viernes, 20 de noviembre de 2020

TIO IGNACIO (1)

 

Cuando tío Ignacio se fue para hacer las Americas, yo tendría, no mas allá de ocho años y él no mas de veintidos o veintitres, o sea, un viejo para mi.
Pero tío Ignacio me gustaba. Mi madre decía que era un bala, que no tenia idea de lo que quería decir, pero algo no muy bueno, porque mi madre nunca tuvo a tío Ignacio en gran aprecio. Me gustaba, por su amplia sonrisa, cuando no franca carcajada. Sus abrazos eran intensos y calidos que parecia que quería meterme dentro de él y me comia a besos con unos labios humedos y carnosos. En suma, yo estaba deseando que tío Ignacio viniese porque me hacia feliz con sus  bromas, sus cosquillas, a las que temía tanto como deseaba.
Mi padre afeaba a su hermano pequeño que me estrujase tanto, pero no perdia su sonrisa mientras le reñia. Papa era como seis años mayor que tío Ignacio y como el abuelo hacia tiempo que no se hablaba con ningún hijo, pues mi padre ejercía de autoridad.
Siempre me intrigó que los dos después de la cena se retirasen a una salita donde papa escuchaba musica, leía o escribía. Cerraban la puerta y se les escuchaba reir y comentar, hasta que, suponía yo, el brandy hacia de las suyas y entonces solo se escuchaban murmullos y exclamaciones ahogadas.  Yo ya estaba acostado cuando salían intentando no hacer ruido y sentía como tio Ignacio se inclinaba sobre mi cama y me besaba en la frente. Podía entonces olerle, con los ojos cerrados, a tabaco y vainilla, a bergamota y canela, un perfume penetrante, que aún hoy me hace estremecer de un placer indefinido; sentía el roce de su barba contra mi mejilla me producia escalofrios y ese ultimo beso, pues al día siguiente se iba, fue acompañado de un abrazo en el que su mano pasó por detrás de mi nuca hasta estrecharme contra su pecho peludo, que iba con su camisa desgalichada, como casi siempre que bebía más de la cuenta.
Conservo en mi memoria aquella despedida y desearía haber podido permanecer contra su pecho eternamente, tal era el placer que me proporcionaba y que era incapaz de definir.

Pasaron años. Muchos. Celebrabamos mi mayoría de edad. Al fin era dueño de mi destino. Estabamos sentados a la mesa todos, incluido el abuelo que hacia ya un año que nos visitaba con regularidad, después de que mi padre y él solventasen algunos extremos de su relación. Sonó el telefono de mi padre. Se le mudó el semblante. Tío Ignacio estaba en el aeropuerto y preguntaba si podría ir a recogerlo. Mi padre le puso al corriente de los acontecimientos y le sugirió que cogiera un Uber, avisandole de paso que el abuelo, estaba con nosotros. Los nervios tomaron rehenes en mi estomago y ya no pude comer más. El color de mi cara debió esfumarse y empecé a transpirar al tiempo que los dedos de mis manos comenzaron un arcaico baile que no sabía como hacer que parase. Se dió cuenta mi abuelo, que deposito su mano confortable y caliente sobre mi pierna iniciando una caricia que muy suavemente recorría el muslo desde la rodilla a la ingle. Me susurraba muy bajito en medio del alboroto de la mesa que él estaba allí. Una de las caricias del muslo llegó mas lejos de lo que parecia correcto y se disculpó. Le contesté que me tranquilizaba y él retiró su mano. Suspiré yo entonces de relajación y consuelo y como si de un electroiman se tratara la acerada mirada gris de mi padre saltó de mis ojos a los de mi abuelo. Yo no pude sostener esa mirada pero mi abuelo con mucha tranquilidad respondió a su mirada con un "todo está correcto, hijo, ya pasó"

