco en mis entresijos
más incómodos de soportar, pero una vez más lo dejé correr sin querer dar razón al corazón que decía que lo
hecho no hacía daño a nadie más que a mi mismo, pero como siempre, me dije, que
el orgasmo había sido de campeonato y que aquellos remilgos morales no eran
sino flecos del periodo refractario que se esfumarían con la siguiente pulsión
que sin duda alguna habría de ser mas placentera y arriesgada que la anterior
por mor de la trasgresión mas audaz. Me
duché, limpié el cuero del sofá, saqué el disco del aparato y apagué el
televisor. Me fui a la calle a comer algo, porque estaba claro que mi mujer no
iba a venir a comer; tenía muchas cosas que hacer que luego iba a tener que
contarme. Regresé a casa y me eché una reparadora siesta hasta bien tarde.
Luego me bebí un vaso de leche caliente y me dispuse, bien cómodo, a esperar
que regresase mi mujer. La noche tendría que ser larga porque yo necesitaba
respuestas y no estaba dispuesto a conformarme con cuatro topicazos.
Estaba empezando a dejarme llevar
por la molicie del sueño cuando me rescató del sopor, el sonido de la puerta de
la calle al cerrarse. Me despeje al instante y me dispuse a esperar con los
ojos bien abiertos. Entró en la sala donde la esperaba con la arrogancia del
que sabe que tiene todos los triunfos en la mano y no hay por donde trincarla.
Se quedó de pie mirándome con una sonrisilla sardónica que no le recordaba
desde hacia años, cuando nos reíamos de casi todo y que tenía la facultad de
excitarme a la par que me abonaba la amnesia y relativizaba la afrenta con lo
que me hacía perder la batalla aún antes de comenzada. Me costaba empezar el protocolo
de petición de explicaciones, porque desarmado como estaba por su sonrisa
juvenil y fresca lo menos que deseaba era hacerla el menor daño, aunque fuere
justificado y justiciero. Pero no hizo falta que me hiciese ninguna violencia,
porque antes ya estaba ella, inasequible, sobrada e inalcanzable explicándome
lo que a mi me parecía imposible de explicación. Me dejó helado cuando comenzó
a relatar como por casualidad coincidió en la peluquería con uno de los chicos
que tanto juego nos habían dado en Los Caños, el más mayor que resultó ser
guionista de cine porno, “valiente guionista”, le tuve que terciar intentando
salvar algo de mi honor como marido engañado de alguna manera, honor que quedó
hecho trizas cuando como de pasada me dio recuerdos que él me trasmitía con el
deseo de que se repitiese lo de la felación. Solo puede balbucear un “entonces,
tu, entonces, lo sabes todo de lo de…”. Me confirmo que efectivamente se enteró
porque el tío aquel de la boca de seda le hizo saber como babeaba viendo como
se la beneficiaban a ella sus otros dos amigos, que entre otras cosas nada
tenían que ver con el porno. Necesitaba una mujer madura sin demasiados
complejos que no pareciese puta para una cinta que llevaba ya dos semanas de
retraso y si en cine eso es intolerable en porno es una eternidad. La actriz
que tenían dispuesta y contratada no estaba para películas porque se le había
declarado una fístula vaginal que la dejó fuera de juego, porque, como
justificaba mi mujer, no era cuestión de que perder metros de película porque
el garañón de turno la sacaba llena de mierda y esta no era una cinta
escatológica. Al parecer era muy buena en lo suyo pero se pasó de rosca en los
calibres que admitía por detrás y delante a la vez y se le rasgo la débil pared
que separaba vagina de recto. Me impresionó aquello pero quise parecer hombre
de mundo y le contesté con un “gajes del oficio”, algo que no le hizo ninguna
gracia acusándome de frívolo. Al final resultaba que ella, en un arranque de
rabia por sentirse inútil en la casa, ya sin críos a los que cuidar y conmigo
dándole razones para sentirse sola, decidió apuntarse a la plaza de la
desgraciada de la fístula fiada en su capacidad de hacer sexo con desconocidos
tal y como había sucedido en la playa. Hizo la primera prueba, el CD que yo vi,
y les gustó su actuación tanto que parecía que gozaba de verdad y le dieron los
diez mil que me dio para ingresar a cuenta de tres películas que se comprometía
a rodar, una de las cuales incluía un perrazo experto en las lides. Cuando me
lo dijo por poco no me desmayo pero intente tenerme y que no se me notase, solo
que no pude contener un “¡que asco, un perro!” y ella sin inmutarse contestó
que mas asco daba dejarse follar gratis y sin ganas como la mayoría de las
veces que lo hacia conmigo, lo que me dejó mudo y hecho papilla sin atreverme a
decir ni una sola palabra en adelante.
