viernes, 22 de noviembre de 2013

TEORIA DE LA RELATIVIDAD




Caminaba a buen paso con cierta premiosidad, los hombros caídos y la cara algo contraída. A las siete y media de la mañana no era lógico que me lo encontrase por la calle Larga camino del río. Juan Jesús era de los que se acostaba tarde, a veces muy tarde, por razón de su dedicación y por ende se levantaba más tarde aún.
Juan Jesús de cuando en cuando asistía al nocturno en el que su abuela, con la que vivía, le obligaba a matricularse. Desde que sus padres se dieron esa hostia impresionante contra un árbol por hacer mientras conducían lo que no se debería hacer más que en una cama. El forense se lo dijo a su abuela con la frialdad y desapasionamiento propio del que está tratando con carne picada.
- Mire señora, yo lo siento mucho, pero la mujer se la estaba mamando al hombre y eso debió despistarle. Aún había semen en la uretra y en la boca de ella, lo mismo.
La abuela de Juan Jesús se desmayó y el muchacho con diez años pareció no entender nada, hasta que preguntando a unos y otros comprendió lo sucedido y en un rincón, de una iglesia medio derruida de las afueras, una especie de ermita, se deshizo en lágrimas de profunda pena.
Fue cuando a Juan Jesús le empezó a entrar la rebeldía y a hacer pellas. La abuela no daba abasto a ir a hablar con los tutores.
- Juan Jesús está muy levantisco, señora. Comprendemos que por lo que ha pasado no es ninguna broma, pero las primeras semanas después del accidente estaba algo taciturno pero obedecía, y es que ahora se opone a todo, por oponerse, hasta en las cosas más nimias, es rebelde.
La abuela Paula, le disculpaba como podía y luego en la casa, le reconvenía con todo el cariño que podía, pero Juan Jesús parecía que respondía de forma paradójica; cuanto más cariño ponía la abuela en el empeño, más rebelde se volvía Juan Jesús.
Al chico siempre le intrigó que placer podía encontrar su madre en chupar la polla de su padre y desde luego lo del semen no entendía bien a que se refería. Él a veces se acariciaba su sexo, le proporcionaba placer, como un estremecimiento que le dejaba sin fuerzas y nada más. Aquello le martilleaba y en sueños veía a su madre recostada en el regazo de su padre mientras éste conducía y ella se aplicaba a acariciar con su lengua el sexo, que el suponía enorme, de su padre, haciendo una extrapolación mental del suyo que no tenía mal tamaño.
Le cogió ley a aquel rincón donde regó con sus lágrimas de niño, limpias y dolorosas, la peripecia de sus padres que tan trágicamente terminó. Muchas veces se quedaba dormido soñando que su madre le llevaba de la mano al colegio como cada mañana y como los dos, padre y madre le recogían y le llevaban al parque o al cine y luego le compraban alguna chuchería. La imagen de lo que para un crío de diez años es la felicidad.
Uno de los días que estaba placidamente reviviendo en sus sueños su vida de felicidad, sintió que llovía y se despertó sobresaltado. Y no era lluvia.

- ¿Donde vas tan temprano Juan Jesús?
De acera a acera, pregunté al muchacho, ya un hombretón de veintidós, que donde iba tan temprano.
- Voy al hospital. Mi abuela se cayó ayer, limpiando la cocina y se ha partido una cadera. Solo me tiene a mí.
- Que haya alivio.
- Gracias.
Y siguió a su buen paso de sus veintidós años cuesta arriba camino del río donde debía coger el trasporte que le llevase al hospital a ver a su abuela.
Recordé entonces como le conocí y como me contó lo que yo ahora cuento.
Mientras estaba sentado contra una sabina centenaria de aledaños de la marisma pergeñando unos pocos versos que aliviasen mi torturado espíritu de libertad constreñida, por el trabajo, la familia, las relaciones y las miserias humanas, no reparé que una especie de ángel de ensortijado cabello castaño y relajado rostro triste se me acercaba. Solo cuando me ensombreció mi lugar con su figura levanté la vista y le vi resplandeciente a contraluz.