Tenía yo diez años y el calor del verano impedía coger el sueño. Sudaba en mi cama y el roce de la sabana con mi cuerpo, especialmente las nalgas, me producia una sensación de bienestar hasta entonces desconocida. Y sin poder explicarmelo rescaté de mi memoria aquel ultimo beso de tío Ignacio envuelto en aromas a tabaco y canela y mi cuerpo reaccionó haciendo que mi colita renunciase a su nombre y adoptase ya el nombre de verga, con todos sus pronunciamientos. ¡Dios mío, que grande era, y que dura! me agradaba tocarmela y las bolsas que tenía debajo. Y descubrí que se estaban cubriendo como de una pelusa. La cara del tío se me hizo tan real besandome que cerrando los ojos force a que aquel beso se desviase y fuese a dar en mi boca. Me estaba acariciando y esa imagen del tío Ignacio, besandome apasionadamente en los labios obró el milagro de que sintiese un calambre muy placentero que partiendo de mi ano, explotaba en la punta del miembro y me dejaba sin aliento. Después de eso caí en un sueño profundo a pesar del calor estival. 
Mas adelante, en la escuela de la calle aprendí todo lo que parecía necesitar saber para utilizar mi cuerpo en beneficio propio. Y siempre aquel postrer beso del tío presidía siempre en primera fila todos mis orgasmos. Cuando con mas edad y chicas con las que entretener los tediosos dias de la adolescencia teniamos sexo, la imagen del tío era la que me permitia alcanzar el climax. Por eso, cuando mi padre anunció que venía entré en barrena. Temía cual sería mi reacción ante sus besos y abrazos. ¿Y si me ponía duro y él lo notaba? La mano providencial del abuelo en el muslo, me salvó del aprieto. La dura mirada de mi padre era lo que no terminaba de entender.
Habían pasado diez años y el tío Ignacio no habia variado. Era el mismo torbellino que todo lo trastoca y todo lo espabila. Tenía la tez mas tostada y alguna arruga de expresión en torno a su boca y frente, pero por lo demás el brillo de sus ojos verdes y el cascabeleo de su sonrisa permanecían inperturbables. 
El abuelo se levantó de su silla con brazos que presidía la mesa y con las facciones congeladas se dirigió a su hijo y poco a poco fue abriendo los brazos en signo de acogimiento. Yo vi como le resbalaba una lagrima por la mejilla y algo de liquido claro destilaba su orificio de nariz derecha. Se abrazaron y no pude alcanzar a entender lo que le decía al oído a su hijo, pero el tío Ignacio si rompió a llorar sonoramente mientras pedía con la voz entrecortada, perdón. Mantuvieron el abrazo unos minutos durante los cuales cesaron los tintineos de la cuberteria contra la loza de la vajilla y pareciera que durante ese abrazo el tiempo de detuvo. Cuando al fin se separaron el abuelo volvió a ocupar su sitial y mi padre arrimó otra silla a la mesa. Mientras tío Ignacio se me acercó con su amplia sonrisa otra vez en su cara con los brazos abiertos proclamando al mundo lo feliz que era por reencontrarse con su sobrino favorito. Me puse en pie y me estrechó como solía. Ya no olía a bergamota y tabaco, olia a citricos y madreselva, a jazmin y dama de noche y me embriagó de tal manera que tuve que cerrar los ojos y rememorar aquel ultimo abrazo con su mano en mi nuca. Y como por ensalmo, su mano derecha se hacia dueña de mi nuca empujandome la cabeza a su hombro mientras me cubría de besos y sucedió lo que yo me temía. Mi cuerpo exultó de felicidad y toda mi dureza impactó en la entrepierna de tío Ignacio, que sin aflojar un apice el abrazo me susurró al oído que se alegraba que ya fuese un hombre y que esa noche saldría conmigo a festejar. Empecé a temblar justo en el momento que mi padre ponía orden diciéndonos que continuasemos  comiendo y dejasemos las efusiones para otro momento.
A los postres tío Ignacio anunció que ya que yo era un hombre y pronto sería llamado a filas, me llevaría a celebrarlo esa noche. El abuelo levantó despacio la vista interrogando a mi padre. Mi padre se limitó a adevertir a su hermano que a ver a que casa de tolerancia me llevaba. Tío Ignacio, sin perder la sonrisa anunció que para su sobrino y tocayo, lo mejor de lo mejor. Yo sentí como toda la sangre se agolpaba en mis mejillas. No se volvió a hablar de ese asunto.
Me estaba vistiendo para salir, cuando el tío entro en mi alcoba. Yo estaba en ropa interior y me sentí cohibido. Ignacio se acercó a mi y se interesó por mi deseo de poder estar con una mujer, y ademas experta. Me quedé mudo. Entoces se sentó en la descalzadera y me recordó la impresión que le produjo aquella despedida de hacía diez años. 
- Quiero que lo sepas, ahora ya que eres un hombre. Entonces eras un niño. Un niño al que yo ya quería mucho. No se si recordarás que deslicé mi mano por tu cuello sujetandote la nuca y besandote. Hubiese deseado hacer llegar mis manos mas lejos, pero..., anda vístete. Ya seguiremos hablando de ello.
Se levantó y sin darme opción a contestar se fue. No sabría decir si se percató  de que mi calzoncillo se abultó o que mi respiración se aceleraba, la boca se me llenaba de saliva y me veía obligado a tragar una y otra vez. Lo cierto es que habría dado mi mayoria de edad por haber vuelto a sentir su manaza contra mi nuca.
Cuando salimos, mi padre y mi abuelo le encomendaron, todo el cuidado del mundo. Un taxi nos llevó hasta el centro y después de transitar por callejuelas mal iluminadas entramos por un callejon en el que una sola y vacilante luz ambarina dejaba ver una puerta desconchada. El tío tocó con los nudillos y un ventanuco de la misma puerta se abrió. Una voz desde dentro después de unos poderosos instantes se alegró de que Don Ignacio volviera por allí y la puerta se franqueó.

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