miércoles, 16 de agosto de 2023

EL CONFESIONARIO (II)

 

- ¿Vas a ir a ver a ese cura que conociste?
- Si mamá. Ahora iré. San Dionisio está por el centro ¿no?
- Si Pedro. Yo sé dónde está porque allí se casó mi amiga Elenita, bueno, que de Elenita tiene ya poco. Ahora ya somos algo mayores.
- Quién, ¿Esa señora con la que vas a veces a algún retiro?
- Esa.
La madre de Pedro, Paloma, se quedó pensativa, como ausente, la mirada perdida y los ojos paulatinamente más vidriosos.
- Mamá¿Te pasa algo?
- Nada, nada. Termina el desayuno que te voy a acompañar a San Dionisio.
- Ya soy mayorcito para necesitar que me lleves de la manita - protestó Pedro
- Es que hijo, me acabo de acordar que hace siglos que no confieso. Y así me presentas a Don Felipe y me confieso con él.
Pedro sintió el fastidio. Ya hacía cábalas de como embidar al cura y darle calabazas a continuación. Que se la machase con su imagen. No iba a dejarle que le tocase un pelo, pero le hacía ilusión excitarle, ponerle en el disparadero del deseo más lujurioso.
- No te importará que vaya, ¿verdad hijo?
- Bueno, no era mi idea, pero está bien, así me entero del trayecto para cuando vaya más veces. El cura parece enrrollado.
Mientras Paloma se desnudaba para vestirse de limpio vio su cuerpo desnudo en el espejo del ropero y se entretuvo viendo los estragos del paso del tiempo. Se rozó los pezones y no pudo evitar sentir los labios de su amiga Elena sintiendo un escalofrío que le estalló en el clítoris. Llevó la mano hasta la zona y lo palpó duro. No pudo evitar la masturbación, pero en esta ocasión no era ya el roce de los labios de su amiga en los pezones, era el roce de sus propios labios con el capullo de su hijo. Volvió a vivir el sabor de su semen y eso le hizo alcanzar otro orgasmo. Y volvió a horrorizarse. Se tildó de monstruo lúbrico y pederasta de su propio hijo suponiendo que lo suyo ya no tendría perdón.

Hicieron un par de trasbordos en el metro hasta alcanzar lo que desde siempre se llamó "El cemento" una parte de la ciudad a la que primero arrebataron el arenal y lo cubrieron a primeros de siglo de ese material tan duradero. Después la ciudad fue creciendo y lo que era un arrabal quedó como parte céntrica.
Allí en un lateral, perimetrada por una pequeña valla testimonial y una cancela de dos hojas permanentemente franca se abría un pequeño jardíncillo de setos recortados de boj con una escalera de tres peldaños que daba al atrio porticado y una gran inscripción en piedra en el parámento principal haciendo referencia a su erección como ermita siglos antes por un poderoso rey.
A derecha e izquierda dos puertas aparentemente cerradas daban paso al templo.
- Está cerrado.
- Imposible, hijo. Una es para entrar y otra para salir. Mira el cartelito encima de cada puerta. Es muy pequeño, pero ves, en el de la izquierda pone entrada y en el otro salida. Vamos, solo habrá que empujar la puerta un poco.
Efectivamente la puerta de la izquierda cedió a la pequeña presión de Paloma y entraron en una estancia penumbrosa no muy grande. A medida que fueron acostumbrándose los ojos fueron apareciendo en diferentes puntos lucecitas titilantes testigo de las velas encendidas. El presbiterio debilmente iluminado por una lámpara de baja potencia y colocada muy alta daba al conjunto un ambiente atenorizador. Lo remataba la lámpara de tintes rojizos que avisaban de la presencia del Santísimo.
Las hileras de bancos estaban vacías y sobre las paredes habían una especie de casetas; los confesionarios, sumidos también en la penumbra. Una exploración más atenta revelaba que estaban formados por un cuerpo central cerrada por delante por media puerta que complementaba con una pesada cortina de terciopelo que caía de la parte superior de la construcción. Por dentro tenían unas ventanillas con celosía que comunicaban a derecha e izquierda con cada cabina. A cada lado una especie de cabinas adosadas sin puertas pero que se independizaban para mayor intimidad con una cortina. En su parte superior en la de la izquierda se leía "Mujeres" y en la de la derecha "Hombres". Cuando un hombre o mujer entraba a confesar con el sacerdote, éste abría la ventanilla correspondiente y comenzaba la confesión.
Paloma le dijo a Pedro que iba a entrar en recogimiento para hacer examen de conciencia.
- Tú ve a buscar al cura a la sacristía a ver si lo encuentras.
Pedro dejó a su madre en una capilla lateral bajo la advocación de María Magdalena y se dirigió a la puerta de entrada a la sacristía justo al otro lado de donde quedó rezando su madre.
La sacristía era una habitación anchurosa cubierta de muebles roperos y cajones grandes en los que guardar ornamentos y enseres del culto. Un hombre bajito, canoso y aspecto bonachón le preguntó que deseaba.
- Estoy buscando a Don Felipe. Me dijo que está era su iglesia.
- Si, muchacho, es el párroco. Ahora bajará de la casa parroquial - señaló con el dedo al techo - aquí arriba. Yo soy el sacristán, como un secretario - le tendió la mano - me puedes llamar Manolo, como me llama todo el mundo.
- Me llamó Pedro - tendió su mano también y estrecho una mano pequeña y regordeta de uñas bien cuidadas y que le apretó la suya con moderación - conocí a Don Felipe ayer en el tren y me dijo que viniera a visitarle cuando quisiera.
- Si, Don Felipe tiene un grupito de muchachos muy especial de catequesis que están, según dicen, despejando dudas sobre su futuro en la Iglesia. Don Felipe los reúne muchas veces en la casa parroquial. Hace una labor muy buena con ellos.
Pedro imaginó el tipo de labor que hacía el cura con los chicos pero quiso echar a volar su imaginación.
- Yo en realidad he venido con mi madre para confesar.
- Ah, muy bien, muy bien - el sacristán no dejaba de trastear por los armarios y cajones, sacando amitos, cingulos, manípulos y otras prendas preparando el revestimiento de Don Felipe para la siguiente misa - pero esperale en su confesionario. Cada uno tiene un nombre en el penacho que tienen en la parte superior. El suyo es el que pone Párroco, búscale y esperale allí. Cuando baje yo le digo que estás allí y él irá inmediatamente.
Pedro salía de la sacristía justo cuando su madre se tapaba la cara torturada por el hecho de haber tenido ese comportamiento incestuoso con su hijo, de esta forma no vio como Pedro se dirigía al confesionario rotulado como del párroco.
Al llegar vio el cartel de hombres y entró. Tenía una especie de reclinatorio justo delante de la ventanilla que daba al habitaculo del cura y un asiento detrás para esperar, supuso Pedro.
En la penumbra y silencio de aquel espacio le voló la imaginación a las largas sesiones de meditación del convento y enseguida empezó el balanceo del cuerpo con el que provocaba placer teniendo insertado el dildo en su cuerpo. Empezó a endurecerse su miembro y cerrando los ojos se restregaba el pantalón hasta sentir acero entre sus piernas. No se pudo reprimir y se desabrochó el pantalón dejando salir su recluso. Imaginó que se desnudaba allí mismo para masturbarse y en eso llegaba el cura y le hacia una mamada gloriosa.
Sin poderse reprimir se quitó pantalón y ropa interior y se desabrochó la camisa. Estaba desnudo dentro del confesionario y echaba de menos su dildo.