Era bellísimo. Rala barba de días, la camiseta en la mano dejando a la vista un torso digno del David de Michelangello y el vaquero suelto a las caderas insinuando un pubis del se escapaban unos cuantos vellos azabaches. Todos ello retroiluminado por un sol de atardecer componían una imagen que habría hecho descomponerse a cualquier mujer. A mi sencillamente me alegró ver una imagen tan perfecta. La belleza es un vicio adictivo, venga en el envoltorio que venga.
- Hola – le dije entornando los ojos para que el sol que se escapaba por entre sus guedejas no me deslumbrase, al tiempo que cerraba mi cuaderno y depositaba al lado el bolígrafo - ¿Qué te trae por aquí?
De naturaleza he sido siempre muy confiado. Me gusta confiar en el ser humano; “se” que el ser humano es bueno y bello de corazón por naturaleza. De vez en cuando gusta de reflejar esa belleza con pintura rojo sangre con los dedos como pinceles pero no son más que explosiones extemporáneas de una naturaleza rabiosa porque no encuentra su ideal. Soy dado a las disculpas, sobre todo si el disculpado soy yo.
- Nada, dando una vuelta, nada más. ¿Y tu que haces? Esto está muy solitario. ¿Buscas algo?
- Estoy escribiendo sin ruidos, sin alteraciones, para dejar volar la imaginación.
- ¿Se puede leer lo que escribes?
- Pero antes, tendré yo que saber con quien estoy hablando. Me suena tu cara de haberte visto antes.
- Me llamo Juan Jesús. Vivo con mi abuela, mis padres murieron en accidente…
Se quedó callado y le vi brillar una lágrima huidiza en los ojos. Apartó la cara y con la camiseta que llevaba en la mano se secó la nariz después de sorber las lágrimas que se le escapaban por no haberlas dejado rodar por sus mejillas.
- Y… - le invité a seguir con su historia.
- Nos van a cortar la luz. Mi abuela no le alcanza lo que cobra de viuda, y la indemnización que me correspondía por el accidente me la negaron por conducción temeraria.
- ¿Iba haciendo el loco tu padre…, o tu madre?
- No…, me da vergüenza decirlo
- No te lo voy a preguntar entonces. ¿Cuánto dinero es la luz?
- Sesenta euros
Saqué la cartera y le di cinco billetes de veinte. Nervioso como un quinceañero antes de dar su primer beso los cogió y los paseo de una mano a la otra, sonriendo nervioso y sin saber que hacer hasta que se los guardó en un bolsillo. Luego se sentó a mi lado.
Entonces no pudo reprimir el llanto. Le manaba mansamente de los ojos y ni se molestaba en limpiárselos. Le dejé que se desahogase esperando su efusión de agradecimiento, pero en lugar de eso ocurrió lo que nunca hubiera imaginado.
Con torpeza me colocó su mano sobre mi bragueta. Le miré interrogativo y con toda la delicadeza que pude le retiré la mano.
- ¿Porqué has hecho eso?
Empezó a llorar otra vez y se levantó de un salto.
- ¿No me has dado el dinero para que te la mame?
- No. Nunca he pagado a nadie por sexo, ni a hombre ni a mujer y te he de confesar que he tenido sexo con los dos. No voy a negar que sexualmente seas apetecible, pero así, chaval, de ninguna manera. No juzgo si ser chapero sea bueno o malo, pero yo tengo que saber previamente cuales son las intenciones y las mías para contigo no son sexuales. ¿Sabes? Yo con menos edad que tu, fui chaperito de lujo, de curas y aristócratas sobre todo, de manera que no me escandaliza lo que has querido hacer, pero la relación ha de ser consentida en todos sus aspectos. Además, estoy casado, no estaría bien. Tengo hijos de tu edad…
El chico literalmente se hundió en mi regazo, se abrazó a mi cuello llorando y diciendo “Papá, Papá”.
No voy a negar que al sentir el calor juvenil sobre mí, el cuerpo animal reaccionó, pero no me vendí al placer fácil. Le separé de mí, le di un par de besos en las mejillas, le seque las lágrimas con mis pulgares y le invité a irse a su casa a darle el dinero a su abuela.