Intenté en la cama acercarme a su
piel. La verdad es que el hecho de imaginar a un perro violando a mi mujer me
excitaba más que cualquier cosa y mi pene congestionado reclamaba su cuota de
placer. Estaba de espaldas y le roce con el glande sus nalgas. Se movió
remolona haciendo como que rechazaba la solicitud. Insistí y se apretó contra
mi cuerpo. Sin moverse siquiera echó la mano atrás, levantó la pierna para dar
espacio a la penetración y guió mi pene a su ano, cuando lo tenía apuntado con
un movimiento exacto y magistral, sin que yo tuviese que hacer nada de nada, se
introdujo el pene hasta donde pudo dada la posición y comenzó a culear. Yo
permanecía quieto y excitado comprobando como se acercaba el orgasmo a pasos de
gigante. De repente, se detuvo me sacó de su cuerpo, se dio la vuelta y me dijo
que no había vuelta de hoja: “amor mío, ahora te toca a ti”.
Me quedé sin saber que pensar y
menos aún que responder. Supuse que se había cansado de moverse para darme
placer, pero no fui yo el que le pedí quedarme quieto, de manera que perplejo
como estaba me mantuve a la expectativa, a ver por donde salía.
“¿de acuerdo?”, continuó con
cierto tono de impaciencia. No sabía a que se refería, pero ese de acuerdo
estaba pidiendo a voces un “por supuesto, cariño” incondicional. “pues recuerda
que tu lo has consentido y ahora no vayas a echarte para detrás”. Se levantó de
la cama y de un salto se plantó delante de la cómoda, rebuscó en los cajones
para finalmente sacar algo de uno de ellos. Cuando pude reaccionar era ya
tarde, volvía a la cama con un dildo protésico que se acababa de calzar de
proporciones regulares explicándome que tenía por dentro a la altura del
clítoris, una especie de botón erizado de púas de goma semirigidas y romas que
con las arremetidas masajeaban su órgano de placer, de manera que cuanto más
empujase y mas dentro llegase más placer obtenía ella. El aspecto de aquella
cosa era amenazador con una superficie surcada de supuestas venas que se
coronaba por un glande orgulloso de haber sido concebido con esa forma tronco
cónica y con aspecto brilloso y terso. En la mano traía un tubo de lubricante.
Me quiso recordar mi gentileza al penetrarla en aquel bosquecillo de Los Caños
sin más lubricación que su voluntad de
darme placer y que recordando el dolor no iba a tener la mala leche de hacerme
lo mismo, “no fue una experiencia agradable…, al principio, todo hay que decirlo”.
Me recordó mi asentimiento y me rogó que me pusiera en posición, “imagínate que
te has vuelto muy pío y te postras para la oración, el resto me lo dejas a mí”.