- Don Felipe, buenos días. Ha venido un muchacho preguntando por usted.
- ¿No dijo quien era?
- Que le había conocido a usted en el tren.
- ¡Ah, ya! ¿Y donde está?
- Está esperándole en el confesionario.
- Gracias Manolo. Iré a ver.
Bajando los tres escalones que separaban presbiterio del crucero, Paloma vio al cura y rápidamente se santiguó y se levantó saliendo al paso de Don Felipe.
- ¿Es usted Don Felipe?
- Soy yo. La primera vez que la veo por aquí.
- He venido con mi hijo Pedro - miró alrededor como buscando - debe estar por aquí. Él venía a saludarle y como hacía tiempo que no me confesaba me dije, voy a acompañar a mi hijo. ¿A usted le importaría...?
- Faltaría más señora...
- Paloma. Me puede llamar Palo - se rió con pudor - como mis allegados.
- Venga conmigo, vamos a mi confesionario.
En dos pasos llegaron y Don Felipe se metió en su cabina indicando a Paloma cual era su lugar.
Pedro estaba entregado a una masturbación lenta y muy placentera. Estaba completamente desnudo y cuando escuchó pasos se sobresaltó y no movió un músculo. Escuchó la voz de su madre y la del cura y se quedó sin respiración. Sintió a Don Felipe entrar a su habitaculo y musitar una oración queda. Estaba colocándose la estola para iniciar la confesión. De su madre, se iba a enterar de todo y eso le estimuló.
- Ave María padre
- ¿Cuanto tiempo hace que no te confiesas?
- No se, desde la boda de mi amiga Elena. Que también tengo que hablar de eso. Pero lo primero y me hace más sufrir ocurrió anoche.
A Pedro le dió un vuelco el corazón. El sueño de la noche pasada había sido muy placentero pero perturbador. No quiso relacionarlo con los restos de semen seco de su ropa al despertar, pero el sueño lo explicaba. Se resistía a aceptarlo, pero sin darse cuenta volvía a estar duro como el banco sobre el que se sentaba.
- ¿Que ocurrió anoche, hija, que tan grave te parece?
Paloma inició el relato de lo sucedido interrumpiéndose cada momento por los sollozos que le provocaban el arrepentimiento al tiempo que el cura empezaba a sudar y respirar agitadamente pensando en cómo tendría aquel chico del tren el sexo bien enhiesto y que cantidad de semen caliente eyacularía al correrse. De forma casi inconsciente se desabrochó la sotana y se rebuscó entre la ropa interior su trozo de carne dura embutida en la grasa del pubis.
- Y dime hija ¿Cuanto tiempo tuviste su miembro en tu boca?
- No sabría decir...
- ¿Y te la metiste hasta la garganta o solo lamiste el capullo?
- Padre - Paloma empezó a indignarse - no sé qué necesidad...
- Si, hija, responde. Tengo que saber la gravedad del pecado, si fue solo un desliz o disfrutaste del incesto. Y..., ¿Tu hijo se dio cuenta y disfruto de tener una madre tan degenerada?
Pedro escuchando al cura no podía evitar estar muy excitado, destilando precum en cantidad apreciable que iba recogiendo con los dedos y consumiéndolo  y por otro lado escandalizado de haber gozado de aquella mamada materna, que él creía formar parte de un sueño y resultó ser real, pero para su horror desear que sucediese cada día. No podría volver a mirar a su madre más que como sujeto sexual. ¿Cuántas veces desde pequeño, estando dormido, se lo habría hecho? Se estremeció de miedo y placer. 
Y entonces vino la pregunta que Pedro no habría querido escuchar nunca.
- Y esto, hija, ¿había sucedido más veces?

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