Abrió los ojos intentando que no le entrara el agua, agua que le resbalaba por la cara y al contactar con los labios le supo salada y acre a un tiempo. Con los ojos entornados vio tres figuras cerca de él que le estaban orinando festejando la ocurrencia con grandes risotadas.
Les conocía. En el colegio le perseguían y eran especialmente crueles con él.
- JJ, a ti también te gustará mamarla como a tu madre. Y se reían de él los más mayores. Juan Jesús solo sabía apretar los dientes y llorar.
- Un poco maricón si es el chico, solo sabe llorar como las niñas – le decían los que ahora le orinaban encima.
Se intentó levantar de su rincón pero le empujaban a que siguiese sentado.
- Que aún no hemos terminado de mear, maricona.
Juan Jesús se defendía de aquella lluvia como mejor podía apartando la cabeza pero empapándose la ropa. Lloraba amargamente por la humillación y porque no sabría como explicar plausiblemente la razón de la mojada con olor tan peculiar a su abuela. Le daba vergüenza que se supiese que le habían meado, pero más vergüenza aún el que no hubiese tenido los redaños suficientes para haberse liado a golpes con aquellos tres zagalones que tan cruelmente se divertían de él.
Hasta que sucedió.
- Ya que la tenemos fuera – profirió uno de los tres verdugos – que nos la mame.
- Eso, que nos las mame, el mariconazo este; le vamos a hacer un favor, seguro que le encanta como a su madre.
Y Juan Jesús se vio de repente con un pedazo de carne en la boca que cada vez se hacía más grande y que por mor de las embestidas de su dueño le atragantaba y le provocaba arcadas. Y entonces supo a que se refería el medico aquel tan desagradable cuando le habló a su abuela Paula que se encontró semen en la boca de su madre. Era algo tibio, grumoso y de sabor desagradable, algo salado y soso al tiempo. Le provocó tal asco que vomitó todo lo que llevaba en el estomago. Como premio recibió una sonora bofetada de uno de los violadores por haberle alcanzado con el vomito en las deportivas nuevas que llevaba y la sudadera de marca. Pero no por eso los otros dos renunciaron a su ración de salacidad. La misma operación se repitió y a Juan Jesús ya no le quedaba más que echar que las babas del estomago y la garganta por la agresión de la carne dura violando su cuerpo a través de la boca.
Cuando le dejaron solo, vilipendiado y lloroso, anduvo remoloneando por las afueras del pueblo hasta que la ropa se fue secando y el estomago se le fue asentando. Llegó tarde a la casa y la abuela le reconvino.
- He estado cogiendo nidos y se me ha echado la noche encima.
- ¿Y esa peste a meaos que traes?
- Me caí a un charco, abuela, lo siento.
Por la noche, ya limpio y en la cama le ocurrió algo incomprensible. Rememoró lo sucedido en la ermita derruida y su pene reaccionó con una fiereza incomprensible. Se masturbó y por primera vez en su vida un fluido salió por donde hasta ese momento solo salía orina. Extrañado lo cató y enseguida reconoció el sabor que había sentido esa tarde de cuerpo de sus maltratadores. Se sintió mayor y se durmió pensando que el también podría mear a alguien dentro de no mucho.

- Juan Jesús, espera – me detuve y me volví levantando la voz.
El chico se detuvo y se volvió.
- Perdona, tengo prisa, pierdo el autobús de las siete y media.
- Venga, yo te llevo. No tengo nada que hacer. Es sábado.
Se dio la vuelta y echó una carrera hasta alcanzarme.
Nos dirigimos al garaje por el coche.
- Mi tía se tiene que ir a las ocho para trabajar y me tengo yo que quedar con mi abuela.
- Acompáñame al garaje.
Caminamos un trecho corto hasta el garaje de mi casa. Entramos al garaje y le invite a entrar al coche.
- Tío – me dijo algo corrido – me haces muchos favores y yo lo único que puedo ofrecerte es un poco de sexo…, y tu no quieres…, no se como agradecértelo.