Estaba al borde de la cama
esperando y yo acostado, tapado hasta la boca, con cara de ir a defender el
fuerte hasta la última gota de sangre. Me amenazó, me rogó, intentó hacer valer
mi palabra, se cabreó y finalmente con una cara que no hacía presagiar nada
bueno, desistió ante mi negativa a ser desvirginado de aquella manera. Sin un
reproche, finalmente se desabrochó las correas del dildo que guardó
cuidadosamente de donde lo había sacado y se acostó a mi lado, apagó la luz y
antes de que me diese cuenta en la oscuridad de la alcoba resonó su voz hueca y
amenazadora, “ni un pelo, no se te ocurra rozarme ni un pelo. Ya hablaremos de
esto en otra ocasión”.
Pasaron días y días. Ella se
levantaba temprano se arreglaba y se iba al estudio a grabar antes que me
levantase yo para irme al trabajo. Cuando regresaba a casa, ella aún no había
llegado, de manera que me acostumbré a prepararme algo de comer y terminé de
dar por hecho que mi vida muelle de marido atendido por esposa dedicada y fiel
había concluido. Llegaba tarde, casi siempre pasadas las once de la noche, me
daba un beso la mayoría de la veces vacío, me dedicaba dos palabras que intentaban
ser amables, reiteraba que el día había sido agotador y se disculpaba por tener
que acostarse, yo la disculpaba a mi vez y la seguía a la cama como un
perrillo. Si alguna vez intenté acercarme más de la cuenta con voz inoxidable
me recordaba su cansancio y yo la dejaba en paz.
Recordaba a veces lo del dildo y
me reprochaba no haberla dejado jugar con mi ojete, estaba seguro que no habría
conseguido entrar, por mucho empeño que hubiera puesto y no se habría enfadado
al punto de dejarme en dique seco durante los dos últimos meses. Me masturbaba
alguna vez mirando alguna imagen en Internet pero no era lo mismo. Rememoraba
los días en la playa, los chorros, la gruta con los dos zagalones aquellos trajinándosela
y gemía de añoranza y deseo.
Aquel día sin embargo, entre dos
sueños, serían sobre las cinco de la tarde, escuché como se abría la puerta y
su voz en animada conversación con otras dos voces más de suave acento latino,
me sacaron del sopor. Una escandalosa morena de mediana estatura y ojos intensamente
verdes con más silicona en los labios y los pechos que en las juntas de la
fontanería y un muchacho de cerca de los treinta que me resultaba vagamente
familiar, que llevaba un bolso de bandolera que me resulto extrañamente grande.
Me los presentó como Sandra y Raúl, compañeros de trabajo. Inmediatamente
recordé de qué me era familiar el hombre. Pero se me adelanto él al darme la
mano y declararse encantado de volver a verme desde aquel día en los Caños en
los que al parecer congeniamos; se volvió a su amiga y le tuvo que contar la
felación que me hizo mientras yo observaba a mi mujer dentro de la cueva. La
chica se echó a reír dejando ver una perfecta hilera de dientes blancos al
tiempo que le recordaba a Raúl que ya se lo había contado mi mujer. Se sentaron
en el sofá delante de mi y mi mujer me comunicó que habían terminado antes de
la cuenta y quería que Sandra me conociera, “Raúl, que es como es, insistió en
acompañarnos, el sabrá”. Les ofrecí algo de beber y se mostraron conformes.
