miércoles, 10 de octubre de 2018

MEMORIAS DE UN ESCLAVO

No tengo ya fuerzas ni para recordar. Ya ni llorar puedo. Solo me quedan las cicatrices y mi incontinencia fecal para evocar la mano dura, soberbia, sin vacilaciones del amo. ¿Cómo puedo vivir sin cadenas, sin azotes, sin hambre, sin jaula en la que esperar el siguiente castigo..., por tener la osadia de seguir viviendo?
Me cuesta remontar el río de la vida para recordar que tuve padres, sin rostro; no sabría reconocerlos aunque los tuviera delante. Si recuerdo la correa de mi padre morder mi cuerpo por cualquier nimiedad, como perder un cordero a fauces del lobo, con mis siete años sobrecogidos antes la violencia del ataque de la fiera hambrienta. Me acostumbré. Hasta los catorce me estuvo señalando. Recuerdo los reproches de la madre recordandome que me lo merecía.
A los trece sorprendí a mi padre usando a una oveja como solía hacerlo con mi madre. El acervo dolor punzante que sentí cuando aquel hombre decidió que mi culo era mejor agujero que el de la oveja, lo he llevado grabado con más intensidad en la memoria que las cicatrices de los cintazos; sobre todo cuando, muy furioso, golpeaba con la parte de la hebilla.
A la tercera vez que me cogió y recibí mi ración de cintazos, fui donde mi madre y con muchisima vergüenza le dije que me dolía mucho el ano y que a veces me sangraba. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo cuando ella sin dejar de hacer lo que era su rutina me preguntó en una afirmacion si ya me habia cogido. Me confesó con cierto acento de resignación que se abonó a ese vicio cuando estando embarazada de mi ella le vedó el sexo. Desde entoces él solo usaba la puerta trasera. Me dijo que me acostrumbara, porque además siendo chico estaría mas cerrado y le gustaría más. Que no me apurara que lo de la sangre acabaría al tiempo que me daba las gracias, por liberarla de esa servidumbre: "por fin me dejará en paz, tu eres joven y sano y acabarás por tomar ley a tu culo, como tuve que hacer yo"
Estaba solo, me entraron ganas de vomitar y lo hice. Me fui a un rincón y lloré.
Estuve sirviendo de mujer a mi padre durante un año. Tal era mi postración que cuando adivinaba aquella mirada salica repasandome con babeo mi figura me encaminaba con paso lento y resignado al aprisco; allí me desnudaba y esperaba a que llegase el ogro con su cinturón. Llegó un momento (fue a la tercera o cuarta vez) que llorando de desesperación esperando al violador sentí mi cuerpo moverse y cierta satisfacción deleitosa pensando en el dolor de lo que se me venía encima. A partir de aquella ocasión esperaba la mirada viciosa sobre mi y estallaba en una erección adolescente irrefrenable. Tenía mi ano ya tan dilatado que la barra de carne caliente del hombre no me provocaba ningún dolor, antes bien, con su mete saca conseguía que yo experimentase un placer en mi propio sexo, irrefrenable. Poco a poco asocié el placer de la violación al dolor de los latigazos hasta tal punto que saber que mi padre venía a desfogarse conmigo con los previos zurriagazos hacía que tuviese unas excitaciones soberanas; luego al sentir la penetración enseguida me venía con gran cantidad de leche que la primera vez que me sucedió creí que era el comienzo de mi final.
Con los catorce bien avanzados y ya hecho a mi destino la ultima vez aquel bestia que tenía por padre se coló en el redil con otro amigo. Ese otro pretendió, y lo consiguió, utilizar mi boca como si fuera mi ano. Mientras el padre azotaba y luego se vaciaba dentro de mi el amigo hizo lo propio en la boca. Vomité sin consuelo de nadie, allí entre las bestias sin perder la erección. Cubierto de vomitos y rezumandome el culo el jugo del padre por los muslos entremezclado de heces, me llevé las manos a mi entrepierna, senti un alivio, acaricié con más fuerza hasta que conseguí la misma sensación que cuando el bestia me entraba sin cuidado ninguno por el culo.
Los dias posteriores me tomaron entre los dos un par de veces mas y la ultima se intercambiaron las posiciones. El amigo también azotaba con saña y mientras vomitaba y olía una vez mas a mis heces mezcladas de jugo del amigo lo decidí. Me iría, sin decir nada, para siempre.
Aquella madrugada, con sigilo, hurgué por entre los cacharros de la cocina y encontré la orza en la que mi madre guardaba el poco dinero que había. Cogí un poco para no dejar a los viejos en cuadro, que nunca he sido rencoroso, y salí quedo, para no despertarlos. En una hora llegué al pueblo, compré un billete a la capital.
Habian pasado cuarenta años y volvía a estar en el arroyo. Mas enjuto que cuando chico, por las privaciones a las que me tenía sometido el amo, otra vez solo y viejo esta vez.

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