- Ya tendrás ocasión Juan Jesús, de momento limítate a aceptar lo que te viene dado gratis.
- Tengo veintidós años, nos conocimos cuando yo tenía creo que dieciocho. Han sido cuatro años en que lo único que has hecho es hacerme favores y no me has dejado que corresponda. No lo entiendo, de verdad.
- Ahora calla y piensa en tu abuela, nada más.
Le dejé en la casa de su abuela. Cerró la portezuela del coche y a los dos pasos se volvió y mirando con su encantadora e inocente sonrisa, que el utilizaba creyendo que era de alguien experimentado, me citó.
- A las tres vuelve de trabajar mi tía. Lo digo por si no tiene nada que hacer y te apetece venir a recogerme y vamos al río un rato y te hago compañía mientras escribes; la verdad es que me gusta estar a tu lado, aunque sea sin hablar.
- Mmmm, bueno, tenía otros planes, pero no importa. A las tres vendré a buscarte.
Cuando tuvo la confirmación de que Sebastián iría a buscarle sintió la típica tirantez en la bragueta y un placer incomprensible le recorrió la espina dorsal desde el mismo ano.
- Te esperaré aquí en la calle.
Y se fue dando saltos de alegría, interpretó Sebastián por la forma de hacerlo.

Desde aquella tarde aciaga en la ermita en ruinas, Juan Jesús iba de vez en cuando por ver si se repetía la humillación. Desde hacía meses que había sucedido soñaba con aquella imagen y el resultado era siempre una masturbación rápida y placentera en la que echaba de menos la orina de otros tíos.
Casi siempre se quedaba con las ganas y acababa apoyado en una esquina del presbiterio en ruinas cabeza abajo y orinándose él mismo sobre su boca para acabar masturbándose dejando caer su semen en el mismo lugar.
Aquella tarde cuando se acercaba a las ruinas escuchó jadeos y se anduvo con cuidado. Dos de los imbeciles que le habían llamado maricón y le habían obligado a mamársela estaban en plena faena, besándose mientras se sobaban sus sexos con avaricia. Tenían los pantalones en el suelo y sin soltar la presa de la boca como podían pugnaban por deshacerse de esas prendas para quedar más libres para holgar.
- ¡Eh! Machitos – le habló con mucha sorna Juan Jesús – si queréis os ayudo a desnudaros y a lo mejor queréis que os mee encima.
Los dos se quedaron cortados intentándose tapar inútilmente sus desnúdeces.
Juan Jesús empezó a desnudarse él mismo con parsimonia exhibiendo unos dones más que apetecibles.
- ¿Hará un trío, digo yo?
Los otros dos no supieron que responder hasta que Juan Jesús se les acercó y le obligó sin mucha oposición a arrodillarse delante de él.
- Venga, abrir esas boquitas que tengo ganitas de mear. Ya sabéis como es, creo que lo habéis hecho alguna que otra vez.
Los dos zagalones abrieron sus bocas y cerraron los ojos esperando la rociada. Juan Jesús empezó a orinarles alternativamente las bocas y entonces ellos abrieron los ojos peleándose por el chorro que le mojaba, al tiempo que se masturbaban.
- Cómo veo que os gusta, ahora me vais a comer el culete uno y el otro la polla.
Ninguno de los dos puso la mínima objeción.
- Ya parece que nos vamos aclarando sobre quien era aquí el maricón, que yo no digo que no lo sea que me gusta una polla lo mismo que a vosotros, pero me parece que a vosotros más que gustaros, os enloquece. No se que daría algún colega del instituto por saber alguna de estas peculiaridades nuestras. Y ahora, como lo hacéis tan bien me voy a correr, con lo que vais a poder disfrutar de mi lefa, besándoos para intercambiarla de boca cuando yo haya acabado; luego podéis seguir a lo vuestro.
Cuando Juan Jesús se ordeñó en la boca de uno de ellos, el que estaba lamiendo el ano prácticamente se lanzó a la boca de su amigo a besarle y mientras Juan Jesús se vestía, ellos siguieron con sus efusiones sexuales.