Cuando volvía de la cocina con la cubeta del hielo, mi mujer y Sandra se
estaban morreando, Raúl estaba metido en la entrepierna de Sandra y se afanaba
con fruición. Solo supe decir “Las bebidas”. En un momento interrumpieron sus
manejos y en un momento mi bragueta del pijama había formado una tienda de
campaña vergonzosamente evidente. Intenté disimularlo como bien pude y pude
bien poco. Ellos se sirvieron sus bebidas dieron unos tragos y continuaron su
función. En un momento dado, Sandra se aparto de la boca de mi mujer y me
invitó a acompañarles, “y no te hagas el estrecho, se que te gustan estas
cosas”. Me quité el pantalón del pijama y puse el pene al alcance de la boca de
Sandra. Mi mujer de inmediato se dedico a lamerme las bolsas, y la entrepierna,
alternándose con Sandra en la atención al pene. Raúl seguía hundido en las
profundidades de Sandra que mantenía exageradamente abiertas las piernas. Ser
protagonista de lo que había imaginado en mis fantasías durante años hizo que
notase que alcanzaba el orgasmo en décimas de segundo si no me retiraba de la
boca de la chica. Lo hice rápidamente pero el mal estaba hecho, no pude
controlar la eyaculación y fue peor comprobar como los tres casi se peleaban
con sus bocas por mi semen. Fue satisfactorio. Mi mujer me miraba con cara de
vicioso deseo de más y Raúl se quejaba de no haber alcanzado casi nada de
semen. Después me prometió que me daría alguna que otra lección de sexo
tántrico para que aprendiese a tener orgasmos sin eyacular y que no sufriese
los periodos refractarios tan inoportunos.
Ellos tres siguieron a lo suyo
como si no existiese yo en la sala.
Mientras consumía mi bebida no podía evitar sentirme hipnotizado por las
posturas y las combinaciones que hacían entre los tres. Poco a poco la
contemplación iba recuperándome y sintiendo la necesidad de incorporarme al
cuadro. Mi pene se levantaba orgulloso una vez más y reclamaba su sitio. En ese
momento Raúl se aplicaba con delirio a lamer y ha hundirse con la lengua en el
ano de Sandra y cuando me acerqué a su cara para que volviese a repetir la
felación, en lugar de hacerme ese servicio me hizo de mamporrero para penetrar
por el ano a Sandra. Ella acusó el golpe ante el primer envite, pero luego
llevó su mano hacia atrás para atraparme las bolsas y tirar hacia delante para
que se la calzase entera mientras ella conseguía llegar hasta lo más profundo
con su lengua en el sexo de mi mujer. Raúl cambió entonces el ano de Sandra por
el mío y comenzó a lamerme; me excitaba mucho que me lo hiciese mientras yo
sodomizaba, lo hacía realmente bien por lo que hice por abrir las piernas todo
lo posible para ofrecer mi ano lo más expedito posible sin comprometer mi
penetración y recibir de paso yo más placer. Sandra llegó a un punto de hacer
alcanzar el orgasmo a mi mujer con la lengua y entre estertores me reclamó que
le llevase mi pene, del ano de Sandra a su boca. Me dejó perplejo la
proposición pues sabía lo que podría suceder al sacarla si es que Sandra no
estuviese bien preparada para una penetración trasera, pero mi excitación era
tal que pensé que si ella lo pedía sabía a lo que se exponía. Me retiré sin
contemplaciones de Sandra en un instante, ella culeó algo protestando, pero se
apartó de inmediato para que yo entrase en la boca de mi mujer. Tenía el pene
limpio al sacarlo y mi mujer me lo atrapó con avidez y comenzó su orgasmo que
se prolongaba más y más y cuanto mas largo, mas gemía con mi pene en su boca.
Raúl a mi espalda se masturbaba tan cerca de mí trasero que a cada sacudida me
golpeaba con su glande el cachete del culo. No sabría como explicarlo, pero eso
también me excitaba, quizá por el peligro que suponía tener un pene tan cerca
de mi ano. Llegó el momento en que no pude más y anuncié a gritos que me
corría. Mi mujer en ese instante me atrapó el pene aún con más fuerza entre sus
labios, para que no derramase una gota de semen fuera y sentí como Raúl a su
vez, derramaba el suyo en mi espalda. Al acabar, entre Sandra y Raúl me
lamieron el esperma que éste había derramado y en compensación por ayudarle
Raúl hizo alcanzar el orgasmo a Sandra con la boca. Quedamos exhaustos los
cuatro. Yo creí que con eso todo estaba terminado pero aún no había hecho sino
empezar.