Estaba pensando en aquel episodio cuando Sebastián apareció con su coche a recoger a Juan Jesús.
Nada más aparecer el coche de Sebastián, Juan Jesús sintió que las mariposas elevaban el vuelo en su estomago. Instintivamente se llevó la mano a su entrepierna. Sebastián no fue ajeno a ese detalle cuando detuvo su coche y se removió incomodo en su asiento. Por su cabeza se paso como rayo la imagen desnuda imaginada de Juan Jesús bajo la sabina, que le reclamaba sus favores. Dio un golpe en el volante negándose a semejante tropelía en el momento que el chico entraba.
- ¿Pasa algo? –preguntó.
- Nada – mintió Sebastián; y en ese momento supo que estaba perdido. No iba a ser capaz de sustraerse a los encantos del chico.
Arrancó el vehiculo en dirección a la marisma, donde por vez primera se conocieron.
- ¿Te parece que vayamos al mismo sitio donde nos conocimos? - y en la voz no pudo evitar un vestigio de estremecimiento que enlazaba con una erección explosiva que fue incapaz de coartar.
- ¿Te ocurre algo? – preguntó intrigado el chaval.
Juan Jesús ya sabía lo que pasaba; eran veintidós años pero muy intensos y ese aletear de la voz de un hombre ya lo había experimentado antes. Sabía de lo que se trataba y se felicitaba de poder, al fin, dar una satisfacción a su benefactor. Se relajó.
- ¿Tienes muchas ganas de escribir?
- Porqué lo dices
- No sé; podríamos hablar. Que me contases cosas tuyas. Tú sabes muchas mías; yo en cambio de ti no se casi nada. Me dijiste aquel día que fuiste chapero…, eso me pone cachondo sin poderlo remediar. Te he imaginado con mi edad o menos yéndote con tíos macilentos y sebosos; de asco vamos; y me da mucho morbo.
- En alguna ocasión era con la pareja. Algún personaje quería ver como se lo hacía a su mujer y luego al revés. A tu edad se tiene potencia para eso y para luego ir a buscar a tu novia y disfrutar de verdad.
- Pero…, entonces…, no lo entiendo. ¿Que te gustan a ti?
Detuvo el coche a un lado del camino de la marisma, pero no abrió la portezuela del coche. En silencio mirando en lontananza con las manos apoyadas en el volante. Juan Jesús le miraba intrigado preguntándose que estaría pasando por la cabeza de su amigo.
Hasta que pasados unos segundos eternos se giró en el asiento hacía en el chico apoyándole su mano derecha en el cuello para mantener sus líneas visuales entrelazadas.
- Te queda mucho camino por recorrer. Verás.

Sebastián siempre fue muy inquieto. Con catorce años era un zascandil, sin miedo en el amplio horizonte de su inmortalidad. Rebosaba vida y alegría por sus poros. Y también era encantadoramente inocente creyéndose ser avisado de los peligros de la vida. Tenía habilidad para engatusar a las muchachas contándoles chascarrillos y haciéndolas sonreír, ganándose alguna que otra sonora bofetada, porque en esos tiempos era lo que se estilaba, que las muchachas afirmasen su decencia hostiando a aquel que más les gustaba, no llegase a oídos de su madre o tíos que sonreía ante las ocurrencias del primer zagal que se cruzaba con ella en el paseo. Empezó a pasearse con una chica de su edad, que de primeras le cruzó la cara tras el primer requiebro, y gustaba de invitarle a altramuces cuando nadie se percataba. Poco a poco, con el paso de los meses fueron retirándose de las miradas indiscretas de propios y extraños hasta que encaminaron sus pasos, como por casualidad hasta cabe una sabina centenaria en la marisma. Era primavera avanzada y la calidez del levante bajeando tuvo la virtud de derribar alguna que otra barrera. La tersura de la piel de la chica y la perentoria necesidad de Sebastián por esparcir semilla hicieron el resto. Con los senos turgentes pidiendo contacto, los jadeos anhelantes de fusión impregnando el aire que se los llevaba a otros sitios se acercó otra pareja buscando intimidad. Una pisada, un crujir de rama y ya estaba la chica vestida y corriendo al pueblo despavorida y Sebastián desorbitando los ojos e intentando aliviarse como bien pudiera con la mala suerte de que la pareja se presentó y frustró la llegada a meta del chico, que como una liebre salió a escape.
- Ya se lo voy a decir a tu madre Sebastián, que tienes muy poca vergüenza – le gritó la recién llegada que ya se desnudaba nerviosa para abrir su puerta y que su novio entrase a tomar un refrigerio.
Al llegar a casa, se encontró un alboroto en su puerta que le extrañó. No podía ser que se supiese lo suyo tan pronto. Quiso entrar, pero no le dejaron. Salió Don Felipe, el cura ensotanado a su encuentro que echándole la mano por el hombro se lo llevó calle adelante dándole cobijo y animo. El cura era un tipo menudo y nervioso más o menos de la altura de Sebastián. De cuando en cuando le atraía hacía el y le besaba en el cuello.
- La vida es así de cruel, Sebastián, hijo. Quien podía imaginar que una persona tan fuerte, con tanta vitalidad le iba a ocurrir algo parecido.
- Pero que ha pasado D. Felipe
- Hay que ser fuerte en momentos como este hijo.
En estas estaban ya llegando a la ermita del pueblo.
- Vamos a entrar a rezar por tu padre, porque esté en la gloria
Sebastián retembló entre los brazos del cura y se le aflojaron los nervios. Las lágrimas pugnaban por aflorar pero solo conseguían hacer arder los ojos. Con rabia se los restregó y de forma abrupta preguntó:
- ¿Que le ha pasado a mi padre?
- Una desgracia hijo, una desgracia. Estaba tan sano…
Sin poder remediarlo se refugió en el regazo de la sotana y D. Felipe le acunó estrechándole fuerte. Los cuerpos se dieron calor y la calentura que Sebastián arrastraba no quiso saber nada de duelos. Al contacto calido de otro cuerpo el suyo reaccionó como resorte. El cura sintió el ímpetu juvenil e invadió el espacio mas delicado con su muslo; el chiquillo reaccionó instintivamente pero la persona mayor que era le sujetó y acarició suavemente hasta derrumbar las defensas ya de por si débiles. Luego la mano nervuda que consagraba cada día se acercó a santificar la carne, el roce fue agradable y Sebastián se dejo hacer.
En un rincón de la ermita el cura con la boca terminó lo que debería haberse concluido bajo la sabina centenaria. Sebastián horrorizado por lo que acaba de ocurrir quiso escapar pero fue detenido.
- Espera zagal. No vayas a soltar la lengua; perjudicaría a tu madre que ahora está viuda y no tiene defensa. A ti sin embargo te conviene. Se echó mano a la cartera y sacó un billete grande, que a Sebastián pareciole una fortuna.
- Venga, no seas más tonto y guárdatelo. Y ya sabes, cada vez que quieras un billete de estos vienes en mi busca.
Sebastián a partir de ese momento dejó de frecuentar la iglesia para frecuentar la sacristía, recoger su cosecha e ir en busca de su novia a la que agasajar.
- ¿De donde sacas tanto dinero Sebastián? – preguntaba la inocente escamada.
- Mi padre tenía un seguro de accidente muy bueno y no preguntes más que no me es fácil recordar de donde sale este dinero.
Con dieciocho años y ya baqueteado en determinadas artes Sebastián fue a la ciudad a trabajar en la imprenta de un primo de su madre.
- Aprenderás el oficio y de paso te administrarás y sabrás lo que es la vida.
El dinero que su primo le daba, apenas le llegaba para comer y pagarse una cama en una pensión de mala muerte.
- Sebastián – le dijo su primo – ve a casa del Marques y le llevas esas tarjetas y los tarjetones de invitación. Y ligero, que las está esperando.
El Marqués ya había estado en la imprenta y le había podido ver desde lejos; de mediana estatura, delgado, altivo de gesto y modales refinados. Tendría unos sesenta años y lo que no sabía Sebastián es que él tampoco había pasado desapercibido para el Marqués.
Llamó a la campana de la cancela del palacete donde debería entregar la mercancía y un mayordomo ataviado de librea acudió para franquear la entrada. Sebastián sin dar un paso alargó el envoltorio dispuesto a regresar a la imprenta pero no contaba con lo que venía a continuación.
- No – rechazó el paquete el atildado mayordomo- el señor Marqués insiste en que se le entregue personalmente. Sígueme y límpiate bien esos zapatos antes de pisar las alfombras.
Sebastián no conocía la sensación de hundirse en la lana al caminar y perdía el equilibrio dando traspiés, por lo que el mayordomo le llamó la atención un par de veces de forma hosca. Finalmente le entraron en una habitación pequeña decorada con una chimenea, las paredes cubiertas de lienzos y más alfombras. Había un sofá raro, para lo que era la experiencia de Sebastián, al que le faltaba uno de los brazos, parecía más bien, pensó, una cama con respaldo; una mesa de delgadas patas y tapizada de cuero verde y una lámpara de sobremesa de cristal verde igualmente.
- El señor le recibirá en breve – le anunció de forma desapasionada el mayordomo –
Cuando salía le escuchó mascullar algo de una colección y otra pieza más pero no supo bien a que se refería, allí había infinidad de objetos que parecían raros y caros.
- De manera que tu eres Sebastián – entró por otra puerta el Marqués envuelto en un batín de brocado de seda color canela y chinelas igualmente de seda.
- Este es su encargo – y le alcanzó el paquete que traía.
El Marqués lo recogió y lo dejó sin mirarlo sobre la mesa e invitó a Sebastián a sentarse junto a él en la cheslón, que así le dijo que era el nombre del sillón tan raro. El chico estaba cohibido por el ambiente y los modales de aquel hombre.
- ¿Tu fumas, Sebastián? – le ofreció una caja de plata que abrió delante de él llena de cigarrillos.
- Si, si fumo, pero ahora, déjelo…
- Insisto; quiero que te sientas cómodo.
Sebastián cogió un cigarrillo y el Marqués le dio fuego con un mechero de sobre mesa dorado.
- Me he informado de ti, Sebastián. Don Felipe es buen amigo mío. Estás en la imprenta del primo de tu madre porque así me lo pidió Don Felipe. Me dijo que eras honrado, decente y comprensivo con las debilidades humanas.
- ¿Eres realmente comprensivo, Sebastián?
De inmediato a Sebastián se le vino a la cabeza la esquina oscura de la ermita y su efusión tan placentera y al tiempo tan culpable que tuvo con el cura.
- Verá usted, señor, con ciertas cosas…, yo tengo una novia en el pueblo que yo respeto – el Marqués levantó la mano deteniéndole.
- Mira, hijo, no hay persona que yo más respete que a mi señora, la Marquesa, que precisamente se encuentra en San Sebastián visitando una hermana enferma – y al tiempo que lo decía se aflojaba la lazada del batín – y no espero que venga hasta el mes que viene – volvió a aflojar del todo la lazada que cayó desfallecida a ambos lados dejando resbalar los pechos del batín y enseñando un cuerpo velludo de piel blanca.
Sebastián tragó saliva y se puso en pie.
- Yo ya me tengo que marchar – dijo algo atolondrado.
- Tu te tendrás que marchar cuando yo diga que te tienes que marchar – le cambió el tono de voz al Marques al tiempo que se despojaba del todo del batín quedando completamente desnudo y cambiando el tono otra vez a algo más calido – venga dime, que te parece esto – e hizo pose de pasarela.
- Yo…, no sabría que decir – y sin proponérselo ni darse cuenta de lo que hacía comenzó a masajearse la bragueta – yo señor quisiera irme…
El Marqués en ese momento de un golpe certero le sujeto con su mano los genitales comprobando que tenían cierta consistencia.
- Yo se, que no te quieres ir – le susurró acercándole la boca al cuello y mordisqueándolo – es más, me jugaría mi fortuna a que estás deseando desnudarte ahora mismo – y comenzó a manipularle el cinturón del pantalón.
El chico sintió, a su pesar que su sexo tomaba tamaño y dureza, comenzó a jadear de excitación y se entregó.

Cuando salió de aquel palacete con el encargo de que regresase tantas veces como quisiera llevaba en el bolsillo el equivalente a seis sueldos mensuales y llegó corriendo a la imprenta dando saltos de alegría.
- Mucho has tardado tú, rapaz – le amonesto el primo – ¿no habrás hecho ningún desavío?
Sebastián agachó la cabeza, negó sin abrir la boca y terminó la tarea del día.
Esa noche se fue a tugurio de hembras de primera clase, escogió la más bonita y amaneció en su pensión con dolor de cabeza y tres sueldos menos en el bolsillo.

- Después de aquel día en el palacete del Marqués comprendí que podía hacerme con un pequeño capital a poco que fuese inteligente y me dejase querer. La verdad es que a mis dieciocho años lo menos que me podía apetecer era cogerle el sexo a un tío, pero…, en esta vida todos de una forma u otra nos vendemos a algo con tal de obtener nuestra meta, y la mía era volver al pueblo, casarme con Elvira y poner un negocio. Me prostituí, si, lo hice. Y veo que vas por el mismo camino, del que yo no te voy a apartar. Yo me dejé hacer, aunque no era lo que más me gustaba, aunque tampoco me era vomitivo. Quizá para ti sea lo más deseable, quizá no. La decisión es tuya.
Yo no soy ningún ángel, porque estando ya casado he tenido mis devaneos con otros hombres; que porqué, no sabría decirte, quiero a mi mujer y por nada la dejaría, pero el sexo es como es, egoísta, solo quiere su satisfacción, se la das y te deja en paz.
- Entonces a ti no te gustan los hombres – preguntó medio escandalizado Juan Jesús – lo hacías por dinero, eras como una puta.
- Si prefieres verlo así, de acuerdo. Pero tu querías hacerme una felación nada más conocerme en pago por un supuesto servicio que yo te hacia a ti. Todos somos putas, todos somos santos. Humanos en suma. Márcate una meta y lánzate a ella; quizá tengas que tomar algún atajo o dar algún rodeo, quizá detenerte durante un tiempo o cabalgar a lomos del tigre, pero sin perder de vista nunca tu destino. Y si no lo alcanzas al menos habrás luchado y te habrás divertido haciéndolo. No creas que en una humillación se acaba la vida o en un triunfo ya no se descabalga de la cresta de la ola. La vida es un ir y venir y nadie es más que nadie, solo un nadie es distinto de otro nadie, y todos contingentes y enfrentados a multitud de necesidades.
- Sebastián, no quiero pagarte con una felación. Deseo hacerte una felación. Disfrutaré haciéndote una felación.
- Juan Jesús, si me hicieses esa felación que tanto deseas, de alguna manera quedaríamos enlazados. Tú me gustas como objeto sexual y yo te soy grato porque represento la figura del padre que se te fue. Nos haríamos un flaco favor si nos enzarzáramos en una relación de piel a piel. Vamos a seguir…
Juan Jesús selló los labios de Sebastián con los suyos en un beso profundo que Sebastián acepto el tiempo que consideró oportuno para satisfacer los impulsos de Juan Jesús, luego lo apartó suavemente.
- Te agradezco tu interés, pero créeme, quiero tenerte de amigo, no de amante. Mantengámonos como hasta ahora; yo seré tu mentor y en mí siempre encontrarás apoyo. Ahora ya podemos marcharnos.
Mientras se alejaban de aquella sabina centenaria Sebastián pensó en como se habría desarrollado la vida de no haberles sorprendido aquella primera vez y no hubiese muerto su padre, pero no estaba quejoso de la vida; saberse capaz de tanto malo y tanto bueno, le permitía tomar en consideración todas las debilidades humanas y no creerse más que nadie, pudiendo mantenerse delante de cualquiera con serenidad.
Juan Jesús miraba a Sebastián mientras se alejaban de la sabina preguntándose si alguna vez él podría llegar a ser alguien tan correcto, tan perfecto, ten imitable y entonces supo que nunca tendría sexo